Guardaban silencio tumbados en los divanes, escuchando y bebiendo vino. Kineas dejó claro que había concluido cuando se sentó en el suyo. Se sentía vacío. Se sentía como un escolar que ha dado un discurso y ha olvidado buena parte de él. Se encogió de hombros; ay, qué azotaina le habría valido ese gesto de haberlo presenciado su tutor de retórica.
—Así es como lo veo —dijo, y fue consciente de la pobreza de su conclusión.
Cleomenes se levantó a su vez. Estaba solo en su diván; había llevado a su hijo, pero Eumenes había ido a sentarse con Kyros. Entre los demás hombres presentes hubo quienes le ig noraron y quienes le lisonjearon. A diferencia de Nicomedes y Cleito, que eran implacables rivales en el comercio y la política, pero que al parecer disfrutaban de su mutua compañía, Cleomenes era dado a guardar las distancias, como si no le gustara ser visto relacionándose con sus rivales.
—El hiparco habla bien, para ser mercenario. —Echó un vistazo a la sala con patricio desdén—. También yo podría visitar la ciudad de otro hombre y decirle cómo puede, corriendo un riesgo enorme, salir adelante para obtener parcas ganancias. Pero a pesar de que tú, Cleito, y tú, Nicomedes, conspirasteis para otorgar a este hombre el derecho de voto, yo sostengo que es un extranjero, un hombre con pocos intereses en nuestra ciudad, desde luego muchos menos de los que yo tengo. ¿Por qué iba a desear provocar una guerra contra Macedonia un hombre de mi posición? Nuestro mercenario tiene en tan alta estima su profesión que desea que todos nosotros tomemos parte en ella. Yo digo que la guerra es asunto de los de su clase. Yo no tengo destreza ni ganas de hacerla. Los terratenientes no necesitan hacer esas cosas. Cuando necesito que se hagan, puedo contratar a… un mercenario. —Miró a la concurrencia—. Sois un atajo de estúpidos si pensáis que vuestro pequeño escuadrón de caballería durará más de un minuto contra las fuerzas de Macedonia. Combatir no es un asunto dign o de hombres como vosotros; vuestro asunto son los negocios. Aquiles era un idiota, y Ulises no era mucho mejor. Sed sensatos. Aceptad que se avecinan cambios. Dejad que esta ciudad crezca y prospere como tiene que hacerlo, sin que importe quién sostenga que la gobierna. Y dejad el combate para los mercenarios.
Dedicó media sonrisa a Kineas.
—Aunque cuando contrate a uno, procuraré que sea menos arrogante, menos pretencioso y mejor combatiente, no un borrachín fanfarrón al que Alejandro dio de baja.
Se sentó. La sala quedó conmocionada. Los hombres miraban a Kineas. Eran plenamente conscientes de cómo le había herido el discurso de Cleomenes, tanto en su propio orgullo como a ojos de algunos de sus más prominentes partidarios.
Pero a pesar del arrebato de cólera de su corazón, y de la doble tenaza del miedo y la ira en sus entrañas, Kineas tenía mu chos años de experiencia en la política ateniense, tanto en casa de su padre como en los hippeis. Volvió a llenarse la copa, vertió una libación con una legaria a Atenea y volvió alevantarse, aparentemente sereno, aunque en su fuero interno estaba encolerizado y dolido, incluso apenado. Tuvo la sensación de que el estómago le subía y le llenaba la garganta. En ciertos aspectos, aquello era peor que una pelea; en una pelea, el daimon se adueñaba de ti, te daba vigor, pero en un debate, un hombre que era amigo, o al menos en ocasiones un aliado, de repente se volvía contra ti y te insultaba.
Cara a cara. Como una batalla.
Kineas tomó aire para serenarse.
—Estoy convencido de que Cleomenes habla con la mejor de las intenciones —dijo. Su ligero sarcasmo, tan distinto a lo que la sala esperaba de él, acalló los murmullos—. Cleomenes, ¿acaso soy yo el borrachín fanfarrón al que te has referido?
