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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (29 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Rogers abandonó la oficina de Miggison igual de ignorante.

Otra casta hizo su aparición alrededor de las nueve de la mañana: la más oprimida y a pesar de ello, la más esperanzada e inspiradora, la de los ayudantes de producción, quienes no tienen más poder que su propia resistencia, ambición y entusiasmo. No tenían que llevar el café a los demás, pero sus trabajos ofrecían compensaciones y satisfacciones similares. Llevaban las cintas, iban tras los arreglos de licencias, trabajaban los fines de semana, bajo ningún concepto podían negarse a satisfacer ninguna petición y, a ser posible, debían aceptar sus cargas con ligereza de espíritu y con alegría. La pesadumbre no se valoraba; los productores tenían unas esposas tristes con niños en casa y no necesitaban una actitud hostil por parte de las clases bajas. Y en general, los ayudantes de producción les satisfacían. Si un productor quería cinta en ese mismo minuto, el ayudante de producción debía abandonarlo todo y salir disparado. Si un asociado de producción necesitaba material de investigación de una librería local, el ayudante de producción se afanaba, hiciera sol o lloviera.

Stimson Beevers era la excepción en peligro de extinción. Vio a los productores cuando éstos llegaron al trabajo, alrededor de las diez de la mañana. Tenía conciencia del hecho de que los productores asociados echaban la mierda sobre gente como él, y sabía que estaba siendo explotado y maltratado por tipos que ganaban mucho más dinero y se esforzaban mucho menos. Lo sabía, le enojaba y esperaba. Él había estado en el congreso de Breadloaf y conocía a poetas que tenían libros publicados; después de la universidad, cuando vivía en París, había asistido a la retrospectiva de Robert Aldrich en el norte de Francia con unos intelectuales alemanes que conocían personalmente a Quentin Tarantino; durante los veranos, e incluso en algunas vacaciones de Navidad, no iba a la playa, sus amigos del mundo literario lo llevaban a un lugar en una colonia de escritura, o sus colegas del teatro le conseguían un trabajo en Williamstown; cuando tenía quince años ya conocía personalmente a casi todos los miembros de los Butthole Surfers. Según su criterio -y quién podría decir que estaba equivocado en un asunto tan subjetivo-, él era mil veces más
guay
que nadie a su alrededor, y se merecía cualquier recompensa que pudiera conseguir.

Durante medio año había estado llegando a la oficina después de Miggison (que siempre estaba husmeando) pero antes que los demás ayudantes de producción, aproximadamente a las ocho de la mañana. Compraba el café en la calle, entraba sigilosamente en la planta, saludaba rápidamente con la cabeza al guarda de seguridad y recorría el trayecto por rutas sinuosas, intentando mantenerse fuera de la vista de Miggison, hasta su cubículo. A las ocho de la mañana, nadie le importunaba con las cintas y podía mantener largas conversaciones con alguien a quien suponía su amiga, Evangeline Harker, que le había informado de que su trabajo había sido, de hecho, una infiltración a largo plazo en la mafia de Europa del Este, un esfuerzo que la conduciría a conseguir una de las más importantes historias del nuevo siglo. Ahora ya estaba hecho, e iba a volver a Nueva York. Él se había creído esa historia; había querido creérsela. Sus intercambios se habían producido en un silencio frenético. Él le había contado todo lo que ella había querido saber, ella le había escrito unas respuestas imperiosas. Él la había invitado a ir a su apartamento, a pesar de que tenía un compañero de piso, ella se había mostrado evasiva. Le había dicho que quería encontrarse con él en la oficina una noche, tarde, para evitar a los demás, para evitar preguntas acerca de su prometido. Le había dicho que las «pruebas» de la historia iban a llegar antes, por avión, y que él debía encargarse de ellas. Él le había dicho que de acuerdo. Tenía la voz en la cabeza, murmurando, y quería que ésta le llegara más hondo, hasta el corazón y las tripas. La había invitado a ir a verle tarde, por la noche, en la oficina, y allí le daría todo lo que ella deseara.

