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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (19 page)

BOOK: Tierra Firme
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—Pues que los Curvos, señor, ni son hidalgos ni tampoco cristianos viejos pues, por lo que tengo oído en la casa, algunos de sus antepasados fueron judíos.

—¡Tramposos! —repuse riendo—. Ésta sí que es buena.

—Sí que lo es, señor, y debéis conocer que los Curvos, para resolver este problema que los aleja de la nobleza, su última y más grande ambición, han requerido los servicios de un tal Pedro de Salazar y Mendoza, célebre genealogista castellano acusado en varias ocasiones de linajudo, es decir, de falsificador de linajes y genealogías a trueco de buenas cantidades de dineros. A través de Fernando, el mayor, han requerido el auxilio del tal Pedro de Salazar para que aporte las pruebas y documentos falsos que precisan para convertir a Diego en hidalgo y demostrar su limpieza de sangre. Así, Diego, en cuanto reciba la Ejecutoria, podrá presentarla en la Real Audiencia de Santa Fe y acceder, por matrimonio, al mayorazgo y al título nobiliario de su esposa, encumbrando a la familia a una nueva posición social.

Me quedé pensativa. Los Curvos tenían mucho poder e incontables dineros mas no dejaban de ser unos simples plebeyos. Acceder a la nobleza a través del hermano pequeño era el último y definitivo salto para llevarlos hasta los círculos que hoy, por ser quienes eran, les estaban vedados. Para ellos debía tratarse de una operación muy importante, un negocio en el que, de seguro, estaría involucrada toda la familia, con sus muchos recursos económicos, sus contactos y conocidos, y, cómo no, sus acostumbradas trapacerías y bribonadas.

—Ahí radica la debilidad de los Curvos —dije en voz alta—. Siendo tan evidente su pretensión por encumbrarse en la sociedad, cualquier escándalo que manchase su honor destruiría sus posibilidades de convertir a Diego en conde.

—Y la familia lo lamentaría mucho, señor —añadió Francisco—, pues con este matrimonio nobiliario se les abrirían nuevas puertas y ganarían importantes relaciones con gentes que ahora no se dignan ni a mirarlos. Sé que están concibiendo ambiciosos propósitos para el futuro, una vez que Diego haya matrimoniado con la joven Josefa, mas no sé cuáles. Sólo escuché decir a mi amo... a mi antiguo amo, en cierta ocasión, que esta boda era como uno de esos cañones que los piratas esconden en las islas desiertas.

—¿Los piratas esconden cañones en las islas desiertas? —se sorprendió Sando. Mi boca estaba sellada por el asombro. Como mi amigo, no sabía de qué hablaba Francisco, mas recordaba perfectamente el día en que, estando en la gruta de los murciélagos, en la cumbre del monte de mi isla, me lastimé al caer sobre cuatro viejos falcones de bronce—. ¿Con qué pretensión?

—¿No han oído nunca vuestras mercedes el dicho «Todo lo que tengo lo doy por un cañón pirata»?

Sando y yo sacudimos la cabeza para decir que no. Francisco nos miró con lástima y tengo para mí que empezó a sospechar que la libertad junto a gentes tan ignorantes y zafias no era lo que él, mozo de cámara de una casa principal, se había figurado cuando soñaba con escapar.

—Pues verán, señores, es de común conocimiento que los piratas utilizan sus cañones viejos e inservibles como cajas de caudales para esconder sus botines en las numerosas islas desiertas que tenemos por estos pagos. Un mercader de trato de Maracaibo encontró, años ha, unas viejas lombardas enterradas en la arena de una isla desierta en la que había fondeado para hacer aguada. Dentro había un tesoro inmenso en monedas de oro, plata y piedras preciosas. Se hizo tan rico que pudo comprarse dos naos más y volver a España como un hombre acomodado. El bronce de los cañones protege los tesoros mejor que cualquier arcón de madera, que acaba pudriéndose al cabo de pocos meses por la gran humedad y las lluvias de estas tierras.

