—Si eres capaz de hacerlo mejor que nosotros, veámoslo. Irritado, Filocles señaló hacia el rebañó.
—¿Cuánto por la oveja rezagada?
Calcó le hizo casó omiso y reanudó su conversación, aunque luego volvió la cabeza justo a tiempo de ver a Filocles lanzar arqueando todo el cuerpo y casi despegándose del suelo. La jabalina salió despedida de su manó, voló alto y descendió deprisa. Alcanzó a la oveja, la derribó y la dejó despatarrada con el raye del cielo clavándola al suelo a través del cráneo.
Se produjo un momento de asombrado silenció y entonces Kineas comenzó a aplaudir. Luego todos aplaudieron el lanzamiento y tomaron el peló a Calcó a costa de la oveja, sugiriendo distintos precios por ella, algunos obscenos, hasta que Calcó se rió. Casi toda la vida social de la ciudad parecía tener como fin complacer a Calcó. A Kineas no le gustaba ser testigo de aquello.
Isocles señaló hacia el campó.
—Echemos una carrera —propuso.
Y tras fijar las distancias echaron a correr, primero un rato en pelotón hasta que los mejores corredores se aburrieron y tomaron la delantera. Dieron tres vueltas al campó, una buena distancia, y terminaron en el patio del gimnasio. Kineas llegó entre los últimos y se tomó de buen talante las bromas sin mala intención a propósito de sus piernas, y luego se dirigieron a los baños.
Cansado y aseado, con un par de magulladuras y una sensación general de eudaimia, el bienestar que indefectiblemente proporcionaba el gimnasio, Kineas caminaba juntó a Calcó. Diodoro se había ido con unos jóvenes a ver el mercado.
—Podría irte bien aquí —dijo Calcó de pronto—. Les ha,, caído en gracia. Esas luchas tuyas…, no son un trabajó dignó. En defensa de tu ciudad, es otra cosa. Pero ¿como mercenario? Dilapidas lo que los dioses te han dado. Y cualquier día te verás con la espada de un bárbaro en la molleja y sanseacabó. Quédate aquí, compra una granja. Toma esposa. Isocles tiene una hija; es bastante guapa, lista, una buena ama de casa. Te propondré para la ciudadanía después del festival de Heracles. Por Zeus, hoy te han aceptado después de esa lección de boxeo.
Kineas no sabía qué decir. Era tentador. Los hombres le habían caído bien. Los ciudadanos de Tomis eran buena gente, provincianos pero no rústicos, dados a los chistes soeces y a la filosofía de aficionados. Y entusiastas del deporte. Se encogió de hombros.
—Estoy en deuda con mis hombres. Vinieron aquí para unirse a mí.
Kineas no agregó que una parte de él deseaba una nueva campaña.
—Nada les impide seguir adelante por su cuenta y enrolarse en cualquier otra parte. Tú eres un caballero, Kineas. No les debes nada.
Kineas frunció el entrecejo.
—Casi todos son caballeros, Calco.
—Oh, por supuesto. —Calco hizo un ademán desdeñoso—. Pero han dejado de serlo, en realidad. ¿Tal vez Diodoro? Podría hacer de factor, o ser tu administrador. Y esos galos…, deberían ser esclavos. Serían más felices como esclavos —sentenció Calco de modo autoritario y tajante.
Kineas volvió a fruncir el ceño y se dejó distraer por un hombre que estaba tumbado en la calle. No tenía por qué discutir con su anfitrión.
—¿Un bárbaro? —preguntó señalando.
El hombre en cuestión era claramente un bárbaro. Llevaba pantalones de cuero y el pelo largo y mugriento recogido en trenzas, y una chaqueta de cuero decorada con profusión de colores, y también llevaba oro. La chaqueta tenía varios adornos de oro y mostraba los sitios de donde se habían arrancado otros aretes. Llevaba un pendiente en la oreja. Y una gorra en la cabeza como un tracio.
Y apestaba a orina y a vómito y a sudor rancio. Estaban casi encima de él. No dormía, tenía los ojos abiertos y la mirada perdida.
