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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (10 page)

BOOK: Tirano
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«Qué fácil es olvidar.» Cuando no estaba en campaña, Kineas recordaba mayormente los buenos momentos y el peligro. Nunca recordaba la fastidiosa carga de las decisiones a la ligera y sus letales consecuencias. Por ejemplo, doblar la guardia y con ello doblar las oportunidades de detectar un ataque, con la consecuente fatiga de todos al día siguiente. O establecer turnos de guardia normales a sabiendas de que cualquier hombre podía dormirse y la primera señal que tendrían de un ataque sería el tumulto de cascos y la pica de hierro en el vientre.

Buscó una solución de compromiso, siempre un peligro adicional, y ordenó que la última guardia del amanecer fuese doble, asignándosela a sí mismo. Luego llamó a Crax y le ordenó que pusiera sus mantas entre las suyas y las de Antígono, zanjando así el asunto. Cenaron deprisa, establecieron las guardias y se entretuvieron un rato: la campaña acababa de comenzar y no tenían ganas de acostarse. En vez de irse a dormir de inmediato decidieron apurar la última ánfora de vino de Tomis mientras se contaban batallitas que revivieron entre risas. Ajax les escuchaba, silencioso y educado, abriendo los ojos como si estuviera en compañía de Jasón y los argonautas.

Agis recitó unos versos del Poeta:

«Cambia ahora de tema y canta la construcción del caballo de madera que Epeo hizo con la ayuda de Atenea, el caballo que antaño condujera Ulises a la ciudadela valiéndose de su astucia, luego de haberlo llenado con los hombres que saquearían Troya. Si así en efecto lo haces, proclamaré a la humanidad entera que el dios de corazón generoso te ha concedido el don de la divina poesía.» Tal dijo, y el rapsoda, inspirado por el dios, comenzó, e hizo oír su cántico, tomando el relato donde los argivos habían embarcado en sus naves panzudas haciéndose a la mar tras haber prendido fuego a sus cabañas, mientras aquellos otros conducidos por el glorioso Ulises aguardaban en la sede de la asamblea de los troyanos, ocultos en el caballo; pues los propios troyanos lo habían arrastrado hasta la ciudadela. Y allí se alzaba pues, y el pueblo hablaba sentado en torno a él, incapaz de tomar una determinación. No, en tres sentidos halló el consejo favor en sus mentes: o bien hendir la madera hueca con el bronce despiadado, o bien arrastrarlo a lo alto y arrojarlo a las rocas, o bien dejarlo en pie como ofrenda a los dioses para que fueran propicios, aunque al final iban a hacerlo entrar; pues era su destino perecer cuando la ciudad encerrara al gigantesco caballo de madera, en cuyas entrañas aguardaban los mejores de todos los argivos, prestos a llevar a los troyanos la muerte y el destino. Y cantó cómo los hijos de los aqueos surgieron del caballo y, tras abandonar su hueca emboscada, saquearon la ciudad. Sobre los otros cantó cómo de diversas maneras arrasaron la altanera ciudad, pero de Ulises cantó cómo fue Ares a la casa de Deífobo con el divino Menelao. Así fue, dijo, como Ulises afrontó el más terrible combate y al final conquistó con la ayuda de la bondadosa Atenea.

Aclamaron su actuación, como siempre hacían los veteranos, y bromearon comparando al pelirrojo Diodoro con el astuto Ulises. La primera guardia pasó sin que ninguno de ellos estuviera en sus mantas con excepción de Filocles, que cayó derecho de la silla a la cama.

Kineas se aproximó a Ajax mientras éste se arrebujaba con su manto.

—Necesitarás esto —dijo, y pinchó a Ajax con una espada.

Ajax la cogió, la sopesó e intentó verla.

Kineas le dijo:

—Duerme con ella debajo de la cabeza o en la mano. —Su sonrisa fue invisible en la oscuridad—. Te acostumbrarás después de unas cuantas noches.

Kineas se durmió en cuanto se tapó con su clámide. Era como estar en casa. Soñó con Ártemis; no fue un sueño largo ni concreto, y desde luego tampoco uno de esos sueños que Afrodita envía a los hombres, pero sí fue un sueño placentero y se despertó cuando los hombres efectuaron el cambio de guardia y se movieron por la tienda, alerta en cuanto abrió los ojos para relajarse acto seguido, recordando el sueño y preguntándose si había alguna insinuación de ella en su manto. Sonrió y volvió a dormirse, y al cabo se despertó asustado cuando algo pesado cayó encima de sus piernas. Tuvo consciencia de haber oído un ruido: empuñó su pesada espada y se puso de pie antes de despertarse del todo, con la espada desenvainada.

Antígono le habló bajo al oído.

—No es nada, Kineas, nada. Tu esclavo ha intentado escapar y le he dado un golpe que lo ha dejado sin sentido. Mañana le dolerá la cabeza.

El peso que le había caído a los pies era Crax; el chico estaba totalmente inconsciente. Y otros durmientes se habían despertado y le empujaban alejándole de donde había caído. Le obligaron a tenderse en sus mantas.

—¿Hacia dónde iba?

—No he aguardado para verlo. En cuanto le he visto de pie, lo he noqueado con el fuste de mi pica.

Kineas hizo una mueca de dolor.

