Kam Baqca se sentó al lado de Kineas con un frufrú de sedas. Kineas ya había visto seda antes, aunque rara vez vestida por tanta gente y tan a menudo. Casi todos los sakje tenían un traje de seda, aunque estuviera hecho jirones. Kam Baqca tenía una toga amarillo pálido cubierta de flores rosas y grifones. Era tan espléndida que Kineas no podía apartar la vista.
—Hemos discutido durante días —dijo Kam Baqca—. Marthax dice que estás listo. Cuéntanos tu plan.
Kineas vaciló, con la copa de sidra en los labios.
Kam Baqca le miraba con serenidad, sus grandes ojos relajados, casi adormecidos.
—Tienes un plan, Kineas de Atenas. El rey tiene un ejército, pero todavía no tiene un plan. —Hizo un gesto de asentimiento—. Ambos encajáis como un hombre —sonrió— y una mujer. —Los ojos de la hechicera apuntaron a Srayanka, que se unió al círculo, también con una toga de seda, y volvieron a mirar a Kineas. Kam Baqca apoyó una mano en el brazo de Kineas y dijo—: Debes ir a visitarme a mi tienda. Tienes que enfrentarte al árbol.
Kineas asintió educadamente, aunque sin la menor intención de ponerse en sus manos otra vez. Los dos últimos sueños con el árbol habían hecho mella en su mente, surcos en los que las ruedas de sus pensamientos caían y a lo largo de los cuales viajaban demasiado a menudo y demasiado inopinadamente.
Como si le leyera la mente, Kam Baqca se inclinó hacia él; se arrimó tanto que olió las especias y resinas de su magia.
—Sin el árbol, nunca la conseguirás —dijo.
La toga de Srayanka era azul oscuro, la cubría del cuello a los tobillos y debajo llevaba pantalones de un rojo encendido. Presentaba un aspecto más femenino, según la idea innata que Kineas tenía de la mujer, del que le había visto mostrar hasta entonces. Kineas lo encontró desconcertante. Y le distraía.
Durante dos días había discutido con ella, con uñas y dientes, sobre la estrategia a seguir en la guerra. Ninguna mujer griega le habría hecho frente ni gritado cuando él aconsejaba prudencia. Por descontado, pensó aún más abatido, ninguna mujer griega habría formado parte de un consejo militar.
Consciente de su mirada, Srayanka le dio la espalda y se sentó, intercambiando saludos con el rey y con Marthax.
Mientras ella se sentaba, se les unieron otros hombres y mujeres: Leuconte, Eumenes y Niceas, Marthax, Ataelo y una docena de nobles sakje. Se sentaron en corro. Algunos se recostaron. Srayanka estaba tendida bocabajo, pateando el aire con los talones, una postura que ninguna mujer griega habría adoptado jamás fuera de su dormitorio. Kineas se sentía como un idiota perdidamente enamorado. Pero no podía quitarle los ojos de encima.
Tras los saludos de rigor todos los presentes se callaron.
—También yo pienso que ha llegado la hora de hablar con detalle del plan —dijo el rey. Miró a Kineas.
—Soy un mercenario —dijo Kineas al grupo—. Nunca he combatido mandando a más de trescientos hombres. —Señaló a Marthax—. Como caudillo del rey, ¿no debería ser Marthax quien presentara el plan?
Detrás de él, Eumenes tradujo al sakje tan deprisa como pudo. A Kineas ya había dejado de sorprenderle lo mucho que había aprendido el joven.
El rey hizo un gesto con la mano.
—Ni esto es un consejo griego, ni yo soy un rey griego. He estado traduciendo para ti durante dos días: conozco el plan. No entrar nunca en batalla.
Niceas silbó.
—Me gusta la idea —dijo.
Marthax aguardó la traducción y luego asintió.—Exactamente —dijo en griego.
Srayanka enarcó una ceja. Giró sobre sí misma y se sen tó. Una vez más, Kineas la miró demasiado rato.
El rey alzó la copa para que le sirvieran más sidra.
