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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (33 page)

BOOK: Tirano
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Kineas probó una táctica distinta. Hizo una seña a Coeno para que se aproximara y le señaló a Cleomenes.

—Ese que está sentado ahí es uno de los caballeros más prominentes de la ciudad. Le caigo mal. Se está comportando como un idiota arrogante y no sé cómo hacerle entrar en razón. Hazte amigo suyo.

Coeno rió entre dientes.

—¿Como si yo fuese otro idiota arrogante, quieres decir?

—Algo así —afirmó Kineas.

Los ejercicios de formación cerrada fueron un desastre. El primer intento de montar en la formación de romboide que Kineas prefería se vio obstaculizada por las dimensiones del hipódromo y el gran número de participantes, aunque el resultado habría sido igualmente espantoso sin esas cortapisas. Tardaron media hora en lograr que cada hombre supiera cuál era su sitio en la formación, y fueron incapaces de dar diez pasos sin formar un tumulto.

Kineas suspiró y se dio por vencido. Optó por formar una columna de a cuatro en fondo y hacerles montar en círculos hazta que la mayoría aprendió a mantener los intervalos: una hora completa.

Estaba ronco de tanto gritar. Todos los profesionales lo estaban, así como algunos de los muchachos que habían ido a las llanuras. Sacudió la cabeza y fue al encuentro de Cleito.

—Me estoy quedando sin voz. ¿Puedes ordenarles que rom pan filas y almuercen?

—Con zumo gusto —dijo eleito. Y cuando hubo ido a buzcar su propio pan, regresó y dijo—: Sabía que eras el hombre indicado para el puesto. ¡Míralos!

Kineas cogió un trozo de salchichón que le pasó Sitalkes.

—¿Por qué? Tienen una pinta espantosa.

Cleito frunció el ceño.

—No, no es cierto. Tienen pinta de estar intentándolo. Si dejan de intentarlo, perdemos. Por el momento, estamos ganando. Hazlos pasar por tres sesiones como ésta y verás cómo notan la diferencia. Podría ponerse de moda. ¿Me das un poco de salchichón? El ajo me hace gruñir las tripas.

Kineas le pasó un pedazo de embutido. Cleito cortó una rodaja gruesa con un cuchillo y se la lanzó a su hijo, que estaba comiendo con Ajax y Kyros. Comían montados en los caballos, como los sakje. De hecho, todos los jóvenes que habían ido a las llanuras con Kineas lo hacían igual. Cleito ofreció un odre de vino a Kineas.

—Tinto peleón. Perfecto para soldados. Así pues, ¿vamos a enfrentarnos a Macedonia?

—Veo que las noticias vuelan. —Kineas bebió un trago de vino. Iban a llegar tarde a recoger al rey.

—¿No ocurre lo mismo en Atenas? Según me han dicho, mataste a un temible pelotón de asesinos persas, o a lo mejor eran celtas, y luego azotaste al arconte con tu fusta y le dijiste que se comportara, y luego se te pusieron los ojos en blanco y profetizaste que venceríamos a Antípatro.

El tono desenfadado de Cleito no ocultaba su inquietud. Kineas le devolvió el odre.

—Te aproximas bastante a la realidad —dijo.

—Mi primer tutor de retórica me dijo que mi propensión a la burla me traería problemas y, mira por dónde, tenía razón. Kineas, yo te propuse para la ciudadanía. Mi s amigos te convirtieron en hiparco. No hagas que nos maten.

Cleito hizo una mueca y tomó otro bocado de salchichón. Kineas se quitó el casco y se rascó la cabeza vigorosamente. Luego miró a Cleito a los ojos.

—No dispongo de un sitio para invitar a unos caballeros a cenar. ¿Harías de anfitrión para mí? Explicaré a tus invitados por qué pienso que debemos luchar y a qué tendrán que atenerse si no lo hacemos.

—Y yo que esperaba que esos rumores fueran falsos —dijo eleito.

—Macedonia viene hacia aquí —contestó Kineas.

