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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (41 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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—Mira tus dientes, Stim. ¿Los has visto? Se están volviendo del mismo color que los de él.

Yo le he respondido lo que era evidente:

—¿Y tú, Evangeline? ¿Qué me dices de ti?

Ella ha dejado de provocar destrozos.

—¿De qué estás hablando?

Yo me he secado los ojos y no he contestado. Si hubiera tenido el cuchillo, las cosas habrían sido distintas, pero no lo tenía.

—¿No recibiste mi correo electrónico, verdad? — le he preguntado.

Ella ha juntado las manos sobre el pecho y ha cerrado los ojos, más guapa de lo que la había visto nunca.

—Dios, Stim -dijo.

Yo he visto mi oportunidad, y va a sentirse usted orgulloso de mí.

—Pero él no está tan mal, ¿verdad? Nuestro hombre. Quiero decir que resulta bastante fascinante, ¿no te parece?

Ella ha alargado una mano hasta mi rostro, me ha puesto un dedo en el mentón como si yo fuera un niño pequeño y ha dicho:

—Es una masacre sangrienta, y tú lo sabes.

Yo he puesto las cartas sobre la mesa.

—Yo te amaba y hubiera hecho cualquier cosa por ti. Eso es lo que te decía en mi correo electrónico. Si lo hubieras recibido, comprenderías cómo ha llegado a suceder.

Ella es cruel.

—Lo hubiera borrado, Stim.

Yo me he sentido demasiado herido por su sinceridad. Lo hubiera borrado. Usted me avisó. He dejado caer la cabeza sobre el escritorio y he llorado de humillación, hasta que las lágrimas han inundado el escritorio. Dudo que nadie en
La hora
haya llorado nunca tanto rato ni con tantas ganas como yo. ¿Por qué hubiera borrado mi correo electrónico? ¿Por qué? Le he dicho que se fuera, pero ella ha empezado a acosarme.

—Tienes que decirme dónde está, Stimson. Tienes que contarme todo lo que sabes.

Por última vez, quiero ofrecer una explicación por mi momento de debilidad. He tenido una oportunidad, hubiera podido decirle que se fuera a la mierda, pero no lo he hecho. Todavía posee cierta influencia en mi corazón. Dígame qué tengo que hacer, y lo haré. Ordene, y se hará. ¿Quiere que ella muera? Pronuncie una palabra. Pero en ese instante, he cedido. Me he derrumbado y le he contado lo que sabía. Pero ¿en qué consiste eso, exactamente? ¿Se da cuenta? No sé tanto.

—¿Dónde se esconde? — me ha preguntado.

—Ni idea -he respondido, con sinceridad-, pero siempre está en los pasillos centrales después de medianoche. Pasea, canta y desempaqueta sus cosas.

Le he dicho todo eso, lo lamento, de verdad que sí.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Te lo ha dicho?

Ha sido un momento afortunado para mí. Una cosa es tener preguntas, y otra muy distinta es saber cuál es la pregunta correcta, y ella no lo sabía.

—Está haciendo lo que hace siempre. Escucha. Canta.

Su siguiente pregunta se ha acercado más a la cuestión.

—Pero ¿dónde consigue la sangre, Stim? Ellos no acuden a él si él no bebe sangre. ¿Entonces?

Yo no he dicho ni una palabra. Mi rostro no ha delatado ningún detalle. Pero ella ha comprendido.

—Has matado para él, desdichado.

He asentido con la cabeza, y ella ha temblado de indignación. He estado a punto de decirle lo orgulloso que me sentía, pero ella me ha agarrado la cabeza y me la ha estrellado contra el escritorio, rompiéndome un diente.

—Esto es por Robert -ha dicho-. Si creyera que es importante, te mataría yo misma. Pero ése es su trabajo. Al final, te cortará la garganta de oreja a oreja. No puede evitarlo. Será mejor que huyas.

Como humillación final, se ha acercado mucho a mí y ha cometido un acto infame que hubiera horrorizado a la antigua Evangeline: me ha introducido su cálida lengua en la oreja y ha susurrado un lascivo mensaje:

—Dile algo que ya sabe. Dile que la danza de la vida es más poderosa que la melodía de la muerte. Díselo.

