Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
A mi lado, Austen abrió los ojos.
—Hazlo -me susurró.
—No puedo.
—Muéstrate.
Torgu, que se encontraba cerca de nosotros, nos oyó. Dejó que el cuerpo de Stim cayera al suelo, en un horrible gesto final de la relación entre dueño y esclavo. El jugo humano le bajaba por la barbilla. Me vio, y sus ojos mostraron una emoción de gran ferocidad. Él conocía mi secreto. Él sabía que los muertos se habían enamorado de mí, que se habían vuelto contra él. A nuestro alrededor, los vivos notaron la sobrecogedora fuerza de un poder maligno y sucumbieron, se dejaron caer, uno a uno, de rodillas. Vi a los muertos de la guerra de Secesión devorar la mente de Sally Benchborn con expresión de exquisito placer; su chal volaba como si fuera la bandera de un ejército derrotado y acabó cayendo sobre su propia bayoneta. Sam Dambles participó en su propio linchamiento: las piernas le temblaron, colgado de una soga, sus manos habían hecho el nudo. Nina Vargtimmen quemó a brujas y gritó en Salem, arrastrada hasta las llamas. Skipper Blant se sentó en el suelo, tranquilo y frío como un Buda, y se sacó las uñas sin emitir ni un grito. El resto también estaban perdidos, cada uno en su propia pesadilla de muerte privada.
Torgu ya no se preocupó de ellos. Se acercó a mí con una mirada de desolación, pero su poder se había debilitado. No dio ninguna orden. Por el contrario, buscaba algo de mí. Hablaba. La verdad apareció entre nosotros sin que mediara una palabra. Esas personas, mis colegas, no eran para él. Eran ofrendas. Me los estaba ofreciendo a mí. Yo asentí con la cabeza. Él asintió con la cabeza. Ese intercambio hizo estremecer de placer a los ejércitos de muertos. Torgu quería darme esa carga, pero no podía hacerlo por voluntad propia. Tenía que serle arrebatada.
Dejé a Austen en el suelo y me levanté. Torgu me tomó de la mano. Tuvimos un momento de conexión pura y verdadera. Las paredes hicieron un ruido sordo, el suelo se movió, una oleada de poder me atravesó y me hizo caer al suelo.
Julia Barnes había encendido la octava mecha de la mañana. La había visto encenderse y apagarse. El sobrino de Flerkis le había vendido una porquería. Y si las mechas eran malas, el explosivo también debía de serlo. Qué tonta. Años atrás, ella nunca habría cometido ese error. Volvió a la caja e introdujo un dedo en la tira de C-4 que rodeaba las dos cajas. Sacó las últimas dos mechas. Daba igual, pensó. Nadie podía acusarla de abandonar. Después, eso era exactamente lo que iba a hacer. Abandonaría. ¿Por qué había tardado tanto en darse cuenta? Dejar el programa sería lo mejor. Diez años en ese sitio y allí estaba, encendiendo mechas. El trabajo se había vuelto difícil.
La hora
se había encontrado con su creador. Tres décadas y pico eran lo máximo que uno aguantaba en el negocio de los medios. Se había acabado.
Unió dos mechas al C-4 y las alargó por encima de la alfombra hasta su sitio en las habitaciones del otro lado del pasillo. Ya no le preocupaban los resultados. Empezaba a pensar que tenía que ir a comprar filetes para sus hijos. Esa cosa no iba a prender. Sacó la caja de cerillas, extrajo dos, las encendió y las llevó hasta la mecha. Ambas se encendieron, pero una se apagó. La otra recorrió su camino. ¿Y eso? Ella lo observó con orgullo y sorpresa que las chispas salían de la habitación, giraban por la puerta y corrían por encima de la alfombra hacia las cajas. Algo se movía entre ellas. Oh, dios, había alguien allí.
—¡Sal de ahí! — gritó-. ¡Es una bomba!