Es imposible decir en qué momento los ritmos en
La hora
pasan de ser ligeramente somnolientos a ser implacables. Ese momento de cambio químico es escurridizo, pero es inconfundible. Hacia las diez, casi todas las mañanas, los trabajadores han llegado, los editores han encendido los ordenadores, los productores han hojeado los periódicos y han tomado café y todos excepto uno de los corresponsales (que es el ave nocturna) o bien están fuera con una historia o han llegado para emprender la jornada. La plantilla de ejecutivos, los delegados de Bob, se filtran hasta sus oficinas para prepararse para los visionados. El primero de ellos empieza entre las diez y las once y, a partir de ese momento, otra atmósfera impera en el edificio. Los productores esperan a saber cómo lo han hecho sus colegas, preparados con unas frases de conmiseración; algunos se alegran si las noticias son malas, otros se sienten verdaderamente anonadados ante otra historia de destrucción que pronto les ocurrirá a ellos. La malevolencia sopla por los pasillos. Las páginas de los periódicos revolotean y susurran mientras todo el mundo pasta como un rebaño en busca de la siguiente historia en el trabajo impreso de otros. Se gritan obscenidades, se oye una voz de hombre, algunos levantan la mirada. Uno de los productores más histriónicos le está gritando a alguien que se encuentra al otro extremo del hilo telefónico: «¿Eres un niño? ¿O eres un pederasta? ¡No me creo ni una mierda de esto! ¡No me creo una mierda! ¿Ya hemos mandado al equipo y ahora cambias de idea? ¡Si eres un pederasta, me encargaré personalmente de que te echen de todas las ciudades de este país! ¿Estás seguro de que quieres cagarla conmigo?». Este tipo de situaciones no eran infrecuentes.

El primer visionado de la mañana corresponde nada menos que a Austen Trotta, quien, según la opinión de este humilde ex productor, es una de las personas con mayor talento que han trabajado nunca en la televisión de Estados Unidos, un maestro en el arte de los informativos. La estrella de Austen vuelve a estar en alza después del visionado y la emisión de una historia ampliamente aclamada, un «clásico» acerca de un condenado a muerte en Texas, conocido músico folk uigur acusado por China de terrorismo y condenado en Estados Unidos por el asesinato de dos personas en un intento fallido de robo a un banco. Un nuevo productor ha reemplazado al antiguo, y un nuevo productor asociado ha sustituido a Evangeline Harker. El pasado se aleja. Los problemas de espalda de Trotta mejoran.

En la sala de visionado, Bob Rogers recibe una copia del guión y lee la mitad antes de que se apaguen las luces. Es una historia acerca de un bailarín de
striptease
cristiano evangélico. Austen Trotta echa humo y cuando las luces se encienden y Rogers sugiere un minúsculo cambio, Trotta explota.

—¡Joder, Bob! ¡Ni siquiera has mirado la pieza!

Se trata de un viejo melodrama. Yo mismo lo presencié hace años. Rogers pelea un poco más por una cuestión de principios, Trotta espera a que esa formalidad termine. El corazón le rebosa de alegría; esta vez lo ha conseguido: la pieza se emitirá y conseguirá sus índices de audiencia. La indignación de Trotta remite y Rogers anuncia la buena noticia:

—Os lo tengo que decir. No creía que esta maldita cosa pudiera llegar a emitirse, pero, chicos, habéis hecho un trabajo fantástico. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor Jesús ama a los bailarines de
striptease
!

Se siente un gran alivio. A la hora de comer, Trotta se toma una platija a la salsa de uvas en un restaurante local mientras cuenta historias divertidas sobre cómo sobrevivió a la cruzada de los antros de perdición, como lo llama él.

A pesar del tiempo, se realizan entrevistas en la sala universal con una persona que denuncia al Departamento de Salud y de Servicios, con tres pacientes de cáncer que han demandado a una cadena de hospitales con un solo abogado. Los equipos montan y desmontan, cambian luces, observan los rostros, miden los silencios. El tono de la habitación sube hasta lo requerido por los técnicos. Por los pasillos, los ayudantes de producción corren y se agachan; en sus manos, las cintas circulan como la sangre por toda la empresa. Los editores pulsan botones, borran, cortan, vuelven a cortar, una cacofonía laboral que asciende con un ruido estrambótico desde los oscuros pasillos traseros, los pitidos, exclamaciones, silbidos y sobresaltos se elevan en el aire cuando la voz humana es descompuesta por las máquinas, voces de una conversación entre dos personas que se transforman en una serie de fragmentos mutilados que se mezclan, se baten y se saltean hasta que la tensión estalla y el significado se fríe. No es una cuestión de falsificar los significados, es la habilidad de falsificar los mismos fragmentos para que el tedio de la interacción del
Homo sapiens
se disuelva gracias a un firme masaje y se vuelva tenso como el abdomen de un atleta. Es una cuestión de belleza, y la mayoría de fans de
La hora
no tiene ni idea. Los
hum,
los
ah
y las repeticiones desaparecen y nos convertimos en quienes deseamos ser. Perdemos nuestra torpeza y nos volvemos resueltos. Aniquilamos a nuestro antepasado el mono.

