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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (64 page)

BOOK: Tirano
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Vinieron más tracios por la orilla del río; cada hombre parecía tomar sus propias decisiones, y algunos salieron corriendo hacia la base del pulgar para poner fin al mortificante fuego de los arqueros mientras otros se arrojaban a la lucha que se desarrollaba delante de ellos.

Kineas se obligó a apartar los ojos del enfrentamiento para vigilar a la caballería enemiga. Estaban atrapados en el vado; ahora eran las víctimas de la mortífera lluvia de flechas y no podían avanzar por culpa del pelotón de tracios.

A una distancia semejante a la anchura de una calle ateniense, el penacho de Filocles asomaba en la primera línea, y sus rugidos estremecían el aire. Kineas veía la inmensa lanza negra subir y bajar, atrás y adelante, sujeta con una sola mano sobre el hombro del espartano, que golpeaba con ella como si no pesara nada, atrás y adelante, como una máquina de matar hombres. No estaba solo, se hallaba en una esquina de su amenazada formación y, no obstante, mató a cinco hombres en otros tantos jadeos, hincando la gran lanza negra con brutal economía, derech a a cla va rla en un a n ariz, una bo c a, un a ga r ga nta, p ar a a cto seguido salir hacia atrás, sin hundir nunca la hoja rebasando su parte más ancha. El brazo de Filocles era negro en la mano y rojo hasta la altura del hombro, igual que era rojo su costado, por cuya piel desnuda chorreaba la sangre de otros hombres. Bajo la atenta mirada de Kineas, la línea griega se solidificó, y el rugido de Filocles obtuvo como respuesta una ofensiva, un empujón que hizo retroceder a los tracios; algunos hombres cayeron literalmente al suelo y la línea de frente los pisoteó, y las lanzas de las filas posteriores subieron y bajaron: la falange parecía un telar que tejiera muerte.

Los tracios se vinieron abajo. Estaban siendo masacrados contra los escudos redondos, el ímpetu de su carga se había azotado y el miedo se adueñó de ellos. Rompieron filas y huyeron adentrándose en el vado ya atestado de rezagados y bloqueado por la caballería que acudía en su apoyo.

Kineas cabalgó hasta la vera de Filocles, que dirigía el avance de sus hombres. Iban cantando y Kineas tuvo que bramar para que le oyeran.

—¡Alto! —gritó. Golpeó el casco de Filocles con el pomo de su jabalina—. ¡Alto!

La lanza negra giró en redondo y la punta se detuvo a menos de un palmo de su rostro. Filocles le fulminó con la mirada al reconocerlo. Dio un grito. Su gaitero tocó su estridente instrumento y los victoriosos hombres de Pantecapaeum pararon. Kineas dio media vuelta a su montura, clavó los talones en los ijares del semental y salió corriendo hacia Eumenes.

—¡Ahora! —gritó—. ¡Al vado!

Eumenes no estaba listo. Saltaba a la vista que había estado aguardando a que el combate se desarrollara tal como Kineas había predicho.

No lo higo. Kineas había contado con que la ofensiva de los tracios obligara a la pequeña falange de Filocles a retroceder, a dejar suficiente espacio para tender la trampa. La victoria de Filocles había sido demasiado rápida.

—¡Ahora! —bramó Kineas.

Eumenes higo una seña a Clío.

—¡Toca a la carga! —gritó.

Kineas se alejó, echando de menos a Niceas. Aquello estaba yendo muy despacio, ya no habría manera de tender la trampa. Los hombres de Pantecapaeum habían luchado demasiado bien, y los tracios se habían dado por vencidos demasiado pronto. Higo una seña a Nicomedes; la visibilidad comenzaba a ser mala.

Nicomedes arrancó hacia el vado, pero se detuvo antes de que Kineas le alcanzara.

No había sitio para que ambos escuadrones cabalgaran juntos. Los jinetes de Eumenes pasaron como una exhalación, a galope tendido, y entraron en el río levantando rociones.

—¡Formad la línea de nuevo! —gritó Kineas. Higo señas con la espada y Nicomedes higo desandar a su caballería la poca distancia que había avanzado. Los hombres de Filocles retrocedieron a pie, manteniendo los escudos de cara al enemigo. El escuadrón de Herón no se había movido; estaban tan lejos que ni siquiera habían presenciado el enfrentamiento.

Niceas llegó a caballo.

—Tendremos campamento dentro de una hora —dijo. Señaló hacia el vado—. ¿Qué es eso?

Kineas sacudió la cabeza.

—Una trampa que ha salido mal —contestó—. Toca retreta.

En el vado, los hombres de Eumenes estaban matando tracios fugitivos, pero la caballería enemiga ya había formado en la otra ribera.

Los hombres de Eumenes regresaron en buen orden, tras arrancarse la espina de su aplastante derrota, y el vado quedó lleno de hombres muertos, aunque el daño real infligido al enemigo era escaso. Escudriñó la penumbra tratando de identificar lo que hubiera al otro lado del río. Tenía la sensación de que había llegado un taxeis, pero no pudo constatarlo.

