—¡Soldado de caballería! —dijo sorprendido; eran sus primeras palabras en horas. Señaló las pesadas botas, tan ajenas a los griegos, que solían ir descalzos o a lo sumo con sandalias—. ¿Dónde está tu caballo? —agregó, haciendo amago de sonreír.
Kineas asintió sin quitar el ojo de los hombres de la sección central y del patrón que hablaba con dos marineros en popa.
—Se proponen tirarte por la borda —dijo en voz baja.
El hombre de pelo largo se incorporó hasta sentarse.
—Zeus —dijo—. ¿Por qué?
—Necesitan un chivo expiatorio. El patrón también, o será él a quien sacrifiquen. Asesinó al armador. ¿Lo entiendes?
El muchacho aún tenía la cara verdosa y transida de dolor y amargura. Kineas se preguntó si estaba asimilando algo de lo que le decía. Siguió hablando, más para pensar en voz alta que para trabar conversación.
—Si mato al patrón, dudo que podamos llevar esta mierda de barco a puerto. Si mato marineros, acabaré en el fondo del mar.
Se levantó, flexionando las piernas para adaptarse al balanceo, y se echó el tahalí de su espada al hombro en bandolera. Anduvo hacia popa, mientras hacía como que no le preocupaba tener a la mitad de la tripulación a su espalda, hasta que tuvo claro que había llamado la atención del patrón.
—¿Cuánto falta para tocar puerto, patrón? —dijo.
Se hizo el silencio en las bancadas. El patrón echó un vistazo, calibrando el humor de la tripulación, pues se hallaba desprevenido para el conflicto, si es que iba a haber alguno.
—Los pasajeros deberían ocuparse de sus asuntos, no del gobierno del barco —contestó.
Kineas asintió como si estuviera de acuerdo.
—No dije nada cuando el trierarca izó la vela —dijo, lanzándole una clara indirecta—. Y mira cómo me veo. —Se encogió de hombros y levantó las manos para mostrar los verdugones sanguinolentos a fin de ganarse a parte de los tripulantes. Consiguió unos cuantos chasquidos de lengua, poco más—. Tengo que estar en Tomis
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antes de diez días. Calco de Atenas me aguarda.
Miró en derredor, captando las miradas de los hombres que tenía delante, preocupado por los que tenía detrás porque le constaba que los hombres asustados solían ser muy difíciles de convencer. No podía decirlo más claramente: «Si no llego a Tomis, gente importante interrogará sin clemencia a esta tripulación.» La expresión del patrón le dijo que había hecho diana y rezó, «rezó», para que el hombre tuviera dos dedos de frente. Calco de Atenas era el dueño de la mitad de la carga de aquella nave.
—No tenemos agua —dijo un tripulante de cubierta.
—Necesitamos remos, y la grieta se está abriendo como una puta del Pireo —dijo uno de los remeros veteranos.
Ahora todos miraban al patrón. Kineas percibió que las tornas cambiaban. Antes de que pudieran hacer más preguntas peligrosas, se subió a un banco.
—¿Hay algún sitio en esta costa donde varar la nave y arreglar la grieta? —preguntó en tono desenfadado, aunque su posición encima de ellos en el banco contribuía a conferirle autoridad.
—Sé de un lugar, a un día a remo de aquí —dijo el patrón—. Ya basta, marineros. Aquí no se discuten las órdenes. ¿Quizás el «pasajero» tiene algo más que decir?
Kineas se obligó a sonreír de oreja a oreja.
—Pues remaré un día más —dijo, y se bajó del banco.
En la proa, el espartano mareado tenía una jabalina cruzada al brazo, con la lazada para lanzarla tensa en el pulgar. Kineas le sonrió y meneó la cabeza, y el joven de la melena quitó tensión a la jabalina.
—Necesitaremos a todos los hombres —dijo Kineas como si tratara de entablar conversación, sin dirigirse a nadie en concreto. Su compañero de bancada de las primeras horas posteriores a la escorada asintió. Otros hombres apartaron la vista y Kineas suspiró, pues la suerte estaba echada y vivirían o morirían según se les antojara a los dioses.
Fue hasta la proa dando la espalda a los marineros, y el patrón gritó:
—¡Eh, los de ahí!
Kineas se puso tenso, pero lo que oyó acto seguido le sonó a música celestial:
—¡Los que estáis junto al mástil! ¡Os quiero ver bombeando, hijos de puta!
Los dos hombres que estaban junto al mástil obedecieron. Igual que los primeros avances del barco cuando los remos comenzaron a bogar, el sentimiento en cubierta también comenzó a mudar, y luego, pese a los murmullos, los hombres estuvieron de nuevo en sus bancos o achicando. Kineas esperó que el patrón realmente supiera dónde estaban, y dónde podrían varar el barco, porque la próxima vez dudaba de que su voz o su espada bastaran para cortar la maraña de animosidades extendida por cubierta.
Los dos ancianos que guardaban el faro del puerto de Tomis vieron el penteconter que se aproximaba.
—Ha perdido el mástil —dijo uno—. A quién se le ocurre bregar con este viento.
