Tierra de vampiros (18 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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Un asunto desagradable. Tuve que dejar que Lockyear se marchara; era lo único que se podía hacer, porque el señor Harker quería su libra de carne. Pero todos necesitamos un cambio, incluso el menos preparado de nosotros. Lockyear empezó en la radio y puede volver. Y un poco de sangre fresca no me hará ningún daño.

La hora del desayuno. El bar huele a grasa de beicon, y me encanta ese olor, un placer vergonzoso que aumenta con los años. Siempre he sido uno de esos judíos que aman el beicon, aunque haya intentado una y otra vez dejarlo y no me coma cualquier cosa. A pesar del fantástico aroma, no me como el beicon del bar, por ejemplo. En esas bandejas de aluminio, se erige en una fuerte acusación contra sí mismo. Yo me pido unas lonchas en Ottomanelli; pero a mi madre le da igual la calidad: el beicon es beicon. Se pone histérica.

Esto es un diario terapéutico de verdad. Ya he mencionado a mi madre y al cerdo. Si soy sincero, el bar es el único lugar de esta planta donde me siento cómodo. Allí no se andan con tonterías. Todo el mundo va detrás de lo mismo: el sustento.

Resultó que en el bar me encontré con Rogers. Después de formar parte de su equipo durante treinta años, todavía siento el peso de su autoridad, aunque es más un hábito mental que un sentimiento de miedo. ¿Qué diablos puede hacerme ya?

—¿Te has enterado?

—¿Si me he enterado de qué?

Bob meneó la cabeza ante lo que él define como mi carácter obstinado.

—Va a haber una investigación sobre este asunto de Harker dirigida por la cadena.

—Tonterías. No es asunto suyo.

Bob asintió con la cabeza, mostrando su acuerdo conmigo, pero no había terminado.

—Cada vez es más difícil creer nada de lo que dicen, ¿verdad? Pero tú dices que también has oído el rumor y que es una tontería.

Yo no había oído el rumor, y eso me aterrorizó. Bob salió sin pagar el plátano y me siguió a la oscuridad del pasillo.

La planta veinte siempre ha sido innecesariamente oscura, y siempre me doy cuenta de ello después del Día del Trabajador, cuando las vacaciones doradas han pasado y no hay forma de recuperarse de esa pérdida. Qué felices éramos, Sue y yo, hacía sólo seis semanas, cuando empezó el hiato y el verano se alargaba, nuevo y desconocido, delante de mí, como una puta a quien conocí en 1968 en Praga. Pero esa puta no era una informante de nadie, y el productor asociado en Argelia en 1960 me dijo más tarde que ella se había trasladado a la URSS y que había criado a seis niños con un ingeniero de Alemania del Este. Era guapa. No era realmente una puta, estoy seguro. Todas esas personas están muertas y desaparecidas, y a pesar de ello las recuerdo muy bien. Se llamaba Sixtine, y era una comunista devota.

Bob me sacó de mis recuerdos.

—Háblame de Rumania, maldita sea.

—Mis cereales están fríos.

Él se encogió de hombros, y yo hice lo propio. Siempre actúa igual: se encoge de hombros y sonríe; lo ha hecho desde que le conozco, hace casi medio siglo, es su manera de comunicar una amenaza.

—Tengo que decírtelo. Cada temporada tengo la misma sensación: que debería haberme ido hace un año. Cosas como ésta me lo recuerdan. Existe la vida después de la cadena.

