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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (63 page)

BOOK: Tirano
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Ambos jefes asintieron. El palito de Kineas se quedó sin carbón. Volvió a la fogata y cogió otro. Trazó una línea y luego una amplia flecha curvada.

—Venís hacia el norte —precisó—. Giráis al este, lejos del río, siguiendo la sierra.

Ambos hombres asintieron.

—Ocaso —dijo Varó.

—Id con los dioses —dijo Kineas.

Percibía el movimiento en su conjunto; el curso de los acontecimientos, los preliminares de la batalla, discurriendo como el río del relato del rey. Quería su caballo de guerra y su armadura; quería asegurarse de que los esclavos tuvieran suficiente comida con la que preparar una cena caliente para todos los aliados griegos; quería ver a Srayanka.

No disponía de tiempo para hablar con Srayanka.

Seguramente no volvería a verla nunca más.

Montó, echó un vistazo a la columna de olbianos que estaba desapareciendo entre la hierba alta de la orilla del río y cabalgó cuesta abajo por la ladera sur de la colina hasta donde estaba montada en su caballo, con una mano en la cadera y la otra sosteniendo la fusta. Al verlo, le sonrió.

—Ahora —le dijo—. Ahora verás cómo luchamos.

Una parte de Kineas estaba demasiado cansada para hablar. Sólo había ido a decir adiós, pero ella estaba tan viva, parecía tanto una diosa… El Poeta a menudo decía que los hombres y mujeres eran como dioses en sus mejores momentos, y ahí estaba ella para corroborarlo.

No quería morir. Quería estar con ella para siempre.

Su silencio, y algo en su mirada, la conmovieron. Se inclinó hacia delante, le echó los brazos al cuello, apretó su mejilla contra la suya y Kineas sintió su calor y el pellizco de su gargantilla de oro en el cuello.

—Mañana —dijo Srayankate encontraré, o me encontrarás, y el Sastar Baqca habrá terminado.

Se le ocurrieron muchas cosas que decir. Se dio cuenta, porque era un hombre valiente, de que lo que deseaba era su consuelo, y de que lo mejor que él podía darle a ella era su silencio a propósito del sueño, de modo que fuera a la batalla sin mermar su esperanza. La estrechó hacia sí.

—Te has afeitado —dijo Srayanka, dándole unas palmaditas en la mejilla mientras sus caballos se separaban.

—Siempre el mejor aspecto para la batalla —dijo Kineas—. Es una tradición griega —agregó. Trataba de mostrar buen humor, pero ella asintió con gravedad.

Tras ese insustancial intercambio de palabras, cada uno se fue por su lado. Eran comandantes, tenían funciones que desempeñar.

Kineas la miró una vez más, y ella le estaba mirando. Sus ojos…, cada vez más lejos en la hierba…, y luego se volvió para gritar una orden. Kineas suspiró profundamente y se dirigió hacia las filas de la caballería.

22

Arni estaba al mando de todos los esclavos. Los carromatos ya estaban en marcha, seguidos por las reatas de caballos de refresco, pero Arni tenía preparado el caballo de Kineas y aguardaba acariciándole la cabeza, a pesar de sus otras responsabilidades.

—El amo me ha dado órdenes —dijo, con su característica sonrisa torcida—. Mantas y arreos con el equipaje. Aquí tienes tus mejores jabalinas y la armadura. Túnica limpia; Ajax dijo que la mejor, así que es la mejor.

Kineas sonrió, ver a Srayanka le había levantado el ánimo y una parte de él no creía en muertes predestinadas. Además, para bien o para mal, había pasado todo el verano planeando aquella batalla, y era suya. Desmontó. Tardó demasiado en cambiarse de túnica, demasiado en conseguir tener los pies cómodos en las botas altas de la caballería pesada, demasiado en cerrar el peto y atarse el fajín. Río arriba quizá ya estuvieran muriendo.

Cogió su espléndido casco dorado, se lo puso apoyándolo en el cogote y se cubrió la espalda con su mejor clámide, azul como los ojos de Srayanka.