¡Ahora entendía por qué aquellos falcones estaban tan extrañamente emplazados en la gruta de mi isla! Cuando los descubrí, como tenían los calibres llenos de guano, no se me ocurrió que pudieran contener nada. Por más, la presencia de proyectiles de piedra a su lado terminó de despistarme, llevándome a pensar que habían sido dispuestos allí, a tan gran altura, para disparar a los barcos que se acercaban a la costa, aunque resultaba evidente que ninguna nave se atrevería a acercarse por aquel lado, pues el monte caía en picado hasta el mar, formando peligrosos remolinos y rompientes.

Había tenido a mis pies un fabuloso tesoro pirata que hubiera salvado a mi padre de caer en el contrabando y lo había dejado escapar sin darme cuenta. ¡Idiota, idiota, idiota!, me repetí una y mil veces sin permitir que ninguno de estos pensamientos se trasluciera en mi cara. Lo último que quería era que alguien se apercibiera de mi sorpresa y desconcierto.

—¿Entienden ya vuestras mercedes —dijo Francisco, sobresaltándome— por qué mi antiguo amo decía que la boda de Diego con Josefa de Riaza era como un cañón pirata? Se refería a que esa boda aportaría una inmensa riqueza y fortuna a la familia.

—Tengo para mí que es hora de marcharnos, Francisco —anunció Sando en ese momento—. ¿Necesitas saber algo más, Martín?

—Gracias, Sando, tengo suficiente —me costaba sacar la voz del cuerpo.

—Si necesitas cualquier otra cosa de Francisco, debes saber que va a quedarse en mi palenque. Mi padre ha dicho que debe permanecer lo más lejos posible de Cartagena. Era un esclavo muy apreciado, una pieza de Indias de mucho valor y Arias Curvo enviará, de seguro, un buen puñado de soldados en su busca.

Sando se incorporó con pereza y se ajustó los raídos calzones mientras también yo me ponía en pie y me sacudía el barro de las ropas. Francisco, por su parte, se levantó con muy finos y elegantes modales. Sentí lástima al ver que volvía a tener la afligida expresión de temor que lucía cuando llegó.

—¿Te arrepientes de haber escapado, Francisco? —le pregunté.

—No, señor —murmuró—. Quizá la libertad no sea tan cómoda como la vida que he llevado hasta ahora, pero nadie me pegará con el látigo ni me insultará ni me echará encima los orines de su bacín porque se haya despertado con mal humor.

—¿Y sabes lo mejor, Martín? —añadió Sando mientras yo desenganchaba las riendas de Alfana—, que Francisco es hijo natural de Arias.

Giré prestamente sobre mis talones y volví a escrutar la cara deforme del muchacho. Aquella nariz y aquellos finos labios que yo había tomado por rasgos de indio no eran sino de español.

—¿Arias Curvo es tu padre? —pregunté, incrédula.

—Así es, señor —reconoció el joven mozo de cámara—. Ya sabéis que es práctica habitual que los amos preñen a sus esclavas negras para que tengan muchos hijos, pues la esclavitud se transmite por línea materna.

—No lo sabía —¿Cómo hubiera podido imaginar tal cosa?

—¡Ya aprenderás cómo funciona el Nuevo Mundo, Martín! —exclamó Sando antes de arrastrar al tímido Francisco al interior de la selva—. ¿No es mucho mejor, acaso, acostarte con tus negras que comprar esclavos en el mercado a trueco de maravedíes? Cuídate, hermano, y espero que puedas sacar a tu padre del mal trance en el que se halla, sea cual fuere.

—Gracias por todo, Sando —le dije, montando en Alfana, aunque ya no le veía, ni a él ni a Francisco. Desde la silla me incliné para recoger la antorcha clavada en el suelo. Los perros se habían portado bien y ahora correteaban contentos junto a las patas del corcel. El sueño no vendría aquella noche a mis ojos, me dije. Tenía mucho que meditar sobre todo lo que había escuchado de boca de aquel hijo bastardo y esclavo de Arias Curvo.