Le dirigí esa mirada con la que le digo, más o menos, que acabamos de cruzar la frontera de la conversación inútil y arbitraria, y que ha llegado el momento de que vuelva a mi oficina, donde tengo cosas más importantes que hacer que insuflar vida a viejas mentiras. Nadie aquí va a marcharse por propia voluntad. Nunca nadie va a renunciar al hiato. El hiato es el trabajo. «Hiato.» Qué palabra, qué sonido. Nadie más en el mundo del periodismo lo tiene. Seis semanas de vacaciones a mitad del verano, seis semanas de dulce melancolía, seis semanas para fingir que eres otra cosa, cualquier cosa excepto un fantasma sentado ante una cámara que sonríe como insinuando una amenaza ante veinte millones de personas cada domingo. Somos como uno de esos pequeños países europeos, varados en un único piso de un único edificio de Manhattan, con una identidad que se basa en un sentido distinto del tiempo. Y estamos condenados. He exagerado al decir veinte millones. Las cifras de la cadena ya no son tan altas; más bien quince millones, o menos, diez millones. Los informativos están muriendo, pero nosotros somos el último estertor y todavía somos capaces de obtener unos índices de audiencia decentes de vez en cuando.

Hace cinco semanas estaba sentado debajo de un emparrado verde en un viñedo de la Camarga comiendo
rillette d'oie
con tostadas. Ahora volvía a encontrarme en los avernos. Llegamos a mi despacho y me senté en mi silla, pero Bob se quedó de pie en la puerta, con una mano en el bolsillo mientras con la otra me señalaba con el plátano, que yo sabía que no se iba a comer.

—¿Debería preocuparme? Eso es lo que estoy preguntando.

¿Qué podía decirle? «La suerte siempre ha sido el genio no anunciado de esta cadena, Bob, y por el momento, nos ha fallado.» No lo dije.

Él cargó otra vez.

—He hablado con los abogados, y Ritzman me ha dicho que la cadena podría ser culpable. ¿Culpable por qué? ¿De qué? ¿Tienes idea de qué diablos quiere decir con eso? Porque yo no tengo ni idea.

Tuve que contestar. De otra forma no se iba a marchar nunca.

—¿Cómo diablos puedo saberlo, Bob? Esto es un jodido y horrible lío, y no sé exactamente con qué nos encontramos, pero ¿culpables? Los abogados comercian con el miedo, tú lo sabes. De momento, no olvidemos que un ser humano ha desaparecido.

Esta llamada a la decencia le indignó.

—Tú la enviaste allí, tú, gilipollas.

—¿Puedo tomarme el desayuno ahora, por favor?

Él se encogió de hombros por última vez y se retiró. El teléfono continuaba sonando. Peach me llamó, quería que yo la atendiera. No la culpo. No quiere estar en la primera línea de defensa de esta situación, pero es a ella a quien se le paga para eso, no a mí. Es mejor esperar. Es mejor crear un estado de calma.

Parece que el padre de Evangeline, ese Dub Harker, quiere mi pellejo, pero será mejor que tenga cuidado. No quiero faltar al respeto a la chica, pero vaya farsante afectado, ese padre. Tiene que ir de John Wayne, pero no es John Wayne; yo conocí a Wayne, y no tenía nada que ver con ese fanfarrón pesado. Era un caballero, y un hombre amable, además, excepto cuando entraba en el tema del comunismo, cuando se emborrachaba y afirmaba que Stalin intentó hacerle matar; uno no se ríe de un hombre que cree eso si no quiere que le den una paliza. Nunca más me reí de él, pero bebí con él unas cuantas veces. Quizá Stalin sí intentó hacerle matar. Wayne decía que los polis de Los Angeles frustraron el golpe y que le hubieran permitido acabar con esos rojos, pero que pensó que J. Edgar haría bien su trabajo y lo dejó estar. Ni siquiera presentó cargos. Wayne tenía clase, incluso cuando estaba fuera de sí.

