Fueron a medio galope hasta el potrero. Todos sus hombres estaban despiertos y Niceas le abrió el cercado al gris sin que Kineas tuviera que avisar.
Niceas sostuvo la cabeza del gris mientras desmontaron. —Ya ha estado aquí antes. Parece inofensivo. Igual sería un buen prokusatore.
Kineas se encogió de hombros.
—Me ha costado mucho entenderle, pero creo que quiere comprar un caballo y largarse de aquí.
Diodoro estaba estirando las piernas contra el muro del potrero. Su pelo, por la mañana, era una maraña de serpientes rojas como las de Medusa, y no paraba de apartarse de la frente los mechones más rebeldes.
—¿Quién puede culparle? Pero si es escita, sería un buen guía.
Kineas tomó una decisión rápida y fue hasta el galo.
—Suelta al bayo de la mancha blanca en la cara y tráelo aquí. Antígono asintió y se abrió paso entre los caballos. El escita fue hasta el muro del potrero y se sentó apoyándose en él, ensuciando de tierra los pantalones de cuero como si no le importara. Parecía contento contemplando los caballos.
Cuando Antígono le trajo el bayo, Kineas lo llevó hasta donde estaba el escita.
—Mañana nos vamos a Olbia —dijo muy despacio.
—Claro —respondió el escita. Imposible saber si lo había entendido.
—Si nos guías hasta Olbia, te regalaré este bayo.
El escita miró al caballo. Se puso de pie, le pasó una mano por el lomo y montó de un salto. En un santiamén, se puso al galope, saltó el muro del potrero y enfiló el camino que subía a la llanura.
Para un grupo de soldados profesionales fue una vergüenza que los hubiese cogido tan absolutamente desprevenidos. Se había ido, dejando un ligero rastro de polvo de cascos bajo el sol matinal, antes de que a ninguno de ellos se le hubiese ocurrido montar o hacerse con un arma.
—Vaya —dijo Kineas—. Culpa mía. Parecía inofensivo.
Niceas seguía con la vista fija en el polvo, una mano en su amuleto.
—Lo que se dice daño, no nos ha hecho.
—Desde luego sabe montar. —Coeno observaba los restos de polvo haciendo visera con la mano. Sonrió—. El Poeta los llamaba centauros, y ahora sabemos por qué.
No cabía hacer nada útil al respecto. No conocían las llanuras ni tenían tiempo para dar caza a un escita solitario durante días. Niceas los puso a todos, incluso a Kineas, a limpiar sus arreos y a empacarlos bien para el inminente viaje. Se pusieron de acuerdo en partir a la mañana siguiente. No era que tomasen decisiones democráticamente, era tan sólo que acataban mejor las órdenes si participaban a la hora de determinarlas.
Como era de prever, Kineas fue objeto de un sinfín de bromas de los ciudadanos: les había privado de su mascota escita, ¿no se le había ocurrido nada mejor que invitar a un escita a montar un caballo? ¿Acaso dejaría que un niño jugara con fuego? Y más por el estilo. Calco no hacía más que reír.
—Ojalá me hubiesen despertado para verte montar con ese borracho. ¡Las cosas que me pierdo!
Si abrigaba algún rencor por la velada de la víspera, éste lo disipó por completo la vergüenza de su huésped aquella mañana.
—Me iré en cuanto amanezca.
Era bien cierto que Kineas estaba avergonzado, y se sorprendió alisando con los dedos el dobladillo de su túnica, un viejo hábito.
Calco observó a los hombres que untaban el cuero con aceite en la potrera.
—¿No puedo hacer nada para que entres en razón y te quedes?
Kineas levantó las palmas de las manos.
—Tengo un contrato, amigo mío. Cuando lo haya cumplido y tenga uno o dos talentos de plata… ¡Vaya!, entonces estaré encantado de entablar esta conversación otra vez.
Calco sonrió. Fue la primera vez que Kineas le vio sonreír realmente contento en dos días.
—¿Te lo pensarás? Con eso me basta. Esta noche e invitado a Isocles, y su hija vendrá a cantar para nosotros. Una velada familiar; nada que pueda impresionar a una chica. Échale un vistazo.
Kineas se dio cuenta de que Calco, pese a sus autoritarias maneras, se estaba empleando a fondo para que Kineas fuese bien recibido.
—¿Tú, de casamentero?
Calco le echó un brazo a los hombros.
—Lo dije cuando llegaste. Tu padre salvó a toda mi familia. Y yo no soy de los que olvidan. Acabas de llegar de la gran ciudad, piensas que soy una rana grande en una charca pequeña. Lo sé. Y lo soy. Isocles y yo discutimos por todo, pero somos los acaudalados del lugar. Y hay sitio para más. La charca no es tan pequeña.
Tratándose de Calco, aquél era un discurso largo y emotivo. Kineas lo abrazó y fue correspondido con un fuerte apretujón.
Calco se fue a supervisar la carga de esclavos de un barco con destino a Ática. Kineas prosiguió su tarea con los arreos. Estaba sentado con la espalda apoyada en la parte exterior del cercado para que el muro le diera sombra, con una brida desmontada y un nuevo cabestro que coser, cuando el joven Ajax surgió de la nada.
