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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (18 page)

BOOK: Tierra Firme
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Nuestro regreso a Santa Marta fue triste. Madre se desanimó mucho al conocer las nuevas sobre las propiedades. Durante los días siguientes, dio en pensar en comprar una casa tan buena como la nuestra en alguna otra localidad del Caribe para trasladar allí la mancebía y la tienda. Estaba cansada de luchar contra Melchor, decía, y rezongaba por lo bajo que mejor sería dejar de pagarle el tercio y que el bellaco mandara a los alguaciles a requisar los bienes. Tengo para mí que, si aquello no hubiera supuesto pena de galeras para su querido Esteban, lo habría hecho sin dudar. Mas, pese a estos tristes ánimos que rondaban la casa, mi señor padre se recobró bien del disgusto y de la pérdida de juicio. Decía no recordar cómo había salido ni de la casa ni de la hacienda de Melchor, sólo que tornó en sí estando a mi lado, en el camino entre cañaverales. Como si se hubiera quedado dormido, le explicaba a madre, que no abría la boca pero dejaba ver en el rostro la angustia que sentía. Menos mal que hasta mediados de septiembre no debíamos salir con el barco para empezar a comprar el tabaco de la segunda cosecha del año. Esas dos semanas le iban a venir muy bien a mi padre para descansar.

Algunos días después de regresar de Cartagena, cierta noche, unos aldabonazos en la puerta principal me hicieron salir de mi cuarto y allegarme hasta el zaguán para ver quién era y qué quería a esas horas tan tardías. Seguramente, pensé, se trataba de algún marinero perdido que buscaba la mancebía.

Pero no era un marinero. Al entreabrir el portalón, ya con las palabras listas en la boca, me topé frente a frente con el negro desarrapado y de nariz rota que habitualmente traía los saludos del rey Benkos para el maestre. Eso sólo podía significar que Benkos se encontraba en el palenque de Santa Marta y, de seguro, aquel cimarrón que había entrado en el pueblo aprovechando la oscuridad de la noche traía una invitación para mi señor padre. El emisario venía, como siempre, desarmado y con la cabeza descubierta, y se puso la mano en la frente de modo y manera que reconocí la seña secreta que le identificaba, aunque no era menester.

Le abrí por completo el portalón para animarle a entrar presto y, al pasar junto a mí, susurró:

—Id luego al pequeño río Manzanares por el camino de los huertos. Allí encontraréis cumplida cuenta a vuestro encargo.

Habló tan rápido y con una voz tan baja que no quedé cierta de haberlo escuchado, mas él ya caminaba hacia el gran salón con desenvoltura. Sorprendida, cerré el portalón y regresé dentro, donde le vi conversando con mi padre que, con el bonetillo de dormir puesto en la cabeza, le estaba pidiendo que le disculpara ante el rey pues tenía la salud un poco quebrantada y no podría visitarle en el palenque. Empecé a devanarme los sesos intentando adivinar cómo saldría de la casa sin ser descubierta.

Cuando el cimarrón se marchó, amparado nuevamente por la noche, mi señor padre se retiró a su aposento y madre se dirigió a la mancebía para pasar un rato con las mozas y los clientes. Yo no sabía qué hacer. Dudaba si escaparme por las buenas o si darle antes a madre alguna excusa pero, como necesitaba a Alfana para adentrarme en la selva y llegar hasta el río, no tuve más remedio que hablar con ella, así que me dirigí a la mancebía y, tras saludar a los músicos, hablé con madre para pedirle licencia. Sólo quería cabalgar un poco por los alrededores del pueblo, le dije, intentando esquivar su mirada de halcón. Mucho le extrañó mi pretensión mas, aunque tengo para mí que no me creyó, no puso otro obstáculo que obligarme a llevar las armas y a los dos jóvenes perros, Fulano y Mirón, que junto con el corcel, la mula, el mono y los dos loros de la mancebía formaban parte de la cada vez más numerosa familia de bestias de la casa.

Así pues, Fulano, Mirón, Alfana y yo salimos a la calle y nos dirigimos hacia el Manzanares, tomando para ello el camino de los huertos. Por fortuna, a última hora pensé que habría menester de una buena antorcha y tomé una de la tienda, que me iluminó debidamente el oscuro sendero, cubierto por una espesa bóveda de trenzadas ramas que no dejaban pasar la luz de la luna ni ver las estrellas. Ya oía el cercano rumor del agua cuando, al punto, unas figuras salieron de la nada y se interpusieron en mi camino.

—¡Martín!

Era la voz de Sando, el hijo menor de Benkos, al que conocía desde que subió como rehén a nuestra nao la primera noche que tuvimos contacto con los cimarrones en Taganga.

—No puedo verte —dije.

Él se rió.

—Baja del caballo, amigo, y acércate. Nosotros te vemos bien con esa buena antorcha que traes.

Desmonté y até a Alfana a un árbol. Sando estaba acompañado por un joven negro asustadizo que miraba en derredor con gran temor y espanto. Parecía muy bien educado y era gallardo de porte y maneras. Sus ropas eran de finas telas, si bien estaban muy sucias y rotas por el boscaje, y, para su desgracia, sus antiguos amos habían elegido marcarle con el hierro en la mejilla izquierda, deformándole grandemente el agraciado rostro.

