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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (12 page)

BOOK: Tierra Firme
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Pese a todo, no conseguía entender por qué debía estudiar tanto. No iba a pasarme la vida siendo Martín Nevares y, como Catalina, aquellos conocimientos antes me sobraban que me servían para algo. No hubiera habido una imagen más ridícula, me decía a mí misma mientras me frotaba los ojos cansados por la lectura, que la mía vistiendo mis ropas de mujer mientras sostenía una ballestrilla
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o un astrolabio en las manos. Mas, como me incomodaba quejarme a mi padre, que ya tenía suficientes problemas (y el genio más vivo que nunca desde que nos habíamos reunido con el rey Benkos en Taganga), callaba y estudiaba, pensando en lo inútil de toda aquella instrucción y en el mucho tiempo que perdía con ella.

De esta guisa andaban las cosas cuando, cierto día, avanzada ya la estación de las lluvias, tras zarpar de Santa Marta con las bodegas llenas de bananos, cocos, marañones, jengibre, papayas, vino de caña, cueros y tabaco, mi señor padre nos reunió a todos en la cubierta y, desde la toldilla, nos dijo:

—No conviene hacer esperar más a Benkos Biohó no sea que busque otro mercader para cubrir su demanda. En los últimos meses he tenido los ojos y los oídos bien abiertos para ponerme al tanto del trato ilícito en estas aguas.

Mis compadres y yo asentimos. Era cierto que ahora frecuentábamos todas las tabernas de los puertos en los que atracábamos y que mi padre sostenía largas conversaciones con los dueños de estos lugares mientras nosotros bebíamos. Era, asimismo, verdad que, gracias a ello, yo había aprendido a estirar el contenido de mi vaso para no tomar más vino, chicha o ron del que resistía (que nunca era más de un cuartillo
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), de suerte que sabía cuándo debía parar para no perder la cabeza ni echar las tripas. Lo que más agonías y pesares me causó fue empezar a fumar, pero me habitué a echar humo por la boca para no desairar a mis compadres y, con el tiempo, me gustó y disfruté con el tabaco, que, además, según afirmaban los indios, tenía muchas y muy buenas propiedades curativas.

—Pues bien —siguió diciendo mi padre—, tras numerosas cavilaciones y razonamientos, he decidido que vamos a buscar a los piratas y corsarios que vienen hasta Tierra Firme desde las provincias rebeldes de Flandes. He sabido que el anterior soberano, Felipe el Segundo, por torcerles la desobediencia y poner fin a la larga guerra que sostenemos contra ellos, les cerró los puertos lusitanos en cuanto se apoderó de Portugal en el año ochenta y uno
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. Esta decisión no era cosa baladí para los flamencos ya que de las salinas de Setúbal extraían la sal para sus salazones que, como sabéis, es la principal de sus industrias y su mayor fuente de riqueza, pues venden a todas las naciones del mundo los arenques, cecinas, mantecas y quesos que alimentan a las tripulaciones de las naos. No se arredraron los flamencos con este castigo, antes bien, pusieron manos a la obra y buscaron nuevas salinas para reemplazar las de Setúbal. Con unas naves llamadas flautas, alcanzaron las islas africanas de Cabo Verde y de allí han estado extrayendo sal hasta que un nuevo embargo real sobre sus naves, dictado hace dos años, los ha obligado a poner las miras en nuestras tierras. La primera flota salinera flamenca llegó hace unos meses y encontró el filón que buscaba en un lugar de nuestra costa que nosotros siempre hemos ignorado y despreciado por árido, desolado y yermo pero que para ellos, a lo que parece, está resultando muy fértil y próspero. Me refiero a la península de Araya, a sólo tres leguas al norte de Cumaná.

—¿Araya? —se extrañó Mateo—. Pero si allí no hay nada. Es un lugar quemado por el sol que no permite la vida. No hay agua para beber, ni árboles, ni plantas, ni siquiera una miserable sombra bajo la que cobijarse.

—Pero hay sal. Y mucha, según dicen los que han visto a las urcas flamencas partir cargadas hasta los penoles. Afirman que tales salinas son las más copiosas y abundantes del universo.

—¿Qué son las urcas, maestre? —quiso saber Jayuheibo.

—Unas poderosas naves mercantes —explicó mi padre—. Son orondas, panzudas y de alto bordo y dicen quienes las han visto que arbolan sólo dos palos. A partir de ahora, estad atentos a las naos que pudieran tener esta forma pues, como os he dicho, vamos a tratar con los flamencos y, por más, concluyo que naves tan gruesas no pueden venir vacías desde Flandes. Seguro que traen mercaderías de contrabando que venden en Margarita, Cumaná y Cubagua. Pero hay otra razón importante para tratar con los flamencos: ¿qué otra cosa producen y venden en grandes cantidades, además de salazones?

Todos permanecimos silenciosos, pues no era una pregunta que esperara respuesta.

—Armas —declaró mi padre—. Flandes produce las armas de mejor calidad. Seguro que esas urcas traen suficientes para mercadear.

