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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (12 page)

BOOK: Tirano
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—Veinte. O cincuenta. Más que suficientes. —Kineas se encogió de hombros—. Aunque ya veo adónde quieres llegar. Está bien, filósofo. Soy lo bastante mayor como para ignorar a los hombres que mato y aun así lamentarlo, de lo que se deduce que el chico lo está pasando peor que yo y me echa a mí la culpa. ¿Por qué no? Su culpa es una carga liviana.

—¿Eso piensas? Esta mañana te adoraba. —El espartano se giró para mirar a Kineas—. Creo que ambos seríais más felices si hablarais. Más felices y más sabios. Y de resultas él será mejor hombre.

Kineas asintió lentamente.

—¿Por qué estás con nosotros?

Filocles sonrió abiertamente.

—Me estoy quedando sin sitios donde se hable griego.

—¿Maridos airados? —preguntó Kineas sonriendo, al tiempo que se ponía de pie. Mejor zanjar el asunto cuanto antes.

—Me parece que hago demasiadas preguntas —contestó Filocles sonriendo a su vez.

—Honor y virtud… —comenzó Kineas, y miró a Ajax a través de las llamas.

—Admítelo, Kineas. Todavía crees en esas dos cosas. Quieres lo que es bueno. Te esfuerzas por alcanzar la virtud. Ve y díselo al chico.—Filocles le hizo una seña para que se fuera—. ¡Vamos! Tengo intención de acabarme tu estofado en cuanto te vayas.

Kineas arrebató el cuenco al otro hombre y lo rellenó en el caldero común. Por tradición, el capitán comía el último, pero los demás ya habían comido, casi todos los hombres dos veces, incluso los esclavos. Kineas restregó el cuenco de madera por la pared de bronce. Mientras llenaba su cuenco, Antígono se acercó a llenar el suyo.

—Buen botín, para ser bárbaros. Doce caballos, algo de oro y plata, unas cuantas buenas armas.

—Lo repartiré después de cenar.

Antígono asintió.

—Hará que los hombres se sientan mejor —dijo.

Diodoro, que les escuchaba, también asintió.

—Graco ha vivido todos estos años con el niño rey para acabar muriendo en las llanuras a manos de una banda de estúpidos bárbaros. Cuesta de tragar.

Kineas asintió.

—Lo tendré presente —dijo, y fue a sentarse con Ajax. Lo hizo tan repentinamente que el muchacho no tuvo tiempo de salir corriendo. Aún se estaba levantando cuando Kineas lo detuvo con una mano.

—Quédate donde estás. ¿Cómo tienes el brazo? —preguntó Kineas.

—Bien —dijo Ajax.

—El tajo es largo. ¿Te escuece?

—No.

—Sí que te escuece. Pero si lo vas untando con miel y las moscas no te vuelven loco, se curará en cuestión de una semana. Al cabo de dos dejará de dolerte. Y para entonces ya habrás olvidado su cara.

Ajax tomó aire bruscamente.

—Lamento haberle matado sin preguntarte primero. A lo mejor querías quedártelo. Pero era un hombre de mi edad, y nunca había sido esclavo. ¿Con una mano de menos, como un criminal? Lo último que quería era vivir como un esclavo manco —afirmó Kineas.

—¿Y eso nos da derecho? —preguntó Ajax. Su voz era firme, incluso ligera, como si la pregunta no tuviera importancia.

—¿Derecho? Ellos nos han atacado, Ajax. Cruzábamos esta tierra por el llano, sin acercarnos a sus montes. Han venido a por nuestras cabezas y nuestros caballos. La próxima vez, a lo mejor seremos nosotros quienes vayamos a su territorio; subiremos hasta sus chozas de las colinas y prenderemos fuego a los tejados. Eso es lo que hacen los soldados. Es una clase distinta de derecho: el derecho de la fuerza, de una polis contra otra, cuando confías en que los hombres que votaron a favor de la guerra tenían sus razones y tú cumples con tu deber. Éste era un derecho más simple: el derecho a rechazar una agresión. Como matar a un ladrón.

