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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (14 page)

BOOK: Tirano
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Se quedaron a ver cómo ardía hasta que el calor les hizo apartarse, así como el olor a carne asada. Entonces volvieron a beber. Más tarde, se levantaron de los divanes de paja y se retiraron, los soldados de mejor cuna con elegantes cumplidos para su anfitrión, para irse a dormir en los camastros de paja de sus tiendas. Kineas regresó al campamento con Niceas, cuyo rostro surcaban las lágrimas. Había llorado en silencio por más de una hora, pero su llanto ya había cesado.

—No recuerdo un simposio que me haya gustado tanto como éste.

Kineas asintió.

—Se ha hecho con gentileza.

—Mañana le regalaré mi caballo del botín —dijo Niceas—. Que sea obsequio de Graco por su banquete. Y gracias, señor, por haber pensado en él. Temía que lo hubieras olvidado.

Kineas meneó la cabeza con un ademán negativo. Dio un puñetazo en el hombro a su hipereta y luego le abrazó. Otros hombres se acercaron a abrazar a Niceas. Incluso Ajax, un tanto vacilante.

Por la mañana el rescoldo de la pira aún ardía y el sol salió con gran magnificencia, irradiando un resplandor rosa y amarillo sobre todas las cosas en cuanto asomó por el borde del mundo. Kineas oyó la frase «dedos de rosa de la aurora» una docena de veces antes de haberle puesto la brida al caballo.

Niceas acordó con el joven Eco que éste recogería los huesos calientes de la pira cuando se enfriaran y que los enterraría en el cementerio familiar.

La columna se formó deprisa y con esmero. Las bestias de carga parecían burras preñadas con los canastos de grano. Cada cual sabía el sitio que ocupaba y todo se hacía más rápido: la tienda se desmontó en un periquete, los mantos se enrollaron y guardaron, los caballos se liberaron de las maniotas. Ni Kineas ni Niceas tenían que supervisar la operación. Así pues, los dedos de rosa de la aurora aún no habían dado paso al pleno día cuando Kineas, montado, se despedía de Alejandro en el patio de la granja. Niceas ya le había regalado un caballo.

Daba gusto marcharse de un lugar y dejar nuevos amigos atrás.

Niceas volvió la vista atrás mientras subían por la primera colina.

—Ese chico atenderá su tumba como si fuese uno de los héroes —dijo. Le resbalaban lágrimas por las mejillas.

—Mejor entierro del que cualquiera de nosotros tiene derecho a esperar —respondió Kineas, y Niceas hizo el gesto campesino para ahuyentar el mal fario.

Un estadio más adelante, Filocles se situó al lado de Kineas.

—¿Crees que alguna vez serás como ese hombre?

Kineas soltó un gruñido.

—¿Granjero? ¿Esposa? ¿Hijos?

—¡Hijas! —apostilló Filocles riendo. Kineas negó con la cabeza.

—Creo que no podría volver a llevar esa vida.

—¿Por qué no? Calco e Isocles te acogerían con los brazos abiertos.

—Haces preguntas muy puñeteras —dijo Kineas meneando la cabeza—. ¿Acaso algún dios te susurra al oído «ve a atormentar a Kineas»?

—Me interesas. El capitán. El soldado de renombre.

Kineas se sentó más atrás, poniendo el culo sobre la grupa del caballo y cruzando las piernas. Así descansaba los muslos aunque fuese a costa de su trasero.

—Anda, no me vengas con ésas. Eres espartano. Seguro que has tenido un montón de ocasiones de sondear los pensamientos de soldados de renombre.

Filocles asintió una sola vez.

—Sí.

—Y yo qué tengo a mi mando… ¿doce hombres? ¿Por qué te iba a interesar? —preguntó Kineas—. Soldado de renombre… Adulador. Que tus palabras vayan a Zeus.

—Pero todos mis espartanos sostendrían que suspiran por una granja. Tantos lo dirían que se ha convertido en norma decirlo; quizás incluso pensarlo. A lo mejor te pregunto porque no eres espartano.

—Pues aquí tienes mi respuesta. Antes deseaba una granja y una esposa. Ahora creo que me moriría de aburrimiento.

—¿Amas la guerra?

—Pse. Amo la no-guerra. Me encantan los preparativos y cabalgar y reconocer el terreno y planear; y también el compañerismo, el éxito compartido, todo eso. La parte de matar es el preció que pagas por la parte que tiene menos que ver con el combate propiamente dicho.

—Los granjeros también tienen que planear. Al menos los buenos granjeros lo hacen.

—¿En serio? —Kineas enarcó ambas cejas parodiando la ex presión de asombro de un actor dramático.

Filocles prosiguió como si Kineas hubiese manifestado sin cera sorpresa.

—En serio. Los buenos granjeros planean cuidadosamente. Los buenos granjeros hacen preparativos y reconocen el terreno, toda su granja es como una fila de hoplitas entrenados para trabajar juntos. ¿Y dices que eso no es para ti?

Kineas se encogió de hombros.

—No.

Filocles asintió como para sí mismo, con la mirada en los montes lejanos.

—Debe de ser otra cosa.