Calco le miró con profundo desprecio.
—Un escita. Gentuza. Feos y apestosos bárbaros, nadie es capaz de hablar su idioma, y ni siquiera sirven como esclavos.
—Pensaba que eran peligrosos.
Kineas miró al borracho con interés. Se figuró que en Olbia habría un montón de escitas, nacidos para cabalgar, un enemigo peligroso. Aquél no tenía pinta de guerrero.
—No creas. No aguantan el vino, no saben hablar, en reali dad ni siquiera caminar. Apenas son humanos. Nunca he visto a uno sobrio.
Calco siguió caminando y Kineas fue tras él, si bien es cierto que a regañadientes. Quería observar al bárbaro con más detenimiento, pero Calco no demostró el menor interés. Kineas volvió la vista atrás y vio que el borracho se estaba poniendo de pie con torpeza. Entonces volvió a caerse, y Kineas siguió a Calco, doblaron una esquina y perdió de vista al escita.
Durante el simposio se enteró de muchas cosas sobre los escitas, porque siendo el invitado de honor tuvo ocasión de introducir el tema. El vino corría; las consabidas flautistas y los platos de pescado se fueron sucediendo según el protocolo al uso, y luego los hombres mayores se acomodaron para conversar; juntaban sus divanes de modo que los jóvenes pudieran deleitarse con las flautistas más amorosas con cierto grado de intimidad. Al fijarse en una chica de ojos negros, Kineas sintió una punzada de rabia porque ya se la considerase lo bastante mayor como para conversar, pero arrimó su diván a una columna y, cuando le preguntaron, propuso que le hablaran de los escitas de las llanuras del norte.
Isocles cogió la jarra de vino que le ofrecía un esclavo y miró a Kineas.
—¿No estarás sugiriendo que bebamos a la manera escita? ¿Vino sin aguar?
Los jóvenes gritaron a favor de la idea, pero prevalecieron los mayores, y el vino se mezcló con una sobria proporción de dos partes de agua por una de vino. Mientras Calco mezclaba el vino, Isocles se mostró pensativo.
—Son bárbaros, por supuesto. Muy fuertes, viven a lomos de sus caballos. Herodoto tiene mucho que contar sobre ellos. Tengo una copia en mi casa, si te apetece leerlo.
—Será un honor —dijo Kineas—. Leíamos a Herodoto cuando éramos niños, pero entonces no sabía que acabaría aquí arriba.
—Lo más llamativo de ellos es que no le tienen miedo a nada. Dicen que son el único pueblo libre de la tierra, y que todos los demás somos esclavos.
Calco resopló con sorna.
—Como si alguien pudiera tomarnos por esclavos.
Isocles, uno de los pocos hombres que parecía dispuesto a arriesgarse a contrariar a Calco, se encogió de hombros.
—Niégalo si quieres. Anarquises… ¿Te dice algo ese nombre? Kineas se sintió como si estuviera de nuevo en la escuela, sentado a la sombra de un árbol y siendo interrogado sobre su lectura.
—Amigo de Solón… un filósofo —dijo.
—Un filósofo escita —dijo Filocles desde el fondo de la sala—. Un hombre muy llanote a la hora de expresar sus ideas. Un murmullo de risas honró su juego de palabras. —Justamente.—Isocles asintió mirando a Filocles—. Le dijo. Solón que los atenienses eran esclavos de su ciudad, esclavos de las murallas de la Acrópolis.
—Tonterías —dijo Calco. Comenzó a pasar copas de vino al corro de divanes.
—No, no, nada de tonterías, si se me permite decirlo. —Filocles se apoyaba en los codos, el pelo largo le enmarcaba el rostro—. Quería decir que los griegos son esclavos de su noción de la seguridad; que nuestra incesante necesidad de protegernos nos priva de la misma libertad de la que tan a menudo parloteamos.
Isocles asintió.
—Bien hablado.
Calco sacudió la cabeza con vehemencia.
