—¿Eso me quitará el frío? —preguntó a la ligera.
El rey frunció el ceño.
—No te tomes a broma a Kam Baqca. No vende sus amuletos, pero nos favorece mucho llevarlos. ¿Qué río no puedes cruzar sin ella?
—Soñé con un río —dijo Kineas. Tenía los ojos puestos en doña Srayanka, que estaba de pie en la nieve fangosa junto a la yurta del rey dando órdenes a los hombres que cargaban un carro. Se volvió hacia el rey, cuyos ojos y expresión traslucían recelo y reserva.
—Dice: «La próxima vez soñarás con un árbol. No trepes al árbol sin mí.» —El rey se rascó la barba. Era demasiado joven para disimular su enfado, y Kineas no tenía ni idea de qué podía haber hecho enfadar al rey—. Esto son cosas de videntes, Kineas. ¿Acaso también tú eres un baqca?
Kineas hizo una seña de aversión.
—No. Soy un simple soldado de caballería. Filocles es el filósofo.
Al parecer, su aparte fue traducido, porque Kam Baqca escupió una respuesta y acto seguido, como transigiendo, le dio una palmada en la cabeza como si fuese un buen chico.
—Dice que el que recita poemas es un buen hombre, pero que nunca le ha visto y que no se metió solo en el río. Y también dice —el rey hizo una pausa entornando los ojos—, dice que esta decisión tendrás que tomarla, por más que trates de evitarla. Creo que se refiere a la guerra con Macedonia. —Kam Baqca le dio un golpecito al rey en el hombro—. Y me dice que yo no debo pensar en esto, que sólo soy su boca. —El rey volvió a fruncir el ceño, debatiéndose entre el mal genio adolescente y su buen talante natural—. ¿Qué sátrapa, qué gran rey puede recibir órdenes de su pueblo de esta manera?
El rey comenzó a recoger sus armas; un pesado carcaj que contenía el arco y las flechas, llamado gorytos; una espada corta sujeta a un cinto profusamente decorado y con una vaina muy recia, y un cubo alto para jabalinas que se ataba a la silla.
Kam Baqca dio otra palmada a Kineas en la cabeza y entonces lo giró por los hombros para que quedara de cara a Srayanka. En cuanto la miró, Srayanka apartó la vista. Su indiferencia era un poco demasiado estudiada; un hombre más joven habría interpretado ese gesto como un rotundo rechazo, pero Kineas había visto mundo y se dio cuenta de que deseaba que le prestara atención. No pudo evitar sonreír mientras caminaba hacia ella. No tenía traductor, lo cual, habida cuenta de las circunstancias, ya le pareció bien.
Y, al aproximarse a ella, Srayanka le saludó tendiéndole la mano. Obedeciendo a un antojo, desprendió de su clámide el broche con forma de cabeza de gorgona y se lo puso en la mano. Su mano estaba más caliente que la suya, con callos en la parte alta de la palma y una suavidad aterciopelada en el dorso que Kineas no recordaba, y el contraste, la dureza de la mano que empuñaba la espada y la suavidad del dorso, le hizo estremecer como una poesía, como la visión de la primera flor de la primavera: reconocimiento, maravilla, turbación.
Al principió ella no le miró a los ojos, aunque tampoco rehuyó su contacto. Gritó una orden por encima del hombro y luego posó su mirada en el broche, sonrió y le miró. Era más alta de lo que Kineas había imaginado. Sus ojos tenían motas marrones en medió del azul, y estaban prácticamente a la misma altura que los suyos.
—Ve con los dioses, Kineaas —dijo.
Volvió a mirar la cabeza de gorgona, un trabajo bastante bueno de un taller ateniense, y sonrió. Kineas percibía su olor: humo de leña y cuero. Sus cabellos precisaban un lavado. Tuvo ganas de besarla pero pensó que no era buena idea, mas el impulso era tan acuciante que dio un paso atrás para evitar que su cuerpo le traicionara.
