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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (35 page)

BOOK: Tirano
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Al llegar a la zanja que marcaba los límites de la ciudad, Kineas detuvo la columna y le hizo una señal a Niceas, que se llevó la trompeta a los labios. Las notas estridentes resonaron claras en el viento y la larga columna se amontonó, pareció bullir y volvió a formarse en un romboide compacto, con Kineas en la punta.

Kineas no ocultó su sonrisa de satisfacción. Llevó la formación al trote a través de campos que pertenecían a Nicomedes; luego ordenó un brusco cambio de dirección y la formación obedeció; el giro fue un tanto caótico, pero el romboide volvió a formarse enseguida porque, pese a la confusión, cada hombre sabía cuál era su sitio. Kineas levantó la mano y Niceas dio el alto.

Kineas azuzó a su caballo de batalla con las rodillas y los talones, y el poderoso corcel salió con gran rapidez de la formación. Obe deciendo a una presión más suave, el caballo trazó una larga curva mientras se ponía al galope, de modo que Kineas cabalgó rodeando el romboide por el flanco izquierdo, buscando confusión, errores, puntos débiles.

Cabalgó hasta completar la vuelta entera y luego se detuvo de cara a ellos.

—¡Toca a formar por escuadrones! —le gritó a Niceas.

Muchos hombres comenzaron a moverse antes de que Ni ceas tuviera tiempo de llevarse la pesada trompeta a los labios. Era un mal hábito, algo sobre lo que había que trabajar, pero la ejecución de la maniobra fue correcta. Los cuatro escuadrones, separados entre sí por un intervalo con la anchura de cuatro jinetes, formaron a lo largo del borde del camino que discurría hacia el norte.

Una vez más, Kineas no disimuló su placer. Cabalgó hasta Diodoro, montado al frente de su escuadrón, y se dieron un fuerte apretón de manos.

—Buen trabajo —le dijo en voz alta.

Diodoro no era muy dado a grandes sonrisas, pero dio la impresión de que sus labios podían llegar a separarse.

Mientras los hoplitas marchaban unánimemente colina arriba y comenzaban a desplegar su columna para formar en falange a lo largo del camino, Kineas cabalgó junto a las filas de hippeis como si pasara revista, si bien su cabalgada fue más una concatenación de felicitaciones; jefes de escuadrón, hiperetas, soldados que habían demostrado notable mejoría o que poseían un talento innato. En el tercer batallón se encontraban los nuevos reclutas que Niceas había traído de Heraclea, y Kineas los saludó al pasar; sólo eran seis hombres, pero su experiencia ya había demostrado su efectividad.

Luego regresó al centro de las líneas y se arrodilló sobre el lomo de su caballo; un truco infantil pero muy útil cuando te nías que dirigirte a la tropa. Los hoplitas se quitaron los pesados escudos del hombro y los apoyaron en el suelo, clavaron sus lanzas y se apoyaron en ellas para descansar.

—¡Caballeros de Olbia! —gritó Kineas.

Los caballos se movían y piafaban, y unos cuantos tiraron de las riendas para que les dejaran comer hierba, pero los hombres de la ciudad estaban callados y quietos. El viento soplaba cálido del sur, secando la tierra, y el sol arrancaba destellos de bronce, plata y oro en las filas.

El silencio creció. Los envolvió como algo palpable, como si estuvieran dentro de una burbuja de eternidad. Fue uno de esos momentos que los hombres rememoran junto al fuego en la vejez; toda la escena parecía metida en un cristal.

De repente, la elaborada retórica de Kineas no bastaba para glosar la jornada. Los hoplitas y los hippeis juntos presentaban un aspecto magnífico. Elevó una plegaria a Atenea en su cora zón y levantó la mano señalando hacia Olbia.

—Allí está vuestra ciudad. Aquí, junto a vosotros, vuestros conciudadanos, hoplitas e hippeis juntos. Éstos son vuestros camaradas. ¡Miradlos! Mirad a izquierda y derecha. Éstos son vuestros hermanos.

Las palabras le llegaban del aire y su voz transmitía aquella serenidad tan poco natural.

—Se avecina una guerra —prosiguió. Miró hacia el horizonte occidental de la estepa, como si el ejército de Zoprionte fuera a aparecer en cualquier momento—. El destino de la ciudad está en manos de los dioses, pero también en las vuestras, en las manos de cada hombre presente aquí.

Contempló las líneas de un extremo al otro y se encontró con que no podía controlar la voz. Tenía la garganta seca y los ojos le escocían, y la imagen que tenía ante sí fluctuaba y deve nía borrosa en sus ojos llenos de lágrimas. Aguardó en silencio a que el momento pasara.

—Zoprionte piensa que será una campaña rápida, una conquista fácil. Yo pienso que, con la ayuda de los dioses, lo detendremos en la llanura de hierba y lo mandaremos de vuelta a Macedonia. Ése es el motivo por el que habéis dedicado el invierno a la instrucción. Ésa es la razón por la que ahora estáis aquí en vez de arando vuestros campos.

El silencio no se alteró, como tampoco la quietud. Resultaba sobrecogedor. El viento de la llanura de hierba alborotaba la crin de su caballo, y alcanzaba a oír el roce de los pelos entre sí.

