Read Tirano Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (11 page)

BOOK: Tirano
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—«De ahí que aconsejo a los jóvenes que no desdeñen la caza ni ningún otro estudio. Pues éstos son los medios por los que los hombres serán buenos en la guerra y en todas las cosas en las que debe primar la excelencia de pensamiento, palabra y obra.»

Por alguna razón, eso le recordó que aún tenía los rollos de Isocles con los cuatro libros de Herodoto y se apenó, pues dudaba que fuera a disponer de tiempo para leer y temía que los papiros se humedecieran hasta resultar ilegibles.

Filocles se situó a su altura.

—¿Es sagrado este sitio, o puedo cabalgar aquí?

Kineas recobró plena conciencia.

—¿Sagrado? —dijo.

—Sólo Niceas cabalga a tu lado; o Ataelo, supongo, y Coeno cuando necesita dar rienda suelta a su erudición. Y yo estoy aburrido y los muslos me escuecen, y un poco de amable conversación distendida me haría más llevaderos los próximos estadios.

Kineas miraba por encima de la cabeza del espartano.

—Me parece que has venido al lugar equivocado si lo que buscas es conversación. ¡Niceas! —Levantó la mano—. ¡Alto! ¡Caballos de batalla y armaduras, ya!

La disciplinada columna rompió filas. Los soldados mayores fueron los más rápidos; Niceas ya llevaba puesta la armadura y montaba a su mejor caballo mientras Ajax aún buscaba en un canasto la espada que le habían prestado. Filocles no tenía armadura, de modo que aguardó en su montura y observó a Kineas ponerse la suya.

—¿Qué has visto? —preguntó.

—Ataelo. Viene hacia nosotros a galope tendido y tirando a sus espaldas; un buen ardid si eres capaz de aprenderlo. No, más lejos. Mira hacia ese valle.

Tras trincar el peto y el espaldarón, Kineas se abrochó el casco, bajó las carrilleras e intentó dominar a su caballo de batalla, que no se dejaba montar.

Pasó otro minuto mientras los hombres terminaban de ponerse los cascos o forcejeaban con correas y hebillas. Niceas repartió jabalinas. Kineas por fin montó a su caballo, avergonzado de parecer un recluta novato delante de sus hombres. La hierba crecía en densas matas que formaban pequeños montículos y hacía casi imposible caminar y aún más difícil montar. Los caballos, en cambio, parecían moverse a sus anchas entre las matas de hierba. Vista de lejos, la accidentada llanura se extendía hasta los montes del fondo como una tela verde ondulada, sin indicios del traicionero suelo que ocultaba el exuberante herbazal.

Ataelo se encontraba a una loma de distancia y Kineas vio a los jinetes que le perseguían unos pocos estadios tras él. Eran hombres menudos en caballos menudos. Algunos llevaban arcos, la mayoría jabalinas y ninguno de ellos armadura. El grupo era bastante numeroso. Mientras los contemplaba, Ataelo cambió de dirección, se alejó de la tropa de Kineas y enfiló hacia el norte, manteniéndose fuera del alcance de las flechas.

—¡ Diodoro! Coge a…, coge a Ajax y ayuda al escita. Poneos en su flanco y hostigadlos si ves que os ignoran. El resto, rodilla con rodilla. ¡Ahora! ¡Dos filas y adelante!

Contaba con diez combatientes, una cantidad mínima, pero tenían ciertas ventajas y el escita había traído a los getas muy cerca. Pensó que tendría una oportunidad de cargar contra ellos y dispersarlos, y forzar así un encuentro cuerpo a cuerpo en el que sus grandes caballos militares alimentados con grano podrían más que sus ponis.

—Conmigo. Al trote.

Los getas seguían avanzando hacia ellos. A aquella distancia apenas verían las armaduras y el tamaño de los caballos les sería difícil de juzgar.

—¡A por ellos! —Kineas se había hecho con el corcel, estaba listo para acoplarse a la fuerza de los poderosos cuartos traseros del animal. Confió en que el semental supiera galopar sobre las matas de hierba; si se equivocaba, estarían muertos en un santiamén—. ¡Ártemis! —gritó, y los veteranos le corearon: «¡Ártemis, Ártemis!». Fue un pálido remedo del vocerío que habían levantado cuando eran trescientos, pero aun así se hizo oír.