—Encended las hogueras en cuanto lleguéis —dijo Kineas a Arni—. Elige el campamento tú mismo. Lo has visto hacer suficientes veces. Llegad a tiempo para darnos de comer y me ocuparé de que te hagan liberto. Díselo a tus hombres: si vencemos, todos vosotros seréis libres.

—Mi amo me ha dicho lo mismo —dijo Arni con satisfacción.

Diodoro llegó con el casco puesto.

—Listos —dijo, y esbozó una sonrisa. Estaba agotado, igual que sus hombres. Aunque no tan cansados como los macedonios, se dijo Kineas. Cedió las riendas de su mejor caballo de viaje a Arni y montó a Tánatos.

—Elige un buen campamento —dijo, y puso el semental en marcha.

Resultó sencillo seguir al ejército. Habían trillado un camino en la hierba alta tan ancho como la falange de Menón. Corría paralelo al cauce del río durante unos pocos estadios y luego seguía derecho como una cuerda de arco en tangente, atajando a través del amplio sector del meandro.

Kineas se impacientaba con la velocidad del escuadrón de Diodoro. Les perdonaba la fatiga, pues lo merecían, pero le urgía llegar cuanto antes. Se dio cuenta de que se adelantaba y finalmente dio media vuelta, regresó hasta Diodoro y sacudió la cabeza.

—Perdóname, viejo amigo. Tengo que irme.

Diodoro le despidió con la mano. Kineas señaló a Niceas con la fusta y ambos salieron al galope.

Alcanzó la falange en lo alto de la sierra que dominaba el valle del río. Hizo una seña a Menón y siguió adelante. Menón no contaría con que se detuviera a charlar. Cabalgó colina abajo, adelantando a los carros que Arni había despachado y que tenían dificultades con el fango. Los hombres cortaban maleza que ataban en fardos para que soportaran el peso de los carros. Kineas siguió adelante. Más allá, el bulto de la falange de Pantecapaeum se destacaba sobre el terreno pantanoso y había oficiales gritando para mantenerla en formación cerrada. Los hombres se quitaban el escudo de la espalda y se lo ponían al brazo.

La batalla estaba cerca.

Desde allí, en los últimos promontorios de la sierra, Kineas vio que había combate en el vado. Los arqueros de ambos lados tiraban sin tregua y había cuerpos por el suelo. Vio a su propia caballería formada en el vado mismo, así como un cuerpo de infantería: tenía que ser Filocles, corriendo para formar una línea, dejando atrás a unos cuantos rezagados. Pocos hombres podían correr treinta estadios por terreno malo sin pausa, incluso después de una vida entera de entrenamiento. Estarían tan cansados de la carrera que de poco servirían en una batalla, pero allí estaban.

Niceas se detuvo detrás de él.

—¿Órdenes? —preguntó . Parecía sereno, per o una mano tamborileaba la trompeta y la otra la tenía en el cuello, acariciando el amuleto de la lechuza. Su caballo bajó la cabeza y agitó los costados. El semental de Kineas mantenía la cabeza alta y alerta, parecía que hubiese salido a dar un paseo.

Kineas le dio unas palmadas en el cuello.

—Amigo mío, estás hecho un campeón. —Se volvió para mirar el caos que envolvía a los carromatos y vio, detrás de ellos, la falange de Menón. Sacudió la cabeza—. Dile a Menón que deje unas cuantas filas para que ayuden a los carros y que siga avanzando —dijo—. Yo voy bajando.

Desde allí se divisaba todo el campo con claridad. El santuario del dios del río era un mojón de piedras apiladas sobre un breve istmo que se metía en la corriente cerca del vado como el pulgar de un luchador. El pulgar y el terreno circundante de la orilla estaban densamente poblados de grandes árboles viejos, robles y sauces. Un poco más al norte, río arriba, se encontraba el vado. Con la luz del sol poniente, el vado resultaba evidente, quizá porque había tiradores de pie que proyectaban su sombra, pero el agua corría, ancha y poco profunda, y unos troncos y una gran roca revelaban el camino del vado. Al este del vado, en la orilla de Kineas, las tierras que se anegaban con las crecidas se extendían varios estadios; costaba precisarlo bajo la luz roja del crepúsculo, pero la hierba era corta, y el terreno, llano y húmedo.

