Y, entonces, mientras cabeceaba en uno de esos ligeros sopores nocturnos llenos de malos sueños, la mesa chocó suavemente contra algo y viró sobre sí misma. Me espabilé de golpe. Era de noche, sí, pero había suficiente luz de luna como para distinguir algunas cosas. Una sombra negra gigantesca se dibujaba contra el cielo y se oía un manso batir de olas contra la costa. ¡Tierra! Intenté deslizarme con cuidado dentro del agua, dispuesta a impulsar mi embarcación hasta aquella mole cuando reparé en que el fondo estaba a menos de un palmo de la superficie. Sorprendida, me puse en pie y avancé chapoteando hasta la orilla. Era una playa, una playa de arena muy fina y casi tan blanca como la nieve. Arrastré mi esforzada lancha fuera del mar y me derrumbé, más muerta que viva, con el agotamiento de tres días de incertidumbres, miedos y vigilias.
Una sed terrible me despertó. Miré alrededor, cegada por el sol, y no vi por ninguna parte agua con que calmarla sino sólo arena blanca y, más allá, la cercana cumbre que había divisado la noche anterior. Me levanté con mil quebrantos y, soltando ayes y suspiros y ahuyentando a los fieros mosquitos que picaban como diablos, hice todo lo posible por enderezar el cuerpo y por quitarme el jubón y la casaca, que me estorbaban mucho con aquellos calores. Con todo el cuerpo tembloroso, conseguí avanzar paso a paso hacia los árboles que cubrían aquella colina pues, habiendo árboles, me dije, tendría que haber también agua. Y, así, entré en un espeso bosque de extrañas plantas en el que se escuchaba sin cesar el canto de mil pájaros distintos. Caminé o, por mejor decir, me arrastré hacia arriba durante mucho tiempo, apartando con las manos el ramaje que me entorpecía el paso y me arañaba el rostro. Tanta vegetación debía de nutrirse con buenas lluvias, me dije, y éstas debían de recogerse de manera natural en algún charco. Al cabo, quiso mi buena ventura que diese con un espléndido pozo —un hoyo en el suelo cuya profundidad, a la vista, no podía medirse—, lleno de un líquido limpio y transparente sobre el que me eché con una sed de tres días. Más de media azumbre
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me bebí de un trago y sin abrir los ojos. ¡Qué rica me supo aquel agua, qué fresca! ¡Y qué bien me sentaba la sombra del bosque! La vida regresaba a mí y sólo necesitaba comer para volver a sentirme la misma de siempre, mas, en cuanto pensé en la comida, mi cuerpo se descompuso. El agua que había bebido con tanta avidez o el fuerte sol de los tres días en el océano me hizo perder el sentido en medio de escalofríos y jadeos. Se me figuró que veía a mi hermano y a mis padres y me consoló mucho reunirme con ellos.
Cuando desperté, bañada en un sudor copiosísimo y tan helada como la muerte, el día estaba terminando. Me sacudía mientras desandaba el camino hacia la playa buscando el calor de la arena. ¡Sólo yo sé lo que me costó aquel paseo! Debía de estar muy enferma, pensaba, y en aquel lugar no se veía a nadie a quien pedir ayuda. Quizá existiera un pueblo al otro lado de la montaña, o en algún extremo de la playa, pero no tenía ni fuerzas ni aliento para caminar hasta allí en busca de auxilio. Volví a prepararme para la muerte mientras me dejaba abrazar por las cálidas y blancas arenas de aquella playa solitaria.
Tardé dos días en recuperarme de las extrañas fiebres que me mantuvieron postrada, con mala traza y peor talante, en la costa más despoblada del mundo. Ni un alma se me acercó durante aquel tiempo, nadie a quien solicitar cuidados, ni siquiera un solitario pescador o una moza pastora. Como espíritu en pena caminaba hacia el pozo cuando la sed me dominaba y regresaba cerca del mar cuando el frío me atería. Y, así, cambiando sol por sombra, frío por calor, di por fin en restablecerme aunque con una debilidad atroz que no sabía si era producto de la enfermedad o del hambre.