Pusimos rumbo a la península de Araya, a la que tardamos casi dos semanas en arribar por culpa de los vientos contrarios y las corrientes adversas. No nos detuvimos más que para hacer aguada y recoger leña en una playa solitaria y el maestre me obligó a permanecer en la caña del timón, con Guacoa, todo el tiempo que no estaba de guardia o aprendiendo, también por orden suya, las palabras en lengua flamenca que conocía Lucas Urbina, que no eran muchas, según éste mismo me confesó:

—Las suficientes para entenderme con el enemigo cuando era soldado de los Tercios.

—Pero, ¿podremos razonar con los piratas?

—Cuando hay caudales de por medio, Martín, todo se alcanza.

Un día le pregunté a mi padre cuál era la diferencia entre contrabandista, pirata y corsario. Él sonrió.

—El pirata viene y roba —me explicó—. El corsario viene y también roba, pero dice tener un permiso escrito de su soberano para hacerlo. El contrabandista viene y mercadea ilícitamente pero, si se tercia, también roba y, entonces, se convierte en pirata o en corsario, si tiene una licencia real. El pirata que puede antes de robar mercadea. Lo mismo hace el corsario. Y el contrabandista, a veces, roba antes para, luego, con lo robado, poder mercadear. ¿Lo has entendido ya?

—Pues, verá, padre... —titubeé.

—Exacto —repuso con buen humor, soltándome un torniscón en la cabeza. A fe mía que aquel hombre se había olvidado por completo de la dueña Catalina Solís—. Los flamencos a los que buscamos, por ejemplo. Ellos vienen y se llevan la sal. ¿Han robado? Naturalmente, porque esa sal no les pertenece y la cogen de balde sin pagar arbitrios ni derechos de ninguna clase. Si la roban y no tienen una patente de corso del rey, que, en este caso, es el suyo y el nuestro y el mismo que les prohíbe tocarla, son piratas. Si tuvieran esa patente, serían corsarios, y ellos dicen que lo son porque tales patentes se las expiden sus nobles y sus dirigentes rebeldes. Si mercadearan ilícitamente, como sin duda hacen, serían contrabandistas. Así pues, ¿qué son, en realidad, los flamencos que roban la sal de Araya?

—¿Piratas?—aventuré.

—Posiblemente, hijo, posiblemente...

No avistamos ninguna urca durante nuestro viaje pero, como era habitual, nos cruzamos con algunas otras naos de mercaderes de trato como nosotros y, a la altura de la bahía de Maracaibo, con un pequeño navío de aviso que, rápido como el viento, en menos de tres semanas había cruzado los mares para traer, desde España, las cédulas y cartas reales, los despachos del Consejo de Indias
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y el correo para los dignatarios y gobernadores de Tierra Firme, Nicaragua y el Pirú. Los del aviso nos gritaron que detrás de ellos venía otro más, una zabra enviada por la Casa de Contratación de Sevilla
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con correspondencia para los grandes mercaderes de Tierra Firme y Nueva España. Era tanta la importancia del correo que llevaban estos veloces navíos que, además de venir cifrado, debía ser arrojado al mar antes de que la nave fuera atacada o tomada por enemigos o piratas. En cambio, las cartas de los particulares iban y venían en los barcos de las flotas, así que había muchos colonos que no sabían nada de sus familias en España (ni éstas de ellos) desde hacía más de un año. Los del aviso nos gritaron también que habían visto barcos piratas ingleses a la altura de las islas de Barlovento mas, como ellos eran tan rápidos
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, habían escapado sin problemas de las grandes y pesadas naos británicas.

Antes de verlos desaparecer en lontananza, mi padre aprovechó para preguntarles si traían advertencias de la salida de Los Galeones para aquel año, a lo que ellos respondieron que no, que no había noticia de ninguna flota para Tierra Firme y que no habían visto ni movimiento de mercaderías ni de barcos en el puerto de Sevilla.

—Dentro de poco —manifestó mi padre con pesar—, comenzarán a escasear, y mucho, todos los bienes necesarios. Las cosas se van a poner mal.

—Yo ya he visto a las gentes —aseguró Mateo, el espadachín— vestir ropas hechas con las cobijas de las camas y las telas de las colgaduras.

—Sí, yo también —asintió Jayuheibo.

—Pues no tardaréis en volver a verlo —repuso mi padre, dirigiéndose hacia la toldilla para encerrarse en su cámara.

La lluvia nos acompañó durante toda la penosa travesía hacia Araya, obligándonos a achicar agua no sólo por la mañana sino todo el día y, por más, se nos vino encima un terrible temporal cerca de La Borburata que nos obligó a asegurar firmemente la carga de a bordo y a dejar la nave mar al través, amainando el velamen y confiando en que Guacoa gobernara bien el timón para contrarrestar los movimientos del oleaje. Juanillo y Nicolasito sufrieron unas bascas terribles y mi padre los mandó a las bodegas para vigilar las mercaderías porque, dijo, esas cosas se pasaban de unos a otros con mucha facilidad y, al final, íbamos a terminar todos malos. Salimos de la tormenta cerca de Punta Araya y, tras reparar con presteza los daños de la nao, guindamos velas y arrumbamos hacia las salinas con la esperanza de toparnos con una de aquellas urcas flamencas y liquidar el asunto con presteza. Pero como las urcas, según supimos luego, surcaban los mares en flotillas de a seis o de a ocho barcos y permanecían juntas hasta después del tornaviaje, era imposible que encontráramos a una de ellas mareando sin las demás. En cambio, en cuanto nos acercamos al puerto de Araya —una tarde, después del mediodía—, divisamos la escuadra completa de naos panzudas, atracadas en formación defensiva y con todas las dotaciones a bordo y las artillerías de cubierta listas para ser utilizadas.