Pero la nieve continúa cayendo, y los trabajadores que viajan desde New Jersey, Connecticut y Westchester miran al cielo. Sus familias les esperan en casa, aplicadas. Productor, editor, corresponsal, ayudante: todos quieren irse. Ha pasado la hora de comer, pero todavía quedan dos visionados más, y otra entrevista, y tres cajas procedentes de Rumania que todavía tienen que ser entregadas desde el otro lado de la calle. Las tormentas vuelven a la gente un poco atolondrada, pero en el ambiente se respira más ansiedad de la habitual. Uno de los desgraciados editores, Remschneider, ha empezado a decir a sus vecinos que algo malo se avecina. No es una broma, dice, pensando en sus propias pesadillas. Julia Barnes lo oye y decide escapar de la oficina antes de que el hombre reviente. Ha oído rumores acerca de un cuarto editor que ha caído enfermo de esa mortificante enfermedad. Está en el ascensor pulsando un botón cuando se da el primer apagón en la ciudad. Una estación repetidora de Canadá sufre un cortocircuito, los ordenadores de la planta veinte mueren y por los pasillos corre un estremecimiento de terror, como si un invitado largamente esperado hubiera llegado por fin.

LIBRO 7

El envío

Treinta y dos

E
.: Uau, qué miedo. Justo en medio de nuestra conversación el disco duro se colapso, o eso creí. Luego oí correr a alguien y me di cuenta de que las luces se habían apagado. El silencio era profundo. Todos esos recuerdos volvieron a mí, ya sabes a qué me refiero, a ese horrible día de septiembre. Yo estaba en un estado de pánico, pero tú me llevaste de puerta en puerta, arrancando a todo el mundo que conocías de teléfonos, pantallas de ordenador, monitores de vídeo. Diste órdenes, trasladaste a la gente a las escaleras, recogiste a Ian, recogiste a Julia, me recogiste a mí. Nos llevaste hasta las salidas de emergencia. Fue impresionante. Hasta que estuvimos fuera no pareciste darte cuenta de la naturaleza de la situación; hasta entonces no te cubriste el rostro con las manos, y fue cuando tuvimos que correr, ¿te acuerdas? Bueno, ahora tú y Ian os habéis ¡do, y cuando se apagaron las luces, ese momento me vino a la cabeza de repente. Fue como viajar en el tiempo. Pero fue solamente un apagón, gracias a dios. Muy rápidamente, los pasillos se enfriaron. Los jefes del edificio tienen tendencia a poner la calefacción al mínimo para ahorrar dinero, así que la temperatura bajó en picado. Se veía caer la nieve detrás de las ventanas, como una antigua pantalla en blanco, y escondía el Hudson. Las luces se apagaron en todas partes y tu voz, tus palabras, también lo hicieron.

«Vamos, Stimson.»

Alguien me vio. Yo me quedé un rato más mirando la pantalla. «Deja que se marchen -pensé-. Deja que disuelvan como fantasmas en la anarquía general.» Yo no quería dejarte. Acababas de darme los últimos detalles de tus cajas con las pruebas. Antes de salir corriendo, cosa que hice -perdóname-, cogí el teléfono, que todavía funcionaba, y llamé a mensajería para averiguar los detalles del envío. Sabía que debía tener una respuesta para ti. Si te digo la verdad, dada tu nueva confianza en mí, temía decepcionarte. Pero no había nada que hacer. Salí.

En cualquier caso, el resultado final de este denso mensaje es el siguiente. El terror del momento me aclaró un poco la cabeza y tengo unas cuantas preguntas sobre el envío. Tengo un montón de preguntas, de hecho, y no puedo creer que no te las haya hecho antes. Así que hazme saber que estás bien, que todavía estás conmigo y que podemos hablar. Tuyo, el Super Stim.

