—No sé lo que estoy insinuando. Pero está claro que no quería que le vieran llegar a la ciudad, ¿recuerdas?
Kineas asintió.
—La atmósfera de este lugar va a acabar dándose con todos nosotros. Dejemos que el espartano haga su vida durante un tiempo.
Diodoro asintió, aunque saltaba a la vista que no estaba conforme.
— Diodoro —dijo Kineas—. Gracias. Me alegra que me lo hayas dicho. No siempre veo las cosas de la misma manera que tú. Pero, a veces, no hacer nada es lo mejor que se puede hacer.
Diodoro frunció el ceño.
—Estoy empezando a sospechar que aquí cada cual guarda un secreto. Más vale que vaya a buscarme uno para mí.
Su gente se solazaba en la playa tirando discos, venablos o flechas; los corceles comían loto y perejil cerca de los carros de los capitanes…
Ilíada
, Canto II
La festividad de Apolo en otoño, el Paenopsion, era una fiesta bulliciosa. Una jornada de sacrificios y banquetes daba paso, al menos en Olbia, a un desfile vespertino de niños con antorchas que llevaban en alto los productos de la ciudad y guirnaldas de pastelillos de trigo preparados para la ocasión con la forma de la lira de Apolo. Mientras caminaban, cantaban:
Eiresione trae siempre cosas buenas;
higos y grandes panes para comer,
suave aceite y dulce miel,
una copa de rebosante vino
para que Ella beba y descanse.
Cuando cayó la noche cerrada, el desfile dio paso a los bailes, la bebida y las carreras de caballos. Kineas encontró que los sacrificios eran demasiado ostentosos; alguien había gastado grandes sumas de dinero en elaboradas pompas. El arconte sólo acudió para el gran sacrificio, fuertemente escoltado por Menón y cincuenta soldados.
Casi todos los hombres de Kineas asistieron luciendo sus mejores ropas civiles y mezclándose con las elites de la ciudad. Ajax hizo su primera aparición pública ante la sociedad de Olbia y de inmediato se convirtió en el centro de un círculo de admiradores: su belleza los atraía a pesar de su condición de mercenario y de sus respectivas facciones políticas. Kineas no tuvo que estar cerca del muchacho para reparar en la oleada de comentarios cuando los admiradores descubrieron quién era su padre: casi todos los mercaderes de Olbia hacían negocios con Isocles de Tomis.
De hecho, sus hombres circulaban tan libremente que Kineas se encontró prácticamente solo en la carrera de antorchas, atendido sólo por el chico getón, Sitalkes. No tenía ganas de entrar hombre en otro círculo y no veía a Nicomedes ni a ningún otro hombre de los que había conocido. A quién sí vio fue a Coeno cruzando apuestas, pero sus nuevos amigos no eran de su agrado.
Kineas se puso a vagar entre el gentío. Contempló la posibilidad de retirarse a sus aposentos. Deseaba encontrar a Cleito, pero éste no parecía hallarse presente. Kineas vio a Filocles saludando a voz en cuello a un desconocido en la penumbra de las antorchas y le tuvo un poco de envidia. Filocles hacía amigos con facilidad.
Cleito, cómo no, estaba inscribiendo a un caballo para que tomara parte en la carrera. Kineas se sintió idiota por no haber caído en la cuenta de que todos los ricos propietarios de caballos estarían haciendo lo mismo. Fue hasta el borde de la pista que daba la vuelta al templo y se abrió paso entre la muchedumbre de esclavos y trabajadores; todos inspeccionaban los caballos tratando de adivinar a cuál sería mejor apostar.
Cuando encontró al hiparco en funciones, se dirigió a él levantando la voz.
—Buena suerte para tu caballo, Cleito.
—Que Apolo bendiga tu casa —contestó Cleito—. Es tan asustadiza que me temo que no va a correr. No le gustan las multitudes.
Kineas se fijó en los dos esclavos que sujetaban a la yegua mientras ésta sacudía la cabeza con los ojos desorbitados.