Entré en el zaguán, desmonté, até a Alfana a la argolla junto a la mula y dejé que los perros se tumbaran bajo la mesa del gran salón, el lugar fresco donde les gustaba dormir. En la mancebía aún se escuchaba algo de música mas ninguna voz, así que supuse que las mozas estaban acabando sus trabajos en los cuartos y que madre se habría ido a dormir. Me equivoqué. Como sólo podía acceder a mi cámara a través de su despacho, me sorprendí mucho cuando, al abrir la recia puerta, la luz del candil me dio en los ojos.

—¿Martín? —era ella. ¿Le había pasado algo a mi padre? ¿Había sucedido alguna desgracia?

—Sí, madre —dije entrando. El pobre Mico dormía a sueño suelto sobre la mesa.

—¿Dónde has estado hasta ahora? —me preguntó a bocajarro, con ese ceño fruncido que asustaba incluso a los hombres más bragados.

Estaba demasiado cansada para ponerme a inventar pretextos. Hubiera podido hacerlo, sin duda, pero ¿para qué? Como decía siempre mi padre, madre era una mujer de muy largo entendimiento que sabía poner las cosas en su justo punto y parecía tener, por más, un olfato infalible para pillar las mentiras. Aun así, intenté evadirme.

—Mañana os lo contaré todo, madre. Si empiezo a hablar ahora, nos saldrá el sol.

—Pues que nos salga. Siéntate.

¡Por las barbas que nunca tendría! ¡Aquella mujer era invencible!

Hablé y hablé sin parar hasta que, en efecto, nos salió el sol. Al acabar, madre lo conocía todo, desde lo que nos había contado Hilario Díaz en la Borburata, hasta lo que me había explicado aquella noche el joven Francisco, pasando por lo que Rodrigo y yo habíamos averiguado en Cartagena. Por la calidad de sus preguntas, supe que madre le había sacado a todo filo y punta.

Capítulo 5

A mediados de septiembre zarpamos de Santa Marta para recoger el tabaco de la nueva cosecha. Lo cierto es que, a partir de nuestro primer destino, Cabo de la Vela, todo salió mal en aquel viaje. Enrumbamos, aún tranquilos, hacia el norte, hacia Santo Domingo, en La Española, y, al poco, tuvimos la mala estrella de cruzarnos con la flota de Los Galeones, al mando del general Juan Gutiérrez de Garibay, que se dirigía hacia Cartagena y que nos obligó a quedarnos al pairo durante un día completo para dejarle paso. Cuando, a la postre, arribamos a Santo Domingo, descubrimos que una plaga de gusano había terminado con la producción completa de tabaco de la isla. Mejor nos fue en Puerto Rico, pues el dichoso gusano no había tenido tiempo de comérselo todo, mas no pudimos comprar nuestra habitual cantidad de arrobas. Tras muchos días de viaje hacia el sur, llegamos, finalmente, a Margarita, sólo para encontrarnos con la terrible noticia de que el puerto había sido cerrado por otra plaga, ésta de viruelas, que estaba castigando a la población con una terrible mortandad. El gobernador había puesto bateles en la bocana para que ninguna nave pudiera acercarse al puerto.

Desde Margarita fuimos a Cumaná, mas con tan mala fortuna que, para cuando nosotros llegamos, otros compradores de tabaco se lo habían llevado todo, hasta nuestras arrobas, pues habían pagado cuatro veces su precio por hacerse con ellas. Casi no valía la pena acercarnos hasta Punta Araya para mercadear con Moucheron pero, aun así, mi padre, por cumplir con lo pactado, decidió hacerlo. Ciertamente, nos dio con la puerta en las narices y, por más, se quedó con el poco tabaco que habíamos adquirido en Cabo de la Vela y Puerto Rico; como regalo, dijo, por nuestra buena amistad y por el bien de nuestros futuros tratos. Moucheron era otro hideputa como Melchor y como los Curvos. Entretanto nos alejábamos, mi padre, con grande enojo, se daba a Satanás y juraba que Moucheron se lo había de pagar más bien antes que después.