Kineas meneó la cabeza.

—Espartano, ¿nunca hablas del tiempo? ¿O de música, de pruebas de atletismo, de poesía, de mujeres con las que te has acostado…, de alguna de esas cosas?

Filocles lo meditó unos instantes.

—Rara vez.

Kineas se rió.

—¿Por qué estás con nosotros, exactamente? —preguntó de nuevo.

Filocles había comenzado a retroceder a lo largo de la columna. Saludó con la mano.

—¡Para aprender! —gritó.

Kineas maldijo. miró en derredor buscando a Ataelo. El es cita había evitado el simposio en la playa aunque por lo demás se llevaba bien con los hombres, sobre todo con Antígono y Coeno: un antiguo esclavo y un antiguo caballero. Había salido con la primera luz del alba a reconocer el terreno. Era hora de empezar a preocuparse.

Kineas se dio cuenta de que no se había preocupado por nada durante un día entero; volvió a dar gracias a los dioses por el granjero Alejandro y colmó de bendiciones a aquel hombre. Y pensó en lo de hacerse granjero, y también en la amistad inmediata que le había brindado, y se preguntó si tendría que haber preguntado…

Ataelo apareció en la cresta de una colina, sentado confiadamente en un caballo getón mientras aguardaba a que la columna le alcanzara. Kineas ya era capaz de reconocerle a buena distancia sólo por su postura a caballo, tan poco griega, tan relajada. Podría haber estado dormido.

Al aproximarse, se hizo evidente que lo estaba.

Kineas fue a su encuentro subiendo a medio galope la última cuesta. Ataelo se despertó antes de que llegara y le saludó con la mano.

—¿Echaste un buen sueñecito? —preguntó Kineas.

—Viaje largo. Muchas cosas. ¿Sí?

Kineas asintió.

—¿Qué has visto?

—¿Para mí? Yo veo muchas cosas, hierba y montes. También huellas de caballos, muchos caballos corriendo. Mi pueblo. No getas apestosos del carajo.

Kineas tuvo un escalofrío de miedo.

—¿Tu pueblo? ¿Cuánto hace? ¿Cuándo estuvieron aquí?

—Ayer. Quizás ayer. Dos días si no para lluvia. —El escita tenía un mal dominio de las complejidades del griego con los nombres, y tendía a ceñirse a la forma que le gustaba, el dativo—. ¿Para lluvia? —dijo otra vez a modo de pregunta.

—¿Si llovió? Ayer no. —Kineas miró hacia la columna que ya estaba coronando la ladera—. Tu pueblo… ¿nos hará daño?

Ataelo se dio una palmada en el pecho.

—No para mí. —Sonrió—. ¿Ir a buscar?

Kineas recalcó:

—¿Vas a ir a buscarlos? ¿Y volverás? ¿Volverás con nosotros?

Ataelo asintió.

—Buscar para ellos, volver para vosotros.

Kineas asintió.

—Quiero seguir avanzando. —Señaló la columna—. ¿Seguir avanzando?

—Volver para vosotros —dijo Ataelo sin dejar de sonreír.

Saludó a la columna con la mano, dio la vuelta al caballo y echó a galopar hacia el norte.

Kineas tiró de la cabeza de su caballo en dirección a la columna y fue sin prisa al encuentro de Niceas, que estaba observando la galopada del escita.

—Ha encontrado a algunos de los suyos y va a reunirse con ellos. Luego regresará. Al menos, eso es lo que me ha parecido que decía.

Niceas trató de matar a una mosca de un manotazo.

—¿Más como Ataelo? ¿Todo un grupo? Será emocionante. Ares lloró; recemos para no importunarlos. ¡Mira esas jodidas huellas!

Los ojos de Kineas miraron hacia donde señalaba Niceas. Estaban cabalgando sobre el suelo que Ataelo sin duda había descubierto, una hoya entre dos lomas surcada por pisadas de cientos de caballos avanzando a la vez. Fue consciente de que estaba aguantando la respiración.

—Doscientos caballos, fácilmente. —Niceas dio otro manotazo a la mosca que estaba molestando a su caballo, la atrapó, la aplastó entre los dedos y la tiró con asco—. Esperemos que sean simpáticos, capitán.

Cabalgaron el resto del día sin incidentes. Hacía sol, un agradable día soleado en las llanuras. El agua era más escasa de lo que Kineas había esperado y, como Ataelo no estaba, tuvo que recurrir a Likeles para que fuera a reconocer el terreno para ver dónde podían acampar. Regresó tarde, casi al anochecer.

—El único sitio es la playa —dijo—. Hay un arroyuelo que desemboca allí; si no lo ensuciamos, bastará para abrevar a los caballos. Aunque no es gran cosa. He recorrido quince estadios.

Kineas asintió.

—¿Has visto huellas? Likeles asintió.

—Vamos tras ellos, queramos o no. El paso entre las próximas colinas es como el camino de una feria equina.

Era casi de noche cuando desmontaron. Las tiendas se armaron de inmediato; los caballos se manearon bien cerca. Una fogata era una señal claramente visible desde muy lejos, sobre todo en la orilla de la bahía. Por otra parte, Ataelo parecía convencido de que su gente no suponía una amenaza. Aunque, de todos modos, Ataelo era un bárbaro pese a todas sus cualidades.

