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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (3 page)

BOOK: Tierra Firme
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Las plantas de los pies se me endurecieron tanto con el pasar de los días que ya no necesitaba las botas para correr por el monte, así que las guardé y las olvidé al fondo de mi chozuela, junto con la ropa de Martín que ya no me ponía nunca y los viejos documentos que decían quién había sido yo en otra vida anterior. Como en la isla se sudaba mucho a todas horas, por tanto calor y tanta humedad lavaba de continuo la camisa y los calzones en el agua limpia de la laguna más cercana a mi hogar (había tres y la que me dio de beber al principio era la más baja, la que estaba más cerca de la playa). El pelo volvió a crecerme y yo torné a cortarlo sin pesar ni lástima pues, para entonces, mi pasado en España estaba ya tan lejano que apenas lo recordaba.

Mi isla era de temple caliente y húmedo, sin estaciones. No había invierno ni verano. El bochorno era siempre el mismo y sólo trazaban el paso del tiempo las temporadas de lluvias o las de sequía, cuando el nivel del agua de las lagunas descendía cuatro palmos o más. No sabía en qué fecha me hallaba pero sí cuánto tiempo, más o menos, llevaba en el islote porque tomé por costumbre hacer todos los días una marca en un árbol que había frente a mi casa y, antes de que me hubiera dado cuenta, había pasado un año completo.

No me costó aprender a nadar. Era tan ancha la orilla, tan suave su declive hacia aguas profundas y tan mansas sus mareas que, sin miedo alguno, me fui adentrando hasta el límite que marcaba el arrecife y pronto estuve zambulléndome bajo el agua con tal gracia y desenvoltura que se me pasaban las horas errando entre las estrellas de mar, los caracoles marinos, las grandes tortugas, los corales púrpuras con forma de abanico y los bancos de peces de colores. Tenía una hermosa y recia pica de punta muy afilada —hecha con la rama quebrada de un árbol— con la que ensartaba los ejemplares más apetitosos y también, en casa, me había construido un rústico fogón donde ardía el fuego en el que asaba la caza y la pesca. El día que descubrí cómo hacer fuego marcó un antes y un después en mi forma de vida. Acaeció que andaba yo hurgando con la espada entre unos chinarros que había en la arena (mientras veía pasar la tarde sentada cerca de las rocas de mi alacena marina) cuando un cangrejillo se acercó al arma atraído, quizá, por el brillo del metal y, al querer asustarlo, para jugar, le di un buen golpe a una de las piedras. Al punto, una chispa saltó ante mis ojos y, aunque sólo tardé unos segundos en que se me iluminara el seso, estuve horas llamándome necia y simple por no recordar las chispas que saltaban del yunque de mi señor padre cuando forjaba una espada. Sólo tuve que acercar un poco de yesca y repetir el golpe, pero debo añadir que el yantar asado no fue la única mejora que me aportó el fuego.

Presto descubrí que, al calor de las llamas, la madera se torcía y se endurecía a mi gusto y, de este modo, elaboré un arco al que añadí un hilo de algodón que saqué de la camisa de Martín. Las flechas las hice muy pulidamente con la daga (debo explicar que cuidaba mis armas con el celo de una hija de espadero, ya que de ellas dependía mi existencia) y pronto estaba cazando aves y comiéndolas como una reina. También hallé, en la playa, los lugares de puesta de huevos de las tortugas y encontré que éstos eran muy sabrosos y nutritivos. De los charcos secos de la playa extraía sal cuando había suerte y, recogiendo de aquí, de allá y de acullá, me hice con cantidad suficiente para salar algunos pescados y conservarlos en mi alacena.

Pero no me olvidaba jamás de dos asuntos importantes: ante todo, la seguridad, pues me amedrentaba mucho la idea de verme sorprendida algún día por la arribada de un barco pirata, y después, la fabricación de una almadía
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con la que marcharme de la isla. El primero se resolvió por azar cierta mañana en que me apeteció darme un baño en la laguna. Tenía la piel muy morena por el sol y, sobre todo, curtida y seca por el mar, así que me lancé de cabeza al pozo que tenía más cerca de casa por nadar en un agua más dulce. Cuando me zambullí para alcanzar el fondo, descubrí con sorpresa que no lo había y que un túnel muy largo progresaba en línea recta hacia el extremo opuesto de la isla. Como no tenía problemas para aguantar la respiración durante mucho tiempo debido a mis continuos baños en el arrecife, tras llenar de aire mis pulmones hasta que se me hincharon los carrillos, seguí aquel camino de agua avanzando torpemente en la oscuridad. No quiero faltar a la verdad ufanándome de un valor que no poseo: me costó varios intentos llegar al final del pasaje por el mal recelo que me entraba cuando me encontraba a medio camino. Pero mi decisión y curiosidad fueron más grandes que mi cobardía y, tentando las paredes mientras me impulsaba con los pies, di en sacar la cabeza en otro pozo situado en el interior de una cueva. La luz que llegaba desde la lejana entrada era muy débil y un extraño rumor de algo vivo me erizó la piel del cuerpo y me hizo huir de allí, aquel primer día, presa del pánico.