—Has matado a los dos. Y luego has dicho…, has dicho que eso es lo que hay, que el fuerte mata al débil —agregó con menos firmeza.

—Deja que te diga la verdad. Es una verdad asquerosa, pero si puedes soportarla quizá te conviertas en soldado. ¿Listo?

—Ponme a prueba.

—Soy el capitán. ¿Sí?

—Sí.

—El rango significa que haces lo difícil. Matar a hombres desarmados es un trabajo asqueroso. A veces lo hacemos todos. Pero normalmente lo hago yo. Así los demás no tienen que hacerlo.

Ajax contempló el fuego un rato.

—Haces que parezca una virtud.

—Aún no he terminado —indicó Kineas.

—Pues entonces sigue —dijo Ajax volviéndose para mirarle.

—Por lo general, cuando la polis declara la guerra, o toda Grecia, o todo el mundo helénico declara la guerra…, piensa en ello, ¿van todos los hombres a la guerra?

—No.

—¿Van todos los guerreros? ¿Todos los hombres entrenados para combatir?

Ajax rió sin ganas.

—No.

—No. Van unos pocos. A veces más que unos pocos. Y lo único que ennoblece su profesión es que lo hacen para que los demás no tengan que hacerlo.

—¡Eres mercenario! —espetó Ajax.

—Ya lo sabías antes de venir.

—Es cierto. ¿Por qué crees que me siento tan cobarde ahora? Sabía lo que pasaba aquí y de todos modos vine, y ahora me faltan agallas para aceptar lo que veo.

Ajax tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

—Lucho por otros hombres. Y por mi propio provecho. Es una vida dura, llena de hombres duros. No te recomiendo que te conviertas en uno de ellos, Ajax. Si quieres marcharte, haré que alguien te acompañe hasta el transbordador. Por otra parte, si prefieres quedarte, tienes que contestarte a ti mismo si puedes hacer esto y seguir siendo un buen hombre. —Kineas se puso de pie; acusaba la edad en las rodillas y los muslos—. La próxima parte no va a gustarte. Es la parte más fea, después de la de matar. Pero deberías verla. —Se frotó el mentón sin afeitar—. Además, el reparto del botín forma parte de la guerra. Y figura en la Ilíada, así que no puede ser malo.

Kineas le puso una mano en el hombro y Ajax no la rechazó. Luego se marchó, dejó caer su cuenco junto a un esclavo, se lavó las manos en un cubo de cuero y se detuvo junto a Diodoro y la reata de caballos capturados. Crax tenía a sus pies todos los objetos de valor hallados en los cuerpos sobre una túnica ensangrentada. Su semblante no reflejaba ninguna emoción, pero Kineas acertó a ver tensión en su postura y sus hombros; tal vez reconocía el origen de los broches y alfileres de la túnica.

Kineas no tuvo que hablar para atraer la atención de los hombres. Le bastó con levantar una mano.

—Caballeros. De acuerdo con la costumbre, repartiremos el botín de nuestros enemigos en lotes, por turnos. Por el bien de la compañía, yo cojo esto.

Kineas revolvió entre los broches y cogió los dos más grandes de oro. Valían veinte lechuzas de oro cada uno y servirían para alimentar a los caballos en una ciudad durante varios días. Nadie puso objeciones, aunque saltaba a la vista que eran los objetos más valiosos del montón.

Luego señaló al escita.

—Ataelo descubrió al destacamento y nos dio aviso. También liquidó a cuatro de ellos. Yo digo que coja el primer lote.

Era algo inusual que a un hombre nuevo, y además bárbaro, se le concediera el primer lote. Se oyó un murmullo, aunque nada alarmante. Por un lado, no había mucho botín que repartir, y el primer lote tampoco consistía en una pila de oro, y por el otro, el murmullo parecía decir que el escita seguramente los había salvado a todos, o al menos los había salvado de un enfrentamiento más duro.

