Tierra de vampiros (22 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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Miré al otro extremo del prado y reconocí un peligro nuevo. En el bosque, me podría esconder. Allí, a campo abierto, una mujer casi desnuda no pasaría fácilmente desapercibida. ¿Cuántas otras víctimas habrían escapado y llegado tan lejos? La idea de violadores, sádicos y asesinos se me pasó por la cabeza, pero tenía el cuchillo y ya no iban a volver a robarme la dignidad. Incontables mujeres, cristianas, musulmanas, judías, budistas, habían sido masacradas llevando la piel por toda vestimenta. Yo no iba a ser una de ellas. Me agaché en la hierba y, con el cuchillo, corté la cortina roja en dos tiras largas. Me enrollé una de ellas alrededor de las caderas y la anudé al costado derecho. Me envolví el torso con la otra, atándomela al pecho con un nudo doble, por encima del sujetador negro, que no había sido confeccionado para los rigores del tiempo rumano. Me sentí mejor. Recorrí el límite del prado, permaneciendo en las sombras tanto tiempo como me fue posible. Finalmente, ya no había dónde seguir ocultándome. Respiré profundamente, guardé el cuchillo en el bolso y me sujeté la tira del mismo al hombro con la mano. Corrí por la hierba. Nunca había tenido tanto frío. El sol se puso por detrás de la pared occidental del valle, pero su luz duró un rato, un manto dorado sobre la hierba. Al principio, me dirigí hacia el edificio blanco, pero mientras corría empecé a tener otra idea. La memoria empezó a fallarme. Mientras subía, en la oscuridad, tuve una vaga impresión. El edificio era cuadrado, estaba pintado de blanco y tenía una puerta de madera. Por debajo de la puerta se veía una luz. Podría haber sido cualquier cosa, una granja o, dios no lo quisiera, una taberna. Incluso en mi estado de desesperación, parecía una mala idea meterme en un bar rural después de que hubiera anochecido y vestida solamente con unas baratas cortinas de hotel comunista. Debajo de mí vi las ondulaciones de la hierba, cada vez más oscura. El valle se hundía en una profunda sombra; el lindero de la carretera, supuse. La capilla, o lo que fuera, se encontraba al lado de la carretera. Torgu y los hermanos griegos me estarían buscando allí. Me detuve para recuperar el aliento.

A un productor asociado de
La hora
no le está permitido cagarla. Si uno la caga, se queda fuera. El contrato no ofrece ninguna protección. En esta vida tenemos un contrato similar, aunque la mayoría de nosotros no nos damos cuenta. En ese momento leí la letra pequeña, y me dije que ese edificio al lado de la carretera iba a ser una cagada de dimensiones gigantescas y que tenía que abandonar la idea. Tenía que mantenerme alejada de toda la parte del valle cercana a la carretera. Me sequé las lágrimas de decepción del rostro. Me aseguré los dos trozos de cortina mohosa al cuerpo, aunque me picaban, sujeté la tira del bolso y corrí en dirección oeste hacia la penumbra.

Al llegar a la cresta me encontré, debajo de mí, con una vista de un sueño fabuloso: un valle tras otro, tierras como cataratas, las explosiones rosadas de unos aguaceros detrás de los filos de las montañas. El tiempo pasaba, las estrellas salieron y yo me desplacé durante un tiempo como si mis músculos estuvieran hechos de agua y de aire. Me moví en dirección norte casi todo el rato, pero pronto perdí la orientación. No me di cuenta del dolor ni del cansancio hasta que ya hacía dos horas que había anochecido, trepé encima de una roca y me caí en un pequeño hoyo. Hubiera querido quedarme allí, pero volví a ponerme en pie y continué bajando hacia el valle, tropezando como una mujer ciega. Me quemaban los pies. Había perdido sangre por el corte. Los ojos se me cerraban sin querer; no podían ver nada más. Al fin, di con una zona de terreno blanda y me arrastré como un topo por un túnel de hierba, toda instinto, en busca de algo similar a una cama. Encontré un lugar que se le parecía bastante y me enrosqué. El sueño me cubrió como un manto.