Stimson, siento enterarme de tu miedo durante el apagón. Ese día horrible permanece en todos nosotros. Nos persigue, nos impulsa. No te dé vergüenza decirlo. Yo, por mi parte, no creo que demos la importancia suficiente a ese día, no creo que tengamos lo bastante en cuenta a los muertos. Creo que nos hemos vuelto insensibles a su inmenso poder. Pronto llegará el día, espero, en que pueda darte valor en la oscuridad y susurrarte al oído para consolarte y calmarte en tus terrores nocturnos. Estás realizando un trabajo fantástico, por supuesto, y lo hemos hablado todo, y estás lleno de expectativas, igual que lo estoy yo, pero debes esperar unas cuantas horas más y hacer unas cuantas cosas más por mí, y entonces todo estará en su sitio y yo responderé a todas las preguntas que tengas. Pero tengo que ser honesta contigo en una cosa; por la forma en que me has escrito tu último mensaje, tengo la sensación de que ha habido un malentendido. Me has hecho promesas importantes y, como seguramente recuerdas, soy una mujer que espera que las promesas sean cumplidas, especialmente ahora. Yo responderé a tus preguntas, pero esas preguntas no deben impedir que cumplas tus obligaciones. ¿Hemos llegado a un buen entendimiento? E.

E: Tienes que comprenderlo. Estoy solo ante estas preguntas. Todos los demás creen que has muerto. Todos los demás te ponen en el mismo lugar que a Ian. Han seguido adelante, y las aguas se han cerrado sobre ti. ¿Por qué he sido yo la excepción?, ¿qué he hecho para merecer esta gracia? ¿De verdad es necesario que te encubras tanto?, ¿es posible que una historia merezca un sacrificio tal? Me hago estas preguntas a mí mismo, pero tu evidente convicción es suficiente. Estoy convencido. Y a pesar de ello, la duda me corroe. Las cosas han cambiado desde que te fuiste. Este lugar siempre ha sido un maldito campo del horror, un festín lovecraftiano de monstruosidades y, de alguna forma, está empeorando. Esos editores todavía están enfermos, por ejemplo, aquellos de quienes te he hablado, y nadie, ningún médico, parece capaz de diagnosticar sus enfermedades. ¿Quieres saber una cosa todavía más inquietante? Remschneider suele venir y se me queda mirando minutos enteros, y me parece que oigo su voz en mi cabeza, y juraría que él lo sabe, E., lo sabe y está esperando a que yo pronuncie en voz alta las palabras que tengo en la cabeza. Remschneider me mira desde esas cuencas hundidas -lo digo en serio, el tipo tiene un aspecto horrible- y me sale con incongruencias sobre la atrocidad. Treblinka, Lubyanka, Robben Island, Wounded Knee, Bad Axe, Meca, Medina, Masada, ni siquiera son oraciones enteras, solamente nombres o frases. Es como esa canción en que Johnny Cash canta nombres de ciudades, «He estado en Reno, Chicago», cómo se llama,
He estado en todas partes.
Lo que todavía resulta más extraño e insoportable es que cuando Remschneider está a punto de decir algo, me parece que sé lo que va a decir, es como si yo tuviera el mismo pensamiento en la cabeza esperando a ser articulado pero todavía no lo suficiente maduro para que mis labios puedan pronunciarlo. Como el otro día, esa frase que me vino a la cabeza, una cadena de sílabas, como «Ore-Ida-Door-Sewer-Gland». Hubiera podido ser una sandez, pero no me lo parecía. Entonces levanté la vista y casi me caigo de la silla del sobresalto. Ahí estaba Remschneider, en las sombras, con su larga barba de loco y los ojos encendidos, y su sucia boca pronunció esas mismas sílabas: «Ore-Ida-Dur-Sir-Glan». Parecía un zombi. Se fue arrastrando los pies y yo intenté encontrar las palabras en el Google escribiéndolas fonéticamente. El buscador me auspició. ¿Qué quiere decir «Oreida Dorselan»? Al cabo de un rato lo conseguí. Oradour-sur-Glane, segunda guerra mundial, un pueblo francés que los alemanes bombardearon en represalia. Otra atrocidad.

Hay una cosa más, una cosa muy triste e inquietante, aunque para ti no es una preocupación real. Cuando volvimos a la oficina después del apagón, ayer, todos estábamos conmocionados. Uno de los editores, Clete Varney, un hombre mayor que no se había puesto enfermo jamás, fue encontrado muerto en su oficina; una escena horrorosa. Se había cortado las venas, pero no había abandonado la silla. Se encontraba de cara a la pantalla del ordenador cuando Julia Barnes le encontró. Yo saqué la cabeza antes de que los polis llegaran. Alguien había girado la silla. Los ojos de Varney estaban completamente abiertos, y había sangre por todas partes. Pensé en Remschneider, la oficina de Remschneider es la de al lado. Tenía la puerta cerrada.