El vado tenía medio estadio de ancho, y la otra ribera era tan llana como la oriental, llana y sin árboles, terreno perfecto para los taxeis. No había ni rastro del cuerpo principal del ejército macedonio, y eso que alcanzaba a ver diez estadios. Vio caballería, algunos peltastas y hombres con clámide: tracios, supuso.

Dio un último vistazo e hizo bajar a Tánatos el último trecho de cuesta y atravesar los carrizos del borde del pantanal que dominaba el extremo sur de la llanura anegadiza, para luego subir a un pequeño promontorio que se alzaba a lo largo del río, donde el prado era más firme. Cabalgó mirando el suelo. Lo s cascos de su semental chapoteaban al correr a medio galope, pero el suelo era bastante duro bajo la superficie del agua, y al día siguiente aún estaría más seco.

Adelantó con soltura a los doscientos de Filocles y éstos le vitorearon. Él alzó el puño a modo de saludo al pasar junto a ellos. Cabalgó hasta Nicomedes, que estaba con Ajax delante de la línea.

Nicomedes tenía muy buen aspecto: limpio, pulcro y sereno, aunque la firmeza de su apretón de manos reveló que tenía los nervios de punta.

—Por todos los dioses, Kineas. Nunca me había alegrado tanto ver a un hombre. —Sonrió—. ¿El mando de un ejército? Todo tuyo. He estado al mando una hora y he envejecido un año.

Ajax se echó el casco hacia atrás.

—Ha sido muy prudente —dijo en tono de broma. Detrás de él, Herón llegó trotando al grupo de mando y saludó. Kineas correspondió el saludo y fue al encuentro de aquel joven larguirucho.

—Buen trabajo, señor. Buen trabajo.

Herón se miraba las manos.

—Hice lo que pude —dijo—. Especialmente escuchar a tus veteranos.

Niceas rompió a reír.

—El mundo está lleno de hombres lo bastante estúpidos como para pifiarla —dijo con brusquedad—. Acepta el elogio del hiparco: te lo has ganado.

Kineas le dio una palmada en la espalda y su mano resonó en la armadura.

—Buen trabajo —repitió, y pasó su atención a Nicomedes. Nicomedes señaló hacia el vado.

—Me he negado a caer en la tentación de luchar en el agua. Si sus tiradores quieren dar faena a nuestros sindones, que así sea. Los sindones parecen bastante contentos con el enfrentamientoy ninguno de nosotros resultará herido.

Kineas asintió con un gesto contenido.

—Has hecho bien. Sólo tenemos que resistir. Creo que intentarán atacarnos antes de que se ponga el sol.

Echó un vistazo a la línea. Muchos de los hombres de Filocles estaban de rodillas o recostados en el suelo, respirando pesadamente, pero eran más los que ya estaban de pie y en orden de batalla, con el escudo entre los empeines, lanza en ristre.

Kineas hizo una seña a Eumenes, que acudió de inmediato.

—¿A quién has designado como tu hipereta? —le preguntó.

—A Cliomenedes —contestó Eumenes. En efecto, el chico estaba justo detrás de él. Era el más joven de los que habían efectuado la incursión en invierno y seguramente seguía siendo el benjamín del escuadrón. Sin embargo, Kineas había visto su espada al luchar contra los getas: en realidad ya no era un chico.

—Muy bien. Lleva a tu escuadrón al sur de Filocles y cubre su flanco izquierdo. Si nos vemos obligados a ceder la ribera, nos retiramos hacia el sur, de modo que tú serás nuestro pivote. Nicomedes, ¿dónde están los sindones? ¿En el santuario?

—Sí. Se han metido en la arboleda y ahora no paran de salir flechas —explicó Nicomedes riendo con cierto nerviosismo.

Kineas asintió.

—Los dejaremos ahí.

