—¡Uunnghhh! —gritó el del garrote, más de rabia que de miedo. Con la mano buena, arreó un golpe a la espada de Kineas. No fue un golpe muy fuerte, pero la espada salió despedida y le dejó la mano entumecida.
Kineas estaba desarmado.
Su contrincante tenía problemas para recuperar el garrote.
Kineas se arrojó contra el grandullón. Lo rodeó con los brazos y le derribó, una llave muy simple de lucha que su asaltante no conocía, y acto seguido Kineas estuvo encima de su enemigo dándole un rodillazo en la entrepierna.
El hombre forcejeó, intentó zafarse y mordió el brazo de Kineas con tanta saña que éste tuvo que apartarlo. Le encajó un derechazo en la cara y su atontada mano izquierda encontró las crines de la fusta sakje. Sin pensarlo dos veces, la agarró y clavó la empuñadura en el vientre de su oponente, al tiempo que le propinaba otro rodillazo en la entrepierna, y le agarró tan de cerca que podía oler el ajo y el cerdo de su aliento. El grandullón trataba de escabullirse, pero el peto se lo impedía.
A pesar de los daños que Kineas le había infligido a corta distancia, su asaltante se las arregló para soltarse y comenzó a ponerse de pie.
Kineas se volvió, metió una pierna detrás del muslo del hombre e hizo palanca. Pilló al grandullón desprevenido, o quizá nunca había practicado lucha libre. La maniobra volvió a sorprenderlo y en un abrir y cerrar de ojos volvió a encontrarse boca abajo en el gélido barro con el pie de Kineas apretándole el cuello por detrás. Kineas tenía demasiado miedo de aquel hombre como para permitir que volviera a levantarse. De modo que volvió a dar la vuelta a la fusta y le golpeó con fuerza en la cabeza.
El gigante se quedó inmóvil. La espalda subía y bajaba con la respiración, indicando que seguía vivo. Kineas le levantó la cabeza tirándole del pelo y luego la soltó de manera que el hombre no se ahogara en el fango; ahora sabía que lo había dejado fuera de combate.
No recordaba una pelea cuerpo a cuerpo contra un oponente tan peligroso.
—Ares y Afrodita —dijo jadeando. Le faltaba aire en los pulmones y sentía la garganta como un embudo estrecho por donde tuviera que pasar plomo fundido. Se agachó para recoger su espada y le sobrevino un mareo. El cuerpo le reaccionó empezando a temblar, le fallaron las rodillas y se encontró sentado en el barro. Pero el barro estaba tan frío como la Estigia y le hizo ponerse de pie enseguida otra vez.
Se aproximó al hombre más menudo, congratulándose de haberle arreado un golpe tan fuerte nada más comenzar la reyerta: dos hombres tan bien entrenados como el gigante del garrote habrían acabado con él en cuestión de segundos. Susurró una plegaria de agradecimiento a Atenea y se agachó junto al cuerpo. Se hizo a un lado para vomitar al venirle náuseas y se puso a temblar otra vez.
No pasaba nada. Estaba vivo.
El hombre menos corpulento estaba untado de aceite como un luchador: buen aceite de oliva. Iba casi desnudo, a pesar del frío. De cerca, tenía aspecto de bárbaro: un examen detenido reveló que tenía el pelo amarillo. El aceite hacía que pareciera lacio y moreno.
El grandullón no iba aceitado, pero también tenía el pelo rubio. El otro tenía tatuajes en la cara.
Kineas quería que ambos vivieran, pero las calles permanecían obstinadamente desiertas, y Kineas sabía por experiencia que el ruido de una pelea entrada la noche haría que cualquier esclavo sobrio o ciudadano honrado cerrara sus ventanas. Le dolían los miembros y el peto pesaba más que los montes Atlas.
Observó la espada. Estaba torcida por el golpe del garrote, y tenía la hoja mellada. La enderezó contra el suelo y notó que cedía un poco. La espada no tardaría en romperse.
