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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (6 page)

BOOK: Tierra Firme
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—Pues si no puedo ser Catalina ni tampoco Martín, ya me diréis en quién voy a convertirme. Os recuerdo que no tengo fortuna ni oficio, que soy mujer y que no conozco estas tierras.

—Ya he pensado en todo eso —exclamó, ofendido—, y tengo la solución. Como antes os dije, el color de vuestra piel os hará pasar fácilmente por mestizo, coyote o cuarterón, lo que os elimina automáticamente como natural de España. Los indios de por aquí, además, carecen de vello en el rostro.

¡Ahora entendía quién era, en verdad, Esteban Nevares! Él se decía criollo, hijo de españoles nacido en las Indias, pero su sangre estaba mezclada. A lo que parecía, su madre no había sido cristiana vieja sino india y por eso no tenía pelo en la cara y su piel era del color de los dátiles maduros. Esteban Nevares era mestizo.

—La ausencia de vello, por tanto, será una ventaja y como, además, sois cejijunta y peluda en las sienes, así como de carnadura morena, bastante alta, de pelo lacio y fuerte de brazos, podéis convertiros en un hijo ilegítimo mío, uno que tuve con una india hace quince años y que he recogido de los cuidados de su madre durante este viaje para convertirlo en mi heredero. No preocuparos por la verdad o mentira de esta historia. Los hijos mestizos son una realidad a este lado del imperio. Pensad que, cuando llegaron los primeros conquistadores y los primeros colonos, no había mujeres españolas y que muchos de ellos se vieron obligados a tomar por esposas a las hijas nativas de los caciques y que, con ellas, tuvieron hijos que, aunque se dicen criollos y legalmente lo son, en realidad unen en sus sangres la limpieza e hidalguía españolas y la nobleza de los monarcas indios de los que descienden.

A punto estuve de echarme a reír. Esteban Nevares acababa de contarme su propia historia sin referirse a sí mismo. Si, como me había dicho al principio, su padre llegó a las Indias con el almirante Colón en su último viaje, estábamos hablando de los primeros conquistadores y de los primeros colonos, ¿no es verdad?, y por su avanzada edad, su color de piel, su pelo y todas esas cosas que me achacaba a mí, no cabía duda de que su madre había sido una de esas nobles hijas de cacique —fuera eso lo que fuere— que se unieron a los españoles y les dieron hijos. Supuse que aquellos españoles desearían entregar a esos hijos, mestizos o no, sus encomiendas y heredades, así que les dieron la condición de legítimos y los llamaron criollos y se quedaron tan a gusto, sin preocuparse más de la limpieza de sangre, asunto que debió de empezar a inquietar cuando las mujeres españolas hicieron acto de presencia en el Nuevo Mundo muchos años después.

Los marineros de Esteban Nevares acuchillaban ahora el casco de la nave, arrancando los restos del chamuscado y dejando lisos y limpios los tablones de madera del lado de babor.

—¿En qué consisten los trabajos de carenado a los que os habéis referido, señor? —pregunté, interesada.

—¿Es que, acaso, no os ha importado mi propuesta, señora? ¿Queréis ganar tiempo con preguntas para pensar más sobre ello?

Reflexioné un momento y dije:

—Ya había aceptado vuestra propuesta desde el mismo instante en que la expusisteis, señor Esteban. ¿Qué otra cosa puedo hacer? No me disgusta convertirme en vuestro hijo aunque sí abandonar mi condición de mujer, en la que estoy muy a gusto y me reconozco. Bien se me alcanza, sin embargo, que el destino ha marcado los naipes en esta partida y que no puedo sino aceptarlo y resignarme ya que, a no dudar, es lo mejor para mí.

—Habéis hablado bien, señora. A partir de este momento, y con vuestro permiso, pasaré a consideraros como mi hijo, Martín Nevares, y a llamaros y trataros así tanto a solas como delante de todo el mundo para no incurrir en error. Desde ahora mismo, dejaré de pensar en vos como mujer y olvidaré el nombre de Catalina Solís para siempre, ¿de acuerdo?

—Naturalmente, señor. Os estoy muy agradecida.

