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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (43 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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—Estoy seguro de que va a soportar usted muy bien la violencia -dijo con voz rasposa-. Yo, por mi parte, necesito unos momentos. No importa las muchas eras que hayan pasado, nunca me acostumbro a este tipo de cosas.

Los dientes negros flotaban en la espuma de sus encías grises. Los labios dibujaron una sonrisa lánguida. Un dolor horroroso se me instaló en la base de la espalda y tuve que dejarme caer sobre la silla. Él se sacó el abrecartas de la garganta y la sangre manó hacia el suelo. El cuchillo no dejaba de hacer un ruido metálico contra el cubo. Él se acercó un paso hacia mí, levantó el abrecartas y me lo clavó en el muslo, atravesándomelo hasta la silla.

Me tapó la boca con una mano y empezó a prepararse para la carnicería. Colocó el cubo en el suelo. Se arrodilló con cierto esfuerzo delante de mí. Fuera de ese edificio, el sol calentaba el Hudson. Yo sabía que los edificios brillaban. Sabía que las chicas llevaban falda corta, que los helicópteros que vigilaban el tráfico sobrevolaban la ciudad, y que las barcazas navegaban. Pero en mi oficina se estaban llevando a cabo los últimos preparativos para realizar una carnicería.

Él me agarró por el cuello de la camisa.

—Treblinka -murmuró-. Vorkuta. Gomorra. Estos son nombres de un poema infinito. Medina. Masada. Ba-laklava. Si tiene usted el más mínimo conocimiento sobre mí, sabrá de mi integridad por lo que se refiere a una ofrenda que se me hizo por la maldición de un padre y que ha durado incontables siglos de dolor. Sabrá lo poco que tolero la falta de respeto. Sabrá que soy un firme defensor de los muertos ofendidos.

Él se dio cuenta de que yo quería decir algo y apartó la mano de mi boca.

—¿Cree usted que este mundo necesita su monstruosa lección de historia?-dije con voz ronca.

—Una lección de historia -repitió él-. Veo que comprende mi intención.

—Pero es una mentira.

—Los nombres no mienten. No pueden hacerlo.

Encontré suficiente energía para oponerme a él con mis palabras, aunque no tenían ningún poder de salvarme.

—Los más profundos recuerdos de la humanidad no necesitan nombres. Nosotros vimos las estrellas antes de que supiéramos cómo se llamaban. Un ser humano tocó a otro antes de que pudieran pronunciar ni una sílaba. Las mujeres parían a los hijos con unos quejidos que eran anteriores al lenguaje. Los nombres son como su cubo. Sólo contienen sangre.

Yo estaba a punto de ser destripado, y esa inútil muerte de cerdo que me esperaba me había vuelto insolente. Me sentí extraordinariamente contento conmigo mismo, hubiera sido una buena conferencia, pero esa sensación pasó. Volvió a asaltarme el dolor en la espalda. Su aliento mataba las plantas. Él me sometía con algo horrible, con un recuerdo mío. Habíamos tropezado con una plantación de árboles del caucho en Vietnam, y los cuerpos estaban por todas partes, los de soldados del Vietcong y del sur del Vietnam que habían muerto hacía días y habían sido abandonados allí para que se pudrieran. Parecían plantas cortadas a hachazos y abandonadas en el campo. No grabamos esos rostros. Pedí a mi equipo que los dejara, por respeto, pero esa imagen había permanecido en mi mente y Torgu había hecho que aparecieran en esa habitación. Yo estaba perdiendo fuerza. Las presencias en el aire ganaban poder.

Él empezó a decir dos cosas a la vez, de su boca surgían dos conversaciones completamente distintas. En una, él pronunciaba los nombres de lugares y yo empezaba a visualizar esas palabras como envueltas en llamas, cayendo, flotando y, dentro, imágenes de las atrocidades más variadas. No podía defenderme de Esther, de los vietnamitas ni de ese otro campo en Argelia, ni de la franja de la muerte en Berlín. Yo había visto mucho de la muerte. Por algún motivo, me sorprendió. No me había dado cuenta. Al mismo tiempo, de sus labios salía una propuesta: no iba a cortarme la garganta, me dijo. Iba a cortarse él la muñeca y yo bebería de él. Él quería mi alianza. Torgu cerró los ojos:

—Pido su bendición en esto.