Cuando volví a ser dueña de mi voluntad y de mi entendimiento, juzgué que debía procurarme comida con urgencia si quería recuperar las fuerzas necesarias para salir en busca del pueblo más próximo. En el tiempo que llevaba allí no había visto nada que pudiera considerarse alimento pero, para sosegar el ánimo, me dije que, por poco que fuera, algo debía de haber, así que me puse a buscar frutas o algo semejante y, al no hallarlo tras una prolongada exploración, me resigné a la idea de fabricar una caña de pescar como las que había visto usar en Toledo. Entré y caminé en el agua por ver si flotaba en las cercanías algún palo o madero y descubrí que aquel mar estaba lleno de peces. La boca se me hizo agua e intenté coger algunos con la mano, a la desesperada, pero no tuve suerte y estaba demasiado débil para bregar con aquellas bestezuelas. No vi palo alguno, ni vara, ni tablón que me sirviera. Al contrario que las aguas del río Tajo o las del Guadalquivir, en Sevilla, las de aquel mar estaban completamente limpias de basuras y desperdicios, cosa que lamenté por el perjuicio que me causaba en ese momento. Avancé por la costa y, de allí a poco, para mi contento, encontré unas rocas en las que había peces atrapados en pequeños agujeros llenos de agua. O las mareas o el oleaje los habían dejado para mí en un lugar de tan fácil acceso. Mas, ¿cómo cocinarlos?, ¿cómo hacer fuego?, ¿cómo cogerlos para llevarlos hasta mi pequeño reducto junto a la mesa-bajel? Resolver esas cuestiones requería algún tiempo y yo sólo sentía hambre, mucha hambre, así que miré los peces, agarré uno con las manos y, sin pensarlo más, lo descabecé con un golpe de mi daga, le quité las tripas y la espina y me lo comí. Fue cosa de magia. Cada pez que comía me devolvía las fuerzas; después de seis o siete, resucité y, tras trece o catorce, estaba ahíta y satisfecha.
—¡Ya basta, Catalina! —me regañé, lavándome las manos ensangrentadas en el agua y remojando el sombrero para evitar los calores en la cabeza. ¡Me sentía tan bien que, a pesar de la flojedad de las piernas, tenía para mí que podía correr hasta mi bajel como un corcel rompiendo cinchas!
Aquella misma tarde me puse en camino y anduve toda la playa hacia el oeste, en dirección al poniente. Descubrí algunas ensenadas y bahías, pero ningún pueblo y, por fin, llegué donde terminaba la arena y empezaban unos enormes acantilados que caían en picado hasta el mar. Allí la corriente de la costa rompía contra la pared de roca creando peligrosos remolinos. Deshice el camino y regresé al lugar que empezaba a considerar mi hogar, dispuesta a continuar explorando sin descanso hasta descubrir dónde me hallaba. A la mañana siguiente, tomé la dirección contraria, pisando la blanda arena con mis botas hacia el este, para llegar, al cabo de una legua
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larga, al mismo acantilado en el que había estado la tarde anterior, aunque por su lado contrario. Aquello me desconcertó. Ya no tenía otra alternativa que ascender hasta la cima del monte para confirmar mis recelos: había ido a dar a una de esas pequeñas y desiertas islas de Barlovento
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de las que hablaban los marineros de la galera cuando relataban, al anochecer, historias de piratas y tesoros escondidos. Había tantas, decían, que era imposible inscribirlas en las cartas de marear
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. Muchas de ellas no habían sido vistas nunca por el hombre, ni barco alguno había fondeado jamás en sus aguas. Sólo piratas y corsarios conocían la situación de esos lugares porque les servían de guarida y escondite.
