—¡Dos filas conmigo! ¡A formar! —gritó Kineas. Apenas podía ver entre la arena de la playa que se estaba levantando con toda aquella actividad, y el maldito casco no ayudaba. Replegó las carrilleras y se lo puso en lo alto de la cabeza. Likele s se había situado a un lado de él y Niceas al otro, y los demás se aproximaban deprisa. Crax se situó detrás de él, torpe para mantenerse en formación como solía ocurrirles a los novatos, aunque saltaba a la vista que era un jinete nato.
Likeles no se había molestado en ir a por su casco. Se volvió hacia Crax.
—¡Bienvenido a los hippeis, chico! —Y luego a Kineas—: ¿Lo has libertado?
Kineas sintió una íntima alegría al oír con claridad el susurro del dios; libertar al chico había sido un acto acertado.
—Era un pésimo esclavo —espetó Kineas, y todos los hombres rieron.
Ajax terminó de bajar la colina precipitadamente y se situó a la izquierda de la fila. En lo alto de la serrezuela se oyó movimiento y las risas cesaron de golpe. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la cresta se llenó de caballos y jinetes: el brillo de arneses multicolores y el inconfundible resplandor del oro se repetían una y otra vez hasta que todas sus huestes relucieron al sol, que también arrancaba destellos a las armaduras de hierro y bronce y a las puntas de las lanzas.
—Oh, bendita Atenea, no nos abandones a nuestra suerte en este trance —entonó Likeles a su lado.
Niceas soltó una elaborada maldición irreverente.
La aparición de los escitas fue un duro golpe para Kineas.
Eran más espléndidos que cualquier caballería persa que hubiese visto jamás, y sus monturas, mejores. Hacían que sus catorce jinetes se vieran pobres y rastreros.
«Qué mala suerte —pensó—. Mejor sería haber muerto en la campaña del niño rey.»
Sin embargo, exclamó:
—Silencio. Firmes. Ni un movimiento. ¡Sed griegos!
Los persas siempre se habían impresionado con las muestras de disciplina, sobre todo en los enfrentamientos desiguales. Kineas se caló el casco de golpe y las carrilleras rebotaron contra sus mejillas.
Dos jinetes se separaron del grueso en lo alto de la colina e iniciaron el descenso. Una trompeta de sonido grave tocó tres veces y el resto de los escitas comenzó a bajar por la ladera pausadamente, formando dos cuernos por los flancos que cortaron la playa por el norte y por el sur mientras el cuerpo central se detenía a una distancia desde donde podían alcanzarlos con sus arcos.
Kineas pensó que era una maniobra impresionante, sobre todo tratándose de bárbaros. Pero estaba respirando de nuevo porque uno de los jinetes que se aproximaba era sin duda Ataelo y el otro, casi con toda seguridad, una mujer.
Al cruzar el linde de la playa, aminoraron el paso. Kineas alcanzaba a ver que la esbelta acompañante de Ataelo iba con la espalda erguida, y que llevaba un abrigo de cuero pálido con un dibujo de líneas azules. También lucía un collar de oro que la cubría desde la garganta hasta la mitad del pecho. Llevaba el pelo recogido en dos gruesas trenzas. Cuando la tuvo más cerca vio que tenía los ojos azul oscuro como el mar y pobladas cejas que nunca se habían depilado y que le conferían una mirada muy seria. Y era joven.
Kineas se volvió.
—Quedaos sentados como estatuas. Creo que vamos a vivir para contarlo. Niceas, conmigo.
Kineas y Niceas avanzaron a caballo por la arena blanda para encontrarse con los escitas que se aproximaban.
Ataelo levantó una mano a modo de saludo y le dijo elgo a la mujer. Ella permaneció callada. Luego dijo unas pocas palabras, como un amable recordatorio, según le pareció a Kineas.
—Saludos, Ataelo. ¿Éstos son tu pueblo? —dijo Kineas procurando sonar autoritario y confiado. La mujer miraba atentamente a la compañía que tenía a sus espaldas.
