Tierra de vampiros (39 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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—Él está en la planta.

LIBRO 13

Fantasma

Cuarenta y cuatro

E
s mi primer día de vuelta al trabajo y estoy sentada de espaldas a la vista, a las ventanas que dan al punto donde se encontraba el World Trade Center, pensando que el mundo cambia en el momento en que uno cambia, y no antes. Lucho contra él con todas mis fuerzas, pero estoy perdiendo.

Hace nueve meses, esta ventana enmarcaba un vacío. Al otro lado del cristal solamente había cielo. Ahora este cielo arde de furia. Siento la densidad de ahí fuera, en mi espalda, sobre mis hombros. Si me doy la vuelta y miro, veo la violencia en sus ojos. Pero no debo darme la vuelta, lo sé. Si miras a los ojos de Torgu solamente una vez, los muertos te devuelven la mirada. Torgu dice que les va a abrir la puerta, que ellos nos van a abrir la mente, que se van a meter dentro de nosotros y que eso va a ser algo terrorífico y bello. Eso me hace sentir unos profundos escalofríos, pero también cierta emoción, no lo puedo negar. Yo misma lo he visto.

Un verano fui a un campamento católico de verano y una monja me dijo que Dios toca a una persona con un dedo cuando quiere que esta persona despierte y lo vea. Lo mismo hacen los muertos. Sus incontables dedos me están tocando, pero me he resistido hasta ahora.

Después de los ataques,
La hora
se trasladó temporalmente al centro de la cadena en la calle Hudson. Cuando volvimos a trasladarnos a este edificio, pedí una oficina sin ventana. Pero muchos productores hicieron la misma petición y estaban por encima de mí, así que volví a este espacio restaurado y tuve que lidiar con un enorme panel de cristal traslúcido y tintado que daba al agujero. «Muy bien -pensé-, esquivaré el tema.» Los de mantenimiento colgaron unos estores y la pared se convirtió en un espacio vacío. El televisor y el ordenador se colocaron delante de mí, al igual que las estanterías, el sofá y las lámparas. Detrás de mí no había nada. Otra gente hablaba de que estaban alucinados por lo macabro que resultaba encontrarse en una oficina que anteriormente había estado de moda y recargada. Yo detestaba esas conversaciones. Había acabado el día y no necesitaba ningún refrito.

Pero ahora pienso en esa mañana de septiembre y comprendo algo con absoluta claridad: ese día supuso mi introducción a Transilvania. Ese día fue cuando de verdad empezaron los susurros en mi cabeza.

Antes de que eso sucediera, yo era feliz. Mi poco recomendable y dañino romance con mi jefe de Omni Media, el señor O'Malley, había terminado gracias a mi determinación. Robert y yo nos habíamos conocido en el bar de Maritime y empezábamos a ser muy amigos. Yo había llegado al trabajo después de recorrer veinte manzanas caminando desde su apartamento. Seis meses antes, gracias a la ayuda del señor O'Malley, había conseguido el trabajo con Austen Trotta, había perdido cuatro kilos y medio con la dieta Atkins y tenía un aspecto verdaderamente fantástico, el mejor que había tenido desde la universidad.