—Afrodita y Ares —dijo otra vez. Irguió la espalda, recogió la clámide del barro y siguió hacia palacio.
Día y noche, la penumbra dentro del palacio era la misma, igual que la opulencia. Los hombres de Menón estaban de guardia en el porche del megaron, pero guardando la puerta interior del santuario del arconte había dos de sus gigantes con pieles de león. Le quitaron la espada sin mediar palabra.
Reparando en su pelo rubio y en la piel untada de aceite, Kineas sonrió con mirada torva. Ninguno de los dos dio muestras de reaccionar.
Otros dos flanqueaban al arconte. Ciro estaba detrás de él con una tablilla entre las manos.
—Me sorprende que hayas venido —dijo el arconte. Miró a Kineas de la cabeza a los pies—. No parece que te hayas arreglado mucho para la ocasión —agregó sonriendo de su propia agudeza.
—Ciro me ha dicho que sospechas que estoy tramando una revuelta. —A Kineas le gustó tan poco el aspecto de los dos bárbaros como la primera vez que había visitado al arconte—. No es así. Espero que mi presencia aquí lo demuestre, porque tenemos que hablar de asuntos más importantes. —Percibía el olor a basura y demás inmundicias que emanaba de sus sandalias y sus pies. Su túnica estaba sucia de barro y la parte de atrás de los muslos aún peor—. Me han atacado mientras venía hacia aquí.
El arconte alzó una copa de oro y un esclavo corrió a llenarla. Por lo demás, no reaccionó, aunque Ciro, detrás de él, dio un respingo.
—Ningún asunto es más importante que la obediencia de mis hombres. Te ordené que fueras a las llanuras…
—Y fui. —Kineas estaba cansado, dolorido y aquejado de la pesadumbre que los dioses envían a los hombres después de una pelea. Le impacientaban los juegos del tirano.
—Has regresado sin permiso. —El arconte estaba borracho. Arrastraba las palabras al hablar. Kineas no se sorprendió: Alejandro había gobernado el mundo a través de una neblina de vino, pero nunca se emborrachaba ante una crisis.
—¿Qué permiso? —inquirió Kineas—. Me enviaste con una misión y la he cumplido. Tengo novedades que darte.
—También dispusiste que te nombraran hiparco mientras estuvieras ausente. Eso me lleva a preguntarme quién gobierna en esta ciudad. —El arconte se incorporó—. Has sido un necio al venir aquí solo.
Kineas lanzó una mirada a los dos forzudos bárbaros. Probablemente celtas. Kineas había oído hablar mucho de los celtas. Se preparó para lo que viniera.
—Macedonia está en marcha y Antípatro quiere tomar esta ciudad —dijo Kineas.
El arconte no dio muestras de estar escuchando.
—Podrían matarte ahora mismo.
Kineas tomó la amenaza por una admisión de culpabilidad, aunque tampoco era que la necesitara.
—Sus dos camaradas fallaron. Y si estos dos lo intentan y fallan, te mataré.
Kineas aún tenía consigo su fusta sakje, la fusta de Srayanka. Las muñecas le temblaban un poco por la fatiga y el miedo. Se estaba marcando un farol. No creía que fuese capaz de reunir fuerzas para otra pelea. Pero su amenaza logró llegar hasta el arconte. Volvió la cabeza de golpe y, por primera vez, pareció prestar plena atención a Kineas.
—¿Crees que podrías vencerlos? —Luego, más despacio, agregó—: ¿Sus camaradas te han atacado? ¿Dónde?
Kineas se encogió de hombros.
—En la calle. ¿Acaso importa? ¿Podemos olvidar estas amenazas y centrarnos en la guerra que se avecina? Estoy a tu servicio y al de esta ciudad. He venido, pese al asalto, para demostrar que mis palabras son ciertas.
El arconte parecía conmovido, incluso impresionado.