Harker quiere ser como Wayne, un magnate del petróleo que ha criado a una hija guapa. ¿Dub? No puede ser su verdadero nombre. Probablemente sea Terence, o Percy, o Sebastian, pero no podía soportarlo, no podía soportar las burlas, y créame, sabemos de qué va eso. Piense en Austen Trotta a la edad de diez años, piense en cómo le sentaría, piense en lo rápido que Trotta se convierte en trotero, se necesitan cinco segundos, así que eligió Dub, o, más probablemente, los trabajadores de los campos de petróleo del centro de Estados Unidos le pusieron el mote y se le quedó. Los texanos creen que pertenecen a todos los lugares del mundo. Nunca he conocido a ningún texano que no se creyera con derecho a caminar por cualquier parte del planeta sin miedo o sin tener que suplicar nada, o a entrar en mi oficina sin haber sido invitado, igual que su hija, en ese sentido. Pero ahora te has encontrado con el maldito judío. Te las estás viendo con el descendiente de la falsa realeza de los Habsburgo, ahora; unos judíos ennoblecidos en los últimos y débiles años del emperador Francisco José: no hay una casta mejor ni más fuerte, salida de la frontera rusa, donde sobrevivieron a los cosacos, a las plagas y a los polacos. Olvídate de John Wayne. Te golpearé, Marker. Te convertiré en el blanco de las burlas del Club del Petróleo de Dallas, te haré aparecer como un frustrado, un simulador, como el farsante que eres. Sí, Dub Marker. Pero criaste a una buena chica. Lo hiciste, y eso no es fácil, así que lo dejaremos en empate tex-mex. Hora del desayuno.

—Hay otra cosa que deberías saber.

Maldito Bob, otra vez aquí, ni siquiera han pasado cinco minutos. Los cereales empiezan a marearme. El dolor vuelve a aparecer.

—No quise mencionarlo en el bar.

—¿Qué pasa ahora?

—Tengo mis sospechas acerca de esta situación rumana.

—Oh, dios.

Bob cierra la puerta detrás de él.

—¿Y si la cadena ha provocado esto para utilizarlo contra mí?

Ya he oído este tipo de gilipolleces otras veces.

—Si ha provocado ¿qué? ¿El secuestro y posible asesinato de una de nuestras empleadas?

—Hay muchas cosas en juego, Austen.

—Estás de broma, claro.

—Esta vez no lo sé.

Se encogió de hombros. No iba de broma. Un relámpago en la parte baja de mi espalda. Pueblos aplastados a ambos lados de mi columna vertebral. Es el momento de tumbarme. Peach tiene el Percocet.

—Quizás esté loco. Diablos, sé que lo estoy. Pero esta coincidencia me parece extraña. Justo cuando nuestras cifras descienden, justo cuando la cadena empieza a hablar del envejecimiento demográfico del programa, justo en este momento, una chica desaparece. Por supuesto, dudo que tenga nada que ver con eso, pero está clarísimo que les resulta conveniente y está clarísimo que lo utilizarán contra mí.

Tengo que aterrizar en el sofá, correr las cortinas y sumergirme en el olvido. Peach, por favor, trae el Percocet. Bob dio marcha atrás.

—Por el amor de dios, estás peor que yo.

—Las lumbares.

—Hablaremos más tarde.

Es el momento de echar una cabezada de verdad, de justificar la cortina. El dolor me recorre la columna vertebral, Hitler atravesando Francia. Este diario terapéutico no ofrece ningún alivio.

Martes, 6 de octubre, 10:15 h

Llevo puesta mi gabardina de la suerte. Quizá reciba buenas noticias hoy.

He llegado tarde, con una sensación de confusión, y he recibido un mensaje irritante: Julia Barnes quiere hablar. Es urgente. «Encuentra siempre tiempo para un editor», me digo, pero esto suena un poco alocado. ¿Cuándo le he pedido a un editor que concierte una cita? No necesita una cita. Puede, simplemente, entrar, aunque espero que no lo haga. Ella trabajó con Evangeline en la historia del payaso de los rodeos. Quizá sepa algo, tenga una pista. ¿Quiero saberlo? No he dormido esta noche. Es la hora del Percocet. ¡Adelante, gabardina de la suerte!