Detrás de él, en las lomas, una hoguera cobró vida, y luego otra.

La columna de Menón llegó al final del pantanal y comenzó a formar de nuevo.

Kineas vigilaba el vado. Elogió a los soldados, cabalgando a lo largó de la línea. Dedicó un rato a situar a Menón en la línea, justo en el medió, de cara al vado, con la falange principal de Pantecapaeum a su derecha y los epilektoi a las órdenes de Filocles a su izquierda, con la caballería cubriendo los flancos. Para cuando todos estuvieron en línea, Kineas ya no veía nada al otro lado del río. Y las hogueras ardían en laderas de las lomas que tenía a sus espaldas.

Volvió a convocar a sus oficiales y envió a Niceas a buscar al herrero sindón a su fortaleza de árboles. Cuando estuvieron todos reunidos, los saludó.

—Los hemos detenido —dijo—. Hemos ganado la carrera. Ha faltado poco para que les hiciéramos mucho dañó. Ahora tenemos que resistir hasta que llegue el rey.

Miró los rostros que tenía en torno con la última luz del ocaso: hombres nuevos y viejos amigos. Y Filocles: no se acostumbraba a ver a Filocles en su papel de guerrero.

—Éste es mi plan. Todo el ejército se retirará a las lomas para acampar y comer. Defenderemos el vado con una rotación de piquetes; caballería e infantería en cada guardia, y cuatro turnos de guardia. Ahora bien… —Miró a los ojos a cada uno de ellos, asegurándose de que le prestaban atención—. Cuando vengan, les cedemos el vado. Creó que vendrán al amanecer: una ofensiva rápida de un taxeis enteró. Dejadlos venir. —Señaló a Temerix, que estaba un poco retirado—. ¿Tenéis suficientes flechas? —preguntó en sakje.

El herrero rió.

—Soy tu hombre —dijo—. Y vine aquí a morir. El santuario del dios del río es un buen lugar para morir.

Kineas sacudió la cabeza, demasiado cansado para discutir sobre lo de ordenar a un hombre que muriera.

—No mueras —dijo—. Sólo resiste hasta que crucen y luego corre adónde estemos nosotros. —Miró a los demás—. El restó formad tal como hemos formado ahora, sólo que aquí, al borde del pantanal. Subiendo un poco ese promontorio: ésa es nuestra línea.

—Con nuestro flanco en el río —dijo Filocles—, y el otro flanco al descubierto.

Kineas negó con la cabeza y señaló hacia las lomas. Incluso en la oscuridad casi absoluta se veían siluetas de jinetes.

—Nuestros amigos de los Gatos Esteparios y los Caballos Rampantes se encargarán del flanco abierto —dijo—. Dejamos que Zoprionte, si es que está aquí, cruce el vado. Estará en ángulo recto con nuestra línea: una posición malísima para iniciar una batalla. Necesitará tiempo para volver a formar su línea. Y no tendrá modo de preverlo, con lo cual aún perderá más tiempo. Avanzamos cuando yo dé la orden y los acorralamos contra el río.—Hizo amagó de sonreír—. Hasta que haya cruzado su segundo taxeis, y entonces cedemos terreno. —Señaló por encima del hombro—. Tenemos mucho terreno para ceder, caballeros, unos treinta estadios. Permaneced unidos, mantened la línea y no huyáis en desbandada. Por lo que a mí atañe, podemos pasarnos el día enteró retirándonos. Quiero hacerle dañó de buen comienzo y luego retirarme hasta que venga el rey. He dicho. Y esta noche comed bien y dormid.

Los oficiales asintieron y rieron un poco. Los ánimos estaban encendidos.

Kineas volvió a montar a Tánatos y dedicó una última mirada al vado, que no se distinguía en la oscuridad. Los macedonios ya habían encendido sus fogatas.

Luego enfiló hacia el campamento.

Lo mimaron los sindones, los esclavos, sus compañeros. Su equipó ya estaba a punto y tenía una tienda montada, la única entre los hippeis, en una plácida noche de verano con el firmamentó como un baldaquino de gloria suspendido en el cielo. Su clámide y su armadura desaparecieron en cuanto se las quitó, y en sus manos pusieron un cuenco con queso, carne asada y pan. Filocles se acercó a la hoguera vistiendo una túnica tras haberse lavado la sangre de los brazos y el costado. Traía una copa espartana a rebosar de vino fuerte sin aguar que depositó sobre una piedra al alcance de Kineas. Justo fuera de su campo visual, Arni y Sitalkes atendían juntos a Tánatos, limpiándole el barro de las patas y cepillándole la tierra y el sudor del pelaje, y el caballo soportaba con calma sus cuidados.

