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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (21 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Mi visitante no lo pudo comprender.

—Usted es estadounidense, creo. ¿O canadiense, quizá? Está perdida. Su mente divaga, y necesita estar en su casa, donde su gente pueda atenderla. Por favor, ayúdeme, y yo la ayudaré a usted.

Observa mi pequeña celda con expresión horrorizada. Pertenece a algún gobierno, y nosotros odiamos a los gobiernos. Quiere aprovechar esta desafortunada oportunidad para quitarme todo lo que tengo. Me pregunto qué diría si viera cómo las hermanas me bañan cada tarde. La hermana Agathe viene con otra hermana y traen un cubo de metal lleno de agua caliente. Yo miro hacia el techo. No quiero ver más mi cuerpo. Pero las hermanas me quitan la ropa y, mientras aplican la esponja, lloran ante esa visión. Yo no quiero saber qué es lo que ven, pero sí me pregunto qué diría mi padre, qué haría mi madre, si lo vieran. ¿Y mi amante? ¿Continuaría queriéndome tener en casa? Miro hacia el techo y alimento un secreto que ningún alma viviente sabe acerca de mí. Anhelo el sabor de la sangre humana.

Mi visitante es un absoluto desconocido. Ha alquilado unas habitaciones en una granja de las cercanías. Puedo ver ese lugar desde mi ventana, por la noche. Hay gallinas y un gallo, y un perro que no ladra nunca. Durante las horas grises previas al amanecer, el gallo ahuyenta los gritos de los pájaros. Mi visitante viene a menudo e intenta darme una identidad. A veces, simplemente se sienta y me mira. Otras veces me grita. Me amenaza con sacarme a la fuerza de este lugar.

Recuerdo una conversación en concreto.

—Tiene una semana más -dijo-. Y entonces haré lo que sea necesario según la ley. Haré que la lleven a una institución rumana donde los médicos puedan tratarla. Voy a preguntárselo otra vez. ¿Es usted americana? ¿Es usted periodista?

—Tengo miedo por usted -dije yo.

—No hable de esta manera.

—¿De qué manera?

—Como si me conociera.

—Pero le conozco.

—Soy simplemente un servidor civil, y hago lo que tengo que hacer.

—Se habrá ido antes de que pase un año.

Su rostro cobró un tono rojo oscuro, y perdió los estribos.

—Puedo hacer que la encierren, si quiero, y nunca nadie sabrá cuál es su nombre.

—En la memoria, usted se habrá perdido.

Se levantó y se puso el abrigo.

—Sé quién es usted -dijo-, pero no puedo demostrarlo, y si no puedo demostrarlo, me quedaré con la boca cerrada porque, si no, se me considerará responsable. No voy a armar ningún jaleo. Las autoridades locales se la van a llevar. Piénselo. Las mujeres de aquí quieren que se vaya.

Se marchó.

Yo quiero complacerle. Quiero que todo el mundo sea tan feliz como yo lo soy. Quiero que todo el mundo sienta el amor que siento yo por la existencia. Mi visitante adopta una expresión concreta cuando hablo de esta forma, y no puedo soportarla. Entreabre los labios, y su rostro se humedece, y yo me doy cuenta de lo viejo que se ha vuelto. Cuando le llegue la muerte, no va a ser diferente de los demás. Penetrará como el aceite en la tierra.

Me despierto con el sonido de los pájaros y miro por la ventana hacia el otro extremo del campo, hacia la granja en la cual duerme mi visitante. En este valle, justo allí en la depresión que hay entre aquí y la granja, hay otra fosa, nueva en mi mente, profunda, llena hasta rebosar de prisioneros de algún enorme trabajo de una época muy antigua. Son dacios, ejecutados por los romanos, y se susurran los unos a los otros: «¿Cuándo vamos a ir a casa?».