—No, no. Pero como mi pueblo. ¿Sí? Y ella dice: «No gustar no ver cara.» ¿Sí?
Ataelo abrió las palmas de las manos como dando a entender que no entendía la manera de hacer de las mujeres, o de los jefes.
Kineas entregó sus lanzas a Niceas y se quitó el casco.
—Saludos, señora —dijo.
Ella sonrió y asintió con la cabeza. Dio media vuelta a su caballo e hizo una seña al cuerpo principal de sus huestes. Otro jinete salió de las filas y se acercó. Mientras observaba al hombre que se aproximaba…, no, era una mujer, según vio entonces Kineas, y la primera mujer le habló en voz baja a Ataelo. Y no fueron cuatro palabras.
Ataelo iba asintiendo. A mitad del discurso, algo le sorprendió y protestó, y acto seguido ambos comenzaron a escupirse mutuamente en lengua bárbara.
«¡Hermes de los viajeros! —pensó Kineas—. ¡Lo que ella quiera, Ataelo!».
La mujer dejó de escupir y adoptó de nuevo un tono amable. Ataelo se puso a asentir otra vez. La segunda mujer se acercaba al trote; era la trompetera. Muy persa. Sólo que Kineas había oído rumores…
Ataelo se volvió hacia él.
—Ella dice «paga tributo para pasar por mi tierra». —Hizo una pausa—. Ella dice «dos caballos robados a los getas cabrones», y también dice «medio talento de oro». Y yo digo «no tenemos nada para medio talento de oro». ¿Sí? Así que ella dice «¿para mí, oro?», y yo digo «Kineas para oro». Así que dale oro. Y dos caballos. Y nosotros amigos y hacemos banquete y cabalgamos en paz.
«Ahí va el tesoro de la compañía.»
—¿Arni? Coge la bolsa de cuero negro de mi caballo de carga y tráela aquí. —Señaló a los caballos del equipaje—. Pregúntale si le gustaría elegir sus caballos —dijo.
Ataelo tradujo. Ella habló.
—Dice que eliges tú —contestó Ataelo encogiendo los hombros otra vez.
Kineas retrocedió hasta donde tenían el equipaje, cogió la bolsa que le tendió Arni y eligió a dos de los mejores caballos getas: el de Likeles y el de Andrónico. Habría que recompensarles con lo que quedara en las arcas comunes. Los condujo con la rienda corta y se los entregó a la mujer, que los cogió. Apoyó un momento una mano encima de la suya. Su mano era pequeña comparada con la de Kineas, de dedos finos pero articulaciones prominentes; de trabajar, pensó Kineas. Las suyas eran ásperas. Ella llevaba un pesado anillo de oro en el pulgar y otro anillo con una piedra verde en otro dedo. De cerca, vio que el dibujo lineal de su abrigo de cuero era un delicado bordado de pelo azul. Los conos de oro llenos de pelo de colores que colgaban de las costuras del abrigo hacían música al moverse. Llevaba encima la paga mensual de una compañía entera de caballería. Su corcel era excelente: tan bueno como el de Kineas, y éste había sido el caballo de batalla de un noble persa.
Kineas le sonrió como un profesional a otro, como si los uniera una broma privada. Ella le correspondió gentilmente.
Kineas abrió la bolsa que contenía el tesoro de la compañía y se la pasó.
—Dile que es cuanto tenemos. Dile que coja lo que considere justo; no estoy escondiendo nada.
La jefa escita se alteró. En realidad, no hacía falta comprender la lengua bárbara para entender que estaba maldiciendo igual que Niceas. Sostuvo en alto uno de los broches de oro y su trompetera gritó algo. Ataelo habló brevemente y señaló a Kineas. La jefa escita le miró. Cogió los dos broches y le devolvió la bolsa. Le habló directamente, mirándolo de hito en hito.