Al despertar, al cabo de un rato, volví a oír el tintineo de esas sílabas, las espantosas y terribles sílabas de esos labios manchados, «Ashdod, Moab, Treblinka, Gomorra» y abrí inmediatamente los ojos. No estaba sola. Miré por entre una maraña de enredadera y me di cuenta de que había cometido precisamente el error que quería evitar: había llegado al lado de la carretera, y allí había un coche que me parecía familiar pero que no era el de Torgu; no era el Porsche. Era un BMW. Veía la marca en el capó. Tuve que contenerme para no saltar fuera de los matorrales. El automóvil se encontraba detenido en medio del carril; habían dejado las luces encendidas y el motor en marcha. Miré hacia una de las ventanillas, esforzándome para distinguir al ocupante.

Atenta a cualquier sonido, al zumbido de los insectos otoñales, al chillido de los pájaros nocturnos, al susurro de los animales en la maleza, cambié de postura, emboscada en la alta hierba. Las piernas empezaban a picarme, pero no me rasqué. Metí mano en el bolso, tomé el cuchillo por la empuñadura y me arrastré unos centímetros hacia delante para tener un punto de vista mejor. Detrás del coche se encontraba el edificio que yo recordaba, la capilla, y me sentí desorientada un momento. Recordaba que la capilla, o lo que fuera, estaba situada a la derecha de la carretera. No debería estar donde se encontraba. No era posible. Este era otro edificio, era más como un aislado mausoleo en el campo que una capilla. Pero no tenía mucha importancia. Simplemente me metería en el coche que, por alguna feliz casualidad, se encontraba allí.

Levanté un poco el cuchillo, lista para utilizarlo. Me dolían los pies, pero me obligué a no prestarles atención. Las piernas me izaron de la hierba. Yo era una texana; había sobrevivido en la planta veinte de la peor de las nuevas organizaciones de la historia del medio televisivo; había rechazado las aproximaciones de hombres viejos y corruptos, plantándoles cara cuando ellos exigían a gritos mis atenciones como si exigieran su ración de leche. Mi inteligencia, mi capacidad de juicio, mi aspecto y mi gusto se habían visto minados, y la moral, la eficiencia y la confianza habían sido tema de sermones por parte de unos sujetos que vivían como pachas a lomos de sus esclavos; esa experiencia me ha hecho ser intolerante con la indecencia humana, especialmente la de tipo masculino. Torgu fue el peor, me había infligido, destiladas, todas las humillaciones que yo había sufrido durante los últimos siete años. Ya estaba harta de ellos, de esos viejos y de sus arraigadas costumbres. Apreté las mandíbulas. Salí de un salto de entre la maleza. Una figura pasó corriendo delante de mí, y la sujeté. Levanté el cuchillo y empujé el cuerpo hasta la luz de los faros. Era una mujer y me miraba con ojos aterrorizados. Estaba apuntando con mi cuchillo a Clementine Spence.

Veintisiete

S
egún mi recuerdo de aquel momento, sucedieron varias cosas a la vez. Me di cuenta de que el BMW que me resultaba familiar era el que yo había alquilado, lo cual suscitaba unas preguntas que no tuve tiempo de formular. Clemmie se asustó como si hubiera visto a un muerto. Yo no sabía cómo explicarme. ¿Qué podría haberle dicho? La dejé y me fui corriendo hasta el coche, que tenía abolladuras y manchas de barro, Dios sabía por qué. Ella, u otra persona, había aparcado el coche en medio de la carretera, pero el motor estaba encendido y el otro pasajero parecía un hombre, que ahora caminaba a unos noventa metros por la carretera delante de la luz de los faros y en dirección a un objeto que yo no podía ver. Lo observé mientras retrocedía hasta el punto en que se encontraban los rayos de luz de los faros. Puse la mano sobre la puerta del copiloto y sentí que el metal estaba caliente. Agarré la manecilla y abrí la puerta.