—Qué soberana estupidez. Los esclavos ni siquiera saben portar armas; no tienen nada que defender ni son capaces de defender nada.
Filocles hizo una seña al mayordomo que había traído el servicio de vino.
—Dime una cosa —le dijo—. ¿Cuánto tienes ahorrado?
El esclavo era de mediana edad. Se quedó paralizado al verse señalado.
—Contéstale —dijo Isocles, sonriendo.
De hecho, Kineas se dio cuenta de que Isocles no sólo no tenía inconveniente en retorcerle la cola a Calco, sino que lo pasaba en grande haciéndolo. El esclavo bajó la mirada.
—No lo sé exactamente. ¿Cien lechuzas? ¿Señores?
Filocles le indicó que se retirara.
—Justo a lo que iba. Yo acabo de perder cuanto poseía a manos de Poseidón. No tengo ni una sola lechuza, y este cuenco de vino, obsequio de mi estimado anfitrión, será, una vez en mi gaznate, la suma total de mi tesoro. —Se lo bebió—. Ahora soy todo lo rico que voy a ser durante algún tiempo. No tengo cien lechuzas de plata. Este esclavo sí. ¿Puedo arrebatárselas?
Calco hizo rechinar los dientes. Como amo del esclavo, seguramente guardaba el dinero del sirviente.
—No.
Filocles alzó su copa vacía.
—No. De hecho, me impedirías que se las quitara. Así pues, parece que este esclavo tiene una propiedad y puede defenderla. Y lo mismo diría Anarquises de nosotros. De hecho, diría que somos esclavos del mismísimo acto de tener posesiones.
Isocles aplaudió con un asomo de mofa.
—Deberías ser abogado.
Filocles, aparentemente inmune a la mofa, contestó:
—Lo he sido.
Kineas tomó un sorbo de vino.
—¿Por qué son tan libres los escitas, entonces?
Isocles se limpió la boca.
—Caballos, y llanuras infinitas. No es tanto que defiendan su territorio como que vagan por él. Cuando el Gran Rey intentó hacerles la guerra, se esfumaron delante de sus narices. Nunca le presentaron batalla. Se negaron a defender nada porque no tenían nada que defender. Al final, fue totalmente vencido.
Kineas alzó su copa.
—Eso lo recuerdo de Herodoto. —Revolvió el vino de su copa con aire meditabundo—. Pero el hombre que hoy he visto en la calle…—Hizo una pausa.
—Ataelo —terció Isocles—. ¿El escita borrachín? Se llama Ataelo.
—Llevaba una fortuna en oro en la ropa. De modo que tienen algo que merece la pena defender.
La conversación se volvió mucho más aburrida cuandolos mercaderes presentes riñeron a propósito del origen del oro escita. Tras otra copa de vino, eso dio pasó a un debate de filosofía barata sobre si la historia de los argonautas era realidad ó ficción. La mayoría de los presentes insistió en que el vellocino de oró era real, y debatieron acerca de cuál de los ríos que vertía en el Euxino tenía el oro. Filocles insistió en que el relató era una alegoría del granó. Nadie le hizo el menor casó.
Finalmente, nadie contó nada provechoso a Kineas sobre los escitas. Bebió cuatro copas de vino aguado, notó que su equilibrio internó se alteraba y pasó en la ronda siguiente.
—Antes no eras tan mujercita con el vino —señaló Calcó mientras reía.
Kineas pensó que no había reaccionado de manera ostensible, pero Calcó se estremeció al ver cómo le miraba y se hizo el silenció en la sala. En un campamento militar, aquello habría sido una ofensa que exigiría sangre. Kineas entendió que Calcó no había tenido intención de insultarlo, aunque también constató que el hábito del poder había privado a Calcó de su don de gentes. Kineas hizo una reverencia y se obligó a sonreír.
—Tal vez debería dormir en las dependencias de las mujeres, entonces —contestó.