Antígono, también de origen bárbaro, levantó un puño al escita.

—¡Primer lote! —atronó. Otros hombres corearon el grito.

Ataelo miró en derredor como para asegurarse de que le estaban eligiendo. Sonrió de oreja a oreja. Entonces fue hasta la reata de caballos capturados y saltó a horcajadas sobre el más alto, una yegua baya con algo de sangre persa. Soltó un sonoro «i so, so!», y se apeó para soltarla de la reata.

Que el escita se quedara un caballo no sorprendió a Kineas, pero en cambio complació a los hombres, pues éstos preferían dinero contante y sonante en forma de plata y monedas. La tradición de ceder el primer lote al hombre considerado más merecedor con frecuencia se convertía en un arma de doble filo ya que suscitaba rencores con la misma facilidad con que recompensaba los logros militares. Pero la elección de Ataelo le hizo popular, o tal vez más popular.

El resto del reparto se hizo por estricta jerarquía. Niceas fue el segundo en elegir, y por más apenado que estuviera por Graco, eligió cuidadosamente del montón una pesada torques de plata con cadena de valor equivalente a la paga de un mes. Con lo mal armados que iban los getas, lucían buenas joyas y llevaban monedas.

Los demás hombres fueron cogiendo sus lotes por turnos, y sobraron muchos artículos después de la primera ronda. Ajax no participó en el reparto, pero Filocles sí y nadie se quejó: el espartano ya había sido aceptado.

Kineas les dejó hacer otra ronda, de modo que casi todos los hombres obtuvieron al menos una docena de lechuzas de plata y algunos incluso más. Casi todo lo que quedaba en la túnica después del segundo reparto era de bronce, salvo unos cuantos anillos de plata.

—Esclavos —dijo Kineas. Señaló la túnica. El esclavo de Ajax se acercó encantado: se había convertido en esclavo jefe por edad y experiencia, y no vaciló en coger el anillo de plata más grande y ponérselo en la mano. Luego le guiñó el ojo a Crax.

El rostro de Crax a la luz de la hoguera mostraba surcos de lágrimas como arroyos en una ladera después de una tormenta. No obstante, se agachó y cogió otro anillo de plata. Luego se repartieron el bronce entre los dos. Nadie se fijó en este último reparto porque estaban examinando los caballos, discutiendo sobre lo pequeños que eran y quejándose de que el escita se hubiese quedado el único realmente bueno. El sol se ocultó tras los montes del oeste mientras se repartían los caballos.

Ataelo fue al encuentro de Kineas.

—¿Yo mirar? —pidió, señalando los dos broches que Kineas tenía en la mano.

Kineas se los pasó. El escita los miró con la última luz, el sol rojo teñía el oro de tal modo que parecía cobre recién acuñado. Asintió con la cabeza.

—Hecho por mi pueblo —dijo Ataelo. Señaló el caballo y el ciervo que adornaban ambas piezas. Era un trabajo muy fino para ser obra de bárbaros: las ancas del caballo bien labradas, la cabeza del ciervo, noble y delicada.

Mientras Ataelo estudiaba los broches, Kineas lanzó un par de miradas a Ajax, pero el joven sólo mostraba cansina resignación ante las maldades de la generación mayor. Ataelo devolvió los broches a Kineas y regresó a refocilarse con su caballo. Kineas se encogió de hombros, tomó su clámide y se envolvió con ella en el suelo. No pensó en Ártemis, y de pronto ya fue de día.

5

La patrulla del alba no trajo sorpresas. Las cinchas estaban bien atadas, el equipaje cargado, y el esclavo de Ajax silbaba mientras fregaba el caldero. Ataelo había almohazado sus dos caballos hasta dejarles el pelaje reluciente. Su ejemplo fue seguido por otros, cosa que alegró a Kineas, a quien le gustaba que sus hombres presentaran el mejor aspecto posible cada día.