No obstante, Kineas dio luz verde a Arni y le observó usar un hierro para hacer saltar chispas que prendieran restos carbonizados de tela para encender el fuego. A fin de cuentas, doscientos caballos de escitas armados con arcos los aniquilarían, llegado el caso; comparados con ellos, serían un contrincante tan poderoso que en realidad no merecía la pena preocuparse por ello.

Mientras las llamas prendían, sin embargo, las observó lleno de preocupación.

Niceas les había asignado a él y a Ajax el turno de guardia del alba. Ajax ya no le evitaba, pero seguía mostrándose distante, prudente, diferente del joven entusiasta que había sido las primeras mañanas. Por otra parte, había aprendido sus obligaciones y se apostó por sí mismo y sin mediar palabra en un promontorio cercano que dominaba la playa. Kinea s almohazó a los caballos. Había veintiocho, una buena reata para doce hombres y tres esclavos. Primero atendió a su montura de batalla y luego a la de viajar, después a los caballos de Niceas y por último a los demás de batalla. Para entonces Diodoro ya se había levantado. Despertó a los esclavos, avivó el fuego y echó una mano con los caballos. Estaban todos levantados, con el trabajo hecho, los mantos enrollados y el equipaje cargado antes de que la cuadriga del sol hubiese emergido por completo por el borde del mundo. La playa se extendía dibujando una curva de doce estadios, y Niceas optó por seguirla. Quería cruzar un arroyo decente donde abrevar bien a los caballos. El agua siempre era su mayor preocupación. Hizo una seña a Ajax, que correspondió el saludo desde lo alto de la loma. Likeles se adelantó a la columna para reunirse con el muchacho y ambos cabalgaron flanqueando la columna mientras ésta avanzaba por la playa.

Cruzaron dos arroyuelos que discurrían por la arena y que se ensuciaron enseguida cuando los pisaron los primeros caballos. Al llegar al tercero, Kineas puso más cuidado y ordenó a los hombres que desmontaran y llevaran a sus monturas por la brida a beber de uno en uno, no sin antes cavar un hoyo en la arena para que la escasa corriente lo llenara. Aun así, aquello no era manera de abrevar a las bestias. Envió a Laertes a recorrer la playa en busca de agua. Resultaba extraño estar tan preocupado cuando las laderas rezumaban humedad entre las matas de hierba y teniendo el flanco cubierto por el mar, pero los caballos de menos talla ya estaban comenzando a flaquear.

Laertes regresó a mediodía.

—Hay un río de buen tamaño al fondo de la bahía. Agua abundante y fresca. Muchas huellas de cascos, también.

—Buen trabajo. —Kineas cabalgó retrocediendo a lo largo de la columna—. Bien, hoy no almorzamos, caballeros. Seguiremos adelante.

—Hay otro arroyuelo de éstos a unos pocos estadios —agregó Laertes.

—¡Hades! Perdemos mucho tiempo cada vez que los caballos se detienen para apenas beber algo que sea digno de mención. Vayamos directos. ¿Cuántos estadios hasta ese río?

—Veinte. He metido prisa a mi caballo.

—¡Una mañana al galope por la arena!

—En efecto, capitán. —Laertes lució su característica sonrisa y se echó el gran gorro de paja hacia atrás—. A este paso llegaréis a última hora de la tarde.

—Pues acamparemos allí.

Ajax atrajo su atención agitando su sombrero desde una colina. Likeles iba hacia ellos deprisa, sentado en la grupa del caballo para bajar por la ladera.

—Tenemos compañía —dijo Kineas. Sus hombres estaban a los pies de una empinada colina, con el mar a la espalda, montados en caballos cansados que necesitaban beber—. Armaduras y caballos de guerra. ¡A la carrera!

Desmontó de un salto y cogió su casco y su peto de las sacas de un caballo de carga. Otros hombres y caballos le empujaban y chocaban con él: la columna era un caos. Esperó que el orden se impusiera por sí mismo.

Likeles gritaba a su izquierda. Kineas se había atado el peto y el espaldarón y forcejeaba con las tiras de cuero que forraban la copa del casco. Ya se estaba calentando con el sol, que a buen seguro le cocería la cabeza en cuestión de minutos.

—¡Escitas! —gritó Likeles—. ¡A cientos!

Kineas se apoyó en su jabalina pesada para auparse a lomos de su caballo de batalla.

—¿Dónde está Ataelo?

—No hay rastro de él.

Kineas se acomodó en la silla, lo cual entrañaba cierta dificultad con la armadura puesta, y se las arregló para hacerse con el control de ambas riendas. Crax apareció entre el polvo y le alcanzó sus jabalinas.

Kineas señaló a una bestia de equipaje que llevaba más jabalinas.

—¿Quieres ser libre? —le preguntó—. Coge mi caballo de viaje, móntalo, hazte con un par de jabalinas y forma conmigo. Ahora eres un hombre libre.

Crax se esfumó entre la polvareda antes de que acabara de hablar.

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