Srayanka le puso su fusta en la mano.
—Ve con los dioses —dijo otra vez. Y giró en redondo mientras llamaba a voz en cuello a un hombre montado que llevaba un fardo de lana.
Kineas miró la fusta una vez que hubo montado. Nunca había llevado una, desdeñándolas como utensilios para malos jinetes. Aquélla tenía una empuñadura hecha de un material muy pesado y, no obstante, flexible. Sentía cómo se movía entre sus manos. Bandas alternas de cuero labrado y oro macizo envolvían el alma flexible. El cuero labrado presentaba una escena de hombres y mujeres cazando juntos a caballo que cubría la empuñadura desde un ágata en el pomo hasta la firme trenza de crines del fuete. Era un objeto bonito, demasiado duro para arrear a un caballo, pero muy útil como puntero, y un arma bastante buena. La dobló unas cuantas veces. Sus jóvenes soldados estaban montando detrás de él. Parecían bien preparados para una cabalgada de una semana con los sakje y llevaban la armadura completa, casco y clámide. Ocupó su sitió al frente de ellos, todavía jugueteando con la fusta.
Ajax saludó. Se había convertido en un hipereta consumado: los hombres estaban en impecable formación, y Kineas correspondió el saludo.
—Eres un buen soldado, Ajax —dijo—. Lo lamentaré cuando vuelvas para casarte con una niña rica y dedicarte a comerciar.
Ajax le dirigió su hermosa sonrisa.
—Señor, ¿alguna vez haces un cumplido que no termine con una pulla?
Kineas dobló la fusta otra vez.
—Sí. —Sonrió a Clío, el jinete más cercano—. Clío, esta mañana pareces un adulto. —Y a todos ellos—: Caballeros, ¿listos para una dura cabalgada? El rey tiene intención de hacer el viaje en dos días. Eso serán diez horas en la silla. No puedo permitir que nadie se rezague. ¿Estáis listos?
—¡Sí! —gritaron.
Los sakje dejaron de hacer lo que hacían para observarlos un momento. Luego prosiguieron con sus preparativos.
Filocles vino y montó a uno de los caballos de batalla sakje: un hermoso animal, muy musculoso.
—El rey me ha regalado este caballo. Debo decir que es un tipo generoso. —Miró en derredor y luego susurró—: Y no precisamente tu fan.
Kineas enarcó una ceja.
Filocles abrió las manos y agachó la cabeza, un gesto universal entre los griegos: «No diré más sobre el tema.»
Kineas sacudió la cabeza y volvió a centrarse en el asunto que los ocupaba.
—No he podido encontrar un animal de tu talla. Es un animal magnífico, Filocles. No lo agotes en la nieve.
—Bah, me has convertido en un centauro, Kineas. Con esta bestia entre las piernas puedo cabalgar a cualquier parte. —Filocles le sonrió de oreja a oreja—. Si no borras esa sonrisa de tu cara, Kineas, la gente quizá te tome por un hombre feliz.
Kineas lanzó una mirada al espartano e inspeccionó su caballo.
—Tal vez quieras tensar bien tu cincha antes de la partida.
—Kineas saltó a tierra, apartó la pierna del espartano y dio un tirón—. Y enrollar bien tu manto. Trae, dámelo a mí.
Filocles se encogió de hombros.
—Siempre me lo hace Niceas.
—Debería darle vergüenza, y a ti también.
Kineas extendió el manto sobre la ancha grupa del caballo, que respingó al ver el revuelo del manto al desplegarse por el rabillo de su ojo negro. Luego Kineas lo dobló, lo enrolló bien apretado y lo remetió en el respaldo alto de la silla sakje.
—En la infantería sólo llevamos puestas estas malditas cosas —dijo Filocles.