—Los remeros también están en las últimas. Le costará lo suyo llegar al malecón antes de la noche —dijo el otro.
Se sentaron y compartieron su desdén por un marinero tan idiota como para haber perdido el mástil.
—¡Dioses del Olimpo, mírale el costado! —dijo el primero mientras el sol se hundía en el horizonte. El penteconter ya estaba muy cerca de tierra, su proa tan sólo a una docena de esloras del malecón. El costado estaba recubierto con un trozo de vela relleno de fibras de amarra y pintado toscamente con alquitrán, una imagen patética—. Tienen suerte de estar vivos.
Su compañero bebió un trago de vino del odre casi vacío que compartían, lanzó una torva mirada a su primo y se secó la boca con la mano.
—Pena me dan los pobres marineros, macho.
—Y que lo digas —contestó el primo.
El penteconter metió la proa a resguardo del malecón antes de que fuese noche cerrada, su cubierta silenciosa como la de un barco de guerra salvo por la llamada a la boga. Las remadas eran cortas y débiles, y desde todos los rincones del puerto ojos expertos veían que hacía mucho que la nave no podía presumir de sus remeros ni mantener una buena velocidad. El penteconter dejó atrás el largo muelle donde los cargueros solían atracar y condujo su proa hasta la playa de guijarros que orlaba la desembocadura del río. Sólo entonces se oyeron los vítores de la tripulación, un sonido que dijo. la ciudad todo lo que cabía saber sobre los últimos cuatro días.
Tomis era una ciudad grande para lo que era habitual en el Euxino, pero su número de habitantes era reducido y las noticias viajaban deprisa. Para cuando hubieron bajado a tierra el equipaje de Kineas, el único hombre que conocía en la ciudad aguardaba de pie en la playa bajo la proa, junto a un esclavo que portaba una antorcha.
—Calco, por todos los dioses —gritó Kineas, y saltó a los guijarros para darle un abrazo.
Calco le agarró a su vez; primero lo abrazó y luego le hizo una llave de lucha, de modo que ambos se encontraron forcejeando por la grava en lo que tarda una gaviota en batir las alas, Calco sujetando las rodillas de Kineas para derribarlo, Kineas agarrando el cuello de su fornido adversario como un granjero agarraría a un ternero. Y luego ambos estaban de pie riendo con ganas, mientras Calco se arreglaba la túnica sobre su musculoso pecho y Kineas se sacudía la arena de las manos.
—Diez años —dijo Calco.
—Parece que el exilio te sienta bien —respondió Kineas.
—En efecto, así es. No volvería por nada. —El tono de Calco daba a entender que regresaría si pudiera, pero el orgullo le impedía decirlo.
—Recibiste mi carta.
Kineas detestaba pedir hospitalidad, la suerte de todo exiliado.
—No seas idiota. Claro que recibí tu carta. Tengo tu carta, y una reata de tus caballos, y a tu hipereta y a su pandilla de patanes. Hace un mes que les doy de comer. Algo me dice que no tienes ni orinal donde mear.
Kineas torció el gesto.
—Pienso devolverte… —comenzó.
—Claro que sí. Escucha, Kineas, he pasado por lo mismo. —Con un gesto negligente señaló el equipaje de Kineas al esclavo de la tea, que cogió el petate mientras soltaba un gruñido y un prolongado suspiro—. Aplaca ese orgullo, Kineas. Tu padre mantuvo al mío con vida. Nos entristeció saber que había muerto… y que tú estabas exiliado, por supuesto. Atenas es una ciudad gobernada por ingratos. Pero no te hemos olvidado. Además, el timonel dice que ayudaste a salvar el barco, y la carga es mía. Seguramente soy yo quien está en deuda contigo.
Miró más allá de Kineas a la tenue luz de la antorcha al ver que otro hombre saltaba por la borda a la playa.
El espartano se agachó, las greñas le taparon la cara, y besó sonoramente las piedras de la playa. Luego fue en pos de Kineas y se detuvo vacilante a dos pasos de él.
Kineas hizo un ademán hacia él.
—Filocles, un caballero de… Mitilene.
La pausa fue deliberada; pudo ver la confusión, incluso el enfado, en el semblante de Calco.
—Es espartano.
Kineas se encogió de hombros.
—Soy un exiliado —dijo Filocles—. Considero que el exilio tiene esta virtud, que a ningún exiliado puede hacérsele responsable de los actos de su ciudad.
—¿Va contigo? —preguntó Calco. Su sentido de la hospitalidad y la etiqueta se había deteriorado en el exilio, según constató Kineas. Calco estaba acostumbrado a ser el amo.
—El caballero ateniense me salvó la vida; me sacó del mar cuando casi no me quedaban fuerzas. —El espartano era regordete. Kineas nunca había visto a un espartano rechoncho hasta entonces, no se había fijado mientras estuvieron en el mar, pero allí, a la luz de la antorcha, resultaba evidente.
Calco dio media vuelta, un gesto descortés en el mejor de los casos, un calculado insulto hacia aquél, e hizo una seña hacia la playa.