Cuando reuní el coraje suficiente para regresar, lo hice provista de espada, daga, arco y pica, y tuve buen cuidado en elegir una hora en la que el sol iluminara bien la boca de la cueva para que no me faltara luz pues, por lo que había alcanzado a discurrir, la entrada se hallaba situada en la rocosa e inaccesible pared del acantilado que quedaba exactamente detrás de mi monte y de mi playa. Me resultaba insoportable la idea de que pudiera existir un lugar desconocido para mí en el que se escondiera algo peligroso que pudiera hacerme daño.

Salí del agua con muchas prevenciones y, aterrada por el sordo rumor, me enderecé muy despaciosamente con la espada en una mano y la pica en la otra, presta a defenderme y a matar ante el menor movimiento. Hacía un frío terrible al que ya no estaba acostumbrada y se me puso la piel de gallina bajo las ropas mojadas al tiempo que comenzaba a dar diente con diente y a temblar como una azogada. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de un serrín blando y oscuro que no era ni barro ni arena pero que se asemejaba a los dos y, así, hundiéndome en él hasta las pantorrillas, avancé hacia la luz sin percatarme de que, sobre mí, colgando cabeza abajo del techo de aquella gruta, miles de gordos murciélagos seguían mis movimientos listos para echar a volar en cuanto mi presencia se volviera peligrosa. Pero como yo no los veía ni tenía conocimiento de su existencia, me fui envalentonando y acabé por erguirme y caminar con soltura a pesar del frío.

Dos circunstancias propiciaron lo que después acaeció: al dar el siguiente paso tropecé con algo duro y metálico que me lastimó el dedo pequeño de un pie. Solté una exclamación de dolor y, sin darme cuenta, agité la pica en el aire tocando de este modo el cuerpo de varios de aquellos murciélagos, lo que provocó una desbandada general en forma de manto negro y palpitante que se precipitó hacia la salida con un aleteo enloquecido, golpeándome de manera reiterada hasta hacerme caer al suelo y, mientras ellos huían de mí, yo caía hacia adelante, mas, en lugar de terminar dando contra el suelo, me golpeé el vientre, las costillas y la cara con unos tubos de hierro, de cuenta que se me bañó toda la boca en sangre por culpa de unos cortes muy feos que se me abrieron en los labios. Me quedé sin aliento, herida y magullada, pero la doncella lacrimosa que yo había sido ya no existía, así que me incorporé con presteza y, secándome la sangre con la manga y sacudiéndome el guano de la cara y la camisa, eché una mirada a la cueva, ahora vacía y silenciosa, y recuperé mis armas.

La gruta era espaciosa y más larga que ancha. Al fondo estaba el lago, cubierto por un manto grumoso de aquellos excrementos que lo ensuciaban todo y, al otro extremo, la entrada de la cueva, por la que se escuchaba, lejano, el sonido del mar. Con todo, antes de asomarme para ver su situación, juzgué mejor comprobar qué eran aquellos tubos contra los que me había golpeado y cuál no sería mi sorpresa al hallar cuatro viejos falcones de bronce con el calibre lleno de guano y sin emblemas ni marcas en las testeras que permitieran identificar su origen. El aliento se me cortó al descubrir, por primera vez desde que vivía en la isla, señales de otras presencias humanas y, además, tan poco gratas, pues el origen pirata de aquellos cañones no tenía discusión y qué hacían allí y cómo habían llegado y por qué eran misterios que me mortificarían durante mucho tiempo. Su deterioro era obvio, pero la presencia de un puñado de proyectiles de piedra cuidadosamente depositados en un costado indicaba que su desempeño en la cueva había sido ofensivo, aunque no estaban apuntando ni al lago ni a la entrada. Me pregunté si quizá sirvieron en algún momento para atacar a los barcos que se acercaban a la costa, aunque ninguna nave intentaría jamás atracar en aquella zona por los peligrosos remolinos que formaban las corrientes.

Al punto no se me ocurrió darles ninguna utilidad, así que no hice cuentas para intentar llevármelos (tarea sumamente costosa a falta de poleas) y aún comprendí menos cómo los habían subido hasta allí cuando me asomé a la boca de la cueva y vi la enorme altura a la que me encontraba. No, imposible, me dije; subirlos no los habían subido. Miré, pues, hacia arriba, hacia la cima del monte y, aunque tampoco la distancia era pequeña, parecía más probable que los hubieran bajado con la ayuda de cabos o maromas.

Los murciélagos, disgustados por la visita, intentaban regresar en bandada a sus lugares de reposo en el techo de piedra, volando rápido con bruscos y enfadados giros hacia las cuatro direcciones. Revisé la cueva por última vez y me dije que era un buen lugar en el que esconderme llegado el caso ya que, si venían los dueños de los falcones pedreros, siempre podía huir por el pozo mientras ellos descendían desde la cima y, si no eran tales sino otros, nunca podrían encontrarme allí.