Una hora después de llegar al trabajo, esa chica bendita murió para siempre. Me doy cuenta de eso ahora. Oí la primera explosión y me imaginé que era un ataque terrorista, aunque no pensé en un avión. Ninguno de nosotros sabía que era eso. Pero un tío mío que se encontraba en el World Trade Center durante el atentado de 1993 me había descrito vívidamente el descenso de los veinte pisos a través del humo. Yo reuní a mis amigos y les obligué a cerrar los ordenadores y a colgar los teléfonos. No me habían nombrado capitán de bomberos, pero les aparté de los ascensores y les empujé hacia las salidas de emergencia, fuera del edificio. Fui yo quien hizo todas esas cosas. Me sentía absolutamente tranquila. Cuando estuvimos fuera empezamos a movernos más deprisa, y bajamos la calle Liberty hacia la calle Church. Todo a nuestro alrededor, en el mundo exterior, era un caos: los policías corrían, nadie sabía nada, y la torre norte se escondía a nuestros ojos detrás de la torre sur, que tenía su habitual aspecto azul brillante. Arriba veíamos el humo, y sabíamos que era horrible; éramos periodistas y ese tipo de cosas forman parte de nuestra vida. Pero entonces le llegó el turno a la torre sur, y yo no estaba preparada para ello. Ian gritó: «¡No mires!», pero yo trabajo para la televisión. Nosotros siempre miramos, y eso hice, y algo me inundó. Estaban saltando. Algunos de ellos ya habían caído a la plaza, en medio del fuego. Levanté la mirada, esa chica que había empezado ese día levantó la mirada, y fue su último instante. Me sentí dentro de ese cuerpo, sentí su miedo, su dolor, su confusión, sus recuerdos y su sorpresa. Creo que en ese instante mi interior, o como quieran llamarlo, se derrumbó. Pero eso no fue todo. Cometí el pecado de mirar y lo pagué viendo todavía más cosas. Mientras me encontraba allí de pie, contemplando la forma que cobraba mi nueva vida, el segundo avión se estrelló contra la segunda torre.

Ian me ayudó a alejarme; querido Ian. Me guió y, con Stimson y unos cuantos más, corrimos por la calle Church y atravesamos el distrito financiero en dirección al puente de Brooklyn.

Subimos al puente cogidos de las manos, los unos a los otros, e intentamos ponernos en contacto con nuestra gente por el móvil, sin dejar de mirar atrás. Fue allí, yo estaba allí, encima del puente, cuando la primera torre se desplomó con una tormenta de polvo. Los edificios repitieron aquello que ya había sucedido en mi interior. No necesité oír los cuentos de miedo, ni los análisis de nuestro traumatizado país, no necesité dar vueltas a nada relacionado a ese asunto, ni siquiera en nuestro primer día de vuelta a las oficinas en que caminé hasta la calle Liberty y me dirigí a la boca del metro recién abierta. Me ocupé de mi trabajo. Lockyear me hizo el favor de no proponer historias relacionadas con los ataques. Yo me ocupé de mi trabajo, me hice una reputación en
La hora,
y me prometí. Esa fue mi ONG particular.

Estoy sentada ante mi escritorio escribiendo estas lastimosas notas mientras me embarga un fuerte anhelo: quiero estar en otra parte, deseo ser alguien distinto. Esta sensación es un alivio ante la agudización de la enfermedad, un debilitamiento de esa energía que siento a mis espaldas. Me reduce el deseo de sangre, pero las imágenes no me abandonan. Soy esa chica, soy un millar de chicas y noto su calor. Estoy atrapada en ellas. Estoy en una de las plantas de esas torres y el suelo se mueve. Soy Clemmie, y ella se encuentra ante una ventana mientras la temperatura sube. Parece que el mundo tangible se está desvaneciendo. El ruido del infierno ensordece. En Rumania noté la presencia de unos asesinatos acaecidos cincuenta, cien, doscientos años atrás como si hubieran tenido lugar el día anterior. Resplandecían con una vitalidad lúgubre. Aquí, en este lugar, oigo el rugido de un mar gris.

No es extraño que Torgu tenga ese aspecto. El puro conocimiento que posee destruiría a la mayor parte de la gente; el saber provoca una corrosión física que sólo se puede aliviar vertiendo sangre. Se supone que la gente no debe tener este conocimiento. Yo no debería. Me tranquilizo y observo mi oficina: esta visión me centra por unos momentos. El bolso de la marca Kate Spade, ribeteado con los colores del arco iris, cuelga del tirador de la puerta y parece proceder de un país en el cual nunca nadie ha llorado. Lo compré el último día de trabajo antes de mi viaje a Ruma-nía. Me gasté lo que gano en una semana, pero no lo había utilizado hasta ahora.