—Átalo así, detrás de la silla, y tendrás dónde apoyar el trasero cuando estés cansado. —Kineas estudiaba la silla sakje que se había agenciado Filocles. Tenía el respaldo mucho más alto que cualquier silla griega. La mayoría de los griegos se contentaba con una manta. Volvió a montar y cogió las riendas.
—Bonita fusta —comentó Filocles—. Eso no ha sido un presente del rey —agregó con una sonrisa traviesa.
—Filocles —dijo Kineas agarrando las riendas del espartano. El rey apareció a su otro lado y le interrumpió.
—Si vosotros estáis listos, nosotros también —dijo el rey de manera cortante.
—¿En qué orden te gustaría que montáramos? —preguntó Kineas mientras miraba a sus disciplinados griegos y a los nobles sakje que pululaban a su aire. Se exhibían ante las mujeres, o los hombres, haciendo cabriolas y empinando a sus caballos. Dos ya habían salido, echándose una carrera, y la nieve parecía en erupción bajo los cascos de sus corceles a la luz del sol matutino.
El joven rey se encogió de hombros.
—He pensado que enviaría a un par de exploradores que se adelantaran, como haría cualquier jefe competente. Y luego, puesto que ésta es una misión de paz, he pensado que tú y yo podíamos cabalgar de lado, quizás acompañados por ese espartano parlanchín. Así practicaré mi griego, Filocles aprenderá más cosas sobre mi tierra y podré enseñarte a usar la fusta sakje. —El rey indicó la fusta en la mano de Kineas—. Me resulta familiar —agregó con un sarcasmo muy griego.
—A tus órdenes, señor —dijo Kineas. Alzó la mano.
—Adelante —dijo el rey en griego, y luego—: ¡Ferá!
La enfermedad ya había abandonado casi por completo su cuerpo: alabado fuese el mortífero arquero Apolo por pasarle de largo y alabada Kam Baqca por curarle; y la tos apenas le molestaba. El viaje de regreso a la ciudad fue placentero a pesar del frío y de la profunda nieve de las llanuras, porque los hombres del rey eran buenos compañeros y porque sus muchachos de Olbia se estaban convirtiendo en algo semejante a soldados. Durante dos días, Kineas no tuvo que preocuparse de nada. Los hombres del rey elegían dónde acampar y montaban tiendas de fieltro que sacaban de los dos carros que cargaban con el equipaje de toda la comitiva. Kineas cabalgaba y conversaba, y en los breves intervalos en que estaba a solas pensaba en Srayanka. Cualquier atisbo de frialdad que hubiese habido entre el rey y él se había disipado poco después de salir del campamento.
Las vacaciones se acabaron a cuarenta estadios de Olbia.
—¡Hemos visto una patrulla! —gritó el joven Kyros en cuanto estuvo lo bastante cerca como para que le oyeran. Aflojó la marcha y, después de trazar un amplio arco delante del rey, hizo un saludo tardío.
Kineas aguardó fingiendo indiferencia hasta que el joven detuvo su caballo delante de ellos.
—Cuatro hombres, todos bien montados. Ataelo dice que son tus hombres de la ciudad. —Kyros parecía un tanto alicaído—. Yo no los he visto. Los ha visto Ataelo. Los está vigilando.
Kineas se volvió hacia el rey.
—Si Ataelo los ha visto, ellos le habrán visto a él y no tardarán en llegar hasta nosotros.
Mientras lo decía, dos jinetes coronaron la loma siguiente e iniciaron un rápido descenso.
Kineas reconocía a Niceas por la silueta de sus hombros y la manera de montar, incluso sobre el horizonte de una llanura nevada, y en cuanto divisó a su hipereta, que bajaba por la ladera a me dio galope hacia la comitiva del rey sakje, comenzó a preocuparse.
—Ese hombre monta bien —dijo el rey.
—Lleva toda la vida en la silla —dijo Kineas. Tosió.
—Vigilar los caminos en invierno no es tarea fácil —prosiguió el rey. Se atusaba la barba con aire pensativo.