Veinticinco

L
os sueños de la chica del pelo dorado empezaron hace tres noches. La he visto antes, no tengo ninguna duda de ello. Conozco su nombre, pero no puedo pronunciarlo. Ella viene hasta mi puerta, llama con suavidad y dice «déjame entrar». Yo lo hago, y ella se arrodilla a mis pies y me los besa. Alguien le ha cortado el cuello, así que esta acción no es fácil, en verdad. Le pregunto si es una de las personas de la fosa de detrás del cuartel amarillo, y ella levanta la cabeza, con los ojos inundados de lágrimas, y me pregunta si me burlo de ella, pero yo lo niego. No quiero ver.

Por las mañanas, le cuento mis sueños a la hermana Agathe. Ella no me entiende, pero señala el lápiz y el papel. Quiere que lo escriba. Insiste, así que lo hago.

Una noche, mientras todavía estaba despierta, oí el mismo golpe suave de mi sueño en mi puerta. Las últimas ascuas del fuego se desplomaron, unas oscuras y rojas cavernas en llamas. No pude moverme. Nadie acostumbraba a visitarme después de que vinieran a cuidar el fuego por última vez, y la hermana Agathe ya lo había hecho. Deberían dejarme sola hasta el amanecer.

Me envolví con las pieles y salí de la cama. Las piedras del suelo, tan frías, me provocaron pinchazos en los dedos de los pies. El pestillo de la puerta pareció morderme los dedos, pero lo abrí de un golpe. Abrí la puerta sólo un poco, dejando una rendija, y vi una cara pálida que reconocí, aunque no era la cara que esperaba ver. Era la hermana Agathe. Quería aprender inglés conmigo y había insinuado que cabía la posibilidad de que tuviera en mente otro tipo de vida para sí misma. Muchas veces gesticulábamos mientras esperábamos a que el fuego se reavivara. Creo que deseaba viajar.

En esos momentos me miraba con terror. Señaló a sus espaldas, más allá de la capilla, hacia la puerta delantera del complejo. No tuvo que decir ni una palabra. Yo lo supe. Alguien me estaba esperando en la entrada.

—¿Es mi visitante? — pregunté.

Ella negó con la cabeza. Me miró durante un largo rato, esperando a ver si yo era capaz de explicar lo que ella había visto.

—Voy a ponerme los zapatos, Agathe. Puedo apañarme. Vuelva a la cama.


Nee
-contestó ella.

Le puse la mano en el brazo.

—Vuelva a la cama y cierre la puerta, Agathe. ¿Sí?

Ella asintió con una expresión de agradecimiento en los ojos. Me puse un par de gruesos calcetines de lana y las botas de invierno, y salí a la noche. Un viento denso y helado me recibió. Por encima del oscuro borde de los muros, las estrellas brillaban blancas, amarillas y rojas. Había tantas que no pude distinguir las pocas que conocía. Todo brillaba con un destello puro. Vi la Vía Láctea.

Miré en dirección a la fila de celdas hacia donde Agathe había ido y deseé que hubiera seguido mi consejo de cerrar la puerta. Yo no tenía un conocimiento real de cuál era mi situación, cómo había llegado a ella, quién había sido el ingeniero de la misma, pero en cualquier caso estaba claro que algo terrible había sucedido, que las hermanas sospechaban que yo me había visto involucrada en un horror profundo, y que, a pesar de su bondad, rogaban para que me marchara.

Atravesé la nieve entre mi habitación y la capilla. No había estado dentro de ese edificio ni una sola vez. Las paredes exteriores habían sido pintadas con cientos de imágenes de acontecimientos sagrados, las historias de los santos, las vidas de los apóstoles, el ascenso y la caída de los reyes de Bizancio, el destino de la humanidad durante las épocas venideras en el cielo y en el infierno. Durante el día descifraba esas paredes exteriores como si fueran las páginas de un libro.

El corazón me latía deprisa. Me apoyé en la pared trasera de la capilla. En cuanto diera la vuelta a la esquina, quedaría a la vista desde la puerta, al igual que mi visitante. Pensé en elevar mi propia oración. Esas mujeres pasaban sus días en una conversación continua con Dios. Seguro que una oración me ayudaría a enfrentarme con lo que se presentara. Un recuerdo parecía querer cobrar forma: ese momento me recordaba a otro, pero no tomó una forma clara.