Así pues, le comunico este mensaje ridículo junto con su ruego. Comprenda mi confusión. Usted me dijo que nunca se había encontrado con ella. Se lo digo con todos los respetos, aunque es una convención burguesa, pero parece que usted me ha mentido, y, tal y como prueba este mensaje electrónico, yo no soy culpable de la misma falta. Usted mintió por razones que son de su incumbencia, sin duda, y yo he sido educado según el protocolo y me doy cuenta de que ciertas decisiones deben tomarse independientemente de los límites convencionales, pero eso me parece una traición de la confianza y, teniendo en cuenta que siempre he considerado que éramos amigos, le pido que tenga en cuenta mis sentimientos heridos cuando juzgue este caso. Verdaderamente suyo, Stim.

Stimson: Ésta, ay, es nuestra última comunicación. Siga el consejo de la concubina: huya de este lugar. Porque si alguna vez le encuentro, no se pronunciará ni se admitirá ninguna disculpa. Yo.

A la mierda con Evangeline Harker, decidió Julia Barnes. Ha llegado el momento de ponerse seria. El momento de buscar ayuda. Hacía treinta y cinco años, por lo menos, que no pensaba en su antiguo suministrador de armas, Flerkis. En aquella época, tenía un trato casi regular con ese hombre, y él nunca había dado el nombre de ella a las autoridades, ni siquiera había estado vigilado por los federales, por lo que ella sabía; tan a ras de suelo trabajaba. Había existido una sociedad entera de estadounidenses del mismo tipo, que habían formado un verdadero mundo clandestino, un universo alternativo de bancos, tiendas, panaderías y posadas para personas cuyo idealismo les había conducido a oponerse al gobierno de Estados Unidos. Vista en retrospectiva, parecía una forma ridícula de vivir la vida, pero Julia lo había hecho durante tres años, instalada en algún rincón perdido de un par de ciudades del cinturón fabril del país -Jersey, Utica, Bethlehem-, mientras esperaba a que sonara el teléfono y la mandaran a alguna otra ciudad menos marcada por el capitalismo donde se llevaría a cabo alguna acción, como colocar una bomba en algún edificio por la noche o alguna cosa parecida. Nunca habían asesinado a nadie, pero habían reducido una gran cantidad de espacio de oficina. Durante esos días se había movido en unos círculos que sus colegas de
La hora
o bien desdeñarían con un profundo desprecio o bien encontrarían extrañamente divertidos; para ellos era un tipo de vida absolutamente banal. O eso, o eran demasiado jóvenes para conocerlo. ¿Era Weather Underground una página web dedicada al tiempo atmosférico? A Julia no le importaba. Cuando recordaba esa época lo hacía, en el mejor de los casos, con sentimientos encontrados. Pero, en las tres últimas décadas, nunca había sentido con tanta fuerza la necesidad de activar una parte de ese pasado para sus propios fines.

Flerkis vivía en un apartamento al lado de Grand Concourse en el Bronx y pasaba sus días trabajando de conductor de autobús para las escuelas de Nueva York. Nunca se había asociado con los Panteras, ni con radicales ni con gente parecida, y ese día el sur del Bronx estaba repleto de gente variopinta: acupuntores que adoraban a Ho Chi Minh, predicadores con armas de fuego, veteranos del Vietnam que practicaban el budismo… viejos amigos de Julia, pero gente odiosa según Flerkis. El conducía el autobús durante el día y, por la noche, llevaba una operación paralela relacionada con la compraventa de explosivos y armas de fuego. Tenía cuatro hijos con una chica jamaicana que se llamaba Daisy y debía de mantenerlos de alguna forma. Julia le consideraba «auténtico», un inevitable miembro de la realidad humana a quien los poderes oscuros querían ignorar o evitar, y era una de las razones clave, además del conocimiento que Julia tenía de la edición de películas, por las que ella había sido tan valorada por los pesos pesados del movimiento. «Hay que ir a por cigarrillos», le decían cuando llegaba el momento. Flerkis era el nombre de guerra, evidentemente falso, de ese hombre negro de ascendencia africana.

Pero en esa mañana de finales de mayo, haciendo novillos del trabajo y bajo la parrilla de un sol furioso -los aparatos de aire acondicionado de las casas destrozadas goteaban y temblaban, frenéticos- Julia no encontró ni rastro de su antiguo proveedor. Preguntó por ahí. Un par de señoras recordaban al caballero africano y a su esposa, Daisy, aunque el nombre de Flerkis no les decía nada. No era el nombre de verdad, claro, como tampoco lo era el suyo; alias Flerkis hubiera buscado en vano a alias Susan Kittenplan.