Kineas se apartó un poco buscando tener unos instantes para sí. Los observó trabajar, observó cómo amarraban los últimos bultos a las bestias de carga; ahora había muchas, y cada una soportaría menos peso, lo cual implicaba que avanzarían más deprisa.

El esclavo de Ajax aguardaba pacientemente junto a su rodilla. Cuando Kineas reparó en él, el esclavo agachó la cabeza.

—Perdona, señor.

Kineas tenía la impresión de que el silbido de aquel hombre había marcado el tono de la mañana, que el hecho de compartir el botín con los esclavos había sido del agrado de los dioses.

—No sé cómo te llamas.

El esclavo volvió a inclinar la cabeza.

—Arni.

Kineas mascó un poco la palabra bárbara.

—¿Qué sucede, Arni?

—Perdona que pregunte. Me gustaría saber si…, si habrá más combates. —Parecía ansioso—. Sé luchar. Suponiendo que quieras. Puedo llevar espada o cuchillo. Ayer quedaron un montón.

Armar a los esclavos siempre era un asunto peligroso. Cruzar las llanuras, no obstante, era el problema más inmediato.

—Sólo hasta que lleguemos a la ciudad. ¿Y Crax?

El esclavo sonrió.

—Dale unos cuantos días. Ya se le pasará.

Kineas asintió.

—Vigila que no te quite el arma y nos mate a todos antes. Arni sonrió, negó con la cabeza y se retiró.

Con los caballos relucientes, más ricos y con un puñado de monturas de refresco, la columna cabalgó a través de las llanuras.

Tres días de viaje sin incidentes los llevaron a las haciendas griegas de las afueras de Antifilos. Antifilos era un asentamiento tan pequeño que apenas cabía considerarlo una colonia; en realidad, era la colonia de una colonia, y protegía el flanco meridional de las más prósperas ciudades de Tiras y Nikanou, centros del comercio de grano con el interior porque controlaban el acceso a una bahía tan profunda que era como un pequeño mar. Kineas no había estado en ninguna de las dos, pero le habían hablado lo suficiente como para formarse una idea de la geografía de la región. Suspiró de alivio para sus adentros cuando los cascos de su caballo pisaron la tierra cubierta de grava de una calzada griega.

Su llegada causó un revuelo inmediato en Antifilos. Era fácil constatar que pocas caravanas osaban cruzar el mar de hierba, pues los dueños de las casas salían a sus pórticos para ver pasar la columna, los esclavos se quedaban boquiabiertos y los hombres de la población corrieron en pos de sus lanzas y se plantaron bajo el sol de la pequeña ágora, listos para repeler la invasión. Cuando descubrieron que Kineas no traía mala intención, les faltó tiempo para arrancarle cualquier beneficio imaginable, pidiendo un precio desorbitado por su grano: el grano más barato del mundo, justo en origen, a precios de hambruna en Atenas.

Una trifulca en una taberna de poca monta atrajo la atención de Kineas. Hizo una seña a Niceas.

—Consigue el grano de un día para los caballos. No aflojes ni un óbolo sobre nuestro precio de campaña. Ahora vuelvo.

Pasó las piernas por encima de la cruz del caballo y desmontó, comprobó que llevaba la espada y abrió la cortina de cuentas de madera que cubría la entrada a la taberna. Dentro, Likeles y Filocles empuñaban sendas espadas. Coeno tenía a un hombre en el suelo y le hacía cosquillas en el cuello con la suya.

—Ha intentado estafarnos con la medida —dijo Likeles a la defensiva. Sabía que Kineas detestaba cualquier clase de incidente con los «ciudadanos». Likeles se consideraba todo un caballero, aunque no era de tan alta alcurnia como Coeno y Laertes.

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