El estruendoso disparo de un cañón nos advirtió que no debíamos avanzar más. La pelota de piedra no iba dirigida contra el casco de nuestro jabeque pues se hundió en el mar con grandes salpicaduras de agua, a unas sesenta varas de la proa, por el lado de babor.

—Aquí nos quedamos —dijo mi padre, mirando la flota flamenca—, no sea que quieran hundirnos.

—Quizá debería hablar con ellos, maestre —propuso Lucas.

—Hazlo. Anúnciales que queremos comerciar.

Lucas se subió al bauprés, en la proa, y, agarrado por las piernas como un mono, se puso las manos alrededor de la boca y gritó sus galimatías. Los flamencos contestaron y él tornó a gritar. Luego, bajó del bauprés y volvió junto a mi padre.

—Señor Esteban, piden que mandemos a alguien para parlamentar.

—Sea —repuso mi padre con semblante grave.

Nada de aquello le gustaba y sólo por caudales se avenía a tales tratos, mas lo peor era que, desde el momento que empezara sus acuerdos con aquellos flamencos, él mismo sería, ante la ley, un contrabandista y eso representaba una carga muy grande para un hidalgo tan orgulloso y honesto como él, que ya se había visto en la necesidad de pactar alianzas con cimarrones buscados por la justicia. Tantos disgustos, a su avanzada edad, me hacían temer no tanto por su salud como por su vida, pues le veía desgastarse y consumirse de día en día.

Bajamos el batel al mar y mi padre, Lucas, Jayuheibo y Antón embarcaron y partieron rumbo a la nave capitana de la flota. Tardaron mucho en regresar. La lluvia arreció y los que habíamos quedado en la Chacona nos entretuvimos jugando a naipes aunque, esa tarde, hasta Rodrigo parecía un palomo blanco, como dijo él que llamaban a los jugadores nuevos e ignorantes en los garitos. Cuando Nicolasito, que vigilaba a los flamencos, gritó que el batel regresaba, volaron los naipes y, estando ya todos mirando por la borda, fue cuando cayeron al suelo, tanta era la preocupación y el ansia que nos consumía.

Mi padre subió a bordo el primero. Venía apesadumbrado y silencioso y se fue a su cámara sin decir nada. Jayuheibo y Antón se quedaron recogiendo el batel mientras Lucas, mi maestro, se sentaba en la cubierta mojada por la lluvia para contarnos lo que había ocurrido:

—A fe mía que esos flamencos son duros negociantes —empezó a decir el de Murcia tentándose las barbas—. Dicen que sólo quieren tabaco a trueco de las armas, que nada más les interesa mercadear y que quieren grandes cantidades.

—Grandes cantidades no sé si encontraremos —declaró Rodrigo, preocupado.

—Venía en el batel comentando con el maestre —continuó diciendo Lucas— que, con los abastos que llevamos en las bodegas, podemos adquirir algo de tabaco en los mercados de Cartagena, Cabo de la Vela, Cumaná y Margarita, donde se hallan las principales plantaciones de Tierra Firme. Las arrobas de tabaco que saquemos, sean muchas o pocas, se las traemos a estos flamencos. Ellos nos dan armas y nosotros se las entregamos a los cimarrones que, a su vez, nos pagarán con plata del Potosí. Con esta suma, a ser posible, tratamos esta vez con los plantadores de tabaco de los lugares mentados y, como faltan caudales por toda Tierra Firme y nosotros llevaremos plata contante, pactamos unas cantidades y unos precios, de suerte que obtengamos más arrobas por menos dineros. Cargamos la nao con el tabaco y regresamos, empezando de nuevo. En cada viaje ganaremos un poco más.

—¿Pero han exigido alguna cantidad? —quise saber.

—No, estos bribones no han querido convenir nada —me respondió mi maestro de escuela—, pero sí han dicho que, cuanto más tabaco, más armas. En esa oronda nao de dos palos había uno de Middelburg llamado Moucheron
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, quien manda en este sitio, que parecía más dispuesto a negociar. Los otros, los maestres de las urcas, han dicho que ellos, con la sal de piedra ya ganan bastante y que, si queremos armas, tendremos que comprarlas con mucho tabaco en rama
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, una mercadería que se vende a precio de oro en las ferias de Amberes. Estaban enfadados porque dicen que el rey de España, aconsejado por el gobernador de la cercana Cumaná, don Diego Suárez de Amaya, está pensando en envenenar la salina para que ellos no puedan trabajar aquí.

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