—¿Está acostumbrada a las antorchas?
—Hasta hoy, hubiese dicho que era inmune al fuego —respondió eleito encogiendo los hombros. Saltaba a la vista que no iba a pedir consejo, pero ya no sabía qué más hacer.
Kineas volvió a mirar a la yegua.
—Ponle anteojeras como hacen los persas.
Cleito negó con la cabeza.
—No sé de qué me hablas.
Kineas se agachó para que su cabeza quedara a la altura de la del chico getón.
—Ve corriendo a buscar un pedazo de cuero crudo; al menos de este tamaño.
Sitalkes torció el gesto, pensativo.
—¿Dónde esa cosa a conseguir voy, señor?
Kineas se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Es una tarea difícil. Sorpréndeme. O mejor, ve a nuestra cuadra y pídeselo a Ataelo. —El chico echó a correr antes de que terminara la frase—. También necesitaré un cuchillo y un poco de hilo —gritó Kineas a sus espaldas.
Cleito miraba a su yegua, que intentaba recular.
—No sé. Prefiero borrar mi nombre antes que hacerle daño. Y la carrera comenzará en cuanto el aro del sol alcance cierta marca; falta muy poco.
—Inténtalo como te digo. Si el chico no regresa a tiempo, siempre podrás borrarte. —Kineas miró el caballo, una belleza de pecho amplio y cabeza altiva, y agregó—: Borrarse traería mala fortuna en una fiesta del templo.
—No te falta razón —dijo eleito—. Mientras tanto, intentaré una cosa por mi cuenta.
Cleito llamó a un esclavo y juntos se pusieron a acariciar a la yegua para apaciguarla murmurándole palabras de cariño. Kineas se alegró al ver a Cleito trabajando: con demasiada frecuencia los hombres ricos perdían la habilidad de trabajar y esperaban que sus esclavos lo hicieran todo.
Sitalkes apareció a su lado. Ni siquiera jadeaba.
—Mira, señor. Mira, ¿bien?
—Muy bien. Buen trabajo. ¿Dónde lo has conseguido tan deprisa?
Kineas cogió un cuchillo afilado de otro esclavo y comenzó a partir el trozo de cuero por la mitad.
—Robado —dijo el chico sin mirarle a la cara. Kineas siguió cortando.
—¿Te ha visto alguien?
El chico getón se irguió.
—¿Parezco idiota? ¡No!
Kineas abrió unos agujeros en la correa de cuero con la punta del cuchillo.
—Tráeme la brida —pidió.
Las anteojeras no eran perfectas: cuando se las puso a la yegua, una se sostenía correctamente pero la otra se agitaba, asustándola aún más. Kineas cogió hilo y las cosió en su sitio. Estaba terminando cuando llamaron a los caballos para la carrera. Era muy oscuro y apenas veía lo que hacía.
—Agradezco el esfuerzo, pero tendré que borrarme. —Cleito le observaba inquieto—. Han llamado a los caballos.
—Aguarda. Sólo es un momento, un par de puntadas. Listos. Pónselo en la cabeza. ¿Ves?
Kineas miró en derredor buscando al jinete: Leuconte, el hijo de Cleito, a quien le habían presentado precipitadamente un rato antes. Cuando lo vio le dijo:
—No podrá ver a los lados. Tenlo presente cuando intentes adelantar a otro jinete.
La yegua parecía más aquietada. Cleito y Leuconte se la llevaron entre el gentío y Kineas siguió a los esclavos de Cleito hacia la línea de llegada, donde todos los propietarios y sus criados estaban congregados a la luz de una de las hogueras del templo. Las antorchas se iban encendiendo en las llamas y eran entregadas a los jinetes.
Kineas no pudo seguir la evolución de la carrera más que de oídas: un coro de gritos y vítores que avanzaba como el propio fuego alrededor del recinto del templo. Pero al llegar a la meta, los caballos ofrecieron un espectáculo formidable; cruzaron la línea en tropel con las antorchas desprendiendo una estela de fuego tras ellos. La yegua de Cleito quedó tercera y Leuconte recibió una corona de laurel.