—Buen día tengas, señor —dijo.
—Tu seguro servidor, Ajax. Por favor, acepta el asiento que ofrece esta mata de hierba.
Kineas la indicó con un ademán y le pasó un odre lleno de vino amargo que Ajax bebió como si fuese ambrosía.
—Mi padre te envía esto por si te interesa leerlo —dijo Ajax. Llevaba una bolsa de pergaminos colgada al hombro como un estudiante en el ágora. La dejó en el suelo.
Kineas abrió uno, echó un vistazo al escrito, obra de un copista esmerado, y vio que se trataba de Herodoto.
—Sólo es el Libro Cuarto, la parte sobre los escitas. Porque, bueno, mi padre dice que te marchas…, que os marcháis mañana. A Olbia. Así que no tendrás mucho tiempo para leer.
Kineas asintió y cogió el cabestro.
—Seguramente no tendré tiempo ni de leer el primer rollo —dijo.
Ajax asintió. Luego se sentó en silencio. Kineas reanudó su trabajo, usando un punzón fino de bronce y el apoyo de un trozo de madera blanda para abrir una pulcra hilera de agujeros en cada lado del nuevo cabestro. De tanto en tanto miraba a Ajax por el rabillo del ojo: el muchacho estaba inquieto, toqueteaba retales de cuero y trozos de hilo. Pero guardaba silencio. A Kineas le gustó su silencio.
Siguió trabajando. Cuando hubo abierto los agujeros, enceró un trozo de cordel de lino y enhebró una aguja. La aguja era demasiado grande para aquel cometido, pero era la única en buen estado que tenían en el campamento. Entonces comenzó a coser.
—El caso es… —comenzó Ajax, pero perdió los ánimos y las palabras quedaron flotando en el aire.
Kineas las dejó en suspenso un ratito mientras terminaba el trozo de cordel y enhebraba otro.
—¿El caso es? —dijo con discreción.
—Quiero ver el mundo —anunció Ajax.
Kineas asintió.
—Me parece loable.
—Aquí nunca pasa nada —puntualizó Ajax.
—Eso me suena bien.
Kineas se preguntó si podría vivir en un sitio donde los festivales y el gimnasio eran los únicos acontecimientos. Pero aquel día, enfrentado a la pérdida de un caballo, a un viaje incierto y al tirano de Olbia, consideró que una vida presidida por cierto grado de aburrimiento parecía preferible.
—Quiero…, quiero unirme a tu cofradía —admitió Ajax—. Quiero cabalgar con vosotros. Sé montar. No soy muy bueno con la jabalina pero puedo aprender, y se me dan bien el boxeo, la lucha y la lanza. Y pasé un año con los pastores, puedo dormir al raso, encender un fuego. Maté un lobo.
Kineas levantó la vista.
—¿Qué dice tu padre?
Ajax sonrió abiertamente.
—Dice que puedo irme contigo si eres tan tonto como para aceptarme.
Kineas se rió.
—Por todos los dioses. Es justo lo que me figuraba que diría. Esta noche viene a cenar.
Ajax asintió con vehemencia.
—Yo también. Y Penélope, mi hermana, cantará. Canta de maravilla, y sus tejidos de lana son mejores que los de cualquier mercader. Y es guapa; está mal que sea yo quien lo diga, pero lo es.
Kineas nunca hasta entonces se había encontrado con tan instantánea adoración por su persona. No pudo dejar de deleitarse con la admiración que le profesaba el muchacho. Aunque no por mucho rato.
—Será un placer conocer a tu hermana. Hablaré con tu padre esta noche. Pero Ajax, somos mercenarios. Llevamos una vida muy dura. Luchar para el niño rey era servir como soldado por la ciudad, en cierto modo, aunque luego nos dispensaran una mala acogida cuando volvimos a casa. Dormíamos a la intemperie, eso sí. Y cosas peores. Días sin dormir. Noches de guardia, a caballo, en territorio enemigo. —La voz se le fue apagando, y luego dijo—: La guerra ya no es lo que era, Ajax. Ya no hay batallas de paladines. Las virtudes de nuestros antepasados rara vez se exhiben en la guerra moderna.
Decidió callarse porque sus palabras estaban surtiendo el efecto contrario al deseado. Los ojos del muchacho brillaban de entusiasmo.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete. Para el festival de Heracles.
Kineas se encogió de hombros. Ya tenía edad para ser un hombre.
—Hablaré con tu padre —dijo. Y cuando Ajax se puso a darle las gracias con la voz entrecortada, fue despiadado.
»¡Por el hijo sinvergüenza de Cronos, chico! Podrías morir absurdamente, en una lucha ajena: una reyerta callejera o defendiendo a un tirano que te desprecia. O alcanzado por la flecha de un bárbaro en plena noche. No se parece en nada a Homero, Ajax. Sólo hay suciedad, noches en blanco, la escoria de la sociedad y chinches. Y el día de la batalla, eres un hombre anónimo bajo tu casco: ni Aquiles ni Héctor, sólo un remero llevando la falange hacia el enemigo.
