Kineas estaba cara a cara con Zoprionte. No se sorprendió: el hombre estaba donde tenía que estar, en el centro de la nube de la batalla. Kinea s tuvo suficiente tiempo para ver la derrota en sus ojos, y su cólera.
Kineas le azotó con la fusta, dos golpes rápidos, y uno de ellos dio en el blanco, pues un zarcillo se metió bajo el borde del casco dorado y le arrancó un ojo, pero la reacción de Zoprionte con su espada partió la fusta en dos y dejó a Kineas con una empuñadura de oro y sin arma. Kineas se inclinó hacia delante y el caballo respondió, abalanzándose sobre el costado del caballo más grande al que mordió con fuerza, y el semental se defendió, pero Kineas detuvo con la mano izquierda el brazo que Zo prionte levantaba con la espada y la atrapó con la derecha, usó el impulso de su oponente y su pierna izquierda contra la columna del caballo para estrecharlo contra sí y derribarlo. Los caballos se enzarzaron en una tormenta de dentelladas y coces sobre sus cuerpos y ambos quedaron cubiertos por el polvo. Kineas cayó encima y los petos chocaron dejándolos sin resuello. Kineas le aprisionó el cuello con un brazo; nariz contra nariz, el aliento de Zoprionte hedía como una llaga purulenta, y sus ojos eran los de un jabalí herido.
Zoprionte obligó a Kineas a apoyarse en la pierna herida y éste soltó un alarido. Dos veces golpeó Zoprionte el casco de Kineas con el pomo de su espa da, y los porrazos le hicieron zumbar los oídos, amenazando con hacerle perder el mundo de vista.
Kineas sólo tenía una pierna sana, pero la ira y treinta años de lucha rompieron el brazo de las riendas del macedonio con un grito de sudor y sangre. El crujido del brazo pareció el ruido más fuerte del campo de batalla, pero el dolor, la rabia, la fuerza nacida de la desesperación permitió a Zoprionte alejarse rodando, ponerse derodillasen el polvo e, ignorando su brazo iz quierdo destrozado, levantar la espada para asestar un golpe mortal.
Kineas buscó su segundo puñal, atrapado por la pierna izquierda; demasiado despacio.
La primera flecha se clavó en el macedonio justo encima del círculo donde el cuello asomaba del peto. Y luego pareció que le crecieran flechas como si fuese un truco de escenografía: una, luego cuatro.
Kineas estaba sobre una rodilla, y no podía pensar con claridad, pero levantó la cabeza y los ojos azules de Srayanka esta ban encima de un caballo muy alto, y flotando sobre ellos el polvo se alzaba como una pira funeraria. Mientras la miraba, el polvo se abrió y se encontró contemplando el cielo. El cielo, por encima de la polvareda, era azul, y a lo lejos, en la distante llanura, había grandes nubes de un blanco inmaculado. Allí arriba, en el éter, todo era paz. Un águila, el mejor de los augurios, circunvolaba con pereza a su derecha. Más cerca, trazaban círculos aves de peor agüero.
Una mano asió la suya, dura como el hierro la palma encallecida y suave como napa el dorso bajo su pulgar.
Y la oscuridad se lo llevó.
Estaba sentado a lomos de un caballo en medió de un río; un río poco profundo, con piedras bajó los cascos del caballo y agua rosa que discurría saltando entre las piedras. El vado, porque era un vado, estaba llenó de cuerpos. Hombres y caballos, todos muertos, y el agua blanca que borbotaba sobre las piedras estaba teñida de sangre, la espuma del agua rosa bajó el sol.
El río era inmenso. Levantó la cabeza, vio la otra orilla y cabalgó hacia ella. La madera que había arrastrado la corriente hacía que pareciera una playa del mar, y un único árbol muerto se alzaba sobre las piedras rojas de la ribera. Había otros hombres detrás de él, por todas partes, y estaban cantando. Iba montado en un caballo que no conocía, alto y oscuro, y notaba el pesó de una extraña armadura.