Giré la esquina de la capilla y avancé hacia delante, mirando la nieve del suelo. El sonido del hielo debajo de las suelas me reconfortaba, me hacía sentir formidable; igual que un coloso, en el silencio, yo aplastaba glaciares. No levanté la mirada hasta que me hube acercado a la puerta, un arco de piedra tallada de siglos de antigüedad. El pasaje se había hundido en el suelo durante los años y formaba una especie de túnel hacia el mundo exterior. Después del anochecer, las hermanas bajaban una verja de hierro por el lado exterior de la entrada. Bajé la cabeza y miré a través del pozo de oscuridad que formaban los muros.

—¿Sí? — llamé en voz alta. Nadie contestó.

Me reproché haber dejado ir a la hermana Agathe. Ella hubiera podido ser una ayuda y hacerme visible al visitante. Hubiera podido encender una de las linternas que colgaban al viento en las paredes interiores del túnel.

El viento soplaba desde las colinas y se enfrentaba mí mientras yo me esforzaba hacia delante en dirección a la entrada del túnel de la puerta. Llegué a la verja de hierro y miré a través de los barrotes hacia la oscuridad que se extendía entre los muros del claustro y el bosque. Mi visitante se había ido. Allí no había nadie, pero era una noche bonita. La nieve cubría el suelo. Los primeros flecos de otra tormenta se arremolinaban en el cielo y, cuando levanté la vista, las estrellas parecían incendiarse y desplomarse. Sobre la colina de delante del claustro, distinguí a una figura que salía del bosque y caminaba sobre la nieve en dirección a los muros. Al principio pensé que era una ilusión provocada por el movimiento de los copos de nieve en la noche, pero esa cosa fue aumentando de tamaño y cobrando forma hasta que se convirtió en algo reconocible. El rostro y el cuerpo estaban escondidos debajo de un hábito hecho de pieles como el mío. Tuve una premonición súbita que me agitó. Esa figura iba vestida como yo, pero no era yo. Se echó hacia atrás el borde de la capucha. Yo me eché hacia atrás el borde de la mía. Los copos de nieve le cayeron sobre los párpados y le hicieron abrir los ojos. Sus ojos eran blancos y brillantes como la nieve. El pelo rubio le caía a la luz de las estrellas, recogido detrás con una sucia goma elástica amarilla.

—Clemmie -dije.

Ahora, de vuelta en mi habitación, mientras escribo en estas hojas de papel para la hermana Agathe, sé lo que me sucedió. Sé cómo llegué aquí. Y es amargo.

Veintiséis

C
orrí durante mucho tiempo por el bosque de los alrededores del hotel de Torgu. Los troncos de los pinos se erigían para impedirme el paso. Hacía frío, y yo no llevaba ninguna ropa, y quería detenerme y cubrirme con la cortina que llevaba en la mano, pero no me atreví a hacerlo hasta que dejé el bosque muy atrás. Llevaba el cuchillo de Torgu en la otra mano. La pelea me había hecho perder el juicio. Había tardado horas en descender por el
paternoster
parado y salir del hotel. El pantalón del chándal se me había enganchado en un punto especialmente estrecho y tuve que abandonarlo, por lo cual, y excepto por el sujetador, al llegar al piso de abajo me encontraba desnuda. Torgu, el cobarde, no volvió a aparecer. Corrí pasillo abajo hacia el vestíbulo y pasé por delante de la habitación que contenía los terribles artefactos de ese hombre, los pedazos rotos de esos lugares destruidos, sin dejar de oír aquella letanía susurrándome en los oídos. Atravesé a toda velocidad el vestíbulo y agarré una cortina al salir de ese lugar terrible; la palabra «vestíbulo» parece absurda en retrospectiva. Al salir, me di cuenta por primera vez de que ese hotel no era otra cosa que una ruina abandonada. Hacía años que no llegaba un cliente. Con un sentimiento de pena, pensé en Andras, el noruego asesinado. Deseé que no tuviera hijos. Si los tenía, recé para que nunca supieran qué le había sucedido a su padre. La cortina cedió al primer tirón. El raíl de la cortina se rompió y cayó al suelo. Apreté el tejido contra mi desnudez. Una sombra se movió sobre la alfombra y me di la vuelta. Había sido un pájaro en el cielo, su reflejo, un parpadeo en la habitación. Observé el vestíbulo a la luz crepuscular del sol. Las agujas de los pinos habían entrado empujadas por el viento y cubrían la sucia alfombra hasta el mostrador de recepción. Encima de él, descubrí mi bolso. Lo cogí y, dentro, encontré la bolsa de cacahuetes, el mendrugo de pan y mis notas. El pasaporte y el teléfono móvil habían desaparecido. Me colgué el bolso al hombro. Enrollé la cortina. Atravesé corriendo la puerta. Los escalones estaban cubiertos de cristales rotos y me hice un corte en el pie, pero eso no me detuvo. Nada excepto la muerte podía hacerlo.

