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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (68 page)

BOOK: Tirano
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Más hacia el oeste, entre el pulgar de robles y el flanco de los veteranos, el prado vacío se estaba llenando de peltastas y tracios, y había clámides tracias entre los árboles, luchando cuerpo a cuerpo contra los sindones, que habían permanecido en su puesto hasta el final y cuyas flechas les habían abierto el margen izquierdo.

Eumenes cargaría contra los tracios y vencería o perdería. En cualquier caso, la izquierda resistiría.

Filocles y Menón estaban lanza contra lanza con lo mejor que Macedonia tenía que ofrecer, y nada que Kineas hiciera iba a influir en su combate.

En el extremo norte de la sierra, Gatos Esteparios y olbianos se arremolinaban al borde de la vorágine, sin ningún oficial ni jefe al mando.

La punta de flecha dorada había penetrado mucho y la bestia estaba herida, pero los hombres y mujeres dorados estaban cayendo. Kineas ya no acertaba a ver a Zoprionte, pero adivinaba sus pensamientos. Zoprionte estaría pensando que la flecha de oro era la última baza y que el casco de oro era el rey de los sakje.

Y desde el oeste, otro destello de oro vino a través del río, surgido del mar de hierba. Su corazón palpitó. «El rey.»

Sólo era media mañana y necesitaba una hora. Otra maniobra de distracción les haría ganar tiempo y salvaría vidas. Si la derecha aguantaba, el centro aguantaría y el rey llegaría para encontrar vivos a los hombres de Olbia. Si la derecha se hundía, el rey sólo llegaría para encender piras funerarias. Y si el retraso del rey era deliberado…

Kineas se volvió hacia Petroclo, que parecía más viejo de los cincuenta años que tenía.

—Sígueme —le dijo.

Sin una palabra, cabalgó hasta la falda norte de la sierra. Inclus o desde la última colina todavía veía el estandarte de cola de caballo en mitad de la llanura. Se preguntó qué ocurriría si rechazaba su destino y se marchaba.

Se echó a reír. Hizo una seña a los hombres de Nicomedes, que estaban bebiendo agua y volvieron a montar para seguirlo, sumándose a ellos.

Más al este había Gatos Esteparios cambiando de caballo y una docena de jinetes de Diodoro, así como el propio Diodoro.

—Estos caballeros nos han dado monturas de refresco —dijo Diodoro. Iba sin casco, y su mata de pelo pelirroja era casi rubia con el sol. Tenía una herida fea en el hombro y una de las correas del peto cortada—. Se ha armado una buena, aquí. Pensaba que íbamos a retirarnos.

Kineas se encogió de hombros.

—Demasiado tarde.

Diodoro se puso a forcejear con su peto y Sitalkes le pasó una tira de cuero. Ambos trabajaron hasta dejar bien sujeto el peto. Niceas estaba organizando a los supervivientes en un solo grupo.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Diodoro.

Kineas señaló hacia el oeste con su fusta.

—El rey está viniendo —dijo. Los hombres dejaron lo que estaban haciendo para escuchar, y Kineas lo repitió a voz en cuello, señalando más alláde larefriegay delpolvo que seestaba levantando—. ¡El rey está viniendo!

Y el rumor se extendió como un incendio en la estepa. Diodoro hizo su característica media sonrisa cínica.

—Por supuesto —dijo, y dio una palmada a Kineas en la espalda. Vayamos a recibirlo.

Kineas hizo una seña con la fusta y los olbianos formaron filas, y los Gatos Esteparios se agruparon a su derecha.

Mientras cabalgaban hacia el norte, se les unieron más hombres; hombres heridos y hombres que, tal vez, se habían hartado de luchar y ahora se sentían mejor. Kineas no los arengó. Se contentó con reunirlos, sin quitar los ojos del estandarte de cola de caballo.