Y más allá de Tánatos cien hogueras ardían en la noche, torres de luz y humo de leña cuidadosamente recogida por esclavos y hombres libres, y en torno a cada hoguera jinetes y hoplitas tomaban una cena caliente y contemplaban las llamas pensando en lo que les traería la mañana.

Los viejos camaradas, Likeles, Laertes, Coeno y todos los demás, fueron a su hoguera desde sus respectivos escuadrones y se sentaron en corro, aunque dejaron sitio a los compañeros más recientes; ahí estaba Eumenes, así como Ajax, Nicomedes y Clío, rondando indeciso al límite de la luz de la lumbre hasta que Coeno, que había enseñado al muchacho todo el invierno, le hizo una seña para que se acercara al fuego.

Estuvieron callados un rato. Kineas daba cuenta de su cena y bebía vino en silencio, con los ojos clavados en la columna de fuego que se alzaba en la noche. Sitalkes dio por terminado el cuidado del semental a su satisfacción y Arni se llevó el caballo para estacarlo en la oscuridad, y el chico getón, ahora un hombre, y un hombre alto, además, fue a sentarse al lado de Ajax.

Agis se puso de pie, se aclaró la garganta y tarareó para sí con la boca cerrada una cancioncilla del ágora de Olbia. Luego inclinó la cabeza, la levantó y dijo:

De la suerte que, al estallar abrasador incendio en los hondos valles de árida montaña, arde la poblada selva, y el viento mueve las llamas que giran a todos lados; de la misma manera, Aquiles se revolvía furioso con la lanza, persiguiendo, cual una deidad, a los que estaban destinados a morir; y la negra tierra manaba sangre. Como, uncidos al yugo dos bueyes de ancha frente para que trillen la blanca cebada en una era bien dispuesta, se desmenuzan presto las espigas debajo de los pies de los mugientes bueyes; así los solípedos corceles, guiados por el magnánimo Aquiles, hollaban a un mismo tiempo cadáveres y escudos del eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos de los corceles y las llantas de las ruedas despedían. Y el Pelida deseaba alcanzar gloria y tenía las invictas manos manchadas de sangre y polvo.

Y Agis prosiguió el relato hasta:

Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y dijo:

«¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la persecución del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me matarían al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño porquerizo a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.»

Así habló, y de inmediato Poseidón y Palas Atenea se aproximaron y se detuvieron a su lado, asemejados en forma a los hombres mortales, y tomaron su mano entre las suyas y se comprometieron con palabras. Y de ellos fue Poseidón, el que sacude la Tierra, el primero en hablar: «Hijo de Peleo, no tiembles en demasía ni nada temas, pues en tu auxilio nos envía el dios —con la aprobación de Zeustanto a mí como a Palas Atenea. De ahí que no sea tu sino ser vencido por un río; no, pronto te será dado un respiro y tú lo sabrás. Pero vamos a darte prudente consejo por si tienes a bien escuchar. Que tus manos no cesen de librar batalla contra el mal hasta que dentro de las murallas de Ilión hayas aplastado a las huestes troyanas sin que nadie escape. Y en cuanto a ti, cuando a Héctor hayas arrebatado la vida, regresa a las naves; hete aquí que así te aseguramos que alcanzarás la gloria.»

Ahí se detuvo, poco antes de la muerte de Héctor, declamando que esa parte del relato traía mala suerte a los hombres. Cuando inclinó la cabeza para indicar que había terminado, el espacio de más allá de la hoguera estaba cuajado de hombres que lo escuchaban a oscuras y en silencio. Y concluido el relato, el silencio se prolongó, denso y negro como la noche, como si permaneciendo perfectamente inmóviles fueran a arrancarle más palabras, pero él volvió a inclinar la cabeza, regresó a su sitio y se sentó. Entonces los hombres que estaban en la oscuridad suspiraron emitiendo un sonido como de viento en árboles altos.

Kineas se levantó y ofreció libaciones a todos los dioses con la copa de Filocles, cada vez más escasa la reserva de vino. Levantó la voz y cantó:

—Comienzo a cantar sobre Poseidón…

Y cuantos hombres alcanzaron a oírle respondieron, y cantaron todos juntos.

Oh gran dios que mueves la tierra y la mar infecunda,
dios de las profundidades y también señor de Helicón
y del amplio Egeo.
Tarea doble te asignaron los dioses,
a ti que sacudes la Tierra,
¡y eres domador de caballos y salvador de naves!
Salve, Poseidón, a ti que sostienes la Tierra.
¡Señor de pelo negro!
¡Oh, bendito tú, que la bondad de tu corazón
asista a quienes han de montar a caballo!

Kineas tenía a sus pies una corona de hojas de roble que habían hecho Ajax y Eumenes a la lumbre de la hoguera. Cua ndo el cántico concluyó, la recogió del suelo, cruzó el corro y sin mediar palabra la puso sobre la frente de Filocles. Cuando la corona tocó al espartano, todos rugieron una única y sostenida nota. Y luego los hombres callaron, sintiendo la proximidad de los dioses, y también de la parca.

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