La carga inicial iba a ser fructuosa. Ya lo sentía en los huevos, veía el siguiente acto de la obra con la misma facilidad que si la hubiese escrito él mismo. Se alzó un poco en la silla, apretó los lomos del caballo con las rodillas y arrojó su jabalina contra el costado de un getón. El siguiente hizo girar a su poni sobre la grupa, tirando brutalmente del bocado, pero fue demasiado lento y el caballo de batalla de Kineas pasó por encima del caballo más pequeño sin cambiar el paso. Un chico, valiente o quizá tan sólo paralizado, le aguardaba sentado en su montura con el arco en tensión. Kineas agachó la cabeza para que la punta de la flecha le diera en el casco y se inclinó hacia delante empuñando la jabalina pesada. La cuerda del arco tañó, un sonido diferenciado incluso en plena refriega.

La flecha falló, los dioses saben adónde fue, y Kineas dio la vuelta a la jabalina con ambas manos y la blandió como un garrote, derribando al chico de la silla. Una vez efectuado el golpe dio la vuelta otra vez al palo y volvió la cabeza. Aflojó las riendas y usó esa misma mano para colocarse bien el casco y poder ver: miró a izquierda y derecha en busca de amigos y enemigos.

Niceas estaba a su lado y mascullaba una letanía de plegarias a Atenea, con su jabalina pesada del revés y sujeta por el medio, que goteaba rojo al suelo. Antígono estaba en su otro flanco y empuñaba la espada pesada. El caballo le causaba problemas, daba brincos y relinchaba. Olor a sangre. Caballo nuevo. Kineas no tenía que pensar en aquellos detalles, simplemente los tenía presentes, tal como veía los movimientos de un combate en su mente.

Coeno y Agis cabalgaban juntos a unos cuantos cuerpos de distancia. Coeno estaba rematando a un hombre tendido en la hierba. Tenía una larga señal roja en el muslo derecho. Ninguno de los demás parecía estar herido.

Kineas usó las rodillas para obligar al caballo a girar en redondo. Al contar a sus hombres vio que le faltaba uno. Había getas muertos y heridos por todas partes, y un grupo dos veces más nutrido se batía en retirada por la ladera de la primera colina. Mientras contemplaba la huida, uno de ellos recibió en plena espalda una flecha del arco de Ataelo y cayó despacio, resbalando de la silla hasta desplomarse contra el suelo. Su caballo se detuvo y se puso a pastar. Los demás getas siguieron huyendo. Agis probó un lanzamiento largo de jabalina desde el caballo pero falló y renegó, y al cabo los getas supervivientes fueron engullidos por una ladera y se dio por terminado el combate.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Kineas avistó al escita, que regresaba al galope. Un abrir y cerrar de ojos. Kineas había hecho un mal gesto con el hombro y le dolía un músculo desgarrado de la espalda. Se sentía como si hubiese estado arando un campo todo el día. Se volvió hacia Niceas.

—¿A quién han derribado?

Niceas negó con la cabeza encasquetada.

—Voy a ver, señor. —Y se marchó al paso.

Al cabo de un momento Niceas regresó con la espalda encorvada como si fuese un anciano.

—Graco —dijo. Se volvió, con la mano en el amuleto, y luego miró a Kineas—. Le alcanzó una flecha en medio del cuello en cuanto empezamos a galopar. Muerto.

Kineas sabía que Graco y Niceas habían sido amigos; a veces algo más que amigos.

—Qué desperdicio. Estúpidos bárbaros: debemos de haber matado a diez de los suyos.

—Más de diez. Y tres prisioneros. El chico que derribaste. ¿Lo quieres?

Kineas asintió.

—Por eso no lo he matado. Él y Crax podrán conspirar a nuestras espaldas.

Niceas asintió con pesadumbre.

—Los otros dos están heridos.