—Quiero hablar contigo sobre la reunión de tropas de mañana —dijo Kineas cuando las felicitaciones y agradecimientos comenzaron a languidecer.
—No tengo planes de causarte problemas. Tú eres el profesional —contestó Cleito mientras cepillaba a la yegua.
—Necesitaré tu ayuda para lograr que esos hombres se avengan a hacer instrucción.
Kineas pensó que con Cleito lo mejor sería hablar claro. Cleito se volvió, apoyó una mano en la grupa de su yegua, cruzó los pies y sonrió.
—¿Siempre tienes tanta prisa, ateniense? Va a requerir tiempo, y suerte, lograr que esos chicos practiquen cualquier cosa. Mira, mañana será un caos: tendremos suerte si acuden todos los que figuran en esa maldita lista. Ven a cenar conmigo mañana; trae a tus oficiales, así nos iremos conociendo. Y ¿puedo darte un consejo? No tengas tanta prisa.
Kineas le cogió una almohaza a un esclavo y se puso a cepillar el otro costado de la yegua.
—Sabio consejo. Pero tengo mis motivos para darme prisa.
—Gracias otra vez por las anteojeras. Son peligrosas en una carrera nocturna, pero el resultado ha merecido el riesgo, ¿eh? Aunque eso me ha obligado a aguardar a que acabaras de hacerlas. ¿Me sigues? Veamos qué ocurre mañana. Quiera Apolo que todos los hombres tengan la sensatez de acudir; si algún necio se hace arrestar, no tendremos un solo día de paz.
—Que el dios escuche tus palabras. Ojalá vengan todos. —Kineas devolvió el cepillo al esclavo—. Voy a irme. Hasta mañana.
—Buenas noches, pues. Leuconte, da las buenas noches al caballero.
Kineas despertó a sus hombres al rayar el alba y los puso a limpiar las cuadras, a montar más campos de tiro y a cepillar a los caballos hasta que relucieron. Montados, con armadura, clámides y cimeras nuevas, presentaban un aspecto magnífico. Kineas los hizo formar en el extremo del hipódromo que daba al cuartel media hora antes de la hora fijada.
Los aristócratas de la ciudad llegaron todos juntos pocos minutos antes de la hora convenida. Entraron montados o a pie en el hipódromo y enseguida se esparcieron por la arena formando grupos de diez o doce, con algún que otro solitario y un pelotón de dos docenas, todos bien montados, reunidos en torno a Cleito.
Kineas dejó a sus hombres a cargo de Diodoro y fue a caballo a reunirse con Cleito. Mientras avanzaba al paso, observó a la concurrencia. Eran jinetes excelentes, mucho mejores que sus homólogos de Atenas o Corinto. Montaban tan bien como los macedonios o los tesalios, tal como había esperado. También tenían gustos peculiares en cuanto a guarniciones. Más de uno llevaba pantalones sakje o gorro de estilo tracio, y los arneses de sus monturas a menudo eran más sakje que griegos.
Cleito le echó una mirada y volvió la cabeza, después se dirigió hacia atrás y gritó a sus hombres que dieran media vuelta y se unieran a los hombres de Kineas en el otro extremo. La cola de la columna aún estaba entrando al hipódromo, pequeños grupos de hombres sin caballo.
Detrás de los rezagados, Kineas vio la figura oscura de los soldados de Menón.
—Problemas —dijo mientras los señalaba con la fusta. Cleito se echó hacia atrás su pesado casco corintio para poder ver mejor.
—Más vale que hayan acudido todos esos idiotas. ¿Cómo quieres pasar lista?
Kineas indicó el lugar donde los hombres de Cleito se habían reunido con los suyos, formando un frente imponente.
—Primero los que han venido bien equipados. Luego haremos formar al resto y los aleccionaremos; primero a los que van montados, luego a los que han traído armadura pero no caballo, y por último a los que no tienen ni armadura ni caballo. Así los menos preparados serán los que pierdan más tiempo.