—Mira, Martín, éste es Francisco, mozo de cámara de Arias Curvo hasta hace una semana. Debes saber que ha muchos meses que Francisco nos pidió que le liberásemos, mas fue tu ruego de socorro el que nos determinó a sacarlo ahora de Cartagena. Aún se halla muy asustado, pues no ha parado de correr desde que abandonó a su amo y nunca había estado antes ni en las ciénagas ni en las montañas. Él puede informarte de lo que deseas. Nació en casa de Arias y en ella ha estado a su servicio en muy buenos puestos y de mucha confianza.

A Francisco parecía no llegarle la rota camisa al cuerpo. La oscuridad de la selva y sus sonidos nocturnos le amedrentaban. Daba botes y hacía grandes aspavientos cuando rumoreaban las hojas o chillaba algún mono sin sueño. Era como un elegante caballero arrancado de sus salones de baile.

—¿Conoces lo que quiero, Francisco? —le pregunté para atraer su desordenada atención.

—Así es, señor —murmuró, tranquilizándose un tanto—, y puedo ayudaros en vuestras pretensiones pues nadie conoce mejor que yo a los hermanos Curvo.

Era una lástima que le hubieran deformado el rostro con la carimba. Tenía la nariz fina, como de indio, y los labios delgados y pequeños. Quizá se tratara de un zambo
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de piel oscura. De no tener la marca, hubiera resultado un joven muy bien parecido.

—Háblame de ellos, Francisco. Cuéntame sus secretos, aquellos por los que matarían.

—¡Son tantos, señor! —suspiró—. Me ayudaría mucho saber para qué precisáis la información, pues podría brindaros el más adecuado.

—Dámelos todos —le urgí.

Él volvió a suspirar.

—No saldríamos de este camino ni en tres días, señor, pero puedo ofreceros uno que, a no dudar, os servirá. Es la más reciente fechoría de mi amo y, si se conociera, le trastocaría un gran negocio y le mancharía el nombre donde más le interesa mantenerlo limpio.

—¡Ése es el que quiero! —exclamé.

—Pues escuchad con atención, señor —principió—. Los Curvos son, en realidad, cinco hermanos, aunque esto casi nadie lo conoce. Tres varones y dos hembras. Pertenecen a una familia sevillana de buena posición. Fernando, el mayor de los cinco, está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y tiene casa de comercio en Sevilla. Arias y Diego, los otros dos varones, actúan como factores o apoderados de los intereses de dicha casa en Tierra Firme. Fernando casó ha muchos años con Belisa de Cabra. ¿Sabéis de quién os hablo?... ¿Os dice algo el apellido?

—Ni por asomo —respondí.

—Belisa de Cabra es la única hija de Baltasar de Cabra, que fue boticario en Sevilla hasta que, gracias al comercio con las Indias, terminó convertido en el más rico y poderoso banquero de la ciudad. Baltasar de Cabra, usando sus ahorros, empezó a fiar caudales con un interés del diez por ciento a los maestres que necesitaban dineros para aprestar sus naos y a los mercaderes que carecían de ellos para comprar y cargar mercaderías. Estas actividades usurarias le enriquecieron tanto que cerró la botica y se convirtió en cambista, con objeto de seguir haciendo lo mismo aunque de forma legal. Hoy en día posee el negocio más importante de Sevilla, de suerte que muchas de las flotas se dotan a crédito con sus solos caudales, caudales que luego, cuando los barcos regresan, recupera con grandes beneficios, naturalmente.

Sando y yo no pudimos evitar soltar una exclamación de asombro. Aquéllas eran palabras mayores.

—Veo que os impresiona —sonrió Francisco, muy ufano—, mas deberíamos tomar asiento pues la historia es larga.

Obedecimos su consejo y, plantando la antorcha en el centro del camino, los perros y nosotros tres nos acomodamos a su alrededor. Los animales estaban tranquilos. Si alguien se acercaba, ladrarían.

—La familia Curvo —siguió contando Francisco, ajeno ya a la tenebrosa selva que le rodeaba— ha consumado una buena política de matrimonios. Si Fernando, el mayor, casó con Belisa de Cabra, la segunda hermana de los cinco, Juana, es la esposa de Lujan de Coa, al que tampoco conoceréis, ¿verdad?

Negamos con la cabeza.

—Lujan de Coa es el prior del Consulado de Sevilla
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. ¿Habéis oído hablar del Consulado de Sevilla?

Yo asentí, mas Sando quedó en suspenso.

—Entonces, señor, si conocéis el Consulado no os costará trabajo atar algunos cabos con los negocios de los hermanos Curvo aquí, en Tierra Firme.