Yo agarré el abrecartas que tenía clavado en el muslo y me lo arranqué. Él entendió eso como una negativa y me clavó el cuchillo en la cabeza, en la oreja. Con la pierna que tenía bien, yo le di una patada que le hizo caer al suelo y, con las últimas fuerzas que me quedaban, atravesé la puerta cojeando y sangrando. Él me siguió inmediatamente.

Estuve a punto de chocar contra Peach, que dejó caer una caja de pizza que llevaba y chilló. Torgu acababa de agarrarme por el abrigo cuando Evangeline Harker apareció ante nosotros como una visión de un sueño. Yo sentí que el suelo, debajo de mí, desaparecía. Oí un tumulto de gritos que se levantaba y se alejaba. Todo se volvió oscuro.

Cuando me desperté, me encontré aquí, en el dormitorio de mi casa. Me he negado a ir al hospital. Una enfermera intentó quitarme la botella de las manos y yo la despedí. Ahora debo dormir.

Por un instante, le vi otra vez, estuvimos cara a cara, y él me vio. «Evangeline.» Oigo su susurro en mi cabeza.

Se había deteriorado horriblemente. El cuerpo le había menguado, la cabeza le había crecido, como una garrapata que llevara demasiado tiempo enganchada a un perro. Fue solamente cuestión de segundos, pero pareció que el mundo se detenía y en esos ojos vi el cansancio, el hambre, el miedo. No fue en absoluto como antes. Él no lo pudo soportar: pasó de largo a mi lado precipitadamente, y de Peach Carnahan, que no dejaba de chillar, levantando aire a su paso. Austen cayó sobre la alfombra, sobre el charco de su propia sangre. Mis instintos transilvanos se despertaron. Me arranqué un trozo de camiseta y la coloqué como un torniquete alrededor de la pierna de Austen. Oí un rugido de indignación. Ordené a Peach que llamara al servicio privado de ambulancias del programa. Por un momento, mientras estaba de rodillas al lado de Austen, miré por la puerta abierta de la oficina de Edward Prince y vi algo inexplicable, una sombra que se escabullía entre tres brillantes pantallas, pero la puerta se cerró antes de que pudiera identificarlo. No tenía tiempo de dilucidar ese misterio. Austen había perdido la conciencia. Torgu se había ido.

23 de mayo

La enfermera me dio otra botella de Percocet. Lo utilizo demasiado. Me resisto a esa botella. El fin de semana ha llegado. Doy vueltas por aquí en muletas. Fuera, el día ha amanecido con un calor brutal. La temperatura ha subido a unos niveles récord esta noche. Ed, el preso, nos advierte de una sobrecarga y pide a los buenos ciudadanos que conserven la energía siempre que sea posible. Si yo no fuera un hombre sensato, diría que Torgu está utilizando el sol contra nosotros. He salido a la calle a comprar el periódico, pero no volveré a salir.

Señor: Un profundo suspiro en este domingo derretido. Sé que no va a hablar conmigo. Sé que me desea un destino horrible. Sé también que tiene usted planeado vengarse por mi reconocido fallo. Mis remordimientos no pueden ser exagerados. Pero me niego a abandonar. Debe usted saber lo que va a suceder pasado mañana. Todos los productores y todos los corresponsales de este programa han vuelto de donde estuvieran para ofrecer sus respetos a su líder, Bob Rogers, el fundador, que va a apearse después de más de tres décadas como productor ejecutivo. Es un momento histórico en los anales de la televisión. Nunca ha habido un programa como
La hora,
y nunca ha existido un productor ejecutivo como Bob Rogers. Pero lo que debe interesarle a usted son las cifras. Es una situación excepcional que todos los empleados del programa se encuentren reunidos bajo el mismo techo. Es una situación propia sólo de las ocasiones más graves. Para usted, representa una oportunidad que no volverá a repetirse. En cuestión de cuarenta y ocho horas va usted a tener a su disposición casi cien cuerpos, algunos viejos y decrépitos; otros, flexibles y fuertes. Entre los miembros más jóvenes y los más viejos de este programa hay cinco décadas, medio siglo. Piénselo. Son la gente que comunicará la información que es su especialidad a la masa de estadounidenses. El resto servirá de vehículo, por supuesto.