—¿Cómo lo haremos, entonces?
Kineas apartó los ojos de la dama.
—Es una cuestión de sincronización y logística.
Marthax habló en sakje y Eumenes tradujo.
—Por eso tú eres el experto.
Kineas levantó una mano.
—El año pasado cabalgué de Tomis a Olbia por la misma ruta que ahora tiene que seguir Zoprionte. Tardé treinta días. Su ejército necesitará cincuenta. Si mañana emprende la marcha, no llegará a Olbia hasta medio verano como muy pronto. —Hizo una pausa para que Eumenes tuviera tiempo de traducir—. Si destruimos el transbordador de Antifilos, añadimos al menos dos semanas a su viaje. Si los hombres de Pantecapaeum luchan con nosotros y ponen su flota a nuestra disposición, lograremos separar a sus trirremes del grueso de su ejército y ralentizar aún más su avance. —Se detuvo otra vez para que Eumenes le alcanzara—. Para entonces ya habrá pasado el año nuevo, el mes de los juegos y el festival de verano, y todavía no habremos mostrado nuestras cartas. —Kineas miró a los congregados—. ¿Sabéis por qué viene aquí?
—Viene a conquistarnos —contestó Srayanka.
Satrax negó con la cabeza.
—A la larga, el resultado sería el mismo. Pero busca nuestra sumisión para demostrar su valía. Como una hazaña bélica.
El rostro de Srayanka, al oír la traducción de la palabra «sumisión», adoptó una expresión que Kineas esperó que nunca le dirigiera a él.
Kineas suspiró profundamente.
—Cuando esté a sesenta días de casa y aún no haya llegado al río Borístenes, tendremos una oportunidad. —Procuró no mirar a Srayanka—. La opción más sencilla sería ofrecer sumisión. —Se encogió de hombros —. Llegado a ese punto, no tendrá tiempo de sitiar Olbia. Tampoco tendrá tiempo de avanzar hacia aquí, y sería suicida marchar sobre este lugar dejando Olbia en su retaguardia, bloqueando el camino de regreso. Si le ofrecemos pruebas de nuestra sumisión…
Hizo una nueva pausa y suspiró, siempre evitando la mirada de Srayanka. Satrax asintió.
—Piensas como un rey.
Kineas miró a Filocles, que respondió son un comedido gesto de aprobación. Srayanka le estaba perforando la cabeza con los ojos. Se puso de pie de un salto.
—¡Esto debe de ser tu «disciplina» griega! —Fulminó al consejo con la mirada—. ¿Qué somos, una nación de esclavos? —preguntó en griego. Al rey le dijo—: ¿Obligaremos a nuestros guerreros a someterse a esa bestia macedonia? ¿Tanto miedo tenemos?
Kineas bajó la vista. Había esperado… Ya no importaba lo que hubiese esperado. Marthax habló.
—¿La otra opción? —dijo Ataelo.
Kineas volvió a tomar aire.
—Atacamos sus columnas cada día durante los últimos cien to cincuenta estadios hasta el gran río. Los sakje, que aún no se habrán dejado ver, salvo en puñados, grupos de exploradores, aparecen como por arte de magia. Matan a los rezagados y a las avanzadillas. Un puñado de guerreros ataca sus campamentos por la noche.
Marthax habló otra vez, igual que la mayoría de los sakje. Entre la cháchara, Ataelo tradujo.
—Marthax dice que para él gusta más.
Hubo un breve silencio, y Filocles se inclinó hacia delante y dijo:
—Aunque, por supuesto, cada uno de esos ataques sólo dará resultado una vez.
Kineas asintió.
Satrax se dirigió al círculo, atusándose la barba.
—Ayer dabas la impresión de poder hacer pedazos su ejército como una bandada de buitres. Hoy dices que cada ardid sólo dará resultado una vez. ¿Por qué darán resultado sólo una vez los ataques?
Kineas echó un vistazo a Filocles, pero éste negó con la cabeza, rehusando participar en el debate. Kineas miró a Srayanka, que seguía evitando su mirada.