De todas maneras, espero que no tengas ninguna duda. Soy tuyo. Me has dado un objetivo. ¿Sabes que he perdido el interés en las películas? Ahora solamente pienso en ti. Nuestro proyecto se ha convertido en la única película, y yo soy el único espectador, esperando en la oscuridad de la sala a que la pantalla se ilumine. ¿Hemos llegado a un buen acuerdo, tal y como has dicho tú, tan extrañamente? Tu buen soldado, el Super Stim.

Stimson, estoy un poco inquieta por si alguien que no conoce mi misión pudiera estar leyendo nuestros correos electrónicos. ¿Estás absolutamente seguro de que esto es privado?

E., nada es absoluto, pero he camuflado tu pista muy bien. He enviado tus correos electrónicos a mi cuenta de correo personal y luego me la he reenviado, para que parezca que me estoy enviando correo electrónico a mí mismo de un lugar a otro. Si alguien pregunta, que no lo harán, simplemente diré que estoy mandando documentos y archivos de vídeo a casa por motivos de trabajo. ¿Te parece bien?

Stimson,
c'est par fait.
¿Más favores antes de que nos encontremos? En primer lugar, háblame de la situación de mis pruebas, por favor. Me tranquilizaría saber que esas pertenencias están seguras.

E., quería decírtelo. He traído tus «pertenencias» desde el otro lado de la calle sin hacer ningún alboroto, tal y como sé que lo hubieras querido. Quizá no ha sido la mejor de las ideas el mandarlo a nombre de Austen Trotta -eso ha llamado la atención- pero lo hecho, hecho está, y él no tiene ni idea de que le han enviado esas tres cajas. Miggison sospecha un poco pero ¿a quién le importa? No es nadie. No quiero ser poco modesto, pero ha sido una hábil hazaña. La mañana del apagón oí que Claude Miggison se quejaba a Bob Rogers acerca de una terrible llamada desde mensajería relacionada con Austen Trotta, y como sabía de qué se trataba, me interpuse lo antes posible, antes de que Miggison pudiera contactar con Austen y liar las cosas. Puedes imaginarte la cobardía de alivio que mostró su rostro. Siempre he dicho que Miggison era un silenciador humano, pero su amo siempre lo ha tenido en el bolsillo, y si es posible, debería quedarse ahí. Le dije que sabía lo del envío y que yo me encargaría de ello. El hombre se sintió agradecido. El día después del apagón, llamé a mensajería y les chillé y les grité como si yo fuera uno de los matones, y ellos me aseguraron que todo estaba bien, que el envío era muy grande y que querían saber cuándo y dónde debían depositar las cajas. Incluso ofrecieron mandarlas a casa de Austen, cosa que impedí, gracias a dios; me aproveché del sobrecogimiento que sentían ante el tamaño del volumen y dejé claro que era demasiado grande para ser subido a la planta veinte en horas de trabajo. No te rías, pero sugerí que esas cajas tenían que llegar tarde, por la noche, bajo mi supervisión, para que los delicados ritmos de la oficina no se vieran alterados, y los de transporte picaron. Las cajas eran demasiado grandes para utilizar el ascensor normal así que, alrededor de medianoche, tres chicos fornidos del centro de la cadena las subieron a la planta veinte por el montacargas. Me dieron pena. Se les hincharon los ojos a causa del esfuerzo y de los nervios. Estaban asustados. Uno de ellos juraba haber oído que algo se movía dentro de las cajas. Me preguntó si Austen coleccionaba pájaros u otros animales, y tuve que esforzarme en desviar su atención diciéndole que esas cajas en realidad no pertenecían a Trotta, sino que pertenecían al programa y que estaban destinadas a un episodio relacionado con las actividades en África de un gobierno europeo, unas actividades secretas; en consecuencia, el contenido de esas cajas estaba restringido a unas cuantas personas. Esos chicos no son neurocirujanos, así que no me fue muy difícil convencerles, y además deseaban marcharse de la planta lo antes posible -resulta que, entre las filas de la emisora, existe una superstición sobre nuestro lugar de trabajo-. Transportaron las cajas sobre unas grúas hasta el único lugar de la planta donde podían pasar desapercibidas, una especie de zona muerta entre las suites de los productores y la zona de edición, ese pasillo trasero mal iluminado. ¿Sabes dónde quiero decir? En el callejón del magreo, como lo llaman los veteranos. Allí están tus cajas. El pasillo es ancho, y no hay nada más. Creo que lo llamaban «el callejón del magreo» porque en los pícaros viejos tiempos los corresponsales se aprovechaban de la mala iluminación y de su ubicación aislada para abordar a sus ayudantes femeninas, pero el cuerpo legal ha conseguido que esas tradiciones sean obsoletas, así que no tiene que haber ningún problema. Tus «pertenencias» están seguras. Y ahora, ¿puedo preguntarte, en calidad de devoto y completamente fiable asistente, de esclavo que se dirige a su ama, de qué estamos hablando exactamente? Si te soy sincero, cuando los chicos de mensajería salieron corriendo, acerqué el oído a una de las cajas y, no estoy del todo seguro, pero me pareció oír algo, como si algo rascara o royera. ¿Es posible que hayan entrado ratas en las cajas?