Me alejé del enorme pórtico y de los escalones y llegué a los primeros árboles. Ya lo había intentado una vez anteriormente, en la oscuridad, pero esta vez la luz me acompañaba y podía ver la salida. Veía el cielo a través de las altas ramas y una pendiente de tierra verde en la distancia que caía, alejándose. Y mejor que eso, entre los árboles, vi el coche, el sucio Porsche, su único medio de transporte. Tiré de la manecilla de la puerta, pero estaba cerrado. Me entró furia y golpeé el parabrisas con los puños. Intenté romperlo para entrar. Encontré una rama y la estampé contra el cristal. La sangre que manaba del corte en el pie se mezcló con las agujas de los pinos y la tierra, y el corte dejó de sangrar. Lágrimas de rabia me caían por las mejillas, pero volví a recuperar el sentido común rápidamente, obligándome a recordar el viaje de ascenso desde Brasov hasta el hotel. Torgu había conducido a través de ese lugar donde dijo que el dictador había vivido. Y después de eso, recordé, habíamos encontrado un prado con un pequeño edificio, una especie de capilla. Podía llegar a la capilla para la puesta de sol. Podía correr con todas mis fuerzas hasta ese lugar y atrincherarme dentro. Levanté los ojos y miré a través de las ramas. Unos minutos antes el sol había parecido estar más alto, pero estaba bajando con rapidez y oía que se levantaba el viento, y ese viento traía las mismas palabras que me resonaban en la cabeza. Tiré la rama. Con el cuchillo de Torgu, rasgué los neumáticos del Porsche. Fue un trabajo duro, pero lo hice deprisa.

Me alejé corriendo otra vez, con el cuchillo en una mano y la cortina en la otra. Llevaba el bolso colgado del hombro. Me dolía el pie, pero pensé en el fin que el noruego había encontrado. Ya no podía soportar recordar su nombre. Ese nombre me haría recordar su rostro, y su rostro me iba a paralizar. Hacía frío en esas montañas, y el afilado aguijoneo del aire me provocó un arranque de energía. Mi aliento formaba nubes de vaho. Pero mientras corrí, me mantuve en calor.

Al fin, cuando casi había abandonado la esperanza de escapar del bosque, éste se aclaró y la hierba se hizo más alta, y supe que había llegado al extremo del prado donde se encontraba la capilla. Daba por sentado que era una capilla. Hacia arriba y a lo lejos, parcialmente oculto por una subida del terreno, vi el extremo superior de un pequeño edificio blanco. Quería creer que era un santuario protegido del mal, como en las películas, pero mi experiencia reciente me había enseñado: Torgu no tenía miedo de los lugares ni de los objetos sagrados. Poseía iconos calcinados en su colección de artefactos extravagantes; su reflejo era visible en los espejos; había acariciado con gesto amoroso el crucifijo que yo llevaba colgado. Lo que yo necesitaba era una sala de
striptease
o un burdel. Sentí que la vergüenza y la rabia me llenaban la garganta de bilis. Todavía oía la voz. Incluso entonces, al anochecer, en las lindes del prado ensombrecido por las oscuras colinas cubiertas de pinos, sentí que me hundía en el mar de sus sucias palabras.

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