Cleomenes le fulminó con la mirada como Medusa, pero Kineas lo inmovilizó con la suya.
—Vamos, aquí todos somos amigos…, seguro que tenías a alguien en mente.
Las pullas de Kineas aún estaban siendo discretas. Cleomenes no se dejó engañar. Se retorcía en su diván como un insecto atravesado por un alfiler. Kineas enarcó una ceja.
—Así pues, ¿no aludías a mí? —Dio un paso al frente y Cleomenes volvió a encogerse—. ¿Quizá te referías a Menón? ¿O tal vez a Licurgo? ¿A mi amigo Diodoro? ¿O al joven Ajax, hijo de Isocles de Tomis; te referías a él?
Kineas dio otro paso hacia él. Tenía la impresión de que Cleomenes sería un mal enemigo, pero esa enemistad ya se había manifestado. Nunca lograría ponerlo de su parte, de modo que tenía que derrotarlo.
—Lástima que ninguno de ellos sirviera a Alejandro. Sólo lo hice yo. —Un paso más—. ¿O hablabas en general, de borrachines y fanfarrones que has conocido en tu amplia experiencia del mundo?
Cleomenes se levantó.
—¡Sabes muy bien a quién me he referido! —dijo, con la cara roja.
Kineas se encogió de hombros.
—Soy un pobre mercenario, un poco lento de entendederas. Dímelo.
—Imagínatelo —espetó Cleomenes.
Kineas abrió las manos.
—Soy un simple soldado. Admiro a esos hombres que has mencionado: Aquiles y Ulises. Quizá no fueran grandes hombres de negocios, pero no les daba miedo decir lo que pen saban.
Cleomenes se apartó de su diván, ahora ya congestionado.
—Maldito seas, insolente…
Cleito se apresuró a intervenir; ambos hombres habían cerrado los puños.
—Caballeros… Me parece que nos hemos dejado el debate razonado y los buenos sentimientos en el fondo de la última crátera de vino. Esto es pura discusión; hay malos sentimientos. Cleomenes no tenía intención de insultar a nadie, estoy convencido, como tampoco Kineas quería llamar cobarde a Cleomenes, ¿verdad, Kineas?
Kineas asintió, y sus siguientes palabras las arrastró con toda la arrogancia ateniense que fue capaz de reunir, que fue considerable.
—No he dicho que Cleomenes sea un cobarde —dijo con una sonrisa burlona—. De hecho, hablaba en general, sobre los argivos de largas melenas que lucharon por Helena en las ventosas llanuras de Troya.
Varios invitados aplaudieron. Los giros de la retórica de Kineas tenían la elegancia propia de la educación de un caballero ateniense. Comparado con él, Cleomenes parecía un palurdo, y perdió los estribos por completo. S in mediar palabra, recogió una bolsa de rollos que había traído y fue hasta la puerta.
—Lamentaréis el día que trajisteis a este hombre a nuestra ciudad —dijo, y se marchó.
Pese a la sonrisa perezosa pintada en el rostro de Kineas, las piernas le fallaban como si hubiese estado en combate. Sintió que necesitaba más vino. Cuando llegó al diván que compartía con Filocles, el espartano le sonrió. Otros hombres hicieron algunas preguntas, pero la mayoría prefirió cambiar de tema. Bebió gran cantidad de vino, humillado por los insultos de Cleomenes, y se acostó borracho.
El árbol era más grande que el mundo, y su tronco, como la muralla de una ciudad que se alza en una llanura pedregosa. Las ramas más bajas colgaban hasta el suelo. Era un cedro; no, era un pino negro de las montañas del Ática.
De cerca, parecía que no fuera un solo árbol sino todos los árboles. Y las hojas y agujas caídas alfombraban el suelo, de modo que a cada paso que daba se hundía hasta los tobillos, y cuando bajó la vista para ver qué pisaba, vio que las hojas estaban mezcladas con huesos. Y debajo de los huesos había cadáveres; «qué raro que los huesos estén encima de los cadáveres», pensó con la claridad con que se piensa en los sueños.
