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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (13 page)

BOOK: Tirano
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—¿Por eso le habéis pegado y habéis desenvainado la espada? Salid afuera, los tres.

Las manos de Kineas no se movieron de su cinturón pero lo dijo con suma frialdad.

Filocles se irguió y apuró la medida de vino que tenía en la mano. Parecía dispuesto a discutir el asunto.

—¡Ahora! —dijo Kineas.

Filocles le miró de hito en hito. Sus ojos brillaban con fiereza, como los de un animal, y asintió moviendo apenas la cabeza, como diciendo que obedecería esta vez. Parecía un hombre diferente por completo. Pero se marchó.

Kineas se dio cuenta de que el bodeguero era, en realidad, un esclavo. Rara vez había visto un espécimen más adusto. Le lanzó unas cuantas monedas de bronce. El esclavo soltó una palabrota y exigió más; escupía mentiras cual perro rabioso echando espuma por la boca. Kineas se mantuvo en sus trece hasta que el esclavo se calló, y luego volvió a salir a la calle. Niceas todavía estaba regateando el precio del grano con un factor, y una muchedumbre de hombres había comenzado a congregarse en el ágora, muchos de ellos provistos de lanzas otra vez.

Diodoro se abrió paso entre los caballos de la columna.

—El transbordador está cerrado. No sé qué disparate me han dicho. Quieren extorsionarnos con el precio. Si quieres saber mi opinión…

Kineas asintió.

—Diría que no les gustamos. ¿Comercio con los getas? Sólo los dioses lo saben. Y tampoco les gusta Ataelo.

Kineas asintió de nuevo, al tiempo que revisaba la columna de arriba abajo.

—Montad —dijo—. Nos largamos de aquí.

Salieron de Antifilos tan deprisa como habían entrado. Y no iban a cruzar a Nikanou en el transbordador, lo cual significaba que se disponían a cabalgar cuatro días adentrándose en territorio bárbaro para rodear la bahía. Kineas pensó que quizás acababa de tomar una decisión precipitada y estúpida, pero había algo corrompido en Antifilos, y algún dios le había susurrado que era hora de marcharse y él nunca ignoraba esos susurros.

Diez estadios al sur de la ciudad, cuando estaba cuestionando su decisión y procurando ignorar el hosco silencio de la compañía, llegaron a una solitaria finca griega cuyo granjero se afanaba en desenterrar un arado con dos esclavos jóvenes y un caballo. Antes de que el sol se desplazara un dedo más hacia el oeste, habían cerrado un trato y acampado en medio de un olivar, y toda la reata de caballos se estaba atiborrando de un grano cuyo precio satisfizo tanto a ambas partes que muchos de los hombres se quitaron la túnica y se emplearon a fondo con el recalcitrante arado, entre empellones, gritos y risas hasta que la reja quedó libre, y luego corrieron a la orilla arenosa de la bahía y se arrojaron al agua con el barullo de una carga de caballería: «¡Ártemis, Ártemis!». Kineas aceptó una copa de vino que le ofreció el granjero, de nombre Alejandro, y se sentó con las piernas cruzadas sobre un taburete finamente labrado en el patio de la granja, disfrutando de la sombra del único árbol.

—Poca gente viene por estos pagos, salvo los barcos de grano que buscan un cargamento —dijo el granjero—. No recuerdo la última vez que vi a un grupo rodeando la bahía por el camino largo. —Señaló hacia el oeste con el mentón—. Veo que llevas a un escita contigo; es una buena idea. Los hay por todas partes en los veinte estadios al oeste de aquí. Os interceptará una banda a diario.

Kineas le escuchaba apoyando el mentón en la mano.

—¿Son conflictivos?

Alejandro negó con la cabeza.

—A mí no me causan problemas, y no dejes que algún insensato te diga lo contrario. Cuando aparecen por aquí les doy una copa de vino y soy cortés; es lo único que hace falta. Para ser bárbaros, son buena gente; son unos demonios cuando beben mucho, y malvados cuando se enfadan. Así que mejor no contrariarlos, digo yo. Mi esposa les tiene miedo; ella es sindona, así que no le falta razón, ¿cierto?

Kineas pensó que aquel hombre estaba sediento de conversación.

—¿Sindona? —preguntó.

El granjero señaló con el pulgar por encima del hombro en dirección a la costa.

—Los escitas son tan nativos de esta tierra como tú y yo. Los sindones estuvieron aquí antes, o al menos eso dicen. Son los que labran la tierra: los escitas sólo gravan el grano que cosechan. Y luego los griegos volvemos a gravarlo en las ciudades, pero aun así, es barato.

—Para nosotros no. Hemos intentado comprar grano en la ciudad. Pedían precios de Atenas.

Alejandro se rió.

—Supondrían que no teníais alternativa. ¡Cabalgar por las llanuras! O sois muy listos o estáis locos de remate. Veo que os las tuvisteis con los getas.

Kineas asintió.

—Buenos ponis. Me gustaría compraros un par —dijo elejandro.

Kineas tomó un sorbo de vino.

—Son propiedad de mis hombres. Tendrás que negociar con ellos.