Kineas oyó que alguien alternaba un horrible maullido lastimero con un bramido de agonía. Cabalgó de regreso hasta el primer hombre que había derribado; había hecho un buen lanzamiento: la jabalina le atravesaba el pecho y seguramente le había cortado el corazón. Dio un tirón desganado al astil sin moverse de la silla. La jabalina no se movió. Siguió adelante, trotando con cuidado por las matas hasta los hombres heridos. El que gritaba tenía una jabalina clavada en el vientre. Podría vivir mucho rato pero sufriría lo indecible. Al otro le había cortado una mano de cuajo con una espada pesada. Se estaba desangrando, tenía la mirada perdida. Intentaba detener la hemorragia con la otra mano, pero apenas le quedaban fuerzas. El dolor le había dejado exánime.

Cada vez que entraban en acción el final era idéntico. La guerra en toda su gloria. Kineas fue hasta el hombre que gritaba y le atravesó la cara vuelta hacia arriba con su jabalina pesada. Clavar, torcer. El hombre cayó hacia delante sobre su propio regazo, mudo en el acto. El otro hombre se volvió y levantó la vista hacia él. Enarcó un poco las cejas, como sorprendido.

—Hazlo —dijo en griego gutural.

Kineas rindió silencioso homenaje a su valentía y rezó a Atenea para que le otorgara el mismo coraje cuando le llegara la hora. Clavar. Torcer. El segundo hombre murió tan deprisa como el primero.

—Graco podrá tenerlos de remeros en la Estigia. Pobres desdichados. Niceas, pon a los esclavos a trabajar. Hay que recuperar todas las jabalinas. La mía la he dejado un estadio más atrás clavada en un pobre diablo getón. ¿Algún otro herido? —Miró en derredor—. Sube a Graco a lomos de su caballo.

Ajax le estaba mirando con aversión. Se agarraba un brazo con firmeza. Kineas le señaló.

—Ajax, muéstrame ese brazo.

Ajax negó con la cabeza. Tenía las comisuras de la boca blancas.

—Antígono, baja a Ajax de su caballo y ocúpate de su brazo. Ajax, así es la guerra. Es lo que hay, chico. Hombres matando a hombres; normalmente los fuertes matando a los débiles. Tal cual. El resto, desmontad todos menos Ataelo y Likeles. Tú y el escita reunid a los caballos.

Likeles era uno de los mejores jinetes, y los caballos le adoraban. Se fue en pos del escita que ya estaba en el llano usando su espada corta para arrancar la cabellera a los hombres que había matado. Era una truculenta costumbre bárbara y Kineas apartó la vista de inmediato.

Kineas permaneció montado, con la armadura puesta. Fue de un hombre a otro, intercambiaba unas pocas palabras, una chanza o una maldición. Se aseguraba de que no estuvieran heridos. El espíritu divino que se adueñaba de un buen hombre en la lucha podía privarle de la capacidad de sentir una herida. Kineas había visto a hombres, buenos hombres, caer tuertos después de una batalla, encima de un charco de sangre, sin siquiera saber que habían resultado heridos. A los caballos podía sucederles lo mismo, como si también ellos estuvieran poseídos por el daimon de la guerra.

La herida de Coeno era leve, pero Kineas encargó que Niceas se ocupara de ella mientras él atendía a Ajax. Cuando hubo visto al resto, Kineas cabalgó a tedio galope hasta el siguiente promontorio e inspeccionó desde la vertiente opuesta las colinas que se alzaban a lo lejos. Las aves carroñeras ya estaban acudiendo al festín de Ares. El olor a sangre y excremento tapaba el del sol y la hierba, corrompiéndolo. Se le vencieron los hombros y las manos le temblaron un rato. Pero los getas no regresaron y al cabo recobró el dominio de sí mismo. Una vez reunidos los caballos getas y untadas de miel las escasas heridas, la columna prosiguió su avance por el mar de hierba.

Acamparon temprano porque los hombres estaban cansados. Encontraron un riachuelo en cuya orilla se erguía un puñado de árboles viejos con suficientes ratas caídas para encender una hoguera. Kineas comprobó con agrado que Crax estaba trabajando. Se movía cansinamente, pero se movía. El esclavo de Ajax cocinaba un estofado de corzo y cebada de sus provisiones. Los hombres comieron con hambre y luego se tumbaron tranquilamente.