Resuelto el problema de la seguridad, el otro asunto importante era la construcción de una almadía con la que marcharme de la isla. Habilité un espacio pequeño y recóndito entre las rocas de mi alacena al que iba llevando poco a poco los troncos que, a golpe de espada y tajos de daga, talaba pacientemente en la parte baja del monte. Con cuerdas que yo misma fabriqué torciendo pieles de lagarto con nervios de palma, y que usaba a modo de dogal o de arnés, arrastraba los maderos sobre la finísima arena realizando un esfuerzo considerable que, las más de las veces, resultaba estéril e irritante. Empleaba en ello muchas horas del día y, cuando me cansaba, abandonaba el trabajo por una semana o dos hasta que la mala conciencia me obligaba a retomarlo. Mucho me fortalecí con aquella labor y aún hoy conservo la firmeza de cuerpo que gané en aquellos lejanos tiempos.

Con estos y otros menesteres fue pasando aquel primer año. Las angustias del principio dieron paso a la tranquilidad del final, pues había logrado un buen acomodo con buen alimento y me hallaba sana y segura. No había nadie ni nada que echara en falta y tampoco nada ni nadie que me esperara fuera pues, a buen seguro, mi señor tío y mi señor esposo me habían dado por muerta hacía mucho tiempo. Como, igualmente, había pasado toda mi vida dentro de casa, guardada con harto recato y encerramiento por mantener a salvo mi honra y para que mi futuro marido no tuviera nada que objetar, tampoco añoraba la compañía humana pues todos a los que conocía y había amado ya no pisaban la tierra.

En éstas andaba, libre y feliz, cuando, cierta mañana, antes del día, unos sonidos que me parecieron voces llegaron hasta mi casa en la cima del monte. Eran voces recias, masculinas, voces de marineros bogando y de un maestre dando órdenes. Abrí los ojos de golpe y me incorporé en el lecho con el corazón saliéndoseme del pecho. ¡Piratas!, pensé acobardada. Rápidamente me vestí y cogí la espada. La situación de mi choza, bajo el saliente rocoso, me permitía vigilar la playa y el arrecife sin ser vista desde abajo. Eché cuerpo a tierra y asomé la cabeza. Una enorme nao de tres palos con las velas recogidas en las vergas y llevada a la sirga por un batel con ocho marineros y dos grumetes entraba arriesgadamente en mi arrecife por la más amplia y profunda de sus brechas acercándose hacia la costa. Tragué saliva. Eran piratas, sin duda, ¿qué otra cosa podían ser? Pensé que debía hacer acopio de vituallas porque no sabía cuánto tiempo tendría que permanecer escondida en la cueva de los murciélagos. Con todo, aún era pronto para emprender la huida. Antes debía averiguar cuáles eran sus intenciones puesto que podían marcharse ese mismo día sin apercibirse de mi existencia ni causarme mal alguno.

El batel atracó en la playa y los marineros saltaron al agua y lo arrastraron arena adentro. El maestre que guiaba la nao, un hombre alto de cuerpo, seco, vestido con un largo ropón escarlata, tocado con un chambergo negro de alas anchas y con espada de hidalguía al cinto, descendió por una escala de cuerda tendida desde la borda en cuanto la nave encalló contra el fondo de arena. Me sobresalté. ¿Cómo pensaban desembarrancarla para marcharse...? ¿O es que, acaso, no pensaban marcharse? El maestre caminó hacia la orilla con aires de duque o de marqués mientras sus hombres —ataviados con humildes camisas de lienzo, calzones cortos, alpargatas y pañuelos en la cabeza— descargaban en la arena toneles, cestos, apeones, botijas, odres, barriles, pipas y zurrones en tal cantidad que era maravilla ver cómo todas aquellas cosas habían venido en el batel con ellos. Sin duda se trataba de géneros robados a los mercantes españoles que hacían la Carrera de Indias con las flotas para abastecer de bienes a los colonos.

Retrocedí lentamente y entré de nuevo en mi casa. Con el mayor de los sigilos preparé alimentos y armas y, para protegerme del frío de la cueva, me puse el jubón de gamuza, la casaca de cuero y las botas de ante. Me dificultarían la natación pero, una vez allí, estaría bien abrigada. Salí y volví a arrastrarme hasta el mirador desde el que avizoraba la playa. Los piratas habían acampado en la arena. A falta de algo mejor, con cuatro palos y una lona habían preparado un cobertizo bajo el que cobijarse y los vi meter allí sus fardos y arcones así como una lujosa silla de brazos que trajeron de la nave y que supuse sería para el maestre. Pronto estuvieron todos debajo y los perdí de vista, por eso, cuál no sería mi asombro al escuchar, de repente, una música alegre, muy bien interpretada con instrumentos, y una voz sonora y grave que empezó a cantar, en lengua castellana, a pleno pulmón:

Soy contento y vos servida

ser penado de tal suerte

que por vos quiero la muerte

más que no sin vos la vida.

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