Tenía la extraña sensación de controlar su sueño, e hizo que su cuerpo se volviera y apartara la vista del árbol, pero no había nada que ver excepto las ramas que colgaban hasta el suelo, y la cercana oscuridad más allá del árbol, y las hojas y huesos, y todos los muertos.
Se volvió y apoyó una mano contra el tronco, y era cálido y suave como el dorso de las manos de Srayanka, y…
Despertó. Turbado por la claridad del sueño y porque le resultaba ajeno. Mientras soñaba con el árbol, era otro hombre. Un hombre que no pensaba como un heleno. Y eso era aterrador.
Tapó su terror concentrándose en el trabajo, entrenando a los hippeis, cosa que hizo pese a las primeras tormentas serias del invierno. La temporada de navegación se cerró. La amenaza de Antípatro ya era conocida por toda la ciudad. Nadie podía huir, de modo que ricos y pobres por igual se prepararon para los meses de frío. Todos se decían que ya habría tiempo para huir en primavera si Antípatro realmente venía.
La semana siguiente, Menón convocó una reunión de los hoplitas de la ciudad. Fue la primera reunión celebrada en cuatro años. El arconte había restringido tales reuniones porque temía el poder de los hoplitas juntos y armados tanto como temía todo lo demás, pero Menón insistió y se salió con la suya.
Los hoplitas de la ciudad tenían mejor aspecto que sus compatriotas de Atenas y Esparta. Los treinta años de guerra en el Ática y el Peloponeso habían enseñado a los griegos a llevar menos armadura y moverse más deprisa, pero la clase hoplita del Euxino no había participado en aquellas guerras sangrientas y acudieron a la reunión con la coraza de bronce, las grebas y los pesados cascos de sus padres.
Se reunieron en campo abierto, al norte de los suburbios, y pisotearon la nieve y los rastrojos de grano durante tres horas. Pese al paréntesis de cuatro años y a la presencia de una nueva generación que nunca había sido entrenada, se mostraron competentes. Contaban con trescientos mercenarios para ordenar la formación, y en sus filas había hombres avezados que habían servido en la guerra contra Heraclea.
Kineas observó las prácticas con Cleito y media docena de caballeros de la ciudad. Fue pródigo en sus alabanzas, tanto con los hombres como con Menón y los oficiales de la ciudad cuando se acercaron al finalizar la instrucción.
Menón se detuvo y se apoyó en su lanza. Había estado cargando por el campo, con la capa negra ondeando tras él, corrigiendo defectos y ensalzando virtudes, y ahora jadeaba como un perro.
—Tengo que hacer que se quiten esa armadura —dijo. Señaló a un grupo de jóvenes que seguían entrenando—. Aquí conservan las viejas tradiciones; los combatientes más jóvenes y mejores forman una compañía selecta para cubrir el flanco. Veré si puedo evitar que se la pongan.
Kineas se fijó en los hombres mayores formados en filas resplandecientes.
—Depende de para qué pensemos que sirven —dijo.
Nicomedes dejó de tontear con Ajax e hizo avanzar a su caballo.
—Sin duda todos sabemos para qué son los hoplitas —dijo—. Yo mismo servía en sus filas, como tal vez recuerdes, hasta que el hiparco me obligó a servir a caballo.
—Te di una buena excusa para comprar esa hermosa clámide azul y ese peto tan excitante —dijo Kineas con una sonrisa. Luego se volvió de nuevo hacia Menón—. Para incursiones o para dar caza a los tracios, nuestros hoplitas con armadura ligera son lo mejor. Pero aquí, en la llanura… —Kineas levantó la cabeza para otear el paisaje nevado. No sabía exactamente dónde estaba ella, pero estaba en algún lugar más allá del blanco infinito. Se recompuso—. Éste es terreno para la caballería. La armadura hace más valientes a los hombres, y les da más firmeza, y los protege de las jabalinas y las flechas.
