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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (16 page)

BOOK: Tierra Firme
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—¿Es suficiente? —me preguntó, chupándose las heridas de los nudillos.

—¿Está vivo?

—Tengo para mí que sí, aunque poco le falta para llamar a las puertas de san Pedro.

—Pues déjale ahí, que ya vendrán a rescatarle mañana.

—¿Y si nos lo cruzamos por las calles un día de éstos y nos reconoce?

—Nos iremos de La Borburata antes de que pueda volver a caminar.

Era tanta mi frialdad que Rodrigo me observaba preocupado. Y yo también. No sabía qué me estaba ocurriendo y dudaba de mi cordura mientras caminábamos hacia la taberna en la que habíamos quedado con mi señor padre y con los demás, que ya debían de estar preocupados por nuestra tardanza.

—¿Has pensado, Martín, que el de Osuna debe de obtener la información sobre las flotas de sus primos los Curvos? —murmuró Rodrigo, escondiendo sus magulladas manos en la espalda.

—Naturalmente —repuse, caminando más despacio. Teníamos la puerta de la taberna a menos de treinta pasos.

—¿Y cómo la obtendrán los Curvos? —caviló—. ¿Lo has pensado también?

—No se me ocurre otra cosa que sospechar del tercer hermano, el que está en Sevilla dirigiendo el negocio de la familia.

—¿Fernando?

—Ése —asentí—. Fernando Curvo debe de tener importantes contactos en la Casa de Contratación de Sevilla que, según sé, es quien aprueba el número de barcos que componen las flotas, el tonelaje y las mercaderías que se pueden traer.

Rodrigo se detuvo en mitad de la calleja.

—Quien aprueba, tú lo has dicho. La Casa de Contratación aprueba, pero quien decide, en realidad, es el Consulado de Sevilla.

—¿Consulado?... ¿Qué consulado?

—El Consulado de Cargadores a Indias
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. Todos los mercaderes de Sevilla que comercian con el Nuevo Mundo deben estar inscritos en la matrícula de cargadores. Así se impide que ningún extranjero pueda terciar en estos menesteres. Su poder ha crecido tanto en los últimos años que es él y no la Casa de Contratación quien organiza las flotas, tanto la de Nueva España que llega a Veracruz, como la de Los Galeones, que llega a Cartagena y a Portobelo y, desde que el rey empezó a poner en venta los cargos de los oficiales reales de la Casa de Contratación, los mercaderes adinerados se han apoderado de todo.

—¿Y cómo es que el rey ha permitido que los mercaderes se adueñen de unos oficios tan importantes y tan relacionados con las flotas?

—¡Por mi vida, Martín! ¿Por qué va a ser? ¡Por caudales, como siempre! El Consulado de Sevilla hace importantes donativos al rey Felipe para ganarse su favor y obtener así el perdón para los delitos del comercio, sobre todo para los frecuentes fraudes en los registros, y le hace préstamos por sumas incalculables que Su Majestad nunca devuelve. Eso sin hablar de las numerosas ocasiones en que el rey se apodera de los dineros obtenidos por los mercaderes incautando las flotas a su regreso a Sevilla. Digamos, pues, que, a trueco de todo esto, el rey consiente en venderles por miles de ducados los cargos de la Casa de Contratación.

—¿Felipe el Segundo también hizo esto?

—Felipe el Segundo, su padre Carlos el Primero de España y el de ahora, Felipe el Tercero. ¡Todos los malditos Austrias! ¡Nunca tienen suficientes caudales para financiar sus guerras en territorios lejanos! España está endeudada, por culpa de ellos, con las principales familias de los negocios bancarios europeos: los Fugger, los Grimaldi, los Grillo...

—Muy bien —dije yo, retornando a nuestro asunto—, supongamos entonces que Fernando Curvo, en Sevilla, tiene acceso a las decisiones del Consulado respecto a las flotas.

—Sin suposiciones.