—¿Alguna vez habías visto este río? —preguntó Kam Baqca con sorna.
—No —admitió él, sintiéndose como un niño con su tutor.
—El orgullo de los hombres, así como su vanidad, no conoce límites.
Kam Baqca rió, y él la miró, y el blanco de la pintura de su rostro no podía ocultar la podredumbre que le había arrancado casi toda la carne de las mejillas.
—¡Estás muerta! —dijo el.
—Mi cuerpo está muerto —contestó ella.
—¿Y el mío? —preguntó él. Mientras lo preguntaba bajó la vista, y la piel de su brazo era firme y estaba señalada por todas las cicatrices que la vida le había dejado.
Kam baqca rió otra vez.
—Regresa —le dijo—. Aún no ha llegado tu hora.
Eran tres, estaban sentadas en las ramas de un árbol, a cuál más horrible. La que estaba en la rama más baja alargó el brazo y cogió algo de la vieja bruja de la rama siguiente, y cuando le miró a él sólo tenía un ojo, si bien tan brillante como el de una niña. Levantó la manó, y entre los dedos colgaba un hiló, ó tal vez un cabello de un niño, y era dorado y brillaba con luz propia, aunque era más corto que la anchura del dedo de un hombre.
—No queda mucho —dijo ella, y rió socarronamente—, pero mejor esto que nada, ¿no?
—Suficiente para engendrar un hijo ó dos —rió tontamente una de sus horribles hermanas.
—Suficiente para derrotar a un dios —rugió la de la rama más alta—. ¡Pero sólo si te das prisa!
Airyanám
(avestano): Noble, heroico.
Baqca
(siberiano): Chamán, mago, hechicero.
Daimon
(griego clásico): Espíritu.
Epilektoi
(griego clásico): Los hombres elegidos de la ciudad o de la falange; soldados de elite.
Eudaimia
(griego clásico): Bienestar. Literalmente «con buen espíritu». Véase daimon.
Falange
(griego clásico): Formación de infantería utilizada por los hoplitas griegos en la guerra, de ocho a diez columnas en fondo y tan ancha como las circunstancias permitían. Los comandantes griegos probaron formaciones con más y menos columnas, pero la falange era sólida y muy difícil de romper, presentando al enemigo un auténtico muro de puntas de lanza y escudos, tanto en la versión macedonia con picas como en la griega con lanzas. Además, falange puede aludir al grueso de los combatientes.
Gamelia
(griego clásico): Una festividad griega.
Gorytos
(griego clásico y posiblemente escita): El carcaj abierto por arriba que llevaban los escitas, a menudo muy ornamentado.
Hiparco
(griego clásico): El comandante de la caballería.
Hipereta
(griego clásico): El trompetero del hiparco.
Hippeis
(griego clásico): En el ámbito militar, la caballería de un ejército griego. En sentido general, la clase de la caballería, sinónimo de caballeros. Usualmente los hombres más ricos de una ciudad.
Machaira
(griego clásico): La pesada espada de la caballería griega, más larga y resistente que la espada corta de la infantería. Su objeto es dar más alcance al jinete y no es útil en la falange.
Psiloi
(griego clásico): Soldados de infantería ligera, por lo general armados con arcos y hondas y, a veces, jabalinas. En las guerras de las ciudades-estado griegas, los psiloi se reclutaban entre los hombres libres más pobres, aquellos que no podían costear la carga económica de una armadura de ho plita y el entrenamiento diario en el gimnasio.
Sastar
(avestano): Tiránico. Un tirano.
Taxeis
(griego clásico): Los regimientos de picadores macedonios. Cada taxeis tenía entre mil y dos mil hombres, en función de las bajas y las deserciones. Sinónimo aproximado de falange.
Muy poco sobrevive del idioma escita, y yo soy autor, no lingüista. He decidido representar algunas palabras escitas en avestano, y otras en siberiano moderno, y otras en osetio, siempre con la intención de mostrar las dificultades que impone una barrera idiomática, incluso cuando muchas palabras comparten raíces comunes. Soy muy poco ducho en griego clásico, y desconozco los demás idiomas mencionados, de modo que cualquier error de traducción sólo debe atribuírseme a mí.