—Espero que no esté muerto. Despiértame para la próxima guardia.

—No temas. Los dedos de rosa de la aurora serán todos tuyos.

Kineas se durmió pensando que Antígono, que no sabía leer ni escribir, seguramente no había leído nunca la Ilíada. Lo despertaron por tercera vez con tiempo para refrescarse con agua la cara y las manos. Las manos se le hinchaban por la noche y las articulaciones le dolían al despertar, y caminar le resultaba más fatigoso cada año. Las campañas envejecían a un hombre demasiado deprisa.

Tomó la jabalina pesada de manos de Antígono. Ajax también estaba levantado: Kineas había decretado doble guardia al a amanecer y Niceas había emparejado a Kineas con el hombre menos experimentado y más prescindible; decisiones y más decisiones.

—Antes de retirarte, búscale una jabalina —dijo Kineas a Antígono, que hurgó entre el equipo y vino con una. Se la pasó a Ajax, que parecía cohibido con ella a la primera luz gris del día, como si se hubiese puesto el disfraz equivocado para asistir a una fiesta. También se veía absurdamente joven, guapo y bien dormido, y Kineas pensó: «Apuesto a que no se le hinchan las articulaciones.»

—¿Alguna novedad? —preguntó Kineas.

Antígono escudriñó el horizonte hacia el norte.

—He oído algo…, distante; puede haber sido un lobo dando caza a un venado, pero era un movimiento pesado. —Señaló a una figura borrosa junto al árbol—. No tropieces con nuestro bárbaro. Está durmiendo con su caballo.

Kineas asintió y empujó al otro hombre para que fuera a acostarse. Había luz suficiente para entrar a gatas en la tienda sin despertar a los demás y Antígono ya estaba roncando antes de que Kineas hubiese recorrido el perímetro del pequeño campamento. Ajax iba tras él, claramente perdido en cuanto a lo que tenía que hacer.

Kineas le llevó a hacer la ronda del campamento otra vez, le mostró los dos promontorios que podían dar a un centinela unos cuantos estadios más de visión, se detuvo con él a sonreír al ver a Ataelo durmiendo con las riendas de su caballo en la mano, listo para entrar en acción al instante. Entonces Kineas ordenó a Ajax que encendiera las fogatas.

—Cuando hayas terminado, almohaza a los caballos.

Por primera vez Ajax miró con desagrado a Kineas, mirada que éste no le había visto hasta entonces.

—¿Almohazar a los caballos? Despertaré a mi esclavo.

Kineas negó con la cabeza.

—Enciende las fogatas y luego almohaza a los caballos. Tú mismo. Haz un buen trabajo. Luego tú y yo iremos a dar una vuelta antes de despertar a los demás. Y una cosa, Ajax: ni se te ocurra que puedes discutir mis órdenes.

Ajax agachó la cabeza, pero aun así dijo:

—Otros hombres lo hacen.

Kineas se rió y le pegó un manotazo.

—Cuando hayas matado a una docena de hombres y estado mil noches de guardia, podrás debatir conmigo.

Le gustaba hacer de centinela y se plantó bajo el árbol, inmóvil, escrutando el horizonte hacia el noroeste. Escuchó el despertar de los pájaros, observó a un conejo que atravesó el herbazal donde les había dejado el transbordador y luego a un halcón que sobrevolaba el estuario del Danubio. Consideró que estaban a salvo; en terrenos agrestes solía ser fácil percibir el acecho de un enemigo.

Estuvo una hora pendiente de Ajax mientras éste levantaba a los caballos uno por uno, los almohazaba y los volvía a manear. El chaval era concienzudo, aunque tenía un pronto rebelde que Kineas no le había visto hasta entonces. Pero comprobaba el estado de los cascos, frotaba cada caballo con paja, les revisaba los ojos y la boca. Sabía lo que se hacía. Kineas volvió a otear el horizonte y se sorprendió cuando Ajax echó a caminar hacia él con un par de caballos: el tiempo había pasado volando. Pero sus manos volvían a tener un aspecto normal, tenía el cuello menos tenso y estaba listo para cabalgar. Una vez montado, llevó a su caballo hasta la tienda más cercana y dio unos toques a un palo del armazón con la jabalina. Niceas asomó la cabeza.

—Salimos a patrullar. Que los esclavos empiecen a preparar la comida. Volver emos dentro de una hora.

Niceas disimuló un bostezo con una de sus manazas.

—Estoy en ello.

Kineas hizo girar al caballo y echó a cabalgar con Ajax a su lado. Enfiló derecho hacia el norte siguiendo el curso del río, permaneciendo en tierras bajas siempre que podía y explicando a Ajax qué hacía a cada paso: evitar que el sol naciente los perfilara a él y a su montura, usando la maleza de la orilla como cubierta o fondo, deteniéndose del todo antes de cruzar un promontorio. Fueron avanzando por la ribera, Kineas se dirigía tierra adentro, casi derecho hacia el norte, hasta que alcanzaron un otero que había divisado mientras montaba guardia. Se hallaban casi a un estadio del campamento y saltó a tierra, lanzó sus riendas a Ajax y trepó a gatas hasta la cresta. Se estaba exhibiendo ante el muchacho, pero la causa era buena: el chico necesitaba ver cómo se hacía correctamente una patrulla al amanecer.

Desde la cresta podía ver un