Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Sam Dambles realizó su habitual entrada impecable vestido con un jersey de cuello de cisne, una gabardina de gamuza y unos vaqueros negros. El Porte Dambles, lo llamaban: caminar casi sin levantar los pies, trasladarse con un suave deslizamiento. Su serenidad alivió en parte los peores temores de Julia. No parecía posible que un extraño fallo informático pudiera existir en el mismo continuo de tiempo y espacio que ese hombre, quien defendía a su gente y a sus piezas con las mínimas palabras y cuyo rostro, enfrentado a una opinión necia (especialmente las que hacían referencia a la calidad de su trabajo), adquiría la cualidad del hierro. Por supuesto, el hecho de que Dambles creyera personalmente en el mérito de una historia resultaba de ayuda. En este caso en concreto no había pronunciado ni una palabra entusiasta, ni siquiera al realizar las entrevistas.
El Vigilante en la oscuridad apareció y pidió una copia del guión. El asociado de producción se la dio. Las mujeres, dos de las tres Parcas, tomaron asiento. Douglas Vass también se encontraba allí, encorvado, con sus tirantes y su corbata, y se preguntaba dónde diablos estaba Bob. Finalmente, el gran hombre entró como una tromba en la habitación:
—¡No puedo esperar! — exclamó. Ya estaba hojeando el guión-. Habéis estado trabajando en esto tanto tiempo, que sé que me va a dejar KO.
—Deja el guión -dijo Dambles-.Mira la pantalla.
Las luces se apagaron. El vídeo se encendió. Era la hora de la magia negra.
El gurú hacía yoga. El gurú comía chocolate. Bebía vino con setas. Hacía música frotando el borde de un cuenco de barro. Sus afirmaciones eran fabulosas: su medicina suscitaba interrogantes, los médicos tradicionales le vilipendiaban, él respondía a sus preocupaciones, los médicos tradicionales le acusaban de dar falsas esperanzas a los pacientes, él opinaba lo contrario. Ahora volvía a encontrarse en su pueblo natal, en Oklahoma. Julia lo miraba con la presión sanguínea cada vez más alta. Oía cómo Bob pasaba las páginas del guión, pero eso no era ningún signo catastrófico: siempre leía el guión mientras miraba la pieza. No se rio en ninguno de los momentos humorísticos, pero tampoco parecía especialmente incómodo. Pero el nerviosismo de Julia crecía por momentos: el problema empezaba durante los últimos segundos de la pieza y ella se preparó para mostrar alarma y sorpresa. Dambles y el gurú paseaban por el huerto de lechugas y mantenían la última conversación. El sol se ponía en las montañas distantes. México estaba ahí. Julia deseó poder introducirse en la película.
Se sabía la frase de memoria: «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera».
El gordo se arrodilló sobre la tierra, entre sus lechugas, con una paleta en la mano. El crepúsculo amenazaba. Dambles ya se había ido y se encontraba recibiendo un masaje en el balneario de las afueras de Socorro. El cámara acercó el plano al rostro del hombre mientras éste trabajaba con las plantas. «Pero eso ya le parece bien a Peter Twonbly. Dice que no le gustaría que fuera de ninguna otra manera.»
«Gracias a dios», pensó Julia, dejando caer la cabeza sobre la mesa. Esperaba que las luces se encendieran, pero pasaron unos cuantos segundos y se dio cuenta de que no sucedía nada.
Levantó la vista. El rostro del gurú había quedado congelado en la pantalla. Sus ojos miraban hacia el suelo, la piel había perdido el tono rubicundo, la barba había adquirido un aspecto extraño, como si hubiera crecido en condiciones duras, en un campo de concentración. Julia hubiera jurado que la imagen estaba en blanco y negro. Estaba segura de haber oído la última frase. Nadie habló. Bob dejó el guión. Los jueces escuchaban una especie de interferencia que emitía la pantalla: un susurro, un quejido, un aullido, como si los lobos del norte de México estuvieran ahí, aullando en su lenguaje propio… «Lubyanka, Kolyma, Kotlas-Vorkuta…»
Se encendieron las luces. Los rostros se volvieron hacia Bob.
