Kineas señaló el otro extremo del campo, donde Menón vigilaba junto con cincuenta hombres: una amenaza palpable. Y, al señalarlos, Kineas esperó ser suficientemente sutil como para dar a entender que podían ser vencidos.
—Es mi deseo mostraros cómo actúan los jinetes de un escuadrón de caballería. A lo mejor, tras haberlos visto, diréis que los soldados profesionales tienen tiempo para ejercitarse en esas lides, pero yo os digo que tales habilidades se os pueden enseñar, y que podéis dominarlas y servir a vuestra ciudad con orgullo.
Kineas fue en silencio hasta el frente de sus hombres. Bajó mucho la voz esperando que los dioses quisieran que sus palabras sólo llegaran a oídos de ellos.
—Caballeros, os agradecería que efectuarais la mejor exhibición de equitación de la historia.
Diodoro sonrió con frialdad.
—A la orden, hiparco.
—Comenzad con las jabalinas —dijo Kineas—. Cuando dé la orden, formad una fila por la izquierda y lanzad al galope. Luego formáis un frente y os detenéis pegados a la línea de Menón. Y caballeros, cuando digo pegados, quiero decir a una cabeza de ellos. Lanzad las dos jabalinas si creéis que ambas darán en el blanco; Ajax, Filocles: lanzad sólo una. ¿Listos?
Cambios de postura, cruces de miradas.
Kineas miró en derredor y localizó a Arni, que aguardaba junto a la puerta del cuartel.
—Recoge las jabalinas en cuanto las hayan lanzado y tráelas de nuevo aquí.
Arni asintió.
—¡Fila por la izquierda, escaramuza! —gritó Kineas.
Salió el primero. Recorriendo la arena hacia el blanco, tuvo tiempo de pensar si podría haberlos arengado de otra manera, pero de pronto ya estaba a diez zancadas de las dianas, la primera jabalina lanzada, la segunda justo al pasarlas: no fue su mejor lanzamiento, pero ambas dieron en el blanco y domeñó a su montura poniéndola a medio galope de modo que Diodoro le alcanzara con facilidad, y luego Crax formó filas tras ellos. Se negó a volver la cabeza y contar las dianas. Los hippeis observaban muy atentos desde la arena; Likeles entró en formación, y luego Coeno tras él, y luego Filocles y Ajax —«plazca a los dioses que hagan diana»—, y por último los galos, y la formación quedó cerrada. Kineas gritó:
—¡A la carga! —Y la línea regresó al galope. Justo antes de llegar a los hombres de Menón, gritó—: ¡Alto!
Iban rodilla con rodilla, dirigidos al centro de la línea de Menón. Los hombres de Menón se estremecieron, más los de atrás que los de delante. Los hombres de Kineas tenían sus propios problemas: Ajax casi se cayó de la silla y Filocles, pese al mes de práctica por el camino y una semana de entrenamiento en el hipódromo, hizo que su caballo se encabritara y tuvo que agarrarse al cuello del animal.
Los hoplitas habían desordenado sus filas y Menón les gritaba encolerizado en grado sumo.
Kineas ordenó a sus hombres que dieran media vuelta y los condujo al paso a través de la arena hasta los hippeis.
Diodoro se inclinó hacia él.
—Menón será un mal enemigo. Kineas asintió.
—No he tenido elección. Quizá pueda ablandarlo más tarde, pero todos le odian. Y necesito que estén unidos.
Diodoro meneó la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué no limitarse a coger el dinero y dejar que se pudran? —Pero enseguida sonrió y meneó la cabeza otra vez—. A la orden.
—Muchas de vuestras monturas no están entrenadas para la guerra —dijo Kineas a los hombres que aguardaban en la arena—. Muchos de vosotros no sois jinetes consumados ni se os da bien lanzar la jabalina o mantener la formación. Podemos enseñaros todas estas cosas. Es más, nos gustaría enseñaros. Y todo hombre que ame esta ciudad debería tener ganas de aprender. En la próxima sesión de instrucción, espero veros a todos con armadura y montando un buen caballo. En la próxima sesión de instrucción, lanzaremos jabalinas hasta que el sol se ponga. ¿Cleito?
Cleito se puso al frente de la reunión.
—Tengo intención de aprender lo que este hombre puede enseñar.
Se volvió para dirigirse a las filas de los hombres armados. No fue un discurso largo, pero tuvo su efecto.
Cuando Niceas declaró concluida la sesión y anunció la siguiente para la luna nueva de al cabo de tres semanas, se oyó un murmullo de conversaciones, pero ningún grito airado. Después Kineas fue saludado por al menos una veintena de hombres, muchos de los cuales encontraron necesario dar más explicaciones sobre por qué no habían acudido montados, y se comprometieron a hacerlo la próxima vez.
Cuando el último de ellos salió del hipódromo, Diodoro se desabrochó el barbuquejo.
—Los armeros de la ciudad van a estar atareados las próximas tres semanas —dijo.