—No me llaméis señor ni señor Esteban. Es vuestra obligación, aunque os cueste, llamarme padre y actuar como hijo mío en todo momento. Sabed que, aunque, en verdad, nada tengo, no accederéis a mis escasos bienes y posesiones, pero, para el resto de los efectos, seréis mi hijo y responderéis como Martín Nevares. Y lo primero que debéis poner en ejecución es dejar de mirar al suelo y aprender a mirar a los hombres a los ojos, pues hombre sois desde este mismo momento.

Una pena muy honda me entró recordando a mi verdadero padre, pero él estaría conforme con aquella artimaña porque, sin duda, era por mi bien.

—¿Y vuestros marineros... padre? —me dio tanta vergüenza pronunciar esta palabra para referirme a un desconocido que sentí que me ponía roja como la grana, pero levanté la cara y le miré de frente—. Saben que me habéis encontrado aquí.

—Por ellos no debes tener cuidado, hijo mío —repuso él con un sorprendente aplomo pese a lo incómoda que para ambos resultaba la situación—. Ni tampoco por la dueña que da nombre a este barco, María Chacón, ni por toda su parentela, a la que ya conocerás.

—¿Estáis casado?

—Por la Iglesia como tú, no, desde luego. Pero sí ante mi conciencia y ante la de ella, que es lo que importa. Llevo más de veinte años unido a esa condenada mujer —presumió, poniendo una gran sonrisa en el rostro como si la barraganería fuera el mejor de los estados posibles y, tomando asiento de nuevo, cogió el laúd—. Ni una sola vez lo he lamentado. Aunque, sin duda, la Inquisición me condenaría por ello como hizo con vuestro padre.

Y, rasgueando las cuerdas, empezó a entonar con su bonita voz el mismo villancico que había oído por la mañana desde mi casa:

Soy contento y vos servida

ser penado de tal suerte

que por vos quiero la muerte

más que no sin vos la vida.

Los hombres, al escucharle, dejaron las faenas y se acercaron a nosotros. Unos sacaron de los cestos cuartales y hogazas de pan, otros queso, salpicón de vaca, pescado curado y cerdo salado y alguien más trajo unas botas de vino. Nos sentamos en la arena, bajo el cobertizo, a la redonda —menos el señor Esteban, que siguió en su silla— y, antes de que empezáramos a comer, mi nuevo padre se dirigió a sus hombres:

—Desde hoy mismo y sin más explicaciones —declaró con rotundidad— este joven náufrago se ha convertido en mi hijo, Martín Nevares para vosotros a partir de ahora. Cuando volvamos a Santa Marta, y en todos y cada uno de los puertos en los que atraquemos, si os preguntan, así lo explicaréis a todo el mundo, contando que lo tuve con una india arawak de Puerto Rico que me lo ha entregado en este viaje.

Los hombres asintieron.

—¿Qué dirá la señora María? —preguntó uno de ellos con cierta preocupación.

—Al principio, pondrá el grito en el cielo, como ya supondréis —afirmó el maestre, muy tranquilo—, pero, luego, será más hijo suyo que mío y tendré que protegerlo de sus amores y cuidados para que no me lo ablande.

Los marineros soltaron una carcajada y, entre bromas y veras, empezaron a dar cuenta de la pitanza con gran hambre y contento. Pude entonces, por primera vez, reparar en ellos sin remilgos y escudriñarlos a fondo: de los dos grumetes, uno, Juanillo, era negro y de unos siete u ocho años, y el otro, Nicolasito, era indio y no tendría más de seis; de los ocho marineros, mis dos captores, Antón y Miguel, eran mulatos (Antón era el carpintero-calafate y Miguel el cocinero); el piloto, Guacoa, era indio y casi no despegaba los labios más que para comer, permaneciendo siempre al margen de todo; los otros cinco hombres eran Negro Tomé, el indio Jayuheibo, y los españoles Mateo Quesada, natural de Granada, Lucas Urbina, de Murcia, y Rodrigo de Soria, todos buenas gentes y muy diestros en sus trabajos como luego pude comprobar.