—Conforme. Fernando tiene la información —admití—. En los navíos de aviso que manda la Casa de Contratación para los comerciantes de Tierra Firme y Nueva España, esos con los que tantas veces nos hemos cruzado mareando por estas aguas, el de Sevilla envía cartas a sus hermanos en Cartagena para que estén al tanto de las mercaderías que no van a venir. Los Curvos de aquí acumulan dichas mercaderías y las almacenan.

—Y no olvides que tienen sus propias naos mercantes —añadió Rodrigo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que, si el engaño del que hablamos es grave, imagínate lo que sería descubrir que Fernando, que es quien apresta y despacha desde Sevilla naves de su propiedad cargadas con mercaderías, tuviera parte en las decisiones del Consulado acerca de lo que deben transportar las flotas.

Reflexioné unos instantes.

—¿Podemos conocer si ha comprado algún cargo en la Casa de Contratación o si lo tiene en el Consulado?

—¿Cómo lo vamos a conocer? —se extrañó Rodrigo—. Fernando Curvo está en Sevilla y nosotros en Tierra Firme. Él es un comerciante principal y nosotros, si no recuerdo mal, contrabandistas de poca monta.

—Alguien debe de saberlo en Cartagena —objeté.

—Naturalmente. Sus hermanos, Arias y Diego Curvo. ¿Vas a ir tú a preguntarles?

El rugido malhumorado de mi padre desde la puerta de la taberna nos sobresaltó. Se le veía enfadado y gesticulaba hoscamente, llamándonos. Con todo, Rodrigo seguía allí quieto, esperando mi respuesta con una mueca chusca.

—Quizá sí les pregunte a los Curvos, hermano, quizá sí —repliqué—. Y, hazme la merced de no contar nada a mi señor padre de lo que hemos descubierto.

—¿Por qué? —se sorprendió—. ¡Es importante que lo sepa!

—Confía en mí, Rodrigo. Sé lo que hago.

—¡Esto es traición!

Mi padre seguía llamándonos a voces, sin dar crédito a nuestra inobediencia. Pronto, todos los vecinos de La Borburata saldrían a las calles con sus armas convencidos de estar siendo asaltados por piratas.

—No, Rodrigo. Sabes que mi padre nunca resolverá el problema con Melchor. Sabes que está resignado a pagarle el tercio hasta el último día de su vida. Y, por más, debes conocer que, tiempo ha, me pidió que me hiciera cargo de madre, de vosotros y de las mancebas cuando él muriese, pues nos quedaremos sin la casa, la tienda y la nao. —Rodrigo resopló y supe que se le empezaban a alcanzar mis intenciones—. Tú has estado a mi lado desde el día en que me leíste el recibo de Melchor, el que sacaste de la faltriquera de mi padre. No me abandones ahora. Permíteme, con tu silencio, reflexionar sobre todo lo que nos ha contado esta noche ese desgraciado de Hilario Díaz y buscar un camino para salir de este atolladero.

El antiguo garitero, amante de las flores villanas en el juego de los naipes, apuntó una sonrisa en su cara curtida.

—Sea —repuso—. Pero quiero estar contigo en esto. Debes contármelo todo.

—Por mi honor que lo haré —dije, echando a correr hacia mi señor padre.

Regresamos a Santa Marta tres meses después, con el ligero jabeque cargado de armas y pólvora hasta los penoles. Promediaba agosto y nos hallábamos en plena temporada de lluvias, con lo que tal suponía para la navegación por las terribles tormentas, tifones y huracanes que siempre hacían estragos en el Caribe. Mi padre no tenía prisa por entregar el cargamento al rey Benkos. Decía que estaba cansado y que necesitaba comer en su casa y dormir en su lecho. Pese a sus deseos, el plazo para pagar el segundo tercio del año se cumplía en breve. Antes del día treinta del mes debíamos personarnos en Cartagena para visitar a Melchor y entregarle los veinticinco doblones.