Y entonces llegó la citación del arconte. Kineas la escuchó en boca de un esclavo de palacio y asintió con sequedad. Le dijo. Diodoro:
—Esta noche cenamos con Cleito. Tú, Ajax y uno de los caballeros. —Señalando con el mentón al esclavo que se retiraba, se encogió de hombros—. Siempre y cuando sobreviva al encuentro con el arconte.
Diodoro enarcó una ceja.
—El arconte no puede estar ofendido por una refriega sin importancia entre mercenarios. ¿Esa cena es puramente social?
—En esta ciudad nada es puramente nada, Diodoro. Lleva a Agis. Es un buen conversador.
Kineas decidió no quitarse la armadura. Fue a caballo a encontrarse con el arconte.
Esta vez el arconte no estaba en las tinieblas de su ciudadela privada. Estaba sentado al aire libre en el ágora, flanqueado por soldados completamente armados, administrando justicia en el tribunal. El mercado estaba lleno de gente: hombres paseando cogidos del brazo, conversando; hombres haciendo negocios, desde la venta de una granja que un hacendado cerraba junto a la fuente hasta las decenas de puestos montados por toda suerte de comerciantes. Kineas se sorprendió por la envergadura de algunas transacciones; había un puesto que al parecer era un despacho que sólo vendía cargamentos de trigo tardío a armadores ansiosos por anticiparse a la primera tormenta de invierno que azotaría el Euxino. Y había mujeres. Mujeres haciendo la compra, asistidas por una cuerda de esclavos; esclavas haciendo los mismos mandados o comprando para sus casas, o charlando junto a la fuente. El cuadro lo completaban los pedigüeños. Decenas de niños pedían a los pies de la estatua de Hermes y había mendigos adultos apostados en todos los tenderetes.
Kineas tuvo que aguardar un rato mientras el arconte escuchaba una disputa de lindes: interminables argumentos por ambas partes que apelaban a diversas costumbres y a los testimonios de varios vecinos. Kineas coligió de lo dicho que cuando la tierra fue arrebatada a la tribu sindona del lugar, las demarcaciones del territorio nunca se habían fijado con rigor.
Kineas tuvo tiempo de observar al arconte. No era un hombre alto y tendía a hundir los hombros y a encorvar la espalda mientras escuchaba el debate, apoyando el mentón en el puño derecho. Llevaba una sencilla túnica blanca con un ribete rojo, un grueso anillo de oro en un pulgar y una diadema en la cabeza, pero por lo demás no lucía ninguna insignia de su rango ni más ornamentos. A pesar del frío y del viento cortante que soplaba del norte, no se había puesto manto. Tenía una poblada barba oscura salpicada de canas y el pelo había comenzado a despejarle la frente. Con excepción de la diadema, parecía un magistrado griego de pies a cabeza.
Resolvió el caso a favor del pequeño granjero que había presentado cargos de que le habían cambiado de sitio los mojones, y ordenó que le trajeran una copa de vino. Hizo una seña a Kineas para que se aproximara.
—Saludos, Kineas de Atenas —dijo con suma formalidad.
—Saludos, Arconte —contestó Kineas.
—He sabido que la instrucción de los hippeis ha ido bien. Ven, acércate a mí. ¿Tienes la convocatoria?
El arconte parecía muy expansivo. Kineas pensó que iba a ponerle una mano en el hombro.
—Tengo un informe completo de la sesión de instrucción para presentártelo, Arconte. —Kineas le mostró un rollo de papiro—. Estoy satisfecho.
El arconte frunció el entrecejo.
—Tengo entendido que hiciste gestiones por tu cuenta para asegurarte una plena asistencia. ¿Es cierto?
Kineas vaciló un instante y luego dijo:
—Sí. Pedí a varios caballeros que se encargaran de que toda la ciudad comprendiera la importancia de la llamada a asamblea.
El arconte gruñó.
—Hummm. Kineas, quizá no me expresé con suficiente claridad…, o quizá tú tengas tus propios designios. En el primer caso, lo hice mal yo; en el segundo, tú te has portado mal conmigo. De haber querido que los hombres de esta ciudad estuvieran informados de la importancia del llamamiento, ¿no crees que habría hecho correr la voz yo mismo? De lo contrario, ¿no deberías haber pensado que yo tenía mis razones?
Kineas fue consciente de estar en suelo resbaladizo.
—Mi única intención sólo era mejorar la calidad de tu caballería, Arconte. El primer paso para entrenarlos era hacer que acudieran a la asamblea.
El arconte bebió un sorbo de vino.
—Tal vez —dijo el cabo de unos pocos segundos que parecieron eternos—. Kineas, has venido aquí a servirme a mí y a esta ciudad. A lo mejor piensas que ya nos entiendes. Ves a un tirano en su trono de marfil y a un puñado de nobles que procuran mantener al tirano dentro de los límites de la ley. Hummm… Muy ateniense. Hoy te he hecho venir aquí, al tribunal, para que vieras otra cosa. Esos caballeros de la ciudad, esos «nobles», son codiciosos terratenientes que intentan extorsionar a mis pequeños granjeros. Es mi deber proteger a los granjeros; sin ellos, no tenemos grano. Si permito que los grandes los esclavicen, me quedo sin hoplitas. Y los hombres de a pie también tienen derechos. Yo los protejo.