Carcajadas. Isocles rió de buena gana. Calcó se puso rojo a la luz de las lámparas. Ahora le tocaba a él contrariarse por un insultó, la insinuación de que sus mujeres pudieran alegrarse por una visita de Kineas, por más indirecta que hubiese sido. Kineas no vio motivo alguno para disculparse. Puso su copa boca abajo y se escabulló.
A la mañana siguiente se levantó al alba de nuevo. No tenía resaca ya que no le gustaba beber más vino de la cuenta, por buena que fuese la compañía.
Una vez más, Filocles roncaba en el pórtico. Kineas pasó junto a él pensando que aquel hombre era una caja de sorpresas, contrastes que ocultaban más contrastes, y que apenas conocía al espartano.
Atleta rollizo, filósofo espartano.
Anduvo hasta el potrero. Uno de los galos estaba de centinela. Aquella mañana Kineas levantó una mano a modo de saludo y atrajo hacia sí al semental gris con un puñado de dátiles. Lo montó a pelo, los muslos apretados sobre los anchos lomos del animal, y el aire fresco de la mañana le tonificó mientras recorría a medio galope la extensión del prado. Saltó la baranda del potrero sin demasiado esfuerzo por parte del caballo y se encaminó al norte, dejando atrás la granja de Calco, hacia las onduladas colinas de los llanos. Siguió hasta que el sol apareció nítido y rojo sobre el horizonte, y entonces hizo una guirnalda de flores rojas y cantó el himno de Poseidón, que fue del agrado del semental gris. El semental se comió el resto de los dátiles y escupió los tallos demasiado bastos, y luego Kineas montó otra vez y cabalgó de regreso a la ciudad, azuzando gradualmente al caballo hasta ponerlo a galope tendido, y entonces se sintió como un dios flotando sobre una alfombra de velocidad. El semental distaba de estar sin resuello cuando lo detuvo junto al mercado. Se apeó y condujo al corcel gres a lo largo de la calle hasta que encontró a un puestero madrugador con una jarra de vino aguado que vendía por copas. Bebió con sed del brebaje amargo hasta sentirse bien despierto. El caballo gres le observaba, aguardando una golosina.
—Buen caballo, joder —dijo el escita. Estaba junto a la grupa del semental. Kineas se dio la vuelta y veo que lo estaba acariciando y arrullando. El gres no parecía molesto.
—Gracias, eso creo.
—¿Me pagas un vino? —preguntó el escita. La frase salió de su boca como se la hubiese pronunciado mil veces.
No olía tan mal aquella mañana y tenía fascinado a Kineas. Kineas pagó más vino y pasó una copa al escita, que la apuró de un trago.
—Gracias. ¿Es tu montura? Te veo montar, sí. No está mal. Sí. Más vino, por favor.
Kineas compró más vino.—Monto sin parar.
Estuvo tentado de alardear, pero no acertó a ver por qué. Quería caerle bien al escita; un borracho, un mendigo, pero con oro por el valor de una granja en su persona.
—Gracias. Mierda de vino. ¿Montas mucho? Yo también. Necesito caballo, yo. —Resultaba cómico con su gorro punteagudo y su pésimo griego—. ¿Tienes más caballo? ¿Más?
Dio unas palmadas al gres. Kineas asintió muy serio.
—Sí.
El escita se dio unas palmadas en el pecho y se tocó la frente; un gesto muy extranjero, casi persa.
—Yo llamo Ataelo. ¿Tú llamas?
—Kineas.
—Enseña caballo. Más caballo.
—Ven conmigo, pues.
Kineas montó con una pirueta, una vistosa manera de montar aprendida en la escuela de caballería. En menos que canta un gallo tuvo al escita montado detrás de él. Kineas no supo cómo había hecho para montar tan deprisa. Ahora se sentía ridículo; no ha bía tenido la más remota intención de permitir que aquel hombre montara con él, y sin duda parecían un par de payasos. Tomó una callejuela y mantuvo el semental al paso, haciendo caso omiso de las miradas de un puñado de ciudadanos muy madrugadores. Calco tendría con qué tomarle el pelo cuando se levantara.