—Te han atacado… ¿Y, sin embargo, has venido?
Miró a Ciro, que respondió asintiendo con una levísima inclinación de cabeza. El arconte le miró con recelo.
—Según parece me he equivocado al juzgarte —dijo—. Háblame de esa guerra. Pongo a Apolo por testigo de lo aciagos que han sido estos últimos días. Más malas noticias quizá me vuelvan loco.
—Macedonia se encamina hacia aquí. El rey de los sakje está aguardando para proponerte una alianza. Y Apolo y Atenea son mis testigos, no estoy conspirando contra esta ciudad.
Kineas fue consciente de cómo le había hecho reaccionar la pelea. Hacía tan sólo seis días se había manifestado contrario a una guerra con Macedonia. Algo había ocurrido en su cabeza mientras peleaba en el callejón, o quizás en aquella sala que le sofocaba con sus riquezas y su incienso.
El arconte alargó el brazo y Ciro le dio otra copa de vino. Luego levantó la vista.
—¿Dónde está el rey bandido? Kineas miró al tirano a los ojos.
—Cerca del foso de la ciudad, en la granja de Gade.
El arconte hizo un gesto negativo muy histriónico con el brazo y sacudió la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué Macedonia quiere tomar mi ciudad? Ya pagué un enorme soborno para enviarlos a otra parte. —Levantó la vista y miró a Kineas a los ojos—. No podemos combatir contra los macedonios.
Kineas permaneció inmóvil. ¿Estaba de acuerdo? Ya había comenzado a planear su campaña en los prados infinitos. Con decenas de miles de jinetes sakje, uno de los cuales tenía profundos ojos azules… De repente se dio cuenta de que había cambiado por completo de idea, como si obedeciera a la voluntad de algún dios. Se le aceleró el pulso. Aquello era una locura.
—Habla con el rey —dijo con sumó tacto.
—¿Sabes que la asamblea solía reunirse a mi antojo y votar cualquier cosa que pedía? —El arconte miró el interior de su copa de vino y luego a Kineas—. Me amaban, Kineas. Los protegía de los bandidos de las llanuras, se hacían ricos en paz y me amaban. Ahora traman una revuelta… ¿Para qué? Ese lechuguino de Nicomedes no podría protegerlos mejor de los bandidos que una puta en el ágora. Y ahora tú me vienes hablando de Macedonia y de guerra… ¿Qué puede contarme sobre Macedonia un bandido de las praderas? Quizá no importe, de todos modos. —Sonaba borracho, llorón y cansado—. Creó que he montado este caballo demasiado tiempo, ateniense. Ya no recuerdo cómo conseguir su aprobación.—Con un ademán señaló las puertas del megaron y la ciudad que había al otro lado, y rió amargamente—. Antípatro puede venir y disolver la asamblea, tal vez. Y nombrar a un nuevo tirano. Al mismo Nicomedes, quizá.
Kineas se acercó al trono de marfil. Las palabras acudían motu proprio a su mente mientras imaginaba sus dos campañas; una para derrotar a Antípatro y la otra para obligar a aquel tirano a defenderse. Pensó en Aquiles en la playa, en su ira contra Agamenón y luego su aceptación del consejo de la Diosa, de modo que habló con palabras de miel.
Porque, le gustara ó no, Atenas le había contratado en el exilió precisamente para aquella tarea. Le habían mentido al respecto, por supuesto. Pero ahora tenía muy claro, tan claro como si Atenea se lo acabara de susurrar al oído, que Licurgo y su partido le habían enviado a Olbia para detener a Antípatro.
Sí. Palabras de miel. Le venían como en susurros, y las utilizó.
—La amenaza de Macedonia debería servir para unir a tu ciudad —dijo, y vio en el rostro del arconte que su flecha había hecho diana—. Y el rey podría ser mejor amigó de lo que crees, Arconte. Paz en las llanuras y más granó en nuestros barcos.