Aquella misma tarde, tras la comida, me incorporé a la dotación de la nao como un marinero más. La tarea de carenar consistía, en primer lugar, en quemar con fuego la gruesa capa de percebes y tiñuela que se adhería al casco durante la navegación y que volvía lenta y pesada la nao. Después, con los cepillos de carpintero, se arrancaba esa costra chamuscada y se aplicaba brea y sulfuro a la madera para protegerla de los elementos. Por último, para sellar las tablas y ganar velocidad sobre el agua, había que aplicar una buena capa de sebo maloliente con las manos. Nada me había dicho mi nuevo padre sobre asalariarme, mas, me pagara o no, había disfrutado con el oficio.

Cuando el flujo de la marea volvió a reflotar el barco, nos fuimos a dormir y se me permitió descansar en mi casa de la colina por última vez. Pese a la fatiga y al dolor de las llagas que se me habían abierto en las manos, antes de caer en la cama preparé un hatillo con mis pobres posesiones y me despedí de mis lugares con bastante tristeza. Al día siguiente, al alba, los dos grumetes, Juanillo y Nicolasito, entraron en mi casa para despertarme, ayudarme a cargar con mi mesa-bajel y llevarme de nuevo al trabajo, pues los hombres, aprovechando el primer reflujo, ya habían empezado a chamuscar el lado de estribor del navío que, ahora, descansaba sobre su costado de babor. Trabajamos durante todo el día y, al llegar el crepúsculo, por fin, cuando subió la marea, la nave desembarrancó y salió del arrecife.

Me fui de mi isla tal como llegué: de noche y más molida que un saco de harina pero, en esta ocasión, iba contenta en aquel hermoso jabeque que empezaba a sentir un poco como propio a fuerza de haber trabajado tan duramente en él. Aún no lo conocía por dentro, ni sabía todo lo que había que saber sobre su cargamento, su propiedad y su navegabilidad. A fe que no tenía conocimiento alguno del arte de marear, pero aquel primer viaje en la Chacona fue instructivo y revelador. Mientras nos alejábamos, juré que, por mucho tiempo que pasara, algún día volvería a mi isla.

Capítulo 2

Impulsados por los fuertes vientos alisios, al día siguiente atracamos en Trinidad y allí, en el puerto, el señor Esteban presentó sus saludos a los comerciantes y a los vecinos de la isla que acudieron ante el aviso de nuestra arribada y, ejerciendo su oficio, les vendió mercaderías de las que llevaba en el barco: para comer, aceite, miel, vinagre, pasas, cecina, almendras, vino, alcaparras y aguardiente, y para otros menesteres, relojes, pinturas, jabón, cartillas de enseñar a los niños a leer y escribir, candiles de hierro, taladros, espejos, tijeras de despabilar, hilos, encajes, sombreros, telas, cuchillos, azadas, palas, peines, letras de canciones y villancicos, almohadas, rejas de arado, guarniciones de mulas y caballos, pliegos de papel, clavazones, hierro viejo, colonias, perfumes, medicinas y, lo más importante de todo, cera para la iluminación de los hogares y las iglesias y lienzos finos de vela para el aparejo de las naos.

Muchas de estas cosas las vendió al trueque pues, según me dijo, los caudales escaseaban en las Indias porque todos los metales se iban para España, tanto el oro y la plata como el cobre, faltando también las perlas que salían a millones de los ostrales de Tierra Firme así como cualquier otra cosa de valor que pudiera usarse como moneda. Por esta razón, zarpamos de Trinidad con unas buenas cantidades de cacao, yeso, carne de res, cocos (que resultaron ser aquellas nueces cubiertas de pelo marrón y con carne blanca y tiesa que yo comía en mi isla), aves de corral, brea y carbón.

Los alisios y las corrientes de la zona seguían la dirección de la costa hasta Santa Marta, así que la navegación era rápida y cómoda y la distancia entre las ciudades se hacía bastante corta. Desde Trinidad, pasando por las despobladas islas de los Testigos, llegamos a Margarita en sólo dos días. El pregonero anunció nuestra llegada y pronto el puerto se llenó de comerciantes y vecinos interesados en nuestros géneros. Mi padre me prohibió bajar a tierra para no correr ningún riesgo con mi señor tío Hernando y me quedé sola en el barco viendo cómo todos se alejaban alegremente en el batel. Aproveché para vaciar la vejiga sin los peligros habituales pues, en el mar, teníamos que subir por la borda hasta el mascarón de proa y colgarnos del aparejo —lo que, por suerte, nos ocultaba de la vista, y a mí me permitía mantener el engaño—, de manera que las olas, al chocar contra el barco, lo fueran limpiando todo.