Kineas pensó que los protegía la ley, pero permaneció callado y se limitó a asentir con la cabeza.
—Muchos de nuestros caballeros hacen cuanto está en su mano para entorpecer el buen funcionamiento de la ciudad, incluso su seguridad. Cuando te contraté no tenía conocimiento de tus numerosos contactos, y me pregunto si he cometido un error. ¿Es así?
Al oír la palabra «contactos», Kineas sintió, por primera vez, la tenaza del miedo.
—Nicomedes es un hombre peligroso, Kineas de Atenas. Cena con él por tu cuenta y riesgo. Muy bien, has alistado a mis caballeros y ahora vas a entrenarlos. Mientras tanto, tengo un mandado para ti. Me harás el favor de coger a los hombres de esta lista —entregó a Kineas una tablillay saldrás al encuentro de los bandidos que quieren enviarme una embajada. Escoltarás a su embajador hasta mí. Tengo entendido que están al norte de la ciudad, por encima del gran meandro del río, a unos tres días a caballo. Puesto que has fijado la próxima asamblea para dentro de tres semanas, te recomiendo que procedas de inmediato.
Kineas echó un vistazo a la tablilla. Había siete nombres y ninguno le resultaba familiar.
—Preferiría llevar a mis propios hombres.
—Ya me lo imagino. Puedes llevarte…, dos. No más de dos. ¿Está claro? Me desagradaría mucho que mis órdenes fueran malinterpretadas de nuevo. —Sonrió—. Y ahora hazme el favor de disculparte ante Menón, que considera que lo has insultado en el hipódromo.
Menón salió de la fila de soldados más cercana.
—Podemos arreglarlo en privado, Arconte.
—Eso es precisamente lo que no quiero que ocurra —espetó el arconte—. Nada de enemistades personales, nada de riñas. Kineas, discúlpate.
Kineas lo meditó un momento.
—Muy bien. Me disculpo, Menón. Que sepas que no te guardo ningún rencor. Sin embargo, tu poco meditada aparición en el hipódromo, armado y sin previo aviso, podría haber tenido graves consecuencias para mi autoridad.
—No seas imbécil —le espetó Menón—. Estaba allí para proporcionarte a ti cierta seguridad, y me has puesto en ridículo. —Le lanzó una mirada lasciva. Le faltaban algunos dientes, y de cerca infundía miedo—. ¿Esto es lo que consideráis una disculpa en Atenas? Porque en mi ciudad, Heraclea, haría que te cortaran los huevos.
Kineas negó con la cabeza.
—No. Estabas allí para intimidar a los hippeis y, de paso, a mí. Y no me eches a mí la culpa si tus hombres se asustan ante una carga de caballería: más bien parece un problema de profesionalidad.
—La madre que te parió —dijo Menón, poniéndose rojo, en voz baja y estremecedora—. No intentes jugar conmigo.
El arconte se levantó.
—Kineas, no me estás impresionando lo más mínimo, y tú tampoco, Menón. Quizá tendría que levantar la voz. Discúlpate de inmediato.
Los tres formaban un triángulo, rodeados por los soldados de Menón para ocultarlos de la vista del público. La postura de Menón indicaba que estaba dispuesto a pasar a las manos. Tenía los pulgares metidos en el cinto de su espada y la mano derecha le temblaba: a la más mínima provocación la empuñaría. Kin eas esperó presentar un aspecto semejante. Se apoyaba en las puntas de los pies, listo para arremeter.
Los ojos del arconte iban de uno a otro.
—Kineas, discúlpate ahora mismo.
Kineas tomó su decisión y se sintió inferior al hacerlo.
—Menón, acepta mis disculpas.
—Había ordenado a Menón que te prestara apoyo, estúpido —gruñó el arconte—. Crees que nos conoces, pero no te enteras de nada. Piensa en el orgullo desmedido mientras escoltas a los bárbaros por las llanuras. Y ahora vete.
Kineas, humillado, dio media vuelta y se abrió paso entre los hombres de Menón.
—¡Cojamos nuestros caballos y larguémonos! —dijo Niceas, la mano en el amuleto con la lechuza de Atenea que llevaba al cuello. Tuvo un acceso de tos. Crax y Arni lo habían instalado en un camastro cerca del brasero. Estaba bastante enfermo.
—Nopuedesviajar —espetóKineas. Sonómáscomouna acusación de lo que era su intención—. El invierno ya se nos echa encima, ¿quieres emprender el regreso por la costa en invierno?
—Podríamos dejar los caballos y salir en barco de aquí —dijo Diodoro.
—También podríamos degollarnos. Mirad, es culpa mía: primero, que estemos aquí, y segundo, que no sepa morderme la lengua. Por el momento, nos quedamos. Me llevaré a Ataelo y a Likeles conmigo. Diodoro, tendrás que estar alerta, y procura que nuestros hombres no se metan en líos con los de Menón.
Filocles abrió la cortina de la sala y entró.
—¿Una fiesta privada?
Kineas le fulminó con la mirada. Las idas y venidas de Filocles eran motivo de constante irritación para él; el espartano estaba con ellos cuando le convenía y distante cuando le venía bien.