Menón se frotó la barbilla, que era tan negra como su capa.
—Por Zeus, hiparco, que nunca tengamos que enfrentarnos a los bandidos en campo abierto. Luché contra el niño rey en Is —sos, cuando su caballería se nos vino encima. Si hubiesen tenido arcos, ninguno de nosotros habría escapado con vida.
—La armadura puede repeler el primer ataque de los taxeis macedonios —dijo Kineas.
Menón torció los labios.
—Mantén mis flancos seguros y yo los pararé en seco. Estos muchachos puede que odien al arconte como el fuego odia al agua, muchos de ellos me odian a mí, me parece, y más me odiarán antes de la primavera. Pero son buenos muchachos, todos los hombres y los chicos han pasado años en el gimnasio y en el campo: son verdaderos hoplitas. No quedan muchos como éstos en Grecia; la mayoría dejó sus huesos en Queronea. Me han dicho que se la metiste doblada a Cleomenes.
Nicomedes soltó un sonoro resoplido. Cleito, incómodo, miró hacia otra parte. Menón le guiñó el ojo.
—Cleomenes es uno de los hombres de esta ciudad que piensan que serían buenos arcontes. —Fulminó a Nicomedes—. Pero es más puñetero que sus rivales, ya lo verás. —Menón asintió a Kineas—. Si sobrevives al invierno, los conocerás tan bien como yo. ¿Cómo te lo montaste para que la asamblea te hiciera ciudadano y te nombrara hiparco?
Kineas negó con la cabeza.
—Fue cosa de Cleito. Yo fui el primer sorprendido.
—Las infinitas ventajas de la cuna —espetó Menón. Su rostro era indescifrable dentro del casco—. ¿Es verdad que Antípatro vendrá hacia aquí en primavera?
—Sí, es verdad —asintió Kineas.
—¿No se trata de un truco del arconte para que seamos dóciles durante una temporada más? ¿Va en serio? ¿Y lucharás contra él?
Casi todos los hoplitas les estaban observando.
—Sí —dijo Kineas.
—¿Por qué? Tú fuiste uno de los hombres del niño rey.
Menón cogió a Kineas de la mano. Su mano era dura como el hierro, y agarraba la de Kineas con firmeza, como para saber si era sincero.
—Creo que un dios me dijo que luchara.
«O una mujer. Tal vez los dioses me hablaron a través de ella. O Atenea. O todos juntos.» Kineas sabía que tenía que luchar contra Macedonia como nunca había sabido nada en la vida. Tales revelaciones eran divinas.
Menón le soltó la mano.
—No honro a los dioses tanto como debería —dijo—. Pero me gustaría volver a luchar contra Macedonia.
Dio media vuelta y se alejó a través de las últimas briznas de hierba otoñal que asomaban a través de la nieve.
… que vengan, que prueben a qué sabe el bronce en la punta de nuestras lanzas…
Ilíada
, Canto XXI
El sol brillaba en los primeros brotes de hierba de la primavera que ondeaban bajo el viento del norte, balanceándose adelante y atrás como mil dedos que hicieran señas para que te acercaras. Kineas tiró de las riendas y volvió la vista atrás hacia la columna que subía penosamente la cuesta de la colina que bordeaba la ribera; la siguió con los ojos por el empinado camino, pasando las últimas filas de la columna y los dos carros de equipaje y los burros hasta los campos que lindaban con las murallas de la ciudad, donde se veía marchar a todo el contingente de hoplitas de Olbia. La capa negra de Menón era una mota al frente de ellos. Más allá de los campos y de la masa de hombres se alzaba la ciudad junto al río. El sol de primavera era cálido y la clara luz amarilla doraba el mármol del templo de Apolo y pintaba de fuego los delfines de oro del puerto. Desde el otero, la ciudadela del arconte se alzaba nítida sobre las murallas como una isla en un estanque.