He aquí el orden del día: La gente llegará hacia las diez. Habrá un bufet de desayuno en la sala de visionado a las once, y éstos acostumbran a ser bastante buenos, con salmón y panecillos de Zabars, camarones fritos y una especie de cerditos en miniatura que no he visto en ningún otro lugar. Trotta pensaba que era inteligente esperar a la reunión para hablarles de usted a todos. Él creía que sí se daba una reunión con un gran número de gente, influiría en la habilidad que tiene usted de hablar. Pensaba intimidarle con esta maniobra. Pero me he enterado de las fantásticas noticias. Él ha experimentado la maravilla de usted. Ahora tiene un mayor conocimiento. Es posible que usted se sienta complacido con esta información. Es posible que me perdone si le traigo cien almas arrogantes, con talento y maleables a nuestra fiesta. Que Dios le acompañe. Stimson.

He tenido la menstruación por primera vez en meses. Me senté en el suelo del baño de mi apartamento y observé el reguero de sangre entre mis piernas. Toqué la sangre con la punta de los dedos. Me llevé los dedos a los ojos. ¿Qué es esta cosa, en verdad? Fue como si no lo hubiera visto nunca antes.

Sé lo que he hecho. Veo su rostro cada minuto de vigilia. No tengo idea de en qué me estoy convirtiendo.

Austen me ha llamado. Quiere que vaya a su casa, quiere hablar de la reunión del lunes. No tiene ni idea, creo, de lo cerca que estuvo. Si Torgu no se hubiera visto sorprendido por mi presencia, ahora estaría muerto. Pero el cabrón escapó, y yo pude sacar a Austen del edificio y meterlo en una ambulancia. Peach me ayudó. Conseguimos, de milagro, no acercarnos a la policía.

Después de llevar a Austen a casa y después de que llegaran los médicos, fui a ver a Robert. Era más de medianoche y no habíamos hablado en todo el día. Fui caminando desde East Side hasta el West Village y entré en el apartamento con mi llave. Él estaba dormido. Me preparé una taza de café, fui al dormitorio y le contemplé mientras el pecho le subía y le bajaba debajo de las sábanas. Quedaba una última cosa por hacer. Él ha intentado liberarse de su trauma con mucha fuerza, ha sido muy paciente. Hemos tenido intimidad solamente una vez, esa vez que me puse la pieza exótica de Ámsterdam y casi le devoré, pero él dice que la boda continuará hacia delante. Ha vuelto al trabajo y está deseando continuar con su vida.

Me desabroché la blusa blanca de algodón manchada de sudor con lazos en los hombros y me quité el pantalón caqui y las zapatillas de deporte. Era una hora demasiado avanzada para un ultimátum, pero no siempre podemos escoger en qué momento tomamos las decisiones. Robert ha conseguido muchos favores y cree que todavía podrá conseguir nuestra iglesia y nuestro restaurante favorito, además de un grupo de country para el Día del Trabajador. Voy a dejarle que prepare el pastel de boda, como ha querido desde el principio. Tiene prisa, está un poco obsesionado, pero no puedo culparle. También está un poco cruzado conmigo por mostrar menos entusiasmo que el que mostré anteriormente con nuestros planes de boda. Le he dicho que tengo pensado convertirme en productora ahora. Le he dicho que quizá dirija el programa algún día, y él lo atribuye a los horrores desconocidos que debí de haber soportado en Rumania. Yo no contradigo esa línea de pensamiento, aunque sé que es deshonesto.