De forma instintiva, agarró el bolso. Localizó el contenedor de las mechas y alargó la mano para coger la caja que contenía las otras barras de C-4. No estaba allí. Ella buscó en la alfombra por todos lados, como si buscara una lente de contacto que se le acabara de caer.
—Oh, mierda -exclamó sin darse cuenta.
Las otras barras estaban en la caja, al lado de la caja grande: las había dejado allí por accidente. Sus hijos adolescentes levantarían los ojos al cielo, típico de mamá. En el último segundo, se enroscó en el suelo. Rezó pidiendo seguridad, felicidad y salud para su familia. La explosión la envolvió como una aparición sagrada, una brillante última visión de la gloria de su juventud.
Después de un momento de silencio, todos gritaron, conmocionados por los tormentos. Yo me encontraba de cara a Torgu, que también había caído. Estaba descentrado. El terror le atenazaba la mente, y no era miedo de mí. Vi en sus ojos el pánico a una traición inesperada.
Siseó en la oscuridad como un gato sorprendido:
—¡Evangeline!
Se levantó del suelo y se alejó corriendo, abandonándome en la ruina de esa vasta catástrofe, en medio de sus consecuencias. Austen gemía. En la semioscuridad, los muertos sin ojos parpadeaban. Habían esperado y observado. Sabían cuál era mi intención y la impaciencia crecía en su corazón.
Yo pensaba seguir a Torgu y acabar con él, pero primero estaba mi responsabilidad con mis colegas. El olor de cordita impregnaba las salas. La fuerza de la explosión había derrumbado la pared del fondo de la sala de visionados y la alfombra estaba encendida. El humo lo llenaba todo. La gente se desgañitaba tosiendo. Se arrastraban a gatas sobre la alfombra, huyendo del fuego. En el lado de la habitación que no había sido dañado, las estructuras que soportaban el peso estaban intactas y la gente gritaba, animándose a evacuar. Austen no llegaría muy lejos, el dolor era demasiado grande. Había perdido demasiada sangre. Pidió que le llevara a su oficina. Levanté al viejo en brazos y lo llevé a su habitación, donde el cuerpo desnudo y frío de Edward Prince se encontraba tumbado encima del escritorio de su ayudante. Había conseguido llegar hasta su oficina, pero no más allá. En su cara vi una paz eterna. Dejé a Austen en el sofá y fui a buscar su diario. Le limpié la sangre de la cara con algunos papeles de su escritorio y le dejé allí, querido viejo amigo, y volví a la carnicería de la sala de visionado.
E
vangeline Marker, antes de volver a su trabajo, fue capaz de localizar este documento permitiéndome, asi, realizar esta última inserción antes de que mi fuerza se rinda. Debe ser un descargo de responsabilidad. Como medida de seguridad, voy a dejarlo en la caja fuerte de debajo de mi escritorio. Si algún daño me alcanzara en esta oficina, esto quedará como testimonio de mis sospechas y de nada más. Permítanme que sea claro al respecto. Aunque parezca lo contrario, continúo manteniendo que nos encontramos con un terrorista que tiene acceso a armas biológicas y químicas. También es bueno con el cuchillo, lo cual sugiere que ha recibido algún tipo de entrenamiento militar, o quizá sea una habilidad natural. Dicen que los chechenos son especialmente hábiles con los cuchillos, así que quizá sea uno de ellos. Todo el resto es un acto de guerra psicológica dirigida por un enemigo muy sofisticado. Por un momento consiguió embaucarme, pero al final lo veo claro.
Semper fidelis
, Austen Trotta, 24 de mayo.