—Inquietante -dijo-. Dios mío.
Todos aplaudieron.
Isla de los muertos
M
i padre, el gran organizador, me llevó a casa el primer día de marzo, por la aduana del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. Habíamos estado peleándonos continuamente en el avión: quería que fuera a casa, a Texas. Insistió. Exigió. Dijo que mi madre era frágil. Me llamó por mi apodo de infancia, Evvy; yo lo detestaba. Tenía ganas de chillar. Él no sabía nada, nunca sabría nada, y no era culpa suya. Yo no había mencionado ni a Torgu, ni a Clemmie ni a los hermanos. Un profundo y persistente misterio había penetrado en su vida: se había encontrado con una mujer de mirada salvaje cuya rabia era un pozo sin fondo, su hija recién llegada del infierno, y reaccionó mal. No podía culparle. Él creía que si podía llevarme de vuelta a Texas, sería capaz no sólo de trocar los malos efectos que Rumania había tenido en mí, sino también todo aquello en lo que yo me había convertido desde la universidad. Sería capaz de borrar Nueva York de mí, a Robert y el 11 de septiembre. No tenía ni idea de nada.
Yo casi esperaba que me preguntaran por Clemmie Spence en cuanto saliera del avión, pero, por supuesto, no sucedió nada parecido. Todos los obstáculos de la entrada al país habían sido eliminados. Me habían proporcionado un nuevo pasaporte temporal en Bucarest. En la aduana les habían informado de mi situación por adelantado y me sellaron el pasaporte con una sonrisa compasiva. Mi vida había sido envuelta en un silencio prearreglado: las personas adecuadas habían sido informadas y a nadie más le importaba.
Caminamos entre las cintas transportadoras de equipajes. Yo iba del brazo de mi padre y pensé que me encontraba de vuelta en un lugar que nunca había esperado volver a ver: Nueva York. Antes de salir de la zona de recogida de equipajes, mi padre y yo mantuvimos una última conversación sobre mi futuro inmediato. Insistió por última vez en que debía volver a Texas un tiempo para recuperarme, pero lo dijo con tono de resignación. Yo le dije que nunca me iría de Nueva York voluntariamente. Quería volver con Robert y, quizás, a mi trabajo. Él percibió la ferocidad en mis ojos, una ferocidad que se había instalado en ellos desde la noche del sueño, la noche en que todo se me hizo claro. No le había hablado a mi padre de esa noche, por supuesto, pero a la mañana siguiente mandé una nota al funcionario del gobierno rumano que me había visitado en la que le comunicaba que mi nombre era Evangeline Harker, que era, por supuesto, estadounidense, y que estaba preparada para abandonar el convento. Las hermanas de San Basilio mostraron un alivio evidente. Mientras nos alejábamos en coche, ellas se santiguaron y dieron las gracias a Dios en susurros por haberlas liberado. Era una sabia muestra de gratitud; unas cuantas noches más allí y podría haberlas masacrado a todas mientras dormían.
Yo no llevaba equipaje y parecía una miserable. Mi padre me empujaba hacia delante y yo me sentí como una hoja pegada a su abrigo. Se colocó en la cola de la aduana y se volvió hacia mí: me di cuenta de que quería decir algo. Durante el tiempo que habíamos pasado juntos no habíamos hablado mucho de los detalles de casa. Él no había mencionado a Robert, lo cual no era una sorpresa: nunca le había gustado que hubiera ningún hombre en mi vida. Antes del vuelo, en el aeropuerto de París donde habíamos hecho tránsito, yo le pregunté quién nos estaría esperando en el JFK y él contestó: «Tu madre y tu hermana».
—¿Y Robert?
—Él va por su cuenta.
—Pero ¿lo sabe?
Mi padre se encogió de hombros.