—Yo he servido a Macedonia —dijo el fin—. En Macedonia dicen que Grecia está acabada. Que amamos la belleza más que la guerra. Que somos blandos. Que nuestro sitio está en su imperio. —Levantó la voz—. Pero yo digo: ¿qué hay más hermoso que esto, que servir con tus camaradas, que resistir a su lado cuando los escudos resuenan? —Y citando al Poeta, agregó—: Amigos míos, argivos uno y todos, los buenos, los malos y los mediocres, pues aún no ha habido combate alguno en el que todos tuvieran la misma destreza, ahora hay trabajo de sobra para todos, como bien sabéis. Ved que ninguno de vosotros salga huyendo, intimidado por los gritos del enemigo: marchad adelante y teneos unos a otros en el corazón, y así sea que Zeus Olímpico, el señor del rayo, nos conceda rechazar a nuestros enemigos y enviarlos lejos de nuestra ciudad.

El sonido de tan conocidas palabras, el discurso de Ajax que los escolares aprendían de memoria, suscitó una reacción en forma de vítores; primero los hoplitas y luego todos ellos, de modo que los hoplitas se pusieron a golpear sus escudos con las lanzas y las espadas de los jinetes resonaron contra sus petos: un estruendo ominoso, la aclamación de Ares.

Kineas no estaba acostumbrado a que le ovacionaran. Sintió el daimon que se adueñaba de él en combate, de modo que se le hinchó el pecho y se sintió más vivo, y se preguntó si aquello sería lo que sentía Alejandro cada día.

Entonces volvió la cabeza, un tanto avergonzado, y llamó a Niceas, que acudió al trote desde la formación.

—Toca: todos los capitanes.

Niceas hizo sonar la trompeta. Los jefes de escuadrón y sus hiperetas salieron al trote de las entusiastas filas y se detuvieron en una hilera ordenada.

—Caballeros… —comenzó Kineas. Se quitó el casco y se enjugó los ojos. Varios oficiales hicieron lo mismo. Nicomedes los miró sin una lágrima y dijo:

—No me extraña que digan que los griegos son emotivos.

Menón se acercó a pie, envuelto en su gran manto negro.

—Bonito discurso. Un discurso jodidamente bueno. Vaya mos a matar algo.

Kineas carraspeó mientras los demás hombres reían entre dientes.

—Me voy al mar de hierba. Menón queda al mando mientras yo esté ausente. Diodoro tiene el mando de los hippeis. —Los miró a todos—. Escuchadme, caballeros. El arconte ahora es un hombre desesperado, teme esta guerra tanto como os teme a vosotros. Os pido que tengáis cuidado con lo que digáis y hagáis en la asamblea. Os pido que no le provoquéis en mi ausencia; de hecho, os pido que no le provoquéis hasta que le hayamos visto la espalda a Zoprionte.

Menón escupió. Cleito asintió. Nicomedes hizo una mueca, encogió los hombros y dijo:

—¡Pero si es mi pasatiempo!

Kineas le miró a los ojos hasta lograr que apartara la mirada.

—Convierte el mando de tu escuadrón en tu distracción. —Miró a los demás a los ojos y prosiguió—: No os engañéis pensando que por tener un escuadrón de caballería competente y unos cuantos buenos hoplitas ya tenemos un ejército. Zoprionte sí tiene un ejército. Nosotros tenemos un diezmo de sus fuerzas. Sólo estaremos en condiciones de hacer frente a Zoprionte si los sakje están de acuerdo con nuestro plan. Incluso con su apoyo, aunque el rey nos envíe a todos sus combatientes, las pasaremos moradas para salvar nuestra ciudad.

Ajax se sonrojó, pero su voz reflejó convencimiento:

—He sentido que tenía un dios a mi lado mientras hablabas —dijo.

Kineas se encogió de hombros.

—No puedo hablar de dioses aunque los venero. Pero puedo decir que he visto a un puñado de hombres competentes hacer pedazos a un ejército de multitudes. Vuestros hombres parecen buenos. Hacedlos mejores. No permitáis que olviden lo que se nos viene encima, pero tampoco les metáis tanto miedo cómo para que cojan un barco y se hagan a la mar. Esto es lo que tenía previsto decir esta mañana, pero han sido otras palabras las que han llenado mi garganta.

Se guardó de decir que el pequeño ejército había sido macedonio y que las multitudes habían sido los medos. Kineas se volvió hacia Diodoro.

—Me llevaré el primer escuadrón, según lo acordado. ¿Continuarás sin nosotros?

—He planeado una jornada muy larga —dijo Diodoro con una pícara sonrisa—. Estoy convencido de que muchos de ellos desearán estar cruzando el mar de hierba contigo cuando se ponga el sol. ¡Buen viaje!

Se desearon mutuamente que los dioses les acompañaran y se dieron un fuerte apretón de manos. Luego Kineas y el primer escuadrón cambiaron los caballos de batalla por monturas más ligeras, formaron una columna y enfilaron el caminó del norte hacia el mar de hierba.