—Dice «esto para nosotros. Esto robado. Tú matar getas: bien. Y estos dos valen más de lo que debes para tributo». Y está enfadada, capitán. Muy enfadada. Pero no para nosotros. ¿Sí?
Ataelo asentía sentado en su caballo. Kineas bendijo la hora en que algún dios le había enviado al escita. Hermes; casi seguro que el dios de los viajeros y los ladrones le había enviado al escita como guía, porque sin él aquella mujer los habría matado a todos. Lo percibía. Percibía la cólera que emanaba de ella, que endurecía y afeaba su semblante.
La escita llevaba una fusta de oro en la silla, le hizo una seña con ella y volvió a hablarle, sólo unas pocas palabras, y luego giró en redondo y galopó de regreso al grueso de sus huestes con su trompetera pisándole los talones.
Ataelo meneó la cabeza.
—Piedad para cabrones getas —dijo—. Hicieron jodida estupidez. Mataron a alguien, no sé para quién. Pero la jodieron, van a morir.
Kineas inspiró profundamente.
—¿Le dijiste que nosotros matamos al hombre que llevaba esto y que dispersamos a sus jinetes?
—No le importa. Enfadada y joven. ¡Eh! ¡Tú me debes, capitán!
Ataelo parecía contento.
—Y una mierda —dijo Niceas, sus primeras palabras en diez minutos—. Todos nosotros te debemos.
Ataelo sonrió, enseñando algunos dientes careados.
—¿Dónde campamento?
—Vamos a acampar junto al río.
Kineas señaló hacia el lugar que Likeles había encontrado en la playa. Varios jinetes del batallón escita cabalgaban hacia ellos. No parecían amenazadores. En realidad, parecían curiosos. Dos de ellos se acercaron hasta que sus ponis estuvieron nariz con nariz con los dos griegos. Uno de ellos señaló a Kineas con su fusta y le dijo elgo a Ataelo.
—Dice: ¡buen caballo! —dijo Ataelo. Ataelo miró en derredor, hizo girar a su caballo y miró colina arriba. Parecía molesto.
Kineas tenía otras cosas de las que ocuparse. Al cabo de nada la compañía estaba rodeada de escitas que cabalgaban flanqueando su formación, señalando cosas diversas. Uno de ellos soltó un chillido y acto seguido todos le imitaron. Salieron al galope playa adelante, recorrieron un estadio y se pararon. Ataelo regresó junto a Kineas.
—Se ha ido —dijo. Se encogió de hombros—. Ella dice campamento y comer pero se ha ido. —Meneó la cabeza—. Cab rones getas tienen problema.
—¿Crees que ha ido en busca de los getas ahora mismo? ¿Así, sin más? —Kineas no quitaba ojo a los demás escitas, unos veinte, que les aguardaban playa abajo. Se volvió para mirar a sus hombres y a los caballos, vio fugazmente a su cautivo, el chico getón, y un mal pensamiento le acudió a la mente—. Niceas, encárgate de los hombres. Que se pongan la armadura ahora mismo. Caballeros, derechos a la playa. Haced caso omiso a los bárbaros. Hay que asegurarse de que no la líen.
La compañía prosiguió el avance en fila de a dos.
Kineas llevó su caballo de batalla a la altura de Crax, que montaba su yegua. Tuvo que dominar el ímpetu de su semental que, excitado por el olor de la hembra, torcía el belfo y resoplaba.
—Crax, en cuanto acampemos, y hablo en serio, mete al chico getón en una tienda y no salgáis para nada. Estos bárbaros…
Se dio cuenta de que no podía decir gran cosa. Los bárbaros iban contra los getas. Él acababa de luchar contra ellos. Lo más probable era que Crax no atinara a ver la diferencia.
Pero Crax la entendió. Asintió con la cabeza.
—La amazona quiere sangre —dijo de sopetón.
—¿Amazona? —preguntó Kineas, pasmado ante la erudición del ex esclavo.
—Amazona. Mujeres que luchan. —Crax se volvió a mirar al chico getón—. Yo le protegeré.