El día terminaba. Sus hijos iban a llegar a casa desde sus distintas actividades. Su esposo se preguntaría qué pasaba con la cena y con su presencia. No podía quedarse para siempre en el Bronx persiguiendo a un fantasma. Al final le pareció que la búsqueda era inútil. Necesitaba animarse, y Flerkis hubiera resultado de ayuda. Él le hubiera permitido recordar la época de su vida en que ella había tomado medidas drásticas para curar sus amargas heridas. Volvió a la estación de tren desmoralizada. A las siete de la tarde, cerca de Grand Concourse, la temperatura llegaba a los 35 °C. «Qué planeta tan lamentable -pensó-. Nos va a matar, de todas formas.» Los mendigos se desintegraban ante sus ojos. Los susurros de las voces flotaban y se mezclaban con los pitidos, los golpes, las bocinas y los zumbidos de ese ruidoso final del día. El tren llegó traqueteando sobre los raíles. Julia parpadeó con un movimiento rápido. Cada vez más, cuando cerraba los ojos, veía cosas terribles, así que mantenía los ojos abiertos el máximo tiempo posible. El tren se detuvo ante la estación, las puertas se abrieron, Julia se frotó los ojos y alguien le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Susan? — preguntó un caballero mayor afroamericano.

22 de mayo,

diez y cuarto de la mañana

Torgu va a llegar pronto, así que tengo que escribir estas ideas tan deprisa como sea posible.

No puedo quitarme de encima la sensación de que ésta va a ser mi última mañana en la Tierra. Es absurdo. Cuando era un niño, a menudo tenía los mismos presentimientos falsos. Se lo contaba a mi madre y ella culpaba a un profesor de la escuela por animar mi lúgubre tendencia a leer libros sobre vidas infelices. De alguna forma, lo superé. Más tarde, en Vietnam, tuve un falso momento de clarividencia y supe cuál sería la hora y el minuto de mi muerte. Captaba los signos, igual que hacía una de mis tías solteras, y la sensación de claridad de mi cabeza desaparecía como encendida en llamas. Iba a morir en el bosque. Moriría un viernes. Nunca más volvería a ver a esta o aquella mujer. Entonces, igual que otras veces, el juego de las adivinanzas perdió su base. Pero ahora ha vuelto, con un sentimiento de venganza, así que voy a dejar el testamento y la última voluntad revisados.

Mi testamento real existe, por supuesto, y se lo dejo todo -vino, libros y obras de arte- a mi ex esposa e hijos. Mi abogado es un amigo y ha preparado un documento legal perfectamente ordenado, así que no tengo ningún miedo de que este diario pueda reemplazarlo, excepto en un sentido psicológico. Mi familia va a tener una impresión de mí que les resultará difícil de comprender, una última impresión final, y eso les va a hacer sentir infelices durante un tiempo. Se quedarán con el temor de que yo tenía un delirio incipiente, y esa idea me hiere. Mi cuerpo se ha debilitado, pero no mi mente, y odio la idea de que quede un legado basado en el fraude y en la falta de información. Sería más fácil quemar este diario por completo y dejarlo todo en el silencio, pero esa táctica sería una violación a mi probidad periodística. Así que la gente a la que quiero tendrá que sufrir. Pero, si soy sincero, este último testimonio de mi estado mental previo al encuentro con ese tipo extraño -he decidido seguir el plan aconsejado por Julia Barnes- no está destinado a mi familia. Tampoco está dedicado a la gran cantidad de personas que me han visto en televisión durante las últimas cuatro décadas, una en un noticiario de televisión y tres en
La hora
. Está destinado al puñado de amigos y confidentes que han formado mi círculo social en esta ciudad y durante esta vida. Y quizá pueda resultar de utilidad a unos cuantos más, a los esnobs y los excéntricos de esta ciudad a quienes nunca les he gustado mucho y que continúan teniendo una mala opinión de mí a causa del medio que he elegido, a pesar de que nunca he cedido a los escarnios de una manera de hacer que ha sido de utilidad para mí y para la población. Al leer esto, van a disponer de una buena cantidad de munición para terminar con mi reputación y enterrarla, con el recuerdo de mi trabajo, bajo un montón de escombros de crítica. Pero les desafío a que lo hagan. Escupo en la cara de esa banda de provincianos de la gran ciudad.