—Macedonia tiene buenos oficiales y una disciplina excelente. Después de que ataquemos su columna una vez, ya no habrá rezagadosaldíasiguiente. Despuésdequematemosalas avanzadillas, al día siguiente harán incursiones por regimientos, con todo el ejército en armas. —Miró a los miembros del consejo menos a ella, aunque deseoso de que escuchara—. Con disciplina pueden minimizar nuestra ventaja en velocidad y sigilo. —Sonrió torvamente—. Por otra parte, cada medida que tomen para minimizar nuestra ventaja retrasará su avance. —Apuró la sidra de su copa—. Y si lo hacemos no sufriremos muchas bajas. El coste en dinero para Macedonia será una buena friolera. Y Zoprionte nunca tendrá ocasión de intentarlo otra vez. Caerá en desgracia.
Kam Baqca asintió despacio, y luego sacudió la cabeza.
—Pero, por supuesto, Zoprionte ya sabrá todo esto.
—Sí —asintió Kineas.
—De manera que, en cuanto comiencen las incursiones, re conocerá nuestra estrategia de inmediato y reaccionará a la desesperada, como un animal herido —concluyó Kam Baqca.
Miró, no a Kineas, sino a Filocles. Y luego a Srayanka. Filocles la miró a los ojos.
—Sí. Quizá tarde unos pocos días en trasladar su desesperación a sus oficiales. Pero sí.
—De modo que no se retirará deshonrado. Atacará. Si puede, nos obligará a luchar. —Kam Baqca se sentó de rodillas—. Aunque tenga que correr riesgos temerarios con sus hombres y sus pertrechos.
Todos los griegos asintieron.
Ella también asintió, como para sí.
—Es el jabalí herido el que mata hombres. Es el jabalí acorralado el que cornea a los reyes.
—¡Ay! —murmuró Kineas.
Srayanka inclinó la cabeza hacia Kam Baqca.
—Honorable, no tenemos que temerle. Con todas nuestras fuerzas reunidas…
Kam Baqca alargó la mano y le tocó la cara.
—Aun así podemos perder. Cada persona de este círculo podría yacer rota bajo la luna larga…
Se calló y cerró los ojos. El rey la observó atentamente.
—¿Estás vaticinando?
Abrió los ojos.
—Está en el filo de una espada. Como ya he dicho.
Kineas habló con toda la convicción de un hombre obligado a hablar contra su voluntad.
—No ganaremos semejante batalla.
Srayanka habló, no enfadada pero sí con mucho aplomo, y el rey tradujo para ella.
—¡Parece que hables de Alejandro! —dijo imitando los gestos de Srayanka—. ¿Y si toma otra decisión? ¿Y si se retira? —Kineas la miraba a la cara mientras el rey traducía sus palabras—. Nunca nos has visto luchar, Kineax. ¿Piensas que somos cobardes? —Cerró el puño y lo levantó—. Quizá nos falte la disciplina que vosotros tenéis, pero somos fuertes.
Kineas sacudió la cabeza. No estaba consiguiendo eludir sus ojos, pero cuando habló lo hizo con pleno dominio de sí mismo.
—Zoprionte no es Alejandro, alabados sean los dioses. Es un comandante del montón, sin ningún don especial. Pero el peor comandante de Macedonia sabe cómo llevar a cabo una campaña como ésta. En Grecia tenemos libros que lo explican, aunque no haya veteranos que nos digan cómo hacerlo. —Frunció el entrecejo—. Nunca os he visto luchar pero sé que sois valientes. Sólo que la valentía no basta para romper el frente de un taxeis.
El rey tradujo su respuesta y luego los miró a los dos.
—Kineas, la hija de la hermana de mi padre tiene más mérito en su argumento del que quizá te imaginas. Nunca nos has visto luchar. No sabes qué fuerzas podemos reunir. —Se volvió hacia Srayanka—. Aunque como he dicho antes, Kineas piensa como un rey. Una batalla es un riesgo. La guerra, un peligro. ¿Por qué tentar a la suerte?