Miró hacia el sur y el este buscando la columna de Menón. Venían lentamente a través del pantanal. Kineas hizo una seña con la fusta a Filocles, y luego condujo a los oficiales montados hacia el espartano para llegar cuanto antes. Se rascó la barba, volvió a mirar al otro lado del río, notó que el pulso se le aceleraba y frenó el caballo con Filocles a sus pies.

—Intentarán tomar el vado dentro de muy poco, caballeros. Filocles, esos de ahí son tracios; peltastas, en realidad, pero con espadas grandes. Vendrán a por ti en estampida, con los flancos cubiertos por la caballería.

Filocles llevaba su enorme casco corintio echado hacia atrás. Parecía él mismo, un hombre grandullón y afable. El filósofo. Pero cuando habló, lo hizo con la voz de Ares.

—Los detendremos aquí —dijo—. Nunca he luchado contra ellos en persona, pero conozco su reputación. Después de la primera carga no valen una mierda. —Sonrió, y lo hizo con la sonrisa sarcástica de Filocles—. Creo que podemos controlarlos.

Kineas llamó la atención de sus oficiales de caballería y señaló hacia un pequeño promontorio que destacaba en el sur.

—Si van mal dadas, nos reagrupamos en el sur. Dejamos que los tracios vengan, Filocles opondrá resistencia. Cuando su caballería cruce, lo hará sin ningún orden; dejamos que crucen y entonces cargamos, antes de que vuelvan a formar. Estad pen dientes de mi señal, pero no dudéis en tomar la iniciativa si es preciso. O iré con la infantería.

De hecho, le resultaba extraño estar sentado en un caballo, lejos de la línea de frente, dando órdenes. Pero ése era su trabajo, ahora.

Regresó junto a la pequeña falange, en realidad no más que un puñado de peltastas a las órdenes de Filocles. El corpulento espartano le sonrió, se puso el casco en posición de combate y corrió al frente de sus hombres. Señaló al otro lado del río y los doscientos soltaron un grito de guerra como si fuesen mil hombres, un vocerío que descargó un chorro de energía a través de Kineas como si de un rayo beneficioso se tratara.

Al otro lado del río los tiradores macedonios se batían en retirada. En la ribera, clara bajo la luz mortecina, Kineas acertó a ver a los tracios y a la caballería. Y detrás de ellos, algo. Resultaba difícil calcular distancias, y más aún detectar movimientos de tropas en un terreno mojado, sin polvo, pero allí había algo. Un taxeis, quizá, todavía a unos cuantos estadios de distancia.

Los tracios profirieron un grito de guerra, y luego otro, y levantaron sus escudos. Eran bastante numerosos. Hicieron sonar sus espadas contra los escudos y se pusieron a cantar. Y entonces comenzaron a cruzar el vado. No mantenían ninguna clase de orden, y sus filas se desparramaban mientras cruzaban.

Kineas había desdeñado a los sindones, los hombres del herrero, considerándolos poco importantes, pero de sus posiciones en el pulgar, inmunes a los tracios y sin ningún temor, disparaban flechas contra el flanco de la carga. Los tracios se apartaron del pulgar, se apelotonaron en el lado norte del vado y subieron por la ribera demasiado despacio, habiendo perdido buena parte de su ímpetu a causa del agua y las flechas. Un jefe los reagrupó en la orilla del río y los condujo adelante; eran un centenar o más, y chocaron contra el frente de los hombres de Filocles con un estrépito como el de doce herreros trabajando en tantas fraguas. Con un movimiento fantástico, el jefe pasó directamente de la carrera de la carga a saltar por encima del borde de la pantalla de escudos, cortando una cabeza griega con su larga espada antes de tocar el suelo, pero cuatro lanzas lo atravesaron antes de que su cuerpo cayera a tierra, y la brecha así abierta se llenó, en tres latidos del corazón de Kineas, de hombres muertos, griegos y tracios, y entonces los epilektoi arremetieron desde la segunda fila y la herida de la falange quedó curada en cuanto cerraron sus escudos.

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