Los cactus de encima del armario archivador han muerto. Mientras estuve fuera otras personas utilizaron mi espacio, pero no regaron las plantas. Parecen pulgares marchitos. Hay una fotografía de Robert y yo que nos hicimos uno o dos meses antes de prometernos en la cual mostramos una felicidad altanera. Ésa es una parte de mí, es lo único que puedo pensar. Es la parte de mí que está menguando; debe de haber otras. Mi madre siempre me había dicho que yo me convertí en una persona completamente distinta a la edad de seis años. Recuerdo mi pelo largo y negro que ocultó sus rizos, igual que un capullo oculta a la mariposa. Contemplo la misma vestimenta que he llevado hasta ahora, el pantalón azul oscuro y la blusa. Contemplo esos ojos de un marrón chocolate, pero en ellos ahora hay un fantasma. Antes Robert me besaba en los labios. Ahora me toma la mano y me besa los nudillos. ¿Adónde se ha ido su amada?

Noto a Torgu en esta planta. No le he vuelto a ver, pero las cajas lo delatan. Se ha traído su museo, ese montón de chatarra procedente de mundos destruidos. ¿Cómo lo llamó? ¿Su «avenida de la paz eterna»? También dijo que eran su fuerza: no es capaz de conjurar a los muertos sin esos objetos. O quizás es solamente un tema de comodidad. Me aventuré en ese pasillo atraída de forma instintiva hacia sus posesiones, deseando saber más, empujada por el tumulto auditivo en mi cabeza. Los muertos le han seguido hasta esta planta. ¿O quizá ya estaban aquí y son ellos quienes le han atraído desde el otro lado del mar? Él no podría resistirse a la llamada de tantos muertos. ¿Sabe él que yo también estoy aquí? Creo que sí. Nos encontramos en la cúspide de una gran comunión, él y yo. Él va a necesitar beber de una copa muy honda.

Me quedé de pie delante de las cajas y puse las manos sobre la fría madera. Los objetos empezaron a zumbar, me pareció, a hablarme, y yo comprendí lo que querían decir. Esas cosas tienen su propia melodía, su propia voz; son como unos receptores. Antes de que pudieran susurrarme sus secretos, alguien interrumpió: Julia Barnes.

Dije algo desafortunado, pero pareció que ella tuvo un presentimiento de lo quise decir. Quiso hablar conmigo, pero yo intenté escabullirme. ¿Cómo podría decirle lo que tengo en la cabeza? Soy una asesina. Incluso aunque ella crea que lo sabe, no es posible que comprenda lo que eso implica.

De repente, dijo algo que me sobresaltó:

—¿Torgu es su nombre de verdad? — preguntó en el momento en que yo salía del pasillo.

—No sé qué quieres decir.

Ella se interpuso en mi camino.

—Puedes decírmelo. — Pronunció esas palabras con demasiada rapidez: estaba asustada-. Quizá yo pueda decirte cosas que no sabes. Quizá nos podamos ayudar la una a la otra.

Me obligué a caminar despacio. Si salía corriendo, ella sospecharía. Pero ¿sospecharía qué? Ella me siguió hasta la zona de edición y estuvimos a punto de chocar con Bob Rogers. Éste ni siquiera nos miró, no pareció darse cuenta de que yo había vuelto, y de forma precipitada soltó un «hola, chicas» antes de desaparecer en la oscuridad que había a nuestras espaldas.

—Estamos bajo asedio -dijo Julia Barnes en voz baja para que nadie pudiera oírnos-. Necesitamos tu ayuda.

Yo me la saqué de encima.

Echaba de menos a Ian. Si Ian estuviera vivo, lo comprendería. Se sentiría horrorizado ante mi carnalidad y mi violencia, pero en el buen sentido. Él sabría encontrar el humor en esta broma enferma. ¿Qué podría haber ocurrido? ¿Qué absurda oscuridad? Fui a su oficina, que había pasado a manos de otro productor, y me quedé allí un rato pensando en mi amigo, pensando en la última vez que nos vimos. Stim estaba allí. Ian había estado enfermo.