Miró a Marthax, que asintió gravemente, de modo que su gran barba gris y negra le cubrió y descubrió el pecho.
—No se me había ocurrido destruir el transbordador de Antifilos —prosiguió el rey—. Y tampoco sabía lo grande que podía ser la flota de Zoprionte. Pero en los demás aspectos, ¿no es éste el plan que hemos trazado durante el invierno? Y en cuanto a ti, dama mía, ¿no te advertí que Kineas nos daría más razones para ser cautelosos?
Marthax apuró su copa y eructó.
—Mejor —dijo, y Kineas lo entendió antes de que Ataelo tradujera. Prosiguió—: Cuando llegue al punto que acordemos, le hostigamos. Y entonces, salvo si se retira, le ofrecemos sumisión.—Sonrió de oreja a oreja—. Sólo un loco nos rechazaría.
Kam Baqca se sentó sobre los talones y tomó un sorbo de vino.
—Nos rechazará —dijo—. Lo he visto.
Srayanka volvió la cabeza bruscamente. Habló un buen rato seguido y con una vehemencia que Kineas asoció con las reprimendas a soldados descarriados. Hablaba deprisa y su voz se fue haciendo aguda, de manera que Kineas no entendía ni siquiera palabras sueltas.
Perdido por la fluidez de su discurso, Eumenes sacudió la cabeza. Inclus o Ataelo titubeó. El rey acudió en su ayuda.
—Dice que si Kam Baqca ya ha previsto el rechazo, pode mos ahorrarnos la vergüenza de ofrecer sumisión y concentrarnos en demostrar que Kineas se equivoca en lo que atañe a la batalla. —Evitó mirar a Kineas—. Ha dicho otras cosas que mejor que queden entre ella y Kam Baqca. Pero voy a contestarle. —Habló brevemente en sakje y luego dijo, en griego—: Soy el rey. Kam Baqca suele acertar, pero ella misma dice que el futuro es como la cera de una vela, y que cuanto más se arrima a una llama, más maleable se vuelve. Ella se ha sorprendido. Yo me he sorprendido. —Se volvió hacia Srayanka y habló en sakje, y ella se tapó la cara con las manos: un gesto infantil que Kineas no le había visto hacer nunca.
En griego, el rey dijo:
—No vamos a reunir a todas nuestras fuerzas. Íbamos a contar con muchos caballos de nuestros primos los masakje. Íbamos a contar con muchos caballos de nuestros primos los sármatas. —Miró a los miembros del consejo—. Esto no admite discusión por parte de nadie. Alejandro está llamando a las puertas orientales de la hierba, igual que Zoprionte llama a la puerta occidental. El monstruo está en Bactria, dando caza a un sátrapa rebelde. —El rey movió los hombros y se le vio muy joven—. O si no es que siempre ha planeado la campaña de este modo: con ejércitos entrando en la llanura de hierba por ambos extremos. Kam Baqca dice que no es cierto, que es mera coincidencia. Pero para nosotros viene a ser lo mismo. Sólo tendremos dos tercios de nuestras fuerzas. Tal vez menos. Los getas ya están marchando hacia el este, y nuestros clanes más orientales tendrán que proteger a sus granjeros. —Se encogió de hombros y pronunció una frase muy larga en sakje. Kineas entendió varias palabras: «no caballos» y «Macedonia». En griego, el rey dijo—: La sumisión en sí misma no nos cuesta nada. No hay de qué avergonzarse porque no tenemos intención de someternos.
En algún rincón de su cabeza, Kineas cayó en la cuenta de que la palabra griega «nada» se traducía al sakje como «no caballos». Rendirnos nos cuesta «no caballos», había dicho el rey. Kineas asintió satisfecho.
—La hierba está creciendo —dijo Kam Baqca —. El suelo pronto estará duro. Dentro de una semana los últimos aguaceros habrán terminado. Dentro de dos, emprenderá la marcha.