El rey estaba aguardando. Él y sus hombres parecían centauros con armaduras de oro. La columna de la caballería de la ciudad fue a su encuentro y se detuvo, con más desorden del que a Kineas le habría gustado, y que Petroclo y Cleomenes corrieran a abrazar a sus hijos acabó de arruinar toda pretensión de disciplina militar.

A los sakje pareció no importarles demasiado. El rey se abrió paso entre el tropel de jinetes griegos hasta alcanzar a Kineas.

—¡Llegas tarde! —dijo conriendo.

—Te presento mis disculpas, oh, Rey. El arconte nos aguarda. Kineas hizo una seña con la fusta a Niceas, que levantó la voz, y el escuadrón de la ciudad comenzó a formar otra vez.

Satrax sacudió la cabeza.

—Te estoy tomando el pelo. ¿Qué es el tiempo para noso tros? Aunque al parecer significa mucho para vosotros, los griegos: ¡la segunda hora después de mediodía! —El joven rey se río—. ¡Intenta reunir a los sakje en lo que dura un ciclo lunar!

—Sin embargo, lucharías contra Macedonia —dijo Kineas.

—Oh, es más fácil reunirlos para la guerra —dijo Satrax. En tornó los ojos—. Tú has cambiado de idea. Lo veo en tu cara.

—Es verdad —admitió Kineas encogiendo los hombros—. Los dioses me hablaron.

El rey se encogió de hombros.

—Kam Baqca me aseguró que iba a ocurrir esto. No me sorprende que llevara razón. Casi siempre acierta.

Kineas observó a los dos hiperetas que azuzaban a la columna para que formara con cierto orden. Tenía unos minutos.

—He hablado con el arconte. —Satrax asintió—. Me parece que apoyará la guerra —dijo Kineas—. Al menos, por ahora.

—Esto también es tal como Kam Baqca dijo que sería. —El rey sonrió mostrando sus dientes regulares y los labios carnosos que ocultaba bajo el bigote y la barba—. Así pues, llevaré a mis clanes a la guerra contra Macedonia —concluyó. No parecía excitado; más bien resignado.

Kineas asintió. La jornada de prácticas le había restado entusiasmo. Iba a mandar a aquellos entregados aficionados contra unos veteranos con cincuenta años de guerra a sus espaldas.

—Que los dioses nos envíen la victoria —dijo.

—Los dioses envían victorias a quienes las merecen —respondió el rey.

Kineas asistió al encuentro entre el arconte y el rey en el pórtico del templo de Apolo, pero no habló. El arconte era un hombre distinto: directo, sobrio, categórico, todo un comandante. Cambiaba más deprisa que un actor que interpretara varios papeles en el teatro. Kineas lo había visto hacer en una representación de Edipo en la que el rey también era el mensajero. En Olbia, el tirano borracho también podía ser el rey filósofo.

Ciro estaba a su derecha y anotaba los términos del tratado. El rey y el arconte lo redactaron en una hora y se dieron la mano, jurando por Apolo y sus respectivos dioses apoyarse mutuamente en la guerra si Macedonia atacaba en primavera. No se prometieron amistad eterna. El rey no estuvo de acuerdo en que los olbianos fueran libres de viajar por las llanuras a su antojo, pero sí en abstenerse de cobrarles impuestos mientras el tratado siguiera vigente.

Después de estrecharse las manos, el arconte montó a caballo y escoltó al rey hasta las murallas de la ciudad, y ambos líderes conversaron mientras cabalgaban. Kineas, que iba justo detrás del arconte, oyó más silencio que charla. Bajo el arco de puerta, el arconte tiró de las riendas.

—Tendremos que reunirnos en primavera para discutir la estrategia —dijo.

El rey miró hacia los campos de la ciudad y asintió.

—Necesitaré tiempo, y espacio, para reunir a mi pueblo.

El arconte era un jinete excelente. Kineas no había tenido ocasión de constatarlo hasta entonces. Sorprendió a Kineas haciendo retroceder unos pasos a su caballo hasta quedar a la altura de su brida.

—Mi hiparco me insistió en que emprendiera esta guerra, oh, Rey. De modo que te lo enviaré en primavera.