Un libro —una serie, en realidad— como éste no surge de la mente de un autor como Atenea de la frente de Zeus. Kineas y su mundo comenzaron con mi deseo de escribir un libro que me permitiera abordar en serio asuntos de guerra y política que nos rodean a todos hoy en día. Estaba volviendo a estudiar y volviendo a mi primer amor: la historia clásica. Y deseaba escribir un libro que mi amiga Christine Szego quisiera tener en su tienda, la librería Bakka-Phoenix de Toronto. La combinación —historia clásica, la filosofía de la guerra y cierto elemento chamanístico— dio pie al volumen que tiene en sus manos. Por el camino conocí al profesor Wallace y al profesor Young, ambos muy eruditos y vinculados desde hace años a la Universidad de Toronto. El profesor Wallace contestó. todas las preguntas que le hice, me proporcionó un sinfín de fuentes y me presentó las laberínticas elucubraciones de Diodorus Siculus y, finalmente, a T. Cuyler Young. Cuyler tuvo la amabilidad de iniciarme en el estudio del Imperio persa en tiempos de Alejandro y de debatir la posibilidad de que Alejandro no fuera infalible, ni siquiera de lejos. Deseo expresar mi más profundo agradecimiento a estos dos hombres por su ayuda para recrear el mundo griego del siglo IV a.C., así como la teoría sobre las campañas de Alejandro que sustenta esta serie de novelas. Toda la erudición es suya y cualquier error que haya es, indudablemente, mío. Nunca olvidaré el placer de sentarme en el despacho del profesor Wallace o en la sala de estar de Young, y comer tarta de chocolate mientras debatíamos el mito de invencible que acompaña a Alejandro.
También quisiera dar las gracias al personal del Departamento de Clásicas de la Universidad de Toronto por su constante apoyo, y por reavivar mi adormecido interés por el griego clásico, así como al personal de la Toronto Metro Reference Library por su dedicación y apoyo.
Quisiera agradecer a mis amigos Matt Heppe y Robert Sulentic su apoyo al leer la novela y comentarla, ayudándome a evitar anacronismos. Ambos poseen conocimientos enciclopédicos sobre la historia militar clásica y helenística, y, una vez más, cualquier error es mío.
No podría haber abordado tantos textos griegos sin contar con Perseus Project. Este recurso on line, patrocinado por la Tufts Universi ty, da acceso on line a casi todos los textos clásicos en griego y en inglés. Sin él aún estaría bregando con el segundo verso de Medea, por no mencionar la Ilíada o el Himno a Deméter.
Tengo una deuda de gratitud con mi excelente editor, Bill Massey, de Orion, por dar una oportunidad a este libro, por su buen humor ante las sentencias del autor y por su apoyo en todas las etapas. También quisiera dar las gracias a mi agente, Shelley Powers, por su indefectible esfuerzo en mi nombre.
Por último, me gustaría dar las gracias a las musas del Luna Café, que amén de servir café lo hacen siempre con muy buen humor; sin ellas, desde luego, no habría habido libro. Y todo mi agradecimiento, el de una vida entera, para mi esposa Sarah.
CHRISTIAN CAMERON, es escritor e historiador militar. Es veterano de la Armada de Estados Unidos, donde sirvió como aviador y oficial de inteligencia. Reside en Toronto, y actualmente está escribiendo la siguiente novela de la serie TIRANO mientras trabaja en su doctorado en lenguas clásicas.
[1]
El Ponto Euxino, nombre del mar Negro en la antigüedad clásica.
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[2]
Actualmente Constanza, en Rumanía.
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[3]
Colonia griega en la costa norte del mar Negro.
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[4]
Alusión a los tetradracmas, monedas de Atenas con la efigie de Atenea, diosa epónima de la ciudad, en el anverso, y la lechuza de Atenas en el reverso.
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[5]
En la antigua Grecia, soldados de la infantería pesada.
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