Todas las miradas de los sakje estaban clavadas en el estandarte de cola de caballo, así como las de todos los macedonios. Sagrado para unos, real para otros. Kineas reunió a sus hombres mientras la vorágine giraba hacia un nuevo centro. Los mantuvo avanzando hacia el norte, picoteando en la multitud de la refriega para retirar a quienes pudieran liberarse.

El suelo estaba perdiendo humedad y el polvo de la bruma de la batalla a muerte por fin comenzaba a levantarse.

Kineas observaba el combate mientras cabalgaba hacia el norte. Los caballos macedonios estaban exangües, agotados por la campaña, no por la batalla, y no tenían fuerza para perseguir a nadie cuando los sakje cedían terreno, de modo que podía sacar hombres de las líneas de combate sin que los macedonios pudieran hacer otra cosa que mirar.

Le llevó tiempo, y vio demasiadas cosas. Vio el cuerpo de Nicomedes aplastado bajo el caballo de Ajax, apenas a un largo de lanza de los restos descoyuntados del traidor Cleomenes. Vio a Likeles con una lanza rota clavada en el torso, y el gentil y sacerdotal Agis no podría volver a cantar los versos del Poeta con un tajo de espada cruzándole el rostro y el cuello. La caballería olbiana había soportado lo peor de la carga macedonia y lo había pagado caro.

Y Varó, de los Gatos Esteparios, estaba rodeado con su séquito por un cerco de enemigos muertos que parecía un fortín. Los supervivientes presentaban un aire adusto, pero se reagruparon bajo el liderazgo de la hija de Varó, Urvara. Los reunió y los condujo hacia el norte aprovechando que su enemigo tenía la atención puesta en el estandarte de cola de caballo.

Y entonces el estandarte cayó.

Todos los sakje gritaron al unísono, y pese a la distorsión de un millar de voces, Kineas reconoció la palabra.

—¡Baqca!

Para entonces, Kineas ya tenía casi doscientos hombres: olbianos y ciudadanos de Pantecapaeum, Diodoro y Andrónico, Coeno, Ataelo, Herón y Laertes con la mano de la rienda en —vuelta en un trozo de tela; dos docenas de Gatos Esteparios y un puñado de sanguinarios Caballos Rampantes además de Niceas, Petroclo y su escuadrón. Estaba tan lejos del flanco norte como le dio tiempo a ir, y rezó a Atenea para que sus doscientos hombres lograran, igual que la carga de Kam Baqca, distraer a Zoprionte y su ejército unos cuantos minutos más. El sol estaba alto en el cielo, por encima de la polvareda.

Señaló hacia donde había caído el estandarte.

—¡Allí es donde está Zoprionte! —gritó, la voz todavía potente. Sitalkes le puso una jabalina en la mano.

Miró a sus amigos. No había ningún árbol al otro lado del río; el caballo que montaba no era igual; no había vado; todo era una locura. Pero la sensación de victoria que lo invadía era la misma, de modo que supo que había llegado la hora. Y quiso terminar de una vez.

—¡La cabeza de Zoprionte es el regalo de novia para Srayanka! —gritó, haciendo oír su voz. Los hombres rieron por ser quienes eran, helenos y sakje riendo juntos, y su risa fue terrible.

»¡A la carga! —dijo Kineas por última vez.

Los caballos macedonios apenas se sostenían de pie y muchos de sus jinetes luchaban desmontados. Sus doscientos surgieron de la polvareda y cayeron por sorpresa sobre los compañeros de clámide roja que tenía delante, que fueron aplastados. Muchos murieron, y muchos más repelieron la ofensiva como hombres desesperados.

Kineas encontró a Filipo Kontos en la bruma de la batalla. Su caballo se encabritó y le echó hacia atrás la magnífica clámide. Kineas lo reconoció y pegó un grito. Kontos también le reconoció, y chocaron con gran estrépito de armaduras y caballos, pecho contra pecho. Kontos era un contrincante a su altura, devolvía golpe por golpe, y sus caballos se mordían, el semental del oficial enemigo era mejor montura que la suya, pero tenía la suerte en contra, y el golpe de Kineas, aun siendo más flojo, burló su guardia, y algunos dedos salieron despedidos de la espada de su adversario como astillas de un hacha, y Kontos cayó sobre la crin de su caballo y de allí al suelo. Kineas lo rodeó, pues quería quitarle el caballo y las jabalinas. Kontos se agarró la mano destrozada y levantó la vista hacia él, sin rastro de furia bélica, y antes de que Kineas tuviera ocasión de pensar en apiadarse, Ataelo disparó una flecha letal.