Satrax asintió.

—Esperaré impaciente el momento —dijo.

—Me lo figuro —dijo el arconte—. Sabremos con certeza qué planes tiene Antípatro cuando la flota ateniense de grano venga en primavera.

El caballo del rey estaba nervioso. Satrax lo calmó dándole unas palmadas en el cuello, diciéndole algo en sakje, y luego le tendió la mano a Kineas.

—En primavera, cuando el suelo se endurece y la hierba es verde, te enviaré una escolta.

Las calles estaban atestadas, y la puerta prácticamente rodeada por las gentes de la ciudad y el suburbio. El rey se despidió saludando con la mano y acto seguido hizo que su caballo se empinara y saltara adelante, dando casi la impresión de que ambos fueran a galopar por el cielo en lugar de limitarse a correr por el camino.

A su lado, el arconte dijo:

—¿Lo pasaste bien entre estos bárbaros?

Y Kineas, que sabía fingir cuando era necesario, dijo:

—Me hice amigo de sus caudillos. Uno me regaló esta fusta por ser su huésped.

—Tu amistad con estos bandidos quizá nos sea de más ayuda de lo que pensaba, ateniense. Te aprecian —asintió el arconte—. Su rey no es un hombre simple. Tiene una buena educa ción.—Sonrió con maldad—. Es joven y arrogante.

—Fue rehén en Pentacapaeum —dijo Kineas.

—¿Cómo es que nunca le vi? —preguntó el arconte. Se encogió de hombros—. O quizá sí. Crían como conejos. Y sus mujeres no saben qué es la castidad: cuesta saber quién es el padre de cada pequeño bastardo. Aun así, serán buena carne de cañón si hay que combatir en esta guerra. —Kineas se puso tenso, pero no dijo nada—. Cosa que ahora voy a tratar de impedir por todos los medios. —El arconte dio la vuelta a su caballo—. ¡Volvemos a palacio!

Cleito dio una cena en su honor la noche en que Atenas honraba a sus muertos y a sus héroes, y Kineas bebió más vino de la cuenta. Si bebió tanto vino fue porque estaba llamado a hablar en público. A instancias de Cleito, y con la ayuda de Diodoro y Filocles, preparó un discurso y, después de cenar, cuando Cleito y todos los invitados insistieron, se levantó de su diván y se situó en medio de la estancia como los políticos que solían asistir a las cenas de su padre en Atenas. Jamás había pensado que alguna vez haría uso de tales tácticas, y las manos le temblaban tanto que tuvo que esconderlas en la túnica.

—Caballeros de Olbia —comenzó con formalidad. Pero aquél no era el tono que deseaba en absoluto, sobre todo temblándole la voz, de modo que sonrió, se encogió de hombros y se atusó la barba—. Amigos y patrocinadores. —Mejor—. Se ha dicho, y en realidad se sigue diciendo ahora mismo no lejos de aquí, que tras haber sido promovido a ciudadano y luego elevado a hiparco, he correspondido a vuestra gentileza arrastrándoos a una guerra desesperada.

La concurrencia se mostraba interesada, pero poco más. Los hombres más jóvenes, como por ejemplo Eumenes, no tenían ni idea de lo que significaría una guerra. La idea les excitaba. Los de más edad tenían los medios para embarcarse y desaparecer por la costa, poniendo rumbo a Heraclea, a Tomis o incluso a Atenas.

Kineas suspiró profundamente.

—La guerra no ha sido cosa nuestra. Alejandro, el niño rey a quien serví, ahora es un hombre. Más que un hombre, pues se ha proclamado a sí mismo dios. Avanza para conquistar, no sólo a los medos, sino el mundo entero.

Kineas abrió los brazos como un actor. Resultaba curioso con qué facilidad se acordaba uno de aquellas cosas. Kineas no había practicado la oratoria en diez años, como mínimo.