Me pareció en aquel momento que la playa, el mar y el monte giraban a mi alrededor como aspas de molino y, aun antes de haber llegado a la cumbre, ya derramaba lágrimas amargas por mi triste destino. Pasé junto a mi laguna de agua dulce mas, esta vez, continué ascendiendo, usando la espada y la daga para abrirme camino en la maleza. Duro enemigo era la vegetación de aquellas latitudes, sin hacer cuenta de los incansables mosquitos y demás animales que fui encontrando a mi paso: lagartos verdes del tamaño de mastines, con papadas y crestas espinosas; libélulas que, por su volumen, se confundían con pájaros; mirlos, colibríes, loros azules y anaranjados... Aquella extraña fauna era digna de ver, con sus brillos, formas y colores si bien, por fortuna, no parecía haber fieras salvajes y peligrosas de las que tuviera que cuidarme. En apariencia, era un lugar pacífico y su único peligro sería, en el peor de los casos, la visita inesperada de los temibles piratas ingleses, franceses o flamencos.
Al llegar a la cima, donde corría un viento fresco muy grato y había menos mosquitos, comprobé, por desgracia, lo que temía: me encontraba en un pequeño islote, un islote con forma de media luna o, por mejor decir, de un cuarto de queso redondo (para añadirle la altitud del monte), con un arco de arena tan blanca como la leche de unas dos leguas largas por costa y un filo de acantilados que caían como una sábana por el lado del sur. En torno al islote, se extendía un tranquilo mar de color turquesa brillante de unas cincuenta varas
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de anchura, tan cristalino que, desde donde me hallaba, podía divisar una cadenilla de arrecifes en el fondo marino y, más allá, el océano oscuro y solitario en todas direcciones. Esta cadenilla no estaba completa y deduje que por alguna de sus brechas se habría colado mi mesa para alcanzar la playa.
Estaba anocheciendo. El sol se ocultaba por el oeste dibujando uno de los ocasos más perfectos que yo había visto a lo largo de mis dieciséis años de vida, incluyendo el mes que había pasado en el mar a bordo de la galera. Me dejé caer en el suelo, sin apartar los ojos de la hermosa luna que aparecía suavemente por el este, y me puse a pensar. La muerte de Martín y mi segura muerte tenían que ser el desenlace de una maldición o un mal de ojo que algún bellaco había echado a nuestra familia y que había comenzado con la detención de mi señor padre dos años atrás, en el verano de mil y quinientos y noventa y seis: primero, falleció él por culpa de unas fiebres tercianas que contrajo en los calabozos de la Inquisición de Toledo; después, mi madre, Jerónima, que, no pudiendo soportar la desaparición de su esposo, se volvió loca y se echó a las aguas del Tajo cierta triste madrugada del invierno de aquel mismo año de mil y quinientos y noventa y ocho, con lo que aumentó en mucho la deshonra de la familia y atrajo sobre nosotros una segunda condena de la Iglesia. Luego, la muerte de Martín en el asalto pirata y, ahora, a no mucho tardar, la mía, a solas en aquella isla sin que nadie, ni siquiera mi señor tío Hernando, tuviera noticia de mi triste final.
Esa noche la pasé al raso en la cima del monte. Estaba más cómoda allí que en la playa porque, al haber menos mosquitos, se descansaba mejor. Lloré hasta que me dolió la garganta y me reventaron los ojos, hasta que mis gemidos despertaron a todos los pájaros de la isla y mis gritos navegaron mar adentro y se hundieron en el océano. Lloré tan desesperadamente que caí dormida sin apercibirme siquiera, segura de ser la más desdichada criatura del mundo. Pero debí de gastar toda mi pena aquella noche porque, al despuntar el día, cuando desperté, además de sentirme hambrienta y un poco magullada, estaba repuesta y más fuerte de ánimos. Contemplando el amanecer, hice un juramento solemne a mis padres y a mi hermano: sabría gobernarme a mí misma, sobreviviría a la adversidad y saldría de aquel islote aunque tardara años en construir una rudimentaria embarcación con la que alcanzar las rutas marítimas por las que navegaban las flotas del Nuevo Mundo, que eran, sin hacer cuenta de los piratas, los únicos barcos autorizados a surcar aquellas remotas aguas españolas.