Clemmie pronunció un nombre en voz alta:

—¡¿Todd?! — Él no respondió. Ella gritó-: ¡Vuelve aquí!

Yo entré en el coche y cerré las puertas por dentro. Me di cuenta de que Clemmie se volvía hacia mí y me miraba, dándose cuenta de que me encontraba casi desnuda, todavía llevaba colgando su crucifijo y tenía el largo y desagradable cuchillo en la mano. Yo no tenía tiempo para prestar atención a su conmoción. Todavía estaba bajo los efectos de la mía.

Bajé la ventanilla.

—Tenemos que salir de aquí -dije-. Ahora. Por favor.

Miré en la dirección en que apuntaban los faros del coche y seguí su trayectoria hacia las sombras, entre las cuales su compañero, Todd, acababa de desaparecer. Ella se acercó a mí y miró hacia dentro del coche.

—En nombre de Dios, ¿qué…?

—¿Dios? — Pronuncié esa única palabra con una furia helada. Estaba hambrienta, exhausta y me dolía todo terriblemente. El pie empezaba a sangrarme otra vez. El alcohol, el ataque, la huida a campo través, todo eso había sido demasiado. Ella se dio cuenta. Lo dejó estar, asintiendo con la cabeza. Volvió a gritar el nombre:

—¡Todd!

Pero él no volvió. Busqué las llaves en el contacto y las encontré. No me sentía en condiciones de conducir, pero iba a hacerlo si ella no lo hacía. Pareció que Clemmie comprendía. Dio la vuelta hasta el lado del conductor y subió al coche. Cambió de marcha, aceleró, bajó la ventanilla y volvió a gritar su nombre.

—Es hombre muerto -dije yo.

—Vimos algo tirado en la carretera -explicó Clemmie-. Entonces, él salió del coche pero «eso» ya no estaba allí.

—Una emboscada.

Ella me dirigió una mirada desconfiada, como si yo fuera más temible que cualquier cosa que pudiera haber ahí fuera.

—Evangeline…

—Te he dicho que tu amigo está muerto. Vayámonos de aquí.

A la izquierda, a unos cuantos metros de la carretera, se encontraba el mausoleo, o lo que fuera. Un bosque de pinos empezaba pocos metros por detrás del edificio.

—Está ahí fuera -dije yo-. Le noto.

—¿Quién? ¿Tu hombre? ¿El tipo del hotel? ¿Ha sido él quien te ha hecho esto?

Entonces recordé que se habían encontrado, si es que ésa era la palabra. Me había parecido que se conocían. Ella esperaba una respuesta, pero no pude ofrecérsela. Estaba a punto de marearme.

—Clemmie -murmuré, apretando el puño en el mango del cuchillo.

Ella dijo:

—Si te refieres a él, no está ahí fuera. Se ha marchado. Le he visto esta noche en el hotel de Brasov. Un chófer lo llevó hacia el sur, a Bucarest. Por eso estoy aquí.

Yo la miré, aturdida, comprendiendo el significado de esas palabras.

—¿Bucarest? — Iba al aeropuerto internacional.

Antes de que ella pudiera responder, vi unas formas que emergían de entre los pinos. Uno de esos horribles brazos se metió por la ventanilla y agarró a Clemmie por el cabello.

—¡Jesús! — chilló.

Clemmie puso el coche en marcha y salimos disparadas. La mano desapareció. Recorrimos cuarenta y cinco metros y casi atropellamos a un hombre que debía de ser Todd y que había aparecido caminando en dirección a los faros del coche con las manos en la garganta y una sustancia oscura que le manchaba la parte delantera de la camisa de franela roja. Pareció que casi no nos veía. Clemmie apretó los frenos.