Madre parecía radiante cuando llegamos. Nos había preparado un recibimiento de reyes y la fiesta se prolongó dos días enteros. Tanta era su alegría que hasta a mi señor padre se le mejoró el ánimo y se le olvidó un tanto su fatiga. Los músicos de nuestra tripulación se sumaron a los de la mancebía y, al anochecer, tocaban sus instrumentos por las calles de Santa Marta, improvisando recitales ante los grupos de vecinos que charlaban en las puertas de las casas o paseaban por la playa o se dirigían al río Manzanares para darse un chapuzón. La chicha, el ron y el aguardiente calentaron los corazones y las mozas distraídas trabajaron sin descanso mientras los demás bailábamos, comíamos olla o dormíamos la siesta durante las horas en las que apretaba el sol. Una semana después de nuestra llegada, aún salían de la selva vecinos borrachos que ignoraban que la fiesta se había terminado.

A poco de acabar el jolgorio, cierto martes tengo para mí, madre me mandó llamar a su despacho una mañana. Cuando entré, mi padre conversaba con ella apaciblemente sobre las rentas y gastos de la mancebía. Para mis estudios de cálculo, madre había utilizado como cartillas de enseñar los libros de cuentas de los negocios y ambos conocían, tiempo ha, que yo estaba al tanto de todos los asuntos de la casa.

—Pasa, Martín —me rogó madre, que fumaba un grueso cigarro puro—. Toma asiento, hijo.

Arrastré una silla de brazos y me senté junto a mi padre.

—Ahora que os tengo aquí a los dos —empezó a decir ella echándonos una mirada satisfecha—, voy a daros una gran alegría y es que, en estos últimos años de mercadear contrabando, hemos reunido los caudales necesarios para rescatar nuestras propiedades de las manos de Melchor de Osuna.

Mi padre bajó la cabeza, apesadumbrado. Desde que yo había sido prohijada (o, por mejor decir, prohijado), madre me trataba con un afecto y una consideración parecidos a los de una madre verdadera. Con todo, siempre quedaba entre ambas una muralla que ninguna estaba interesada en derribar.

—¿Por qué sigues con este empeño, María? —le preguntó mi padre conteniendo su enfado—. Sabes que es imposible rescatar nuestras propiedades.

—Imposible no hay nada, Estebanico.

—¡Imposible hasta que yo muera, mujer, a ver si te lo metes de una vez en la cabeza! —gritó él—. Cuando eso ocurra, el de Osuna lo venderá todo. Guarda los dineros, María. Déjalos a buen recaudo hasta entonces y, el día de mi muerte, dáselos a Martín. Él sabrá lo que debe poner en ejecución.

—¡Que me maten, Estebanico, si tienes cabal juicio! ¿Qué podemos perder por intentarlo? Tanto que hablas de tu muerte y no te detienes a pensar que quizá el de Osuna ya está aburrido de esperar a que faltes. ¿Qué dices tú, Martín? —me preguntó madre de improviso, esperando, por su cara, que diera una opinión en su favor.

Mi cabeza no había parado de dar vueltas desde la noche que conversamos con Hilario Díaz en la playa de La Borburata. Ni Rodrigo ni yo habíamos dicho nada a nadie, mas, de vez en cuando, nos encontrábamos secretamente en el compartimento de anclas y sogas donde, a la luz que entraba por los escobenes, nos torturábamos recordando las tropelías de los Curvos y de Melchor. Mil veces me había repetido el de Soria, en aquellas ocasiones, que el contrato de arriendo firmado por mi padre para utilizar la casa, la tienda y la nao hasta su muerte era cosa pasada en cosa juzgada o, lo que es lo mismo, imposible de anular salvo por voluntad del de Osuna, que debía de tener mucha mano entre los jueces y oficiales reales de Cartagena para que los escribanos públicos le admitieran aquellos contratos. Tal cosa nos llevó a pensar que, de seguro, los Curvos tenían comprados a algunos de ellos.