Martes, 6 de octubre, 16:00 h

El destino de los Habsburgo me ha alcanzado por fin. Sabio antepasado, dejaste este mundo; sabio, no afortunado, como siempre decías. El cáncer de huesos pudo contigo al final, pero no los nazis. Un cáncer de huesos producido por complicaciones del cáncer de próstata, aun así viviste una larga vida y nos salvaste de la historia, te marchaste del imperio de los Habsburgo en 1912. Dos años más y te hubieran reclutado, y nuestra historia hubiera terminado igual que la del resto de la familia Trotta, con una bala entre los ojos, en lugar de aquí, en este nido de águilas del piso veinte, viajando sobre las ondas sonoras de un país que no se preocupa por nada y que no sabe nada acerca del mundo del que tú escapaste, que fue aniquilado por la peor de las calamidades del siglo xx. Yahora, todo eso explota en la parte baja de mi espalda. Cuanto más viejo se hace, más debe sufrir el viejo judío.

Julia Barnes apareció como un espectro ante la puerta de mi despacho justo antes de comer. Se acercó y llamó.

—¿Te pillo en mal momento?

Le hice un gesto para que se sentara. Cerró la puerta detrás de ella, un pequeño gesto inconsciente de ostentación. Todo el mundo estaría atento ahora. En mi pequeño mundo, una puerta cerrada suena como un cañonazo. La gente se endereza y presta atención.

—¿Qué hay, niña?

—¿Te he dicho alguna vez que mis padres son húngaros?

Como inicio de una conversación urgente, me intrigó, debo admitirlo.

—Mi nombre de soltera es Teleki.

—¡Nobleza!

Giró la cabeza a un lado, el cabello le cayó sobre los labios y se rio.

—Y de Utica, nada menos.

Yo no tenía ni idea, pero ahora que lo mencionaba, esos ojos traicionaban el pesimismo húngaro que tanta mala fama tenía.

—Tu gente proviene de esa parte del mundo también, me parece.

—Por supuesto. Judíos polacos de la Galitzia centroeuropea, súbditos de los Habsburgo. — Saqué un cigarrillo y puse los pies encima de la mesa-. No eran Teleki, pero uno de mis parientes tenía un «von» delante de su nombre. ¿Te preocupa la genealogía, hoy?

—Por favor, no pienses que estoy loca. — Se aclaró la garganta y bajó la voz, a pesar de que la puerta estaba cerrada-. Remschneider está digitalizando esas cintas que llegaron de Rumania.

No parecía asunto mío. ¿Se trataba de una pequeña estratagema para sustituir a Remschneider en el trabajo de edición? ¿Intentaba atraerme a la maquinación? Si era así, no se lo agradecía.

—¿Y qué?

Apoyó el codo en el escritorio y bajó la cabeza, como si fuera a susurrar a través de la rejilla de un muro de prisión.

—No existe ninguna historia rumana. Ni siquiera hay un presupuesto para esa historia rumana. Y si no hay una cifra de presupuesto, no puede haber un editor. Así que, ¿por qué está editando?

No conseguía ver cómo esto me afectaba, a pesar de una vaga conexión con otros asuntos con Rumania. Pero sentí un pinchazo de nerviosismo, como si esa información pudiera ser relevante en algún ignoto sentido.

—¿Estás segura de que no existe ninguna cifra de presupuesto? Debe de haberla.

En ese momento, pareció contenerse. Se recostó en la silla y levantó un poco la voz. Se había ofendido por mi tono, que era lo único que me faltaba.

—No soy una idiota, Austen. Estoy muy segura. No existe ninguna cifra de presupuesto. De todas maneras, ésa no es la cuestión.

—¿Puedo preguntar por qué te preocupa tanto?

Se ruborizó y me supo mal por ella. Había pasado una semana sin dormir a causa de la historia del payaso de rodeo y necesitaba irse a casa y descansar. Según mi experiencia, en este negocio, la falta de sueño es el ignorado gran destructor de una carrera.

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