Kineas hizo girar al bruto de su caballo y miró en derredor. La batalla lo había pasado de largo. Más adelante, Coeno había desmontado y recogía jabalinas mientras Sitalkes remataba a un adversario. Ataelo lo adelantó para disparar, y cada vez que te nía una flecha encajada empinaba el caballo para tirar desde más altura, y cada flecha vaciaba una silla. Mientras Kineas ponía en marcha a su caballo, Diodoro entabló combate con un oficial, le hizo un buen corte con la jabalina y una lanza tesalia le asestó un golpe en la espaldera que lo derribó.

Kineas hincó rodillas y talones y su caballo respondió, volando por encima del suelo. La espada de Kineas salió como impulsada por un resorte, derecha a los ojos y nariz del tesalio; el golpe resonó contra su casco y la blandió hacia atrás sin levantar el brazo por encima del hombro, y vio a Ataelo detrás de él, alzándose para disparar al tiempo que el nuevo enemigo de Kineas giraba la jabalina para golpearlo otra vez. La espada de Kineas cortó el muslo del tesalio y la flecha de Ataelo pareció surgir del bronce de su casco, y entonces Kineas tenía agarrada la muñeca de Diodoro y lo sentó detrás de él sin clavarle la espada mientras Ataelo seguía disparando a bocajarro contra la multitud.

«Ya no soy un general», pensó Kineas. Vio el caballo de Kontos, cabalgó hasta él y el animal respingó, pero Ataelo ya estaba allí con un lazo. Diodoro saltó de su caballo y echó una pierna a lomos de la nueva montura.

—¡Por Apolo, es un gigante! —exclamó.

Estaban prácticamente solos, a un minuto del combate que se desplazaba hacia el sur. El suelo se había secado y el polvo se levantaba más deprisa; la consabida polvareda que se junta sobre cualquier batalla. Nada era visible a un lanzamiento de jabalina de distancia; máscerca, loshombres eran merassiluetas moviéndose en el polvo, como fantasmas.

Kineas respiró hondo, miró alrededor, hincó lo s talones en los ijares de su caballo y la bestia respondió. Kineas tuvo tiempo de galopar a placer un momento y acto seguido se sumió de nuevo en la locura.

Algo había cambiado. El ruido era diferente y toda la masa bullente de la lucha se desplazaba hacia el oeste como una corriente oceánica. Kineas la siguió. Un aluvión de golpes; su espada cortó profundamente el brazo de un hombre, se quedó atascada en el hueso y tuvo que soltarla en la reyerta. No tuvo tiempo de lamentar su pérdida; tenía un puñal, y su fusta; y usó ambas cosas, atacando de cerca a su siguiente adversario, al que le cruzó la cara con el arma sakje y remató con el puñal, aferrado a su montura con las rodillas para no caer. Algo lo alcanzó en la cadera, una punzada de dolor y luego nada más, y había una jabalina atrapada entre su pierna y su caballo. La agarró, tiró para soltarla de la cincha y la cincha cedió; cayó de golpe al suelo.

No llegó a sentir el porrazo.

Cascos de caballos por todas partes, gruñidos, el relincho de un caballo, y no lograba ponerse de pie: la pierna no le respondía. Polvo en la boca, atorándole la garganta; un caballo pasó por encima de él sin llegar a pisarle el peto con todo su peso, y aun así le faltaba el aire; polvo por doquier, y pezuñas, y una jabalina.