Miré a izquierda y derecha. No había nadie por los alrededores: la planta veinte rebosaba del vacío propio de finales de primavera, viva con una vida invisible. Ayer Austen me llamó a casa y me habló de la reunión con Bob Rogers, me dijo que los empleados de
La hora
iban a volver de sus distintas misiones y aventuras por todo el globo para oír las grandes noticias, pero en ese momento el silencio caía, denso, en todos los rincones. Se oía el aire de los aparatos de aire acondicionado, que batallaban contra el enorme calor que nos ahogaba en ese mes de mayo en la ciudad de Nueva York.

Ian y yo nos conocimos durante mi primer día de trabajo como productora asociada con Lockyear. Yo todavía no había comprendido lo difícil que era ese hombre que iba a ser mi jefe y me encontraba en mi oficina. Me sentía feliz y orgullosa mientras desempaquetaba unas cuantas cosas cuando Ian entró sin ser invitado y sin anunciarse. Se puso cómodo en el sofá y dijo:

—De verdad que te compadezco.

Ese recuerdo me hizo sonreír.

—¿Te conozco? — le pregunté.

—Piensa en mí como en un observador de las Naciones Unidas. Si se comete alguna violación contra tus derechos, soy el chico a quien recurrir. Lo cierto es que no tengo capacidad ni de ayudarte ni de rescatarte, pero puedo tirarte unos cuantos paquetes con comida. Y, por supuesto, voy a emitir tu dolor y tu sufrimiento al resto de la oficina.

Más tarde tuve muchas ocasiones de recordar esas palabras, pero en esos momentos él las dijo con una sonrisa burlona en el rostro y lo único que pude hacer fue reírme de su exageración.

—Ian -dijo, ofreciéndome la mano.

Yo no se la estreché.

—Las Naciones Unidas no tiene jurisdicción aquí -le dije-. Y es una institución corrupta.

—Dios ama a los corruptos. Sin ellos, seríamos como los tiburones o los lobos, que se comen a otros animales pero no les joden primero. Si quieres mi ayuda, tienes que hacer exactamente lo que te diga: dejarás que te invite a algunas copas y que te acose a preguntas sobre tu jefe y su jefe. Así es como funciona. A cambio, trabajaré a favor de tus intereses para minar a tus perseguidores. Básicamente, eso se encuentra en una página del manual de la mafia.

—Quizá te parezca naif, pero me siento afortunada de tener un trabajo aquí.

Él meneó la cabeza y sonrió con amabilidad:

—¿«El trabajo os hará libres» es tu lema?

—Si tú lo dices.

—Lo digo.

—¿Por qué me has escogido a mí, si te lo puedo preguntar?

—Por dos razones. Por una, en realidad. Eres bastante atractiva.

Yo me sentí lo bastante complacida como para aceptar su compañía un rato más. Le pregunté qué era lo que hacía en el programa y me informó de que, en verdad, era, técnicamente, un extremo izquierda de uno de los productores de Skipper Blant, pero que Blant le había dado la oportunidad de producir y él la había aprovechado -sus propias palabras- y tenía muchas esperanzas de convertirse en un productor hecho y derecho con una paga de verdad en cuanto un puesto quedara libre, es decir, en cuanto alguno de los productores de Blant fuera despedido o renunciara a causa de la frustración.

—Sólo quiero que sepas -dijo, en conclusión- dónde has ido a parar. Esto no es una oficina: es un país. En el mapa de las Naciones Unidas es conocido como Tierra de Vampiros y para obtener un pasaporte sólo necesitas una cosa: tener la capacidad de sufrir en vano por todo. Felicidades. Me parece que vas a ser muy feliz aquí.

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