A continuación, he aquí de lo que quiero que quede constancia. Entre finales de verano y principio de otoño del año pasado, una de mis productoras asociadas, la señorita Evangeline Harker, desapareció en Rumania, en una región al este de los Alpes transilvanos. Tengo razones para creer que fue raptada y que, de alguna manera, sufrió abusos por parte de una figura del crimen conocido como Ion Torgu. Torgu, que afirma tener información privilegiada sobre los gobiernos de la época de la Guerra Fría y que también dice estar huyendo de unos asesinos contratados por las agencias de inteligencia del antiguo bloque del Este, parece tener acceso a un armamento químico y/o biológico y psicológico de un tipo que yo nunca he conocido. También parece albergar algún tipo de animosidad hacia nuestro programa, la naturaleza de la cual intentaré determinar en breve. Dimos a Evangeline Harker por muerta. Para nuestra sorpresa y alegría, ella apareció seis meses después, con vida, aunque desde entonces no ha sido capaz de hablar de ese período de desaparición. Mis especulaciones sobre un encuentro entre ella y Torgu están basadas en un presentimiento, y nada más, pero es un presentimiento abrumador. Más o menos en el momento de su desaparición, la cadena recibió un envío de cintas de origen desconocido desde Rumania. Esas cintas no contenían ninguna información visual y habían llegado sin haber sido solicitadas. No habían sido filmadas por ningún equipo del programa y no formaban parte de ningún segmento de
La hora
. Ningún productor las ha reclamado. De todas formas, por motivos que todavía no consigo comprender, un editor digitalizó esas cintas, introduciendo, así, ese material extraño en el sistema tecnológico compartido por toda la oficina y contaminando, por medios todavía desconocidos, todo nuestro sistema de edición y de grabación con algún tipo de virus auditivo. Además, esas cintas parece que tuvieron un extraño efecto colateral en aquellas personas que las visionaron: provocaron una letargía degenerativa que se ha expandido como una enfermedad contagiosa entre los editores y unos cuantos empleados más de la planta veinte. También existen motivos para creer que esas cintas han provocado violencia. Yo mismo he experimentado varios episodios de furia ciega y uno de ellos acabó casi con la muerte de mi perra. Por otro lado he sabido del «suicidio» de, al menos, un empleado, en extrañas circunstancias. Unas personas desconocidas llevaron a cabo un ataque casi fatal contra el prometido de Evangeline Harker. Para mi vergüenza y frustración, ningún médico ha sido capaz de diagnosticar esta enfermedad colectiva y nuestra maravillosa e indispensable gente se ha visto obligada a defenderse por sus propios medios de esta fuerza que está más allá de nuestra capacidad de comprensión. Soy de la sincera opinión de que estos hombres y mujeres han sido progresivamente envenenados por un arma química y/o biológica que se ha inoculado a través de esas cintas. En este momento en que escribo, según Julia Barnes, por lo menos una docena de editores no se han presentado en el trabajo.

Estas acusaciones ya serían, de por sí, bastante siniestras. Pero es mucho peor. A principios de este año, no mucho después del apagón durante la tormenta en invierno, mi estimado colega Edward Prince vino a verme con la noticia de que tenía una entrevista en exclusiva nada menos que con Ion Torgu. En aquel momento, oír ese nombre me alarmó, pero Prince me aseguró que dicha entrevista pondría a ese hombre entre rejas para siempre. En lugar de llamar a la policía -lo cual hubiera arruinado su oportunidad de ofrecer una gran historia en primicia-, no hice caso de mi sentido común y esperé a ver los resultados. Resultó que la entrevista con Ion Torgu tuvo lugar de forma muy distinta a cómo mi colega había esperado. Prince es ahora prácticamente un prisionero en su propia oficina y se ha convertido en un lunático perdido, y ambas cosas se deben a Torgu, quien, a través de un repugnante intermediario, ha solicitado tener una entrevista conmigo. Por ese motivo he contado mis sospechas. No tengo ninguna esperanza de salir con cordura de esa entrevista. Quiero dejar constancia de que no he llamado a la policía porque no tenía esperanzas de que creyeran mi historia. Soy periodista y, por tanto, conozco la diferencia entre una queja creíble y plausible y una teoría de la conspiración sin pruebas. Después de haber dicho esto, continúo convencido de que estamos sufriendo un ataque y de que nuestro asaltante tiene intención de destruirnos y llevar a cabo algún plan ulterior del cual soy totalmente ignorante. De una forma u otra, tomo la completa responsabilidad de la decisión de enfrentarme a este hombre y de las consecuencias que ello pueda provocar. Que el dios de mis padres me perdone si fallo en este empeño; nadie más lo hará.

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