Niceas se acercó al trote ligero y saludó.
—Hiparco, te saludo —dijo con formalidad.
Kineas correspondió el saludo y luego lo abrazó.
—Estás mejor —dijo.
Niceas sonrió.
—Por la gracia de todos los dioses, y pese al entrometimiento de Diodoro con diversas pociones, soy un hombre nuevo.—Entonces pareció recordar en compañía de quién estaba —. Perdona, señor.
Kineas, acostumbrado a la galopante informalidad de los sakje, tuvo que esforzarse para pensar y obrar como un griego.
—El Rey de los Sakje; mi amigo e hipereta, Niceas. Igual que yo, ateniense.
El rey le tendió la mano derecha. Niceas se la estrechó.
—Es un honor, Gran Rey.
—No soy un gran rey —dijo Satrax—, soy el rey de los asagatje.—Entrecerró los ojos—. Aunque tengo intención de ser un gran rey algún día.
Niceas miró alternativamente a su comandante y al rey bárbaro. Kineas interpretó su titubeo y le hizo una seña al rey con la fusta, que ya se había convertido en una parte de él.
—Niceas tiene noticias que darme en privado, oh, Rey. ¿Me concedes permiso para cabalgar con él durante un trecho?
Satrax respondió elandiendo su fusta. Era un hábito sakje: hablaban con sus fustas.
—Adelante —dijo.
—Me gusta —dijo Niceas en cuanto estuvieron a una distancia prudente—. No tiene nada de persa. Pero por los huevos congelados de Ares, es muy joven.
—No tan joven como parece. ¿Qué demonio te ha traído a enfriar tu culo peludo en la nieve?
Kineas los estaba distanciando de la columna a un trote ligero, y sus palabras quedaban entrecortadas por el movimiento del caballo.
Niceas guardó silencio hasta que ambos frenaron en lo alto de una loma. Debajo de ellos los dos carros del rey avanzaban penosamente, tirados por un yugo doble de bueyes.
—Se suponía que estarías de vuelta en tres días; una semana a más tardar. —Miró en derredor—. La asamblea no aceptó los impuestos del arconte. Ahora hay problemas. Nada grave, de momento. Pero al ver que no aparecías, la gente comenzó a hablar. Problema que quedará resuelto en cuanto cruces las puertas de la ciudad. Muchos padres ricos echan en falta a sus hijos, empezando por Cleomenes. Así que Diodoro decidió que enviáramos patrullas a buscaros. Eso fue hace tres días. —Niceas daba la impresión de estar quitándose de encima el peso del mundo—. ¿Por qué habéis tardado tanto? En la ciudad hay hombres que dicen que os mataron los bárbaros. Y otros sostienen que el arconte no te dejará traer de vuelta a los chicos hasta que se voten los impuestos.
—¿Qué hombres? —preguntó Kineas —. ¿Quién ha dicho eso?
—Coeno estaba intentando averiguarlo cuando salí con la patrulla —dijo Niceas encogiendo los hombros.
—¿Tenías su permiso para salir a buscarme?
Kineas hizo una seña para llamar la atención del rey.
—No sé cómo se me pasó por alto pedírselo. —Niceas hizo una mueca de arrepentido digna de un mimo.
Kineas suspiró. Había disfrutado de aquellos días en las llanuras con la única obligación de mandar a su puñado de chicos prometedores. Se sintió como si todas las cargas de Niceas le hubiesen caído de golpe sobre los hombros. Hincó los talones y su robusto poni, uno de los que le había regalado el rey, trotó cuesta abajo hacia la columna.
—¿Cómo están los demás? —preguntó Kineas.
—Bastante bien. Aburridos. Todos se presentaron voluntarios para esta patrulla. Diodoro sólo les permite acceder al hipódromo y al gimnasio hasta que tú regreses. —Niceas rió entre dientes—. Nos hemos agenciado unas cuantas putas. Diodoro pagó los servicios de una hetaira.