No debía olvidar que yo era una mujer fuerte y decidida que estaba aún en la mitad de la vida, dueña de todo su vigor y señora de su cordura y, a decir verdad, bastante aliviada por no tener que asumir la carga de aquel odioso matrimonio que, aunque pagó nuestros pasajes hacia Tierra Firme, se celebró contra mi voluntad y sólo porque fue lo último que me pidió mi madre antes de morir. Quizá el destino me arrancaba de las manos de mi señor esposo, ese tal Domingo Rodríguez al que no conocía, porque esta isla era un lugar más deseable y afortunado para mí.
Animada por estos nuevos pensamientos, acudí a mi alacena marina y desayuné copiosamente un buen número de peces de barriga azul y cola amarilla. Comer pescado crudo no era placer de mi gusto pero mientras no descubriera la forma de hacer fuego —si es que tal cosa era posible en aquel lugar—, tendría que conformarme. ¡Cuánto lamentaba que nunca me hubieran enseñado a leer y escribir! Seguro que Martín, sólo con las cosas que había aprendido en los libros, hubiera sido capaz de hacer fuego, construir una cabaña, una balsa, una caña de pescar y hasta una pica con la que abatir alguno de esos hermosos pájaros que habitaban en los árboles del monte para comérselo bien asado. Yo, por mi parte, había pasado mis años ejercitándome con la aguja, hilando con la rueca y aprendiendo a cocinar, oficios bien inútiles en aquel momento.
Mi siguiente acción aquella mañana fue cortarme el pelo. La última vez que lo había lavado con jabón había sido en el barco, con la ayuda del ama Dorotea y, como se estaba convirtiendo en un estorbo y no tenía ganas de liendres ni otras cuitas, con el agudo filo de la daga fui segando mechón a mechón mi larga melena negra hasta que sólo quedó lo que ya no era dado quitar. ¿Qué me podía importar mi aspecto si nadie iba a venir a visitarme? Además, tenía el chambergo para protegerme del sol y, aunque hacía días que no llevaba más vestido que la camisa y los calzones (sólo me ponía las botas cuando subía al monte), podía pasearme desnuda por la playa si tal era mi gusto porque allí no había nadie que pudiera contemplarme.
Con el pasar de los días, las semanas y los meses me fui volviendo tan salvaje y solitaria como mi isla. Acabé por conocerla bien. Había abierto senderos y descubierto cuevas y lagunas de gran belleza. Estaba al tanto de sus mareas, de la dirección de sus vientos y de sus inesperados y poderosos aguaceros al atardecer. Con la mesa del maestre y los maderos que obtuve de una gruesa palmera seca que terminé por abatir a golpes de espada y daga, construí una chozuela en lo alto del monte, en un amplio hueco bajo un saledizo rocoso. Allí me fabriqué un lecho con hojas de palma trenzadas que refrescaba a menudo y una despensa para los alimentos silvestres que, observando a pájaros y otros animales, había aprendido a reconocer, tales como unos frutos amarillos, muy dulces, con una semilla negra y espinosa que utilizaba como posta contra los lagartos o unas gruesas bolas de color verde que, como los dátiles, crecían en las palmeras y que contenían unas grandes nueces cubiertas de pelo marrón que, al romperse contra el suelo, dejaban escapar un líquido muy sabroso que recogía y guardaba para utilizar en las comidas. Esas mismas nueces tenían una suculenta carne blanca y tiesa, que, una vez retirada, dejaba unos cuencos que servían como vasija para beber o como plato o cazuela para las viandas.