Sam Dambles, lejos de sus perseguidores, ayudó a la gente a salir de la planta, apremiando a todo el mundo para que escapara del edificio. La mayoría se encontraba paralizada por el miedo, incapaz de salir de la planta. Yo me abrí paso al lado de ellos y ellos contemplaron mis movimientos con una mezcla de pesar, horror e incredulidad. Encontré el cuchillo y el cubo de Torgu no muy lejos del destrozado cuerpo de Sally Benchborn, todavía empalada con su bayoneta. Le cerré los ojos y me concentré en mi trabajo. El hecho de que hubiera abandonado sus objetos era una muestra de su desorganización. Los reclamé y seguí el rastro. Sabía dónde estaba Torgu; sólo le quedaba un lugar adonde huir. Los pasillos de la planta veinte estaban arrasados por el fuego. Los aspersores entraron en funcionamiento demasiado tarde. Las luces se habían apagado. El humo se hizo más denso y me llenaba los pulmones, haciendo que me doblara hacia delante. Continué. Los ascensores estaban inutilizables, su maquinaria se había colapsado, y las ventanas se habían roto a causa de la explosión. El viento entraba, avivando el calor. El fuego quemaría deprisa. Habría poco tiempo para escapar. ¿Quién había hecho eso? ¿Habíamos sido nosotros, Torgu y yo, cuando unimos las manos? No lo creía.
Encontré a Torgu al principio del callejón del magreo, llorando y esperándome, en el lugar donde antes estaban sus cajas.
—Tú no has hecho esto -dijo.
—No.
—Otra mujer -dijo.
—Julia Barnes.
—Era una loca. Ha volado mis objetos preciosos.
—Ella te ha detenido.
Él negó con la cabeza, me miró y sonrió.
—Pero tú no.
—Ella ha hecho volar tus cosas -dije yo-, pero ¿por qué hacer tanto destrozo? No lo comprendo.
Me di cuenta. Sus cosas no eran meros objetos. Eran recipientes. Las hordas grises vivían en esos recipientes, en sus piedras, cascotes, tubos, restos de tumbas, pero no podían volver, no podían renovar sus votos a Torgu. Julia se había ocupado de ello. El C-4 había quemado su energía. La destrucción de la planta veinte llevaba siglos gestándose. Torgu se lamentaba. No quedaba ni rastro de la conquista. Me miró con nostalgia; la sangre de Stim todavía le goteaba de la barbilla. Emitió sus sonidos, como si todavía tuviera el poder de seducir. Pronunció los nombres: Vorkuta, Treblinka, Gomorra. Sus labios murmuraban, pero las palabras ya no tenían sonido. Yo llevaba el cubo en la mano; el cuchillo hacía ruido en él. Con la otra mano le sujeté por las solapas de la chaqueta y le conduje hacia el pasillo en llamas. Mis músculos se habían fortalecido. Sentía las caderas fuertes, las venas calientes. Yo era el fuego en persona. Él iba a consumirse en mi calor, tal y como deseaba. Yo necesitaba un espacio con la intimidad suficiente para llevar a cabo ese rito de destrucción. Le conduje allí y los muertos nos siguieron. No había necesidad de insistir. Caminé por el pasillo mientras me iba quitando la ropa. Di una patada a un zapato, me quité los restos del pantalón. El fuego no podía tocarme. Yo quemaba con una fuerza mayor, estaba protegida. De vez en cuando los aspersores me enfriaban. El contemplaba el deslumbrante instrumento de su destrucción y lloriqueaba, pero no había ningún motivo para la melancolía. Observé con pena cómo se aproximaba, temeroso, un viejo espíritu necrófago de la tierra mortificado y redimido por el insoportable espectáculo de la carne humana. Lloriqueaba al ver la perfección de ese diseño, de esa realidad rosada y membranosa. Se oyó el ruido del cuchillo en el cubo.
Estábamos de pie en el pasillo delante de mi oficina. Yo no sabía qué sucedería cuando él muriera, cuando su privilegio fuera el mío. No sabía si eso sería doloroso o agradable, pero sí sabía que este lugar de la Tierra nunca quedaría libre de dolor. Ningún lugar lo está. Su mayor secreto, ahora el mío, era evidente. Solamente hay una lista. Los nombres que los muertos pronuncian son los nombres de todos los lugares de la Tierra. No existe ningún pueblo, ciudad, valle ni colina donde la raza humana no haya dejado a sus fantasmas masacrados. Ese conocimiento, que ahora había obtenido, no iba a abandonarme nunca. Yo no subiría al Cielo, no vería a los ángeles. Clementine había llamado a Torgu el Ab, Ausencia de Dios, pero yo no podía hacer nada con ese concepto. No me resultaba de ayuda. Dios no me había ayudado. Mi objetivo era la oscuridad.