Me senté a horcajadas sobre él, mientras pensaba contra mi voluntad en Clemmie, y esperé. Observé su rostro, ansiosa por ver qué haría cuando abriera los ojos. No me preocupé de ponerme ninguna otra pieza de Ámsterdam. Necesitaba verme desnuda. Necesitaba comprender lo que estaba ocurriendo. Yo solamente llevaba puesto el sujetador negro que me había salvado la vida. Él no estaba del todo despierto, pero comprobé, por debajo de la sábana, que la parte de él que me era necesaria estaba en estado de sublevación. Ordené las palabras mentalmente para ofrecerle una breve explicación. Pasaron los minutos y cada explicación me descubría un nivel mayor de error. El calor nos envolvía a pesar del aire acondicionado. Recorrí su cuerpo con las manos. Él debía ver en qué me había convertido. Debía verme y entonces yo se lo contaría, y todo estaría bien.

Él empezó a gemir con el contacto de mis manos, pero no abrió los ojos.

—Es la hora, mi amor -le dije.

Vi, al mismo tiempo que sentía un alarmante despertar del hambre, el circuito de la sangre en su cuello y sus brazos. Las enfermeras nunca habían tenido ningún problema para encontrarle la vena correcta. Mis venas son pequeñas y dan problemas para encontrarlas con la aguja. Sentía sus venas bajo mis manos, su latido y su grosor. Él no me miraba. Las palabras para despertar ya no eran adecuadas para nuestra forma de comunicarnos.

Me quité el sujetador.

—Abre los ojos, Robert -le dije.

Lo hizo y me vio. Se le entreabrieron los labios y observó mi vientre pálido y mis pechos, que tan bien había amado y por encima de los cuales, desde que escapé de Transilvania, habían ido creciendo día a día esos signos: como pequeñas pecas al principio, como rasguños de algún arañazo, tan pequeños que yo me negaba a reconocer lo que eran y lo que significaban. Pero sus ojos me dijeron todo lo que yo necesitaba saber. Los había visto antes, ¿verdad? Eso no era suficiente para mí, yo no quería creerlo. Hacía meses que no me ponía delante de un espejo. Ahora me había colocado ante el espejo de sus ojos, que miraban las miles de diminutas incisiones sobre mi piel, un aterrador defecto que ninguna reducción de vientre podría destruir, una vía láctea de esvásticas, martillos y hoces, cruces, lunas crecientes, estrellas, rayas, las banderas de todas las naciones del mundo desde el principio de los tiempos se extendían por encima de mi piel, alrededor de los pezones, me subían por el cuello. Me había convertido en el papel encima del cual los muertos dibujaban sus diseños. Aparté las manos de su piel. ¿Lo había soñado? Deseaba creerlo. Deseaba creer que Ion Torgu, un criminal brutal, me había estado violando durante un período de días y que, durante mi encarcelamiento, yo había creado una extraña versión de los sucesos en la cual yo salía victoriosa. Era un cuento de hadas. Una criatura procedente de los tiempos más remotos había aparecido entre nosotros, bebía sangre humana y atraía a los asesinados como las moscas al azúcar. Las almas perdidas hablaban a esa criatura, la tocaban, la infectaban, y la criatura, a su vez, pasaba la infección a otros, contagiaba el peso de millones y millones de pequeñas historias de salvajismo a seres humanos cuyas mentes no estaban preparadas para aceptar esa carga. Yo sabía eso, y mis colegas no. Eso se lo concedo. Pero ellos habían visto los signos, tenían pruebas de que existía una realidad más amplia, una realidad que ellos negaban. Lo mismo hizo Robert. Él rechazó la transformación de mis extremidades. Me rechazaba a mí, de hecho, aunque él nunca podría decir algo así y a pesar de que no sabía cómo era posible que sintiera esa profunda repulsión. Yo lo sabía. Yo le acosaba a un nivel celular. Mi mente, mi piel, mis cicatrices, me alejaban más de sus semejantes a cada día que pasaba.

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