—Será más fácil si lo hago contigo. Os doy cincuenta medidas de grano y dos lechuzas de plata por cada poni.

Kineas calculó rápidamente.

—¿En sacos?

—En banastas. Sacos no. Voy bastante escaso de tela, ahora mismo, pero son buenas banastas.

—Hecho. Puedo vender cuatro.

Kineas iba calculando qué precio darle al grano para que los hombres sacaran un beneficio de sus ponis. Dinero fácil.

Si vivías para gastarlo.

El día siguiente amaneció gris y lluvioso, con pesadas nubes en el oeste y olas que barrían la bahía.

—Mejorará por la noche, pero para entonces estaréis empapados —dijo elejandro—. Deberíais quedaros. Esos jamelgos que lleváis podrían aprovechar el día para comer. Y a vosotros os prepararíamos algo de pescado. Venga, Kineas. Quédate un día.

Kineas ya había olvidado lo que era sentirse bienvenido. Muy pocos hombres recibirían de buen grado a una tropa de mercenarios, pero esa clase de problema nunca se había dado allí. Alejandro había tomado sus precauciones: cerraba las verjas por la noche y, aunque tenía hijas, Kineas no había tenido ocasión de verlas. Seguramente estarían encerradas en el sótano o en las habitaciones altas de la exedra de la granja.

Los hijos eran otro cantar. Alejandro tenía media docena de hijos, de edades comprendidas entre los veinticinco años del mayor, un hombre alto, modesto, taciturno y trabajador, hasta Ictino, a quien todos llamaban Eco. A Eco se le oía a todas horas siguiendo a los soldados, repitiendo cualquier cosa que dijeran, tratando de ayudar. Tenía quince años e intentaba lucir barba. Los seis hijos aparecieron juntos para encender una hoguera en la playa por la tarde cuando el cielo, según lo previsto, mostró signos de despejarse. Escampó tan deprisa que el cielo quedó totalmente azul y las tiendas se secaron antes de que la tarde comenzara a caer. Todos los hombres tenían ganas de comer pescado. La cebada y la carne eran bastante buenas, pero uno se hartaba de comer cada día lo mismo.

Cuando tuvieron el equipo limpio y reparado, todos los hombres recogieron leña para la pira de Graco. Alejandro, el granjero, tuvo la amabilidad de dejar que cogieran leña de sus plantaciones, y en la playa había madera que el mar había arrastrado a la orilla. Levantaron una pira tan alta como dos hombres y colocaron su cuerpo encima a la antigua usanza. Ya olía a muerto, pero igualmente lavaron el cuerpo y dispusieron los miembros según dictaba la tradición. Graco había sido bastante popular.

Los hijos prepararon el pescado con su madre de una manera sorprendente. Primero trajeron un único pez, enorme, adquirido a última hora de la mañana a un cayuco que pasaba por allí. Pusieron el pescado entero entre dos capas de arcilla, cavaron en la playa, encendieron una fogata encima del hoyo en cuanto dejó de llover y luego enterraron el pescado envuelto en arcilla con brasas calientes usando palas de hierro. Kineas pasó casi todo el día obligando a sus hombres a limpiar y engrasar los arreos, a almohazar a los caballos y a remendar rotos y descosidos. El granjero fue muy solícito con las necesidades de esta última tarea, ya que les proporcionó cordel de lino, aceite y trozos de cuero.

Tanta hospitalidad suscitaba recelos en Kineas. No le gustaba tener que desconfiar de una buena acogida, pero lo hacía. Apostó un centinela con los caballos. Cerró la venta de cuatro ponis de los getas y se los entregó a su nuevo propietario mientras observaba con satisfacción las alforjas de esparto llenas de grano que cargarían los demás ponis. Se iría de la granja con más grano del que llevaba al inicio de la expedición.

Al regresar de supervisar la transacción comercial, se tumbó sobre su clámide en la tienda y descubrió que alguien había sacado lustre a su jabalina ligera: la punta relucía como un espejo, el astil de madera estaba untado de aceite con tal esmero que los nudos parecían peces nadando en un arroyo. Al lado estaba su jabalina pesada, cuidada de igual manera.

Encontró al esclavo Arni sentado con los demás esclavos, jugando a la taba. Todos se pusieron de pie con vergüenza. Crax evitó su mirada y el chico nuevo, el getón cuya vida había salva do, se estremeció al levantarse.

—Normalmente cuido yo mismo de mis armas, Arni, aunque agradezco el cuidado que les has prodigado.

Kineas le ofreció un óbolo de bronce. Arni negó con la cabeza y sonrió, revelando que le faltaban unos cuantos dientes.

—No he sido yo. Ya les he dicho que las armas de los soldados son sus herramientas. No nuestro trabajo. Pero el chico no me ha hecho caso.

Arni miró a Crax con afecto. Crax miró a Kineas a los ojos.

—Las he limpiado yo. La jabalina ligera estaba dañada del combate. He cortado unos dedos del astil y he vuelo a ponerle la punta. Un hijo del granjero me ha ayudado con los remaches.

«Así que has decidido entrar en razón», pensó Kineas. Lanzó el óbolo al esclavo más joven.