—Bien. Puede quedarse conmigo, también. Es tarde para es tar fuera, Kineas. Me guardaré todas mis preguntas sobre «qué ha sido de fulano y mengano» hasta el nuevo día.
Si el espartano se ofendió, no dio ninguna muestra de ello.
—Muy amable, señor.
Pese a los días de esfuerzo físico y a las noches pasadas en vela, Kineas se despertó antes del amanecer y, al salir, se encontró con los primeros esclavos adormilados que acarreaban agua de un pozo a la cocina. Filocles había pasado la noche en el porche, como un criado, pero no parecía que eso le hubiese afectado demasiado, puesto que seguía dormido, roncando ruidosamente. Kineas contempló el alba y, cuando hubo suficiente luz para ver, bajó por el sendero que discurría por detrás de la casa hasta el potrero. En el cercado había dos docenas de caballos pastando, y constató con agrado que la mayoría eran suyos. Fue siguiendo la cerca hasta que vio lo que esperaba encontrar, una pequeña fogata encendida a lo lejos y un hombre de pie junto a ella con una lanza corta en la mano. Kineas caminó por el terreno accidentado hasta que el centinela lo reconoció, y acto seguido todos los hombres estaban despiertos, nueve hombres de barba poblada y con las piernas igualmente arqueadas.
Kineas los saludó uno por uno. Eran soldados profesionales, jinetes de caballería con decenas de años de guerra a sus espaldas y un montón de cicatrices, y ninguno de ellos tenía el dinero o los amigos necesarios para aspirar a ingresar en la clase de la caballería en ninguna ciudad. Antígono, el galo, tenía más puntos para ser esclavizado que nombrado ciudadano en ninguna ciudad, y él, como su amigo Andrónico, había comenzado con otros mercenarios enviados por Siracusa. El resto de ellos habían sido propietarios en ciudades que ya nada querían saber de ellos o que ya no existían. Likeles era de Tebas, que Alejandro había destruido. Coeno era corintio, amante de la literatura, un hombre cultivado con un pasado secreto: un hombre rico que por algún motivo no podía regresar a su patria. Agis era ateniense de Megara, un indigente de alta cuna que lo único que conocía de la vida era la guerra. Graco, Diodoro y Laertes eran los últimos ciudadanos atenienses de su cuadrilla, los últimos de los hombres que habían seguido a Kineas a Asia. Eran exiliados sin un céntimo.
Niceas, su hipereta durante seis años, se acercó el último y se abrazaron. Niceas, con cuarenta y tantos años, era el mayor de todos ellos. Tenía canas en su espesa cabellera negra y una cicatriz de espada persa en la cara. Era hijo de una esclava de un burdel del Pireo.
—Todos los muchachos que quedan. Y todos los caballos.
Kineas asintió, y divisó a su caballo de batalla favorito, el gris claro, en el otro extremo del cercado.
—Los mejores de ambos. ¿Sabéis adónde vamos?
Casi todos seguían medio dormidos. Antígono ya estaba estirando los músculos de las pantorrillas como un atleta. Negaron con la cabeza mostrando poco interés.
—El arconte de Olbia
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me ha ofrecido una fortuna para reclutar y entrenar a sus hippeis, su escolta montada personal. Si queda satisfecho con nosotros, nos hará ciudadanos.
Kineas sonrió.
Si esperaba emocionarlos, se llevó un chasco. Coeno hizo un gesto con la mano y habló con el desdén del verdadero aristócrata.
—¿Ciudadanos de la ciudad más bárbara del Euxino? ¿Al antojo de un tirano insignificante? Ya conseguiré mi ciudadanía con lechuzas de plata.
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Kineas se encogió de hombros.
—La edad es irreversible, amigos —dijo—. No desdeñéis la ciudadanía hasta que veáis la ciudad.
—¿Quién es el enemigo, entonces? —preguntó Niceas, toqueteando con gesto ausente el amuleto que llevaba al cuello. Él nunca había sido ciudadano de ninguna parte, la idea le sonaba a auténtica fantasía.
—No lo sé… todavía. Su propio pueblo, me figuro. No hay mucho por lo que luchar allí arriba.
—Macedonia, tal vez —dijo Diodoro a media voz pero con gran autoridad.
Diodoro sabía más de política que los demás. Kineas se volvió hacia él.
—¿Te has enterado de algo?
—Sólo rumores. El niño rey está fuera conquistando Asia, y Antípatro está pensando en conquistar el Euxino. Oímos decirlo en el Bósforo. —Sonrió Diodoro—. ¿Te acuerdas de Filipo Kontos? Ahora está al mando de losjinetes de Antípatro. Le vimos. Intentó contratarnos.
El otro hombre asintió. Kineas reflexionó un momento, apoyando la cabeza en el puño como solía hacer cuando algo le desconcertaba, y luego habló:
—Te traeré lo preciso de la casa. Escrib e un par de tus famosas cartas y consígueme información. En Ecbatana y en Atenas nadie mencionó jamás que Antípatro invadiría. — Diodoro asintió con un gesto brusco. Kineas los miró a todos—. Vivimos —dijo de pronto. Había habido ocasiones en las que todo parecía indicar que ninguno de ellos lo lograría.