—No la líes, chico. —Kineas deseó tener tiempo para explicarse, ansió que entendiera un poco la política de las llanuras o que supiera de dónde habían salido aquellos malditos broches. La columna seguía avanzando. Los escitas mantenían la distancia—. ¿Eres getón? —preguntó.
Crax le miró de soslayo y escupió.
—No —dijo—. Bastarno.
Kineas había oído hablar de los bastarnos. —Pero ¿conoces a este pueblo? —preguntó.
Crax negó con la cabeza.
—Los getas son ladrones. Los escitas son monstruos. Nunca toman esclavos, sólo matan, queman y se van. Tienen poderes mágicos.
Kineas puso los ojos en blanco. No era el único que estaba escuchando y oyó algunos comentarios a sus espaldas.
—La magia, Crax, la magia es un cuento para meter miedo a los esclavos y a los niños.
Crax asintió.
—Claro. —Miró alrededor—. Tienen hombres… —Hizo una pausa, claramente inseguro sobre qué más decir—. Son horribles. Todo el mundo lo dice. Los getas sólo son ladrones. —Miró a Kineas—. ¿Es verdad que soy libre?
—Sí —dijo Kineas.
—Lucharé por ti. Para siempre —respondió Crax.
Acamparon junto al río antes de que el sol hubiera empezado a bajar por el cielo. Las tiendas se armaron en un santiamén después de que Kineas y Niceas hubieran explicado claramente el motivo a todos, y Crax desapareció con el chico getón mientras los escitas andaban atareados montando su propio campamento. Ataelo no se reunió con ellos. Estacó a sus caballos con los de los griegos y se puso en cuclillas ante la primera fogata que encendieron. Kineas se sentó a su lado.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó, señalando hacia el horizonte de levante para hacer hincapié.
—Joven mujer enfadada? —Ataelo encogió los hombros—. Noble.—Empleó una palabra que normalmente significaba «virtuoso» en griego. Kineas no logró entenderlo.
—¿Es de alta cuna? ¿Una reina?
—No. Figura pequeña. Tribu grande. Asagatje. Decenas de decenas de decenas de jinetes pueden poner en las llanuras y aún quedan muchos para campamento, otra vez. Ellos para Khan; Khan como rey para ellos. ¿Sí? Khan de asagatje muy gran hombre. Tiene nobles, ¿sí? Tres decenas de decenas, nobles. Todos asagatje.
Kineas inspiró profundamente.
—¿El rey de los asagatje tiene miles de guerreros y esto sólo es un batallón pequeño a las órdenes de un noble?
Ataelo asintió.
—¿Y ella es joven y está enfadada y quizás ansiosa por hacerse un nombre, y ha cogido a sus soldados de caballería para ir en busca de los getas, que están a cuatro días de aquí?
—Los getas pasan por piedra mañana —dijo Ataelo.
Lo rotundo de su respuesta le dio un escalofrío.
—¿Mañana? —preguntó Kineas—. Ese trayecto nos llevó tres días a nosotros.
—Los asagatje son sakje. Los sakje cabalgan por la hierba como el viento del norte, deprisa y deprisa y nunca descansa.—Ataelo se dio un golpe en el pecho—. Yo sakje. —Se dio otro golpe—. Cabalgo de día. Cabalgo de noche. Cabalgo de día otra vez. Duermo para caballo. Más caballo para lucha, como capitán, ¿sí?
Niceas intervino desde el otro lado de la hoguera.
—Por los huevos de Ares. Así pues, ¿mañana atacará a los getas y regresará?
Ataelo asintió con vehemencia. Golpeó su palma izquierda con el puño derecho haciendo un ruido como el de un mandoble de espada.
—Atacar, sí.
Kineas y Niceas cruzaron una prolongada mirada. Kineas dijo:
—Bien. Nos levantamos con la última guardia, partimos en cuanto haya luz en el cielo. Todos los que no estén de guardia, a acostarse.