¿Debía volver a bailar para él? La última vez había sido casi imposible hacerlo, cuando yo estaba desesperada de miedo y no imaginaba cuáles serían los efectos, en ese momento en que cada movimiento significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Esta vez yo me sentiría segura y fluida; la mía sería la actuación de una amante perfecta. Lo haría con calma. Lo atraería hasta que él se arrastrara hacia el recinto de mi oficina, que se convertiría en su tumba. La puerta había desaparecido. La explosión había hecho volar las ventanas, junto con el bolso Kate Spade. El fuego se elevaba mucho en los espacios vacíos que se habían formado a causa del derrumbe de paredes y suelos. La conflagración se lo acabaría llevando todo. Todos íbamos a morir. Por la ventana vi el destello de otras oficinas en el extremo opuesto del agujero. El tiempo transcurría fuera. Había llegado la noche. Oí las sirenas sonar a lo lejos. Venían a por nosotros, igual que habían hecho antes.
Torgu estaba a mis pies. Yo permanecí allí mucho rato, permitiéndole que observara mi cuerpo, que contara los símbolos en mi cintura, en el interior de mis muslos, que observara esa piel nueva que él me había dado, esa relación escrita del terror por todo mi cuerpo. Unas lágrimas le surcaron las mejillas. Farfullaba, presa del deseo. Pero yo no iba a bailar para él. Lo decidí allí mismo, en ese momento. Había llegado su turno de desnudarse. Dejé el cubo con el cuchillo en el suelo.
El fuego le había prendido las ropas. Se las arranqué del cuerpo, y fue como arrancar tiras de piel humana. Él aulló, sorprendido y humillado. ¿Era ésa su recompensa? Sabía lo que yo tenía en la cabeza e intentó escaparse a rastras: una ridícula derrota. Arranqué la última tira de tejido y conocí otro de los horrorosos secretos de la existencia de esa criatura.
Su físico no era otra cosa que la suma total de su colección de objetos destruidos, violados: sus hombros eran pilas de yeso; sus costillas una serie de horquillas rotas; sus piernas, tubos; su piel era una sucesión de capa sobre capa de inscripciones y símbolos, un ejército de protozoos lingüísticos tatuados en su piel Se sentó delante de mí, como yo. «Un día -pensé-, yo seré esto.»
Los muertos esperaban. Durante un rato, no me moví. Él alargó la mano hacia mí, lamiéndose los labios, contoneándose, intentando atraerme a sus labios. Pero yo me aparté y tomé el cubo con el cuchillo. El momento de la transformación había llegado. Sentí un respeto religioso. Podía ver hacia atrás en el tiempo de una forma inimaginable: nuestra historia era un océano de sangre, un océano incendiado igual que ese edificio.
Me arrodillé delante de Torgu, le miré y dejé el cubo en el suelo. Le puse una mano en el hombro para tranquilizarle y le dije la verdad en un susurro:
—Éste es un acto de compasión.
A espaldas de Torgu se veían las luces de Manhattan, que se apagaban, por fin el apagón. Saqué el cuchillo del cubo y noté su crueldad. Él hubiera querido verme levantar los brazos por encima de la cabeza, izar mis rizos al aire, contonear mis caderas hasta que el humo de su destrucción le manara por los poros. Así es como Torgu había imaginado su propio fin, y la pérdida de ese sueño le resultaba insoportable. Las lágrimas se deslizaban por su rostro arruinado y por las cicatrices de su cuerpo. Si hubiera sabido cuál era mi intención, me habría matado.