—Se nota que ya has hecho esto antes —dijo eleito sonriendo con pesadumbre.
—Dos veces al año en Atenas. —Kineas hizo una seña con la fusta a Niceas, que galopó por la arena hasta él casi derribando a dos hombres muy fornidos—. ¿Tienes el rol?
—Aquí mismo. —Niceas se tapó la boca para sofocar la tos.
—Primero los hombres que acaban de formar filas. Luego pasarán los nuestros. Los hombres que hayan terminado la instrucción pueden desmontar y relajarse. Cleito y yo empezaremos a seleccionar el rebaño— Kineas señaló a los cientos de hombres que pululaban por el hipódromopara ver a quiénes te enviamos al final.
Niceas asintió y saludó.
—¿Quién es tu hipereta? —preguntó Kineas a Cleito.
—Mi hijo. Leuconte. Le conociste anoche.
—¿Puedo enviarlo a ayudar a Niceas para que no parezca que todo es obra mía?
—Bien pensado. ¡Leuconte!
Cleito aferró las rodillas al lomo del caballo, se levantó en la silla y rugió. Su hijo iba resplandeciente con una clámide azul oscuro y un peto dorado: uno de los hombres mejor equipados de la ciudad. Kineas le mandó reunirse con Niceas.
Finalmente, pasaron lista sin incidentes. Tres hombres del cuerpo de caballería no se presentaron, pero los tres por razones admisibles: uno estaba en Pantecapaeum por negocios y los otros dos, enfermos, aunque ambos enviaron sustitutos. Una vez finalizada la instrucción, los reunieron a todos en un extremo del hipódromo. Hacía frío y se apiñaron para darse calor.
Kineas los inspeccionó de lejos. Menos de una cuarta parte no llevaba armadura de ninguna clase, aunque muchos sostenían que la tenían en casa. Más o menos la mitad habían acudido montados, mayormente los hombres más jóvenes.
—¿Quieres decir algo? —preguntó Kineas.
—Te mueres por hacerlo —dijo eleito—. Adelante. Sólo recuerda que hacerles enfadar no servirá de nada.
Kineas se aproximó a los congregados. Su voz, cuando comenzó a hablar, fue un rugido que acallaba cualquier interrupción.
—¡Hombres de Olbia! ¡Hoy nos hemos reunido para servir a esta ciudad! Yo lo hago por la soldada, vosotros por amor a vuestro hogar. ¿Es posible que algunos de vosotros améis la ciudad más que otros? ¿O que el oro que me pagáis sea más valioso para mí que vuestro amor por la ciudad para vosotros? ¿Es posible que alguno de vosotros realmente sea tan pobre como para no soportar la carga que conlleva servir en la caballería y que carezca de los caballos y armas que son precisos para ello?
Bajó la voz porque era el único hombre que hablaba.
—Cualquier cosa que merezca la pena ser hecha merece ser bien hecha. Así lo decía Sócrates, y lo mismo mi padre. No tiene sentido fingir que se tiene un escuadrón de caballería en la ciudad. No tiene sentido desperdiciar vuestro valioso tiempo dándoos instrucción para un servicio que no podéis llevar a cabo; y no os llevéis a engaño, caballeros: por el momento no podéis llevarlo a cabo. Aunque los dioses os hicieran ofrenda ahora mismo de buenos caballos de batalla persas, entrenados desde el nacimiento para la guerra, y de armaduras hechas por el propio Hefestión y de armas recién salidas de su forja, no duraríais ni un minuto enfrentados a un escuadrón de verdad.—Sonrió—. Con sólo un poco de trabajo, podríamos cambiar eso. Con un poco de trabajo, podríamos convertiros en caballeros lo bastante buenos para participar en los desfiles de la ciudad, tal como hace la caballería ateniense. Tal vez lo bastante buenos para rivalizar en precisión con los hombres de Menón.