Niceas no habló salvo para preguntar por el entierro de su amigo, pero Kineas negó con la cabeza.

—Mañana en la ciudad —dijo—. Le haremos una pira.

Niceas asintió despacio y fue a servirse una segunda ración de comida. Ajax evitaba a Kineas, y se sentó al otro lado de la hoguera. Filoc les, que no había participado en la batalla, fue a tenderse al lado de Kineas, que daba buena cuenta de su cuenco de estofado. El espartano señaló a Ajax con el mentón.

—Está nervioso —dijo—. Deberías hablar con él.

—No. Me ha visto matar a los cautivos. Piensa… —Kineas hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. «Yo también estoy nervioso.»

—Bah, tiene que hacerse mayor. Habla con él o mándalo a casa.

Filocles tomó un bocado de su rancho y añadió un trozo de pan duro al cuenco para que se reblandeciera.

—Tal vez mañana.

—Como quieras. Pero yo lo haría esta noche. ¿Te acuerdas de tu primer combate?

—Sí. —Kineas los recordaba todos.

—¿Mataste a alguien?

—No —dijo Kineas, y se echó a reír porque su primera batalla había sido un desastre, pues él y todos los hippeis atenienses se habían retirado sin manchar de sangre sus armas y odiándose por ese motivo. Los hoplitas desdeñaban a los hippeis porque podían salir airosos de una derrota aplastante.

Filocles volvió a dirigir el mentón hacia el chico mientras masticaba.

—Cortó la mano de ese hombre. De un mandoble. Y como el pobre cabrón aún estaba vivo, tú has tenido que acabar la faena. ¿No lo ves? Eso da mucho que pensar a un muchacho de su edad.

Mordió su chusco de pan y masticó, con restos de estofado pegados a la barba.

—Tú eres el maldito filósofo, espartano. Habla tú con él.

Filocles asintió en silencio unas cuantas veces seguidas. Tomó otro bocado de pan y se limpió la barba con los dedos. Y miró a Kineas mientras masticaba. Kineas le sostuvo la mirada, irritado porque le estaba dando la lata, aunque sin enfadarse.

Filocles siguió masticando y tragó.

—No eres tan duro como aparentas, ¿verdad?

Kineas negó con la cabeza.

—Es un buen chico. Tú quieres que vaya y le diga lo que todos los demás que están en torno a la hoguera ya saben. ¿Cierto? Sólo que una vez que lo sepa, nunca volverá a ser un buen chico, ¿me equivoco?

Filocles rodó sobre sí mismo para tenderse boca abajo y se quedó mirando el fuego o quizás el contenido de su cuenco.

—Será si le dices eso. Yo le hablaría en términos que entienda. Honor. Virtud. ¿Por qué no?

—¿Realmente hay honor y virtud en Esparta? ¿Matando prisioneros porque trae demasiadas complicaciones salvarlos?

—Si matar a esos dos te está corroyendo las entrañas, ¿por qué lo has hecho? Yo no estaba presente, pero tengo la impresión de que hubiesen querido un final rápido. —Filocles sorbió sopa de su cuenco—. Por Ares y Afrodita, Kineas. El chico no sufre por que hayas liquidado a esos dos. Eso sólo es lo que se dirá a sí mismo. Es porque sabe que es el responsable. Él lo hizo: le cortó la mano, luchó, de hecho le mató. ¿Cuántos combates has visto?

BOOK: Tirano
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Spanish dancer : being a translation from the original French by Henry L. Williams of Don Caesar de Bazan by Williams, Henry Llewellyn, 1842-, Ennery, Adolphe d', 1811-1899, Dumanoir, M. (Phillippe), 1806-1865. Don César de Bazan, Hugo, Victor, 1802-1885. Ruy Blas
Beyond the Grave by C. J. Archer
Hush, Hush #1 by Becca Fitzpatrick
An Assassin’s Holiday by Dirk Greyson
Full Circle by Danielle Steel
Aries Revealed by Carter, Mina
Bitter Bonds by Lex Valentine