—¡Kineas! —chilló Coeno. Blandía la jabalina con ambas manos igual que si fuese una espada tracia, despejando el terreno en torno a su comandante, y Sitalkes estaba allí; aún tenía una jabalina que lanzar, y la lanzó con fuerza, matando al hombre que estaba a la derecha de Kineas. Luego derribó a otro y espantó a su caballo lejos de Kineas, y Coeno le agarraba una muñeca y Niceas la otra; estaba de pie.

Ataelo tenía otro caballo. Sonrió, su rostro era una máscara de mugre con dos chispeantes ojos azules. En algún lugar cercano unas voces aclamaban a Apolo y Ataelo metió la mano en su gorytos, pero no encontró ninguna flecha.

La cadera derecha de Kineas estaba en llamas y la pierna no le respondía. Sólo podía sentarse a horcajadas en su nuevo caballo; correr a medio galope le hacía daño en los huevos porque no lograba aferrarse con las rodillas; lo único que veía era la bruma de la batalla y figuras borrosas, pero el sonido a su izquierda era el peán de Apolo y podía oír el avance de los hoplitas olbianos. No precisaba poder ver lo que estaba ocurriendo; invisibles en las tinieblas, los veteranos macedonios estaban cediendo terreno.

En algún lugar de la polvareda, el rey estaba por fin en el campo. Ninguna otra cosa habría surtido el mismo efecto.

Habían vencido. Kineas conocía la sensación por haberla sentido en el sueño: la certeza de la victoria.

Miró a sus amigos, y luego, sin decir palabra, avanzó hacia la nube otra vez, sintiendo la fuerza de un dios a pesar de su herida, el daimon que eleva a un hombre por encima de sí mismo en el ojo de la tormenta de la batalla, sabiendo que aquéllos eran sus últimos momentos y resuelto a montar el caballo del destino hasta el final. Siguió a Sitalkes, que dejaba una franja de muerte de la anchura de sus brazos, porque el enemigo se hallaba en la nube, y porque allí era donde ahora estaba el resto de sus amigos.

Y Srayanka.

Había gruñidos, gritos y relinchos, pero la canción había cambiado; el campo de batalla era un himno a la victoria de los griegos y la derrota de los macedonios, y desde el vado llegaban aclamaciones.

—¡Apolo! —Otra vez a la izquierda—. ¡Atenea! —Era Coeno, a su derecha.

El ejército macedonio estaba muriendo.

Kineas tenía una jabalina, demasiado larga y pesada, y los dioses sabían de dónde la había sacado; la lanzó contra un rostro macedonio que se desplomó, llevándose la jabalina con él, y el caballo de Kineas tenía una pezuña a cada lado del cuerpo roto de Kam Baqca, oro y mugre mezclados bajo los cascos del caballo; otra clámide roja, y Sitalkes lo derribó de la silla; el polvo iba en aumento, o el sol brillaba con más fuerza. La clámide roja que caía tenía el estandarte de cola de caballo en su puño. Kineas le golpeó una y otra vez con la fusta, profiriendo su grito de guerra a un palmo del rostro del enemigo aterrado. Sitalkes agarró el estandarte y entre los dos mataron al hombre, y Sitalkes sostuvo el estandarte en alto. Voces sakje le aclamaron; voces nuevas y ahora más cercanas.

Más macedonios. ¿De dónde salían? La cabeza de Kineas se sacudió hacia atrás cuando algo le asestó un golpe tremendo; no podía ver, pero siguió arremetiendo con la fusta, y de pronto se liberó, como un barco fondeado que corta el cable del ancla, y sujetaba las riendas y su caballo seguía obedeciéndole. Blandió la fusta, sentía el brazo como si fuese un trozo de madera; los zarcillos del arma atraparon un casco enemigo. En cuanto lo liberó, vio… Sitalkes hizo un tajo a un hombre desde su caballo y un macedonio desmontado le asestó un mandoble en el costado, que resonó contra el peto, y Sitalkes cayó entre las patas de los caballos, desapareciendo en la polvareda; el estandarte volvió a caer.

BOOK: Tirano
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