Stimson, es el momento de encontrarnos. Estoy aquí, en la ciudad. Basta de correos electrónicos. ¿Qué te parece?

E., ¡estoy radiante de alegría!

Stimson, lo siento, pero tengo una última petición, la más difícil y dolorosa de todas. Después de ello, podremos empezar a trabajar de verdad para nuestro proyecto, pero esta última cosa debe ser eliminada de la lista.

E., dime cuál es.

Stimson, invita a mi contrayente a que vaya a la planta veinte.

E., ¿estás hablando de Robert, tu prometido?

Sí.

E., ¿Puedo preguntarte por qué?

Stimson, debo ver a Robert. Es posible que esto te duela, y por ello te pido disculpas. Nunca he mantenido en secreto que la nuestra es una relación de trabajo solamente. De todas formas, si me lo traes a mí, te sentirás felizmente sorprendido del resultado.

E., con todos los respetos, pero ¿no puedes llevar este asunto particular tú misma? Si no te molesta que te lo diga, me parece una violación de esta «relación de trabajo» el hecho de que me hagas contactar con el otro hombre de tu vida.

Stimson, conozco a ese hombre. Requiere que se le maneje de forma especial en circunstancias muy variadas. Debes pedirle que venga a verte a la planta veinte más o menos a la misma hora a la que has acordado la entrega de las cajas. Considera a Robert como la última entrega. Llévale al pasillo trasero, y yo estaré esperando para comunicarle las noticias sobre nuestro futuro. Te estoy pidiendo esto con una absoluta consciencia de mi debilidad. Soy una mujer y no puedo soportar la tensión de hacer esto sola. Necesito tu ayuda, Stimson. ¿Lo comprendes? Antes de que nosotros podamos continuar codo con codo, este asunto debe finalizar.

Pero, Evangeline, ¿qué voy a decirle? Me siento muy incómodo.

E., ¿dónde estás? Por favor, no dejes de hablar conmigo. Por favor no te me lleves tu voz. Ha sido un día duro, y la nada me ha llenado la mente, un vacío me arrastra. Es como si hubiera perdido la memoria, los sentidos, el deseo. Los productores me ordenan a gritos que vaya a buscar sus cintas, pero no sé a qué se refieren. ¿Qué son sus cintas? Me quedo inmóvil ante esta pantalla. Oigo los sonidos del pasillo trasero. Haré todo lo que quieras.

Stimson, he corrido riesgos innombrables. ¿Sabes lo que es entrar en este país sin alertar a mi familia de mi regreso? ¿Tienes idea de qué insondables rutas he tenido que recorrer? Estoy preparada para abrirme a ti, para compartir los frutos de mi labor, y a pesar de ello me niegas la oportunidad de finalizar la última de mis obligaciones. ¿Por qué debería ofrecerte mis favores? Hay otros hombres jóvenes que se sentirían felices de soportar mi carga.

E., no funciona. Le llamé al trabajo y le dio un ataque. Me amenazó con emplear la violencia y dijo que llamaría al FBI. Estoy muerto de miedo. Tuve que contarle una mentira enorme porque si no, no hubiera podido cumplir una petición tan descabellada; tuve que decirle que iba a conocer a alguien que sabía algo de ti, que era posible que estuvieras viva. Le dije que el informante vino por canales muy discretos relacionados con unos antiguos contactos con el espionaje comunista; unas redes muertas de los antiguos países del Bloque del Este. Sonaba totalmente falso, pero está desesperado, gracias a dios. Y es un repostero. Me siento muy mal. No lo comprendo, esto será una gran conmoción para él. Pero ya entiendo que tú tienes tus formas de proceder. Hemos quedado esta noche a las dos, después de la entrega de las cajas porque Menard, el guarda de seguridad, no hace un descanso hasta esa hora. Yo también estaré allí. ¿Estás segura de esto? ¿Es ésta la forma adecuada? ¿Es esto lo correcto?

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