¡Naturalmente que no me costaba! Juana Curvo era la fuente de su privilegiada información, de su conocimiento acerca de las flotas y las mercaderías, y de su gobierno del siempre mal abastecido mercado de Tierra Firme. ¿Qué no podría conseguir la esposa del prior del Consulado? Tal y como habíamos supuesto Rodrigo y yo en La Borburata tras conversar con Hilario Díaz, Fernando Curvo conocía toda la información sobre las flotas, sólo que no podíamos figurarnos que este conocimiento se producía a través de una hermana casada con el propio prior del Consulado.

Aún no había terminado de digerir aquello cuando Francisco empezó a hablar del tercero de los hermanos Curvo:

—Después de Fernando y Juana viene Arias, mi amo... mi antiguo amo. Arias llegó al Nuevo Mundo hace veinte años. Era sólo un mozo cuando abandonó Sevilla para trabajar como encomendero de cierto importante mercader de México, en la Nueva España, primo lejano de su madre, que le favoreció para que aprendiera los secretos de la carrera comercial. Realizó de este modo, en nombre de su protector, tres o cuatro viajes entre Sevilla y Nueva España, cultivando amistades y estableciendo relaciones personales con los cargadores que compraban y vendían por grueso, no por menudeo. Se creó una buena reputación y conoció a fondo los entresijos del negocio y todos los mercados del Nuevo Mundo. Ayudado por el primo de su madre, se prometió y más tarde casó con Marcela López de Pinedo, hija de una acaudalada familia de comerciantes de Nueva España que aportó una gran dote al matrimonio. Con esta dote, se mudó a Cartagena y se estableció por su cuenta, convirtiéndose en el factor de su hermano Fernando.

—¡Qué buenas bodas las de todos los Curvos! —exclamé.

—No lo sabéis bien, señor —admitió Francisco, asintiendo con la cabeza—. Pero aún mejor fue la cuarta, la de Isabel, que casó con Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación de Sevilla, al frente del Tribunal de la Contaduría de la Avería... ¿Sabéis lo que es la avería? —preguntó al ver nuestras caras de desconcierto—, ¿no?, pues el impuesto que pagan los cargadores para costear entre todos ellos los gastos de los galeones que protegen las flotas y de las armadas que defienden la navegación a las Indias. Mas, volviendo a Jerónimo de Moncada —continuó—, puedo deciros que entregó poderes a sus cuñados para que éstos le representaran en todos los asuntos y negocios que tiene en el Nuevo Mundo, que son muchos. Como veréis, la trama de intereses y lazos familiares de los hermanos Curvo es demasiado grande para ser conocida en su totalidad. El oficio de Jerónimo de Moncada en la Casa de Contratación está estrechamente relacionado con el de Lujan de Coa al frente del Consulado de Mercaderes y, sin duda, también con el de Baltasar de Cabra, el banquero que presta los caudales para las flotas. Entre los tres reúnen más poder efectivo que cualquier ministro del rey, mas son pocos, o ninguno, los que aquí conocen tal circunstancia.

—¡Que me maten! —proferí, abrumada. ¡Si Rodrigo supiera todo esto!, pensé.

Me imaginaba a Fernando y a Belisa reuniéndose en su casa de Sevilla con Lujan y Juana y con Isabel y Jerónimo. Los seis comiendo o cenando en torno a una lujosa mesa y, entre trago de vino y trago de vino, tomando terribles decisiones que afectaban a todas las pobres gentes del Nuevo Mundo: qué y cuántas mercaderías se cargarían en las tantas naos que podrían salir en las próximas flotas y cuáles no serían cargadas para que, así, Arias y Diego, rápidamente informados mediante cartas enviadas en los veloces navíos de aviso de la propia Casa de Contratación, pudieran acumularlas en sus establecimientos para venderlas a fuertes precios cuando faltaran.

—Pues bien —siguió diciendo Francisco, ajeno a mis reflexiones—, queda por casar el hermano pequeño, Diego Curvo, también factor en Cartagena de la casa de comercio de Fernando. Siendo yo mozo de cámara de Arias y conociendo, por tanto, su más íntima vida familiar, tiempo ha supe que se estaban fraguando ambiciosos planes de boda para Diego, una boda que llevará a la familia Curvo a cimas aún más altas. Hay una hermosa joven de dieciséis años llamada Josefa, hija del difunto conde de Riaza, que es la prometida secreta de Diego. Secreta porque el compromiso y la boda dependen, por decisión de la madre de la joven, la condesa viuda Beatriz de Barbolla, de que Diego Curvo presente ante la Real Audiencia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada una Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre para que, una vez vistas y reconocidas ambas, la joven Josefa, al casarse, tenga opción al mayorazgo y al título, cuyos derechos perdería de no ejecutarse tal diligencia. Aquí el asunto está en que las de Riaza no tienen caudales, pues nada les dejó el señor conde al morir, mas permitir que una joven noble case con un simple mercader requiere, a lo menos, que éste sea cristiano viejo, sin mezcla de sangre mora, judía o negra, y que también, por linaje, sea hijodalgo.

—¿Y...? —le urgí. A Francisco le encantaban las historias que estaba contando y se recreaba en detalles que no me parecían importantes. Hablaba de los Curvos con el orgullo de un miembro de la familia y no con el odio natural de un esclavo. Tanto relumbre y oropel parecían engrandecerle a él también.

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