—Paréceme —balbucí— que mi señor padre tiene la razón, madre. Melchor de Osuna no va a permitir que compremos nuestros bienes porque perdería dineros.

—¿Qué dineros va a perder? —se indignó ella, echando una espesa fumarada blanca por la boca—. ¡Lo que queremos es que pida una cantidad o que nos deje hacer una oferta!

—¿Cuántos doblones hemos reunido? —quiso saber mi padre.

—Cuatrocientos. He podido guardar unos cien al año, más los setenta y cinco de la renta a Melchor.

Mi padre se entristeció.

—No va a querer saber nada por esa cantidad —advirtió.

Yo me espanté. Sabía que el de Osuna no vendería nada, mas ¿tampoco por cuatrocientos doblones? ¡Por mi vida! ¿Conocía mi padre de cuántos maravedíes estábamos hablando?

—Pedirá, a lo menos, el doble —continuó diciendo.

—¿Y qué más? —se burló madre—. ¿La Corona de las Españas? ¿El trono de los cielos?

—¡Te he dicho que no quiere vender! —bramó él, exasperado.

¡Inténtalo! —gritó ella a su vez—. ¿Qué te cuesta preguntarle? ¡Hazlo por mí, Estebanico! ¡No quiero esperar a que mueras para recuperar mi casa! —se quedó en suspenso unos instantes y, luego, con devoción, se corrigió—. La casa de los dos, Esteban. ¿Acaso no recuerdas que aquí nació nuestro pequeño Alonso y que aquí pasó su corta vida, en estos aposentos?

Me quedé muda de asombro. Mi padre y María Chacón habían tenido un hijo, quién sabe cuándo, que murió sin salir de la infancia. Nunca había oído yo nada sobre tal niño ni nadie había pronunciado una sola palabra referente a él, como si su nombre y su existencia hubieran sido borrados por algún encantamiento. Pero mi buena memoria me hizo recordar un detalle muy pequeño del día que llegué por primera vez a aquella casa y entré en aquel despacho. Madre dijo entonces, tras conocer el ardid ingeniado para salvarme del matrimonio con el lamentable Domingo Rodríguez, que por mucho que me hiciera pasar por hijo de Esteban Nevares, yo nunca sería como... Y aquí se detuvo. Mi señor padre, entonces, se había levantado prestamente de la silla y se había hincado de hinojos ante ella, acariciándole el rostro. Sin duda, ambos tenían en mente el mismo pensamiento, pero nada dijeron entonces ni tampoco después. Ahora, sin embargo, la señora María hacía referencia a aquel doloroso recuerdo para conseguir que mi padre se aviniera a negociar con el ruin de Melchor de Osuna.

—¿Me has oído, Esteban? —insistió madre.

—Te he oído, mujer —respondió él con voz triste.

—¿Y qué piensas hacer?

Mi padre, que ahora parecía más viejo y cansado que nunca, la miró haciendo leves gestos de asentimiento con la cabeza.

—Lo intentaré —concedió al cabo de unos instantes—, pero el de Osuna no cederá.

Madre se angustió

—¡Ofrécele los cuatrocientos doblones! Verás como no los desdeña. ¿Quién podría rechazar una fortuna así?

Él se encogió de hombros y, con esfuerzo, se puso despaciosamente en pie y se dirigió a la puerta.

—Vamos, Martín —me ordenó—. Tenemos que revisar la carga del jabeque. No quisiera que ocurriera una desgracia con tanta pólvora en las bodegas.

Madre, despertando de su vago ensueño, reaccionó al punto:

—¡Deberías entregarle las armas a Benkos y no tenerlas tantos días en el puerto de Santa Marta!

—¡Así lo haré! —repuso él desde el gran salón—. ¡Martín, te estoy esperando!

Hice el gesto de echar a correr pero me detuve en seco.

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