El arconte gruñó.
—Dudó que los bandidos vayan a salvar mi ciudad —dijo, pero apoyaba el mentón en la manó y parecía pensativo—. Pe ro en cuanto se sepa que viene Antípatro, esta ciudad se vaciará.
—No, durante el invierno, no —dijo Kineas—, y en primavera, con un poco de esfuerzo, podemos crear una alianza y un ejército que detenga a Macedonia en las llanuras de los sakje.
Los planes temblaban en la orilla de sus pensamientos, listos para convertirse en palabras si les daba rienda suelta, pero se mordió la lengua. El arconte negó con la cabeza.
—Estás más borracho que yo. —Apuró su copa—. Nada puede detener a Macedonia. Tú deberías saberlo mejor que nadie… Es un bonito sueño el que cuentas, y admito que la amenaza de Macedonia hará que la ciudad se doblegue como por arte de magia, pero…, no. No: te enviaré a ver a Antípatro por tierra de inmediato. Si eres leal, sabrás conseguirme la paz. Conoces a esa gente. Puedes hacer que te escuchen.
—Lo dudó —dijo Kineas.
«Los odió», pensó de súbito, y recordó todos los desaires de que había sido objeto por ser un griego en el ejército macedonio: ignorado para los ascensos, despedido por Alejandro. Fue como si le hubiesen arrancado la costra de cada una de las heridas que le habían infligido.
«Los odio.»
—Te convertiré en un hombre rico. Te han hecho ciudadano, ¿lo sabías? Y te han elegido hiparco. ¡Sólo llevas un mes aquí! Como es natural, pensaba que aspirabas a mi diadema. —El arconte alzó su copa otra vez. Ciro salió corriendo a por más vino. No apareció ningún otro esclavo—. Mi padre fue mercenario. Sé como se hacen esas cosas. ¡No me sorprenderás dormido!
El arconte rugió esta última frase y se puso de pie de un saltó, fulminando a Kineas con la mirada. Kineas hizo casó omiso de los miedos del arconte.
—No importa lo que ofrezcas a Macedonia porque no va a detenerse —dijo con una paciencia que distaba mucho de sentir—. Antípatro necesita dinero y necesita una guerra para impedir que los nobles se le echen encima. Sigue temiendo a Esparta. Eso nos deja a nosotros. Parecemos un rival fácil. Y el control del Euxino reforzará el control de Antípatro sobre Atenas, sobre toda Grecia.
El arconte se frotó la cara con ambas manos como un mimo quitándose el maquillaje.
—Atenas…, sí, Atenas, de la que se supone que estás exiliado. Atenas, que probablemente te envió aquí. ¿Para ocupar mi lugar? Siempre he sido leal a Atenas.
Kineas hizo una pausa, como si anduviera cruzando un marjal y de pronto pisara suelo traicionero.
—Juro por Zeus que no estoy aquí para reemplazarte! El arconte no le hizo el menor caso.
—Le ofreceré convertirme en cliente de Macedonia, me avendré a gobernar en su nombre. Pagar impuestos…, la misma contribución que imponía Atenas. O mayor.
Kineas le miró indignado.
—Arconte, Macedonia puede tener todo eso si viene y toma la ciudad. Y mis fuentes afirman que Antípatro desea una guerra. ¿Me estás escuchando?
El arconte tiró su copa al suelo y el oro resonó al chocar con la piedra.
—Estoy jodido —dijo—. Nadie vence a Macedonia.
A Kineas le sonó a cobardía, pese a que era el mismo argumento que él había esgrimido ante el rey. Viniendo de boca del arconte, el borracho; abatido y asesino arconte, le causó repugnancia.
En el transcurso de una hora se había vuelto un converso. Srayanka deseaba la guerra contra Macedonia. El arconte la temía. Se preguntó qué dios le había susurrado al oído y atado la lengua. Se había convertido en partidario de la guerra.