Me aburrí mucho esperando a que regresaran mi nuevo padre y mis compañeros pero, a lo menos, tuve ocasión de escudriñar toda la nave a mi gusto. La Chacona era un viejo jabeque de tres palos sin cofa (el de mesana a popa, el mayor al centro y trinquete a proa, ondeando gallardetes cortos y catavientos), aparejo latino
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, casco ligero, de una sola cubierta, calado corto, proa alta, toldilla por la que surgía el palo de mesana (y bajo la cual estaba la cámara de mi padre) y tan veloz que era capaz de ganar al punto barlovento sin problemas. Desplazaba unos sesenta toneles
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de bastimentos y tenía unas treinta varas de eslora, veinte de quilla y algo más de nueve de manga
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. Su casco, según supe luego, estaba unido con clavazón de bronce y pasadores de madera, siendo así una nave muy buena, muy segura y muy marinera. Bajo la cubierta estaban las bodegas de proa y popa (donde iban las mercaderías), el pañol de víveres, el compartimento de anclas y sogas, y el pañol del contramaestre, usado anteriormente para guardar unas pocas armas y algo de pólvora y, ahora, convertido en mi propia cámara personal. Si los marineros del señor Esteban recelaron algo por este excepcional privilegio de maestre otorgado a un muchacho desconocido, nada dijeron. Ellos dormían en cubierta, a cielo raso, en unas extrañas camas que llamaban hamacas y que compraban a los indios. Las hamacas estaban hechas con finas telas de algodón de dos o tres varas de largo, muy bien tejidas, de cuyos extremos colgaban unos cordeles que ataban a los palos y las jarcias; la cama se suspendía en el aire como un columpio. De día las recogían y plegaban y la cubierta quedaba despejada para las faenas del barco.

La vida a bordo era muy sencilla. Por la mañana, tras despertarnos antes del alba, nos lavábamos un poco en los baldes, desayunábamos, achicábamos el agua que había entrado por la noche, comprobábamos y cosíamos las velas (en el mar, no hay paño que aguante) y repasábamos las jarcias. Guacoa, el piloto, era el único que no participaba en estas actividades porque no podía abandonar su puesto en la caña del timón. Después, a media mañana, comíamos. Siempre había agua o vino para beber y galletas de maíz a modo de pan y, luego, unos días tomábamos pescado con guisantes o alubias y, otros, cerdo salado con trigo y cecina. Los domingos, además, queso en aceite de oliva. El mulato Miguel, el cocinero, preparaba la comida en un gran caldero de hierro, sobre una lumbre que prendía a cielo abierto junto al palo mayor. Por la tarde, limpiábamos a fondo la cubierta con vinagre y sal y fumigábamos las bodegas y compartimentos inferiores quemando azufre, de cuenta que no se formasen nidos de ratas ni de cucarachas. Después, cenábamos lo mismo que habíamos comido a mediodía y, antes de ir a dormir, mi padre y sus hombres cantaban canciones acompañándose con el laúd y el pífano (que tocaba el murciano, Lucas Urbina) o jugaban a los naipes unas largas y emocionantes partidas de rentoy, primera o dobladilla que, las más de las veces, terminaban a gritos y golpes contra la mesa. El marinero Rodrigo, el de Soria, había sido garitero
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en una casa de tablaje de Sevilla durante algunos años y dominaba todos los ardides y fullerías de los juegos de naipes: sabía marcarlos, guardarlos fuera de la vista, añadirlos durante la partida, disponerlos de tal modo que saliera el más favorable, cambiar un mazo por otro, engañar al cortar, varias maneras para hacer señas y otras tantas para conocer la mano del contrario. Por eso nunca le consentían participar y se limitaba a ejercer de árbitro en las disputas, que eran muchas e incesantes. Menos mal que no jugaban a estocada, apostando caudales, pues podría haber acaecido alguna desgracia.

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