—Oh, Dios -la oí susurrar-. Oh, no. — Alargó la mano para que yo se la cogiera.

—Es demasiado tarde para él -dije-. Tienes que continuar, o nosotras seremos las siguientes.

La boca de Clemmie se había convertido en un agujero negro en su rostro; al cabo de un segundo, un sonido gutural de angustia emergió de su garganta. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron por la voluntad de vivir. Alargué el brazo por delante del cuerpo de Clemmie para subir la ventanilla. Los ojos de Todd brillaron con una última expresión de sorpresa. Tenía el cuello abierto. Convertirse en mártir de un sacrificio humano es una de esas cosas que nadie quiere para sí. Todd era un vehículo para comunicarse con los muertos. Las palabras de Torgu manaron de mi memoria, pero él se había marchado, según Clemmie, así que Todd era simplemente una víctima. Los hermanos griegos aparecieron ante la luz, a su lado. Esta vez eran tres. Los ojos oscuros y el pelo largo y negro parecían moverse en el aire. Rodearon a ese hombre con los brazos igual que lo habían hecho con el noruego. Clemmie emitió un lamento. Una gota de sangre manó de los labios de Todd y uno de los hermanos le empujó hacia la noche. Los otros dos me hicieron señas para que saliera del coche. Les amenacé con el cuchillo, lo vieron, y sonrieron. Conocían su función. Sacaron sus cuchillos, los filos se iluminaron con los faros del coche. Clemmie tomó una decisión: revolucionó el motor, puso una marcha y apretó el acelerador. La goma se quemó. Iba a atropellarles. Le clavé las uñas en el brazo.

—¡No va a funcionar!

Ella gritó:

—¡Quítame las manos de encima!

Los hermanos Vourkulaki cargaron contra el coche. Uno de ellos aterrizó sobre el capó, el otro aplastó la empuñadura del cuchillo contra mi ventanilla, rompiendo el cristal. Clemmie se precipitó contra la figura de un hombre que estaba agachado al lado de otra figura más oscura tumbada en el suelo: Todd.

—En tu nombre -murmuró-, pido perdón.

Cambió de marcha otra vez y pilló a la figura de lleno, que salió despedida hacia la oscuridad. La que se encontraba en el capó cayó rodando. Bajo las ruedas, oímos el desagradable golpe contra un cuerpo inanimado, la última profanación de su amigo. Frenó de golpe, el coche se tambaleó y ella dio marcha atrás inmediatamente. No iba a detenerse. Otro de los Vourkulaki se acercó a la ventanilla; sus labios dibujaban una mueca de rabia. Bajo las luces rojas traseras vi al tercero. «Tres -pensé-, no más.» Clemmie embistió con el parachoques trasero al que teníamos detrás, y oímos un fuerte gruñido. Aceleró el coche hacia delante y yo entreví un movimiento por el espejo retrovisor: los tres se precipitaban para perseguirnos con los rostros blancos como la luna invisible, los ojos negros, los cuchillos levantados como garras. Me pareció oír que elevaban un aullido hacia las estrellas. A los hermanos no se les podía matar con un BMW.

Veintiocho

C
uando estuvimos lejos, Clemmie dijo:

—Por favor, cuéntame qué está pasando.

Las lágrimas le caían por el rostro. Respiraba con dificultad, se encontraba en un estado de pánico que iba en aumento.

—Todavía no -respondí-. Vayámonos de aquí, primero.

—¿Eran… son…? — No pudo terminar la frase, pero supe qué estaba preguntando.

—No sé qué son.

Giró el volante a la derecha para esquivar un tronco de abedul.

—Toma -dijo mientras alargaba el brazo hacia el asiento trasero y sacaba una mochila-. Ropa.

Casi lloré de gratitud. Busqué en la mochila y encontré un suéter de cuello alto y un pantalón tejano. Me desvestí allí mismo y ella me miró mientras yo metía los trozos de cortina y el sujetador en la mochila.

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