Kineas llevaba consigo a todos los hombres más jóvenes, con Leuconte al mando y un serio Eumenes como hipereta. Cleomenes había armado un barco y desertado, dejando a su hijo una casa vacía y una reputación arruinada. Eumenes lo sobrellevaba con dignidad. De hecho, parecía más feliz…, o más libre.

Kineas les dijo que llevarían una vida dura, y lo dijo muy en serio. Sólo contaban con diez esclavos para cincuenta hombres. Kineas había dispuesto que todos los esclavos viajaran montados.

Igual que en el primer viaje en busca de los sakje, los mantuvo ocupados desde el mismo momento en que se separaron de Diodoro, enviando patrullas de exploradores a los herbazales, efectuando simulacros de ataques contra rediles vacíos, escaramuzas contra taludes que se alzaban en la llanura, cuyas pendientes mostraban la tierra negra, hasta que el suelo quedaba lleno de jabalinas y Eumenes hacía la consabida broma sobre coser dientes de dragón y recoger lanzas.

Kineas estaba ansioso por avanzar hacia el gran meandro, ansioso por encontrar a Srayanka, y, sin embargo, vacilaba porque le asaltaban todas las dudas que se había planteado a lo largó del invierno. ¿Resistiría la ciudad que habían dejado atrás? ¿Se mantendría firme el arconte? ¿Desertarían los ciudadanos?

¿Serían irreales las expectativas puestas en el reencuentro con doña Srayanka?

Cincuenta hombres jóvenes con tantas preguntas le dieron mucho con que distraerse, igual que Filocles, cuyas preguntas rivalizaban con las incesantes de los demás. Al final de la primera jornada, Kineas se sentía como un boxeador que hubiese pasado el día enteró parando golpes.

—Haces demasiadas preguntas —le gruñó Kineas al espartano.

—¿Sabes qué?, no eres el primero que me lo dice —dijo Filocles riendo—. Pero te estoy prestando un servicio y deberías ser más agradecido.

—Bah… Menudo servicio.

Kineas observaba a sus exploradores, que avanzaban unos cuantos estadios por delante de la columna: una línea de escaramuza bastante aceptable.

—Si no fuese por mí, no harías más que montar soñando con tu amazona. —Filocles se rió—. No está mal, para haber hecho el juego de palabras sin querer.

Kineas seguía pendiente de los exploradores. A lo lejos divisó un destello rojo. ¿El gorro de Ataelo? Llamó a Leuconte y le mandó que revisara la formación de la columna; los muchachos tenían una tendencia natural a desordenarse. Luego se volvió de nuevo hacia Filocles.

—¿Me decías algo?

El hombretón sacudió la cabeza.

—Sólo el mejor chiste que he hecho en…, da igual.

Kineas tiró de las riendas y oteó el horizonte haciendo visera con la mano.

—¿Me lo cuentas otra vez?

Filocles apretó los labios y negó con la cabeza.

—¿Sabes?, hay cosas que es mejor cogerlas al vuelo o dejarlas correr.

Kineas entrecerró los ojos.

—¿De qué estás hablando? ¿De caza?

Filocles levantó las manos como si implorase la intercesión de los dioses, y luego hizo girar a su caballo y regresó a la columna.

Acamparon en campo abierto, donde un arroyuelo había excavado un profundo barranco que surcaba la llanura. El valle en miniatura estaba lleno de arbolillos y caza mayor, y Eumenes salió con tres amigos a abatir a una gran hembra de gamo. Como buenos caballeros, antes de matarla se aseguraron de que no estuviera preñada; matar a una hembra de gamo preñada sería un mal agüero o, peor aún, una ofensa. La hembra de gamo no daba para que comieran setenta hombres, pero la carne fresca sirvió para sazonar el rancho. La velada tuvo más el aire de un festejo que el de un campo de instrucción.

—Demasiados esclavos del demonio, y los chicos ya se están levantando tarde —dijo Niceas. Su viaje de reclutamiento a Heraclea no le había endulzado el carácter.

—Te he visto un montón de veces acostarte tarde y beber más de la cuenta el primer día de campaña —dijo Kineas mientras le pasaba una copa de vino a su hipereta.

—Soy un veterano —dijo el hombre de más edad. Se pellizcó los músculos de la juntura entre el cuello y los hombros—. Un veterano viejo. Hades, las correas del peto cortan como cuchillos.—Estaba observando a Eumenes, que hacía las delicias de los más jóvenes contándoles la expedición que habían efectuado en invierno—. Seguro que él ni las nota.

—¿No estarás prendado de él, verdad? —preguntó Kineas. Hizo el comentario en broma y maldijo para sus adentros cuando vio que había dado en el clavo—. Caray, Niceas… Si es lo bastante joven como para ser tu hijo.

Niceas se encogió de hombros y dijo:

—No hay peor tonto que un tonto viejo.

Miró hacia el fuego, pero sus ojos no tardaron en volverse de nuevo hacia Eumenes, que aún actuaba para sus amigos. Igual que Ajax, era guapo: gallardo, viril, valiente.

—Mantén tu cabeza en la guerra —dijo Kineas. Procuró hacer la observación con un tono ligero.

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