Cuando regresamos a Santa Marta, a mediados de noviembre, nuestras bodegas estaban vacías. Yo no me preocupaba porque había dineros para aguantar hasta la próxima cosecha, mas no por ello ignoraba que lo acontecido era un gran desastre y que, por más, dejábamos a Benkos escaso de armas y sin pólvora para defender sus palenques. Había que comunicarle la desastrosa noticia cuanto antes de modo que pudiera hacerse sus cuentas y tomar sus prevenciones. Si le mandábamos aviso a través de Sando, tardaría en enterarse cinco o seis días, como poco, pues, por mucho que corriesen los emisarios, tendrían que atravesar las montañas y cruzar las ciénagas. Para nosotros, en cambio, con la Chacona, sólo era un día de navegación hasta Cartagena, de suerte que mi padre decidió que, en vez de esperar hasta la Navidad para pagar el tercio a Melchor, lo más conveniente sería aprovechar ahora este pretexto para dar cuenta a Benkos de lo sucedido.

Sentada frente a mi mesa-bajel, aquella noche comencé a escribir una larga carta al rey de los cimarrones en la que le daba detallada razón de todo (el rey no sabía leer, mas tenía en su palenque gentes que sí sabían), y, al alba, zarpamos rumbo a Cartagena tras despedirnos de madre y de las mozas que vinieron al puerto para vernos marchar.

No pudimos encontrar mejores vientos ni disfrutar de mejor travesía. Parecía que el mar nos empujaba con ahínco para favorecer nuestro viaje y que las treinta leguas no fueran sino sólo dos o tres, pues cerca de la medianoche de aquel mismo día, pasada la isla de Caxes, atracábamos en Cartagena. Dormimos a sueño suelto, oyendo los ruidos que llegaban de tan bulliciosa y grande ciudad: las voces de la guardia, las de los serenos, las campanillas y rezos de un cura, los gritos de los borrachos y hasta los de una reyerta que hubo en una taberna del puerto. A la mañana siguiente, después de desayunar, bajamos a tierra con el batel y, nada más desembarcar, entregué a Juanillo la carta que había escrito en casa para que se la llevara al esclavo del taller de carpintería, rogándole que le dijera que era preciso que todos los emisarios se dieran mucha prisa pues urgía hacerla llegar prestamente a Benkos. Después, tras saludar brevemente a los amigos del mercado que nos contaron algunas de las nuevas que había traído la flota desde España (como la de que se había firmado, por fin, la paz con Inglaterra), Lucas, Rodrigo, Mateo y yo acompañamos a mi señor padre hasta la hacienda de Melchor, mientras Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaban al cuidado del batel. El día era luminoso y ardiente. Mi padre se protegía la cabeza con su chambergo negro y yo con el mío rojo, mas los hombres apenas iban cubiertos con unos sudados pañuelos de tocar y, al poco, empezaron a bromear sobre robarle el quitasol por la fuerza a la primera dama con la que topáramos.

Cuando nos encontramos, por fin, a unos cien pasos de la hacienda, mi padre nos ordenó detenernos bajo la endeble sombra de unos altos cocoteros.

—Basta —declaró—. Hasta aquí me escoltaréis. El resto del camino es sólo mío.

Comenzó a alejarse de nosotros resueltamente no sin hacernos antes un gesto con las manos para que nos serenásemos. Se había apercibido de nuestro desasosiego y, si bien no había vuelto a sufrir pérdidas de juicio, todos temíamos que la menor ansia se lo tornara a quebrar.

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