—Has hecho un trabajo esmerado, Crax. ¿Te acuerdas de lo que te dije? Trabaja bien y serás un hombre libre.

—Sí, señor —respondió muy serio.

—Lo dije de veras. Lo mismo vale para vuestro nuevo hermanito. No necesito esclavos. Necesito hombres que sepan montar y luchar. Y necesito saber lo que vosotros dos queréis ser para cuando entremos en Olbia. Diez días, dos semanas a lo sumo. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Crax.

El chico nuevo estaba aterrado. Crax le dio un codazo y le dijo elgo en bárbaro, y el chico nuevo tosió y farfulló algo que quizá fuese un «sí, señor» en lo que podría pasar por mal griego.

Kineas dejó a los esclavos disfrutando de su parte del día de descanso y caminó hasta la playa, donde se habían dispuesto divanes de paja para veinte. Le llegó el aroma del pescado que se estaba cociendo bajo las brasas del suelo. Se preguntó si la arcilla se convertiría en cerámica alrededor del pescado. Así fue.

Mientras el Auriga se preparaba para meter el sol debajo del mundo, se sentaron a darse un festín de pescado, con salsas apropiadas y vino, un tinto bastante recio que ya había dejado atrás sus mejores días pero que subía a la cabeza. Alejandro brindó y bebió, y lo mismo hicieron sus hijos, igual que todos los hombres de la tropa de Kineas, hasta que la última luz se desvaneció del cielo y las espinas del pescado gigante quedaron bien limpias.

Diodoro, en el diván de paja contiguo, bostezó y se desperezó, su pelo como un halo de fuego bajo los últimos rayos del sol.

—Mejor día de lo que esperaba cuando estaba en ese asqueroso villorrio. Te lo agradezco, Alejandro, y que los dioses os bendigan a ti y a los tuyos por vuestra hospitalidad.

Kineas derramó una libación al suelo y alzó su kílix bien alto.

—¡Escúchame, Atenea, protectora de los soldados! Este hombre ha sido nuestro amigo y nos ha brindado sagrada hospitalidad. Tráele buena fortuna.

Uno tras otro, los soldados añadieron sus bendiciones. Unos hablaron con simple devoción, otros con retórica aristocrática. Cuando la copa volvió a manos de Kineas, derramó una nueva libación.

—Éste es el mejor banquete de exequias que podríamos haber celebrado por Graco. Así pues, alzo mi copa por él para que su fantasma descienda al Hades y more con los héroes, o para que encuentre el destino que más le complazca.

A diferencia de Kineas, Graco había sido un ferviente devoto de Deméter. Kineas no estaba iniciado en ese culto ni deseaba saber qué sino imaginaban esos fieles en la otra vida, pero deseaba lo mejor para el fantasma de su amigo.

Niceas apeló a la indulgencia de su anfitrión y refirió unas cuantas anécdotas sobre la valentía de Graco y otra de corte cómico sobre su fanfarronería que hizo reír a los hombres. Los ojos de los hijos más jóvenes del granjero brillaban como lechuzas de plata a la luz de la hoguera. Y luego todos se pusieron a contar aventuras de Graco y de otros hombres que habían caído en los últimos años.

Coeno se levantó y, con una mano en la cadera, relató la historia de la batalla en los vados del Éufrates, cuando una avanzada de veinte de ellos alcanzó la cola del ejército de Darío a la luz de la luna.

—Graco fue el primero en segar una vida —dijo parafraseando al Poeta—, y un medo cayó al río a sus pies cuando le clavó la lanza en el cuello.

Laertes contó cómo Graco se batió en duelo con uno de los oficiales macedonios; a caballo, con jabalinas. Aquello le hizo ganar buena y mala fama en un día, y lo que Kineas recordaba mejor era el tiempo que pasó conjurando la ira del rey Alejandro. Pero fue toda una efeméride.

Alejandro el granjero escuchaba educadamente y mezclaba el vino con mucha agua como haría todo hombre que estuviera siendo bien entretenido, y sus hijos no perdían detalle. El mayor escuchaba como un hombre visitado por seres de otro mundo, pero Eco lo hacía como un hombre hambriento ante suculentas viandas.

Finalmente, Agis, lo más parecido a un sacerdote que tenían, se levantó y derramó vino en la arena.

—Hay quien habla de la amargura de cuando el bronce da en el blanco y la oscuridad cae sobre tus ojos. Hay quien dice que la muerte es el final de la vida y también quien sostiene que es el principio de algo nuevo. —Alzó su copa—. Pero yo digo que Graco fue cortés y valiente; que fue temeroso de los dioses y que murió empuñando la espada. La muerte es la última suerte de todo hombre y mujer, y Graco fue al encuentro de la suya con una canción en los labios.

Agis cogió una tea de la hoguera, una rama de pino llena de resina que llameaba al viento, y todos los hombres congregados, incluso los hijos del granjero, hicieron lo mismo y caminaron por la playa hasta la pira funeraria. Cantaron el himno a Deméter y también el peán, y luego arrojaron sus antorchas al montón de leña, que prendió como si lo hubiese alcanzado un rayo de Zeus: un buen augurio.

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