Palabras inútiles. Esperó que no fueran proféticas porque aún conservaba algo de Homero en él después de diez años de realidad. Le tenía pavor a morir en vano en un callejón o por una pelea en una taberna. Había visto cómo les sucedía a otros hombres.
Entrada la tarde tenían los arreos limpios y ordenados, revisaron los caballos, los demás hombres lo tenían todo dispuesto para la marcha, las armaduras y las jabalinas de cornejo empacadas en alforjas de paja para las bestias de carga. Kineas se había ido del potrero hasta el pie del roble solitario de la granja con una manta para remendar, pero se encontró con que le costaba mantener los ojos abiertos. La inminente cena le recordó a la chica, la hermana de Ajax, y lo que habría significado: un hogar, seguridad, trabajo. Y su mera mención le recordó que habían transcurrido meses desde la última vez que se había acostado con una mujer. Seguramente desde que abandonara el ejército. Y el contraste era vívido. Sin haber conocido siquiera a la hermana de Ajax, podía imaginarla, al menos a semejanza de sus propias hermanas. Recatada. Callada. Hermosa, distante, devota, prudente. Inteligente, tal vez, pero sin duda ignorante, carente de conversación.
Su relación más duradera en el ejército había sido con Ártemis. Obviamente, ése no era su verdadero nombre. Viajaba con la cáfila de menesterosos que se buscaba la vida sirviendo a la tropa. Era prostituta pero insistía en que la llamaran hetaira ya que estaba convencida de que algún día llegaría a serlo. Enérgica, dogmática, violenta en sus amores y sus odios, dada a beber vino sin diluir, había visto más guerra que la mayoría de los soldados pese a no haber cumplido todavía los veinte.
Había apuñalado a un oficial macedonio que intentó violarla. Se había follado a casi todos los hombres de su brigada, adoptándolos y siendo adoptada a su vez. Tenía su propio caballo, sabía recitar pasajes enteros de Homero y bailar cualquier danza que bailaran los hombres: todas las danzas militares espartanas, todas las danzas de los dioses. La víspera de una batalla, cantaba. Igual que Niceas, había nacido en un burdel cerca del ágora de Atenas. Hacía que toda la compañía, incluso los corintios y los jónicos, aprendieran el himno de Atenas, ciudad de la que era ferviente patriota.
¡Ven, Atenea, ahora más que nunca!
¡Deja que veamos tu Gloria!
¡Oh Doncella, oh Diosa, te rogamos
que a tus súbditos des la victoria!
Convirtió a insulsos seguidores en parte de la compañía, les conseguía casinos, dirimía sus riñas y los gobernaba. Y les otorgaba valor. Y una noche le dijo. Kineas:
—Una chica necesita dos cosas para triunfar en este ejército: un corazón duro y un coño húmedo. No sale en Homero, pero apuesto a que lo mismo valía para las chicas de Troya.
Ártemis era famosa por elegir una unidad que le gustara y unirse al hombre más fuerte de ella hasta que él fallecía o ella se impacientaba o él dejaba de mantenerla. No toleraba a quienes no la mantenían. Kineas la había conservado un año, en campamento y ciudad. Lo había abandonado por Filipo Kontos, un hiparco macedonio; fue una buena decisión profesional y no la odió por ello, aunque ahora le pasó por la cabeza, con los ojos cerrados bajo un árbol a orillas del Euxino, que había esperado que se quedara con él.
Igual que las mujeres, la vida. No abrigaba muchas esperanzas de convertirse en granjero.
Se quedó dormido y Poseidón le hizo soñar con caballos.
Montaba un caballo grande —o él era el caballo, y juntos fluían por una interminable llanura de hierba —flotando, galopando, avanzando sin parar. Había otros caballos que le seguían, hasta que salió de la llanura de hierba adentrándose en una llanura de cenizas. Y entonces relincharon y se quedaron atrás, y siguió cabalgando solo. Y entonces estaba en un río, un vado lleno de piedras. En la otra orilla había un montón de madera, tan alto como un hombre, que había arrastrado la corriente, y un único árbol muerto, y en el suelo, bajo los cascos de su caballo, los cuerpos de los muertos…
Se despertó con un sobresalto, se frotó los ojos y se preguntó qué dios le había enviado semejante sueño. Luego se levantó y fue al baño de la casa, entregó su mejor túnica a una esclava para que la planchara y dio unos cuantos óbolos a la mujer para que hiciera un trabajo esmerado. Ella le trajo jarros de agua caliente para el baño. Era atractiva: una mujer madura con buena figura, los pómulos altos y un tatuaje de un águila en el hombro. El sexo le cruzó la mente, pero ella no se dio por aludida y prefirió no forzar el asunto. Tal vez porque no lo hizo, la túnica le fue devuelta planchada con mimo, con cada uno de los pliegues abierto y primorosamente lavado, el lino de un blanco resplandeciente, de modo que con ella puesta parecía la estatua del hijo de Leto en Mitilene. La esclava aceptó su agradecimiento con una almidonada inclinación, guardando las distancias, locual llevó a Kineas a preguntarse cuáles serían las costumbres de la casa.