—Tu madre se encarga de todo eso. Yo ya tengo bastante con preocuparme con cómo acaba.
Le dije que quería utilizar su teléfono móvil para llamar a Robert.
—Es mejor que esperes -repuso, y supe que algo iba mal. ¿Cómo podría haber sido de otra manera? Yo había desaparecido, se me había dado por muerta durante meses y mi prometido había encontrado consuelo en alguna parte. No podía culparle. De hecho, me sentí aliviada por él. ¿Cómo hubiera podido ser su esposa y no contarle toda la verdad? Lloré, allí en la cola de la aduana, pero, en verdad, sabía que era lo mejor. Había temido el momento del encuentro con Robert. Había tenido un sueño en el cual empezábamos a hacer el amor y él me quitaba la ropa pieza por pieza hasta que yo me quedaba casi desnuda y, entonces, él veía las marcas de mi cuerpo y se echaba atrás. Por favor, que no se me interprete mal. Yo quería volver con él. Yo amaba a mi hombre. Pero no podía soportar pensar en ese momento, lo que yo sabía que era inevitable.
Salimos de la aduana a un gran vestíbulo en pendiente y a la primera persona que vi fue a Austen Trotta, que se encontraba al final de la rampa con un ramo de azafranes y rosas amarillas. No me veía: estaba mirando en otra dirección. Mi padre me sujetaba por el codo con la mano, y me dio un apretón. No le gustaba mucho esa situación, pero yo sentí una profunda gratitud; quizás Ian estaría allí también, y Stim.
Austen me vio, pero antes de que yo llegara hasta él, mi padre me desvió hacia mi madre y mi hermana, que nos abrazaron con una alegría y una tristeza irrefrenables. Lloraron y rieron. Nunca habían imaginado que yo podía tener un aspecto tan terrible. Mi padre se había acostumbrado a verme, y quizás había intentado describirles cuál era mi estado, pero nada podría haberlas preparado para ello. Mis brazos habían adelgazado, mis mejillas y mi barbilla tenían la protuberancia de los huesos. Llevaba el pelo revuelto y rizado, lo cual me recordaba lo que se decía de los muertos: que les continuaba creciendo el cabello en la tumba. Estaba más que pálida, y mis movimientos eran como los de una anciana de ochenta años, sólo podía dar un paso cada vez antes de detenerme. Pero estaba dispuesta a darme tiempo, y ya lo verían. Iba a recuperarme y me pondría más guapa que nunca. Cuando volviera al trabajo, volvería a parecer una persona. Mientras abrazaba a mi madre eché un vistazo al vestíbulo buscando a Robert. Sentí un pinchazo de dolor en el corazón que casi no pude soportar.
Austen nos interrumpió.
—Querida… -dijo, y nos abrazamos.
Vi el precio que mi desaparición le había supuesto: sus ojos percibieron mi horror. Nunca había visto llorar a ese hombre, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y apartó la vista. Me puso las flores entre los brazos.
—¿Cómo está Ian? — pregunté, discretamente decepcionada de que mi mejor amigo del trabajo no hubiera venido.
Austen me abrazó otra vez y casi aplastó las flores. Temblaba. Inmediatamente supe que mi querido Ian se había ido también. Austen ni siquiera tuvo que decírmelo. «Todo está destruido», pensé. Unas ideas todavía más oscuras y violentas me vinieron a la cabeza. Las lágrimas me cayeron por las mejillas y mi padre se puso furioso.
—Un mal momento para decírselo -dijo en voz alta para que le oyéramos.
Austen saltó:
—¿Y cuándo hubiera sido un buen momento, según su opinión?
—¿Cómo fue? — pregunté, preparándome para oír las primeras noticias de Torgu-. ¿Dónde?
—Justo después de que te marcharas. Fue… vírico… creo. — Austen volvió a apartar la mirada.