—Ahora bien —prosiguió—, uno de los indicios que tenemos de que Alejandro no es tan dios como le gustaría ser es que sus guerras siguen requiriendo hombres y dinero. Los dioses, creo yo, conquistarían el mundo con su mera voluntad. Alejandro lo hace con el tesoro de Persépolis y fuerzas reclutadas en todo el mundo griego. Y su apetito de tesoros para financiar sus combates le ha salido muy caro a Macedonia. Del oro de Pers épolis no llegó ni una onza a la patria. Del botín de Babilonia no hay nada guardado en baúles en el tesoro de Filipo. Olimpia no se baña en perlasdelNilo. Alejandro quema oro como tros hombres queman madera. —Cogió vino aguado de un sirviente y bebió un sorbo—. Antípatro necesita dinero. Necesita poner su bota sobre los cuellos de las ciudades del Ática y el Peloponeso. Necesita nuestro grano y nuestro oro, y necesita una guerra para endurecer a sus reclutas antes de enviárselos a su amo, el dios.

Hizo una pausa para que asimilaran aquellas palabras. Entonces comenzó a caminar en torno al círculo de divanes y se dirigió directamente a ellos, uno tras otro.

—Ésta no será una simple guerra entre ciudades, donde los hoplitas se enfrentan y el invierno dicta las condiciones al vencido o quemasuscampos. Si Antípatro toma sta ciudad, se la quedará. Designará a un sátrapa que la gobierne, uno de sus hombres de Macedonia. —Kineas dijo esto último directamente a Nicomedes. Lo hizo como por azar, y el terso rostro de Nicomedes no dejó entrever si se daba por aludido.

—Habrá una guarnición de macedonios e impuestos elevados. Adiós a la asamblea y a los privilegios de los terratenientes. Podríais preguntarme por qué sé todo esto, y yo os diría que porque lo he visto hacer desde el Gránico hasta el Nilo. ¿Pensáis que el arconte es un tirano? —Kineas miró en derredor y percibió cierto sobresalto; aquello los había despertado—. El arconte es el más puro demócrata comparado con una guarnición macedonia. ¿Pensáis que Antípatro quizá beneficie a la ciudad? ¿O tal vez que os podéis escabullir y regresar dentro de unos años cuando la situación sea más propicia para los negocios? —Kineas volvió a detenerse y señaló a Likeles—. Likeles era un caballero de Tebas. Preguntadle qué supuso la ocupación macedonia.

Estaban intranquilos, incómodos en los divanes, los mayores se negaban a mirarle a la cara. Como la mayoría de los hombres ricos, le habían oído, pero dudaban de que sus palabras les atañeran: encontrarían el modo de comprar su libertad, estaban convencidos. Pero, una vez más, sus argumentos dieron en el clavo: todos los presentes sabían que Tebas había sido arrasada, las murallas derribadas, casi todos sus ciudadanos vendidos como esclavos por atacar a la guarnición macedonia. Y se trataba de Tebas, un pilar del mundo griego, la ciudad de Edipo y de Epaminondas.

Kineas tomó otro sorbo de vino.

—No os diré que podemos vencer el poderío de Macedonia. Si Alejandro viniera aquí con siete taxeis de sus veteranos y cuatro regimientos de compañeros, con toda su caballería tesalia y todos sus psiloi y sus peltastas y la guardia, entonces os diría que, pese a nuestras alianzas y a nuestras propias fuerzas, nos aplastarían en una hora.

»Pero quien marcha hacia aquí no es Alejandro. Seguramente ni siquiera Antípatro; un gran general, permitid que os lo diga. Será uno de los generales jóvenes que se quedaron en casa en vez de ir a las guerras persas y que ahora están ansiosos de fama, ansiosos por hacerse un nombre mediante un avance hasta el mar. Ese general tendrá dos taxeis de macedonios, y uno de ellos será de novatos. Tendrá un regimiento de compañeros: todos los alborotadores que Antípatro quiera ver lejos del país. Tendrá tracios, getas y bastarnos. Y a ese ejército, caballeros, lo podemos vencer. Y si no conseguimos aplastarlo, podremos detenerlo en las llanuras tanto tiempo que no tendrá ocasión de sitiar esta ciudad.

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