Mi madre le dio las gracias por las flores y nos dirigimos hacia la calle, donde un coche nos estaba esperando. Austen le susurró algo a mi madre. Luego realizó una de sus características reverencias, un ligero saludo con la cabeza, y se marchó.
Mi madre se volvió hacia mí con un gesto abrupto:
—Yo querría saberlo -dijo.
—¿El qué?
—Tu padre está en contra, pero yo no estoy de acuerdo con él. Yo querría saberlo.
—Dímelo.
—Tu prometido ha intentado suicidarse.
Las flores se me cayeron y se esparcieron por el suelo, a mis pies.
R
obert estaba vivo. Estaba en casa, esperándome. Un profundo temor me atenazó. También me asaltó la furia. Nada había terminado. Mis secretos me quemaban como heridas en carne viva.
En el coche, de camino al apartamento, mi madre me lo explicó con diplomacia. Él había ido a mi oficina y se había cortado las venas en un ataque de desesperación. El guarda de seguridad de la planta veinte, Menard Griffiths, le encontró a tiempo y le salvó la vida. La convalecencia había sido brutalmente difícil, pero había mejorado lo suficiente como para abandonar el hospital. Llevaba dos semanas fuera y se trasladaba con muletas, pero se negaba a permanecer en cama. Un coche de alquiler le llevaba de una cocina a otra, e incluso había empezado a reunirse con un arquitecto para planificar una panadería en Brooklyn. No había ido al aeropuerto a petición de mi madre. Ella había tenido miedo de que verle con las vendas y con las muletas hubiera sido demasiado para mí.
Me llevaron directamente a verle, tal y como habían planeado, y me dejaron allí. El abrió la puerta del apartamento con ojos encendidos. Yo me eché en sus brazos y él acercó los labios a mi oído, pero no dijimos ni una palabra. Había abierto una botella de vino y había preparado una quiche. En el equipo de música sonaba suavemente una melodía de Gershwin. Comimos y bebimos mientras el ruido de las sirenas llegaba desde la calle. Yo estaba hambrienta y me sentía débil. Él lavó los platos y luego nos acurrucamos en el sofá, todavía callados.
Al final, habló:
—Lo siento.
—Yo también.
—No parece real, ¿verdad? Nada.
Yo deseaba contárselo todo, deseaba liberarme de mi carga. Pero era imposible.
—Finjamos, por un momento, que nada de esto ha sucedido. Finjamos que acabas de pedirme la mano y que yo acabo de decir que sí.
Él me abrazó, y le oí un ligero sollozo de dolor. Una de las vendas tenía una mancha de sangre y me aparté de él. Me levanté del sofá.
—¿Qué pasa? — me preguntó-. No es nada.
Yo me cubrí los ojos con las manos en un intento por detener las lágrimas. Él alargó una mano hacia mí, pero yo negué con la cabeza. Corrí al lavabo y vomité la quiche y el vino. Él me pidió que saliera del baño, pero yo no quería. Pasaron unos minutos. Me miré en el espejo y me vi el rostro devastado: escupí unos insultos. «¡Zorra! — grité-. ¡Puta!»
Cuando salí, él estaba en el sofá y su rostro tenía una expresión dura. Había empezado a ver la verdad. Sentí su cuestionamiento en mi mente, con tanta fuerza y claridad como oía el incesante murmullo de los nombres de lugares. Torgu se encontraba allí, haciendo señales como un faro. Robert desconfiaba de mí, a pesar de que no podía saber por qué. Desconfiaba de que yo hubiera vuelto de verdad, y tenía razón. Todo eso era falso. Esa noche me quedé con él y nos besamos un poco, pero me di cuenta inmediatamente de que él no estaba de humor para nada más. Yo tampoco lo estaba. Dormimos vestidos en la cama. Me hizo unas cuantas preguntas delicadas acerca de qué me había pasado y notó mi incomodidad. Yo no pude responderle y él desistió. En el silencio que se hizo entre nosotros, con el ruido de la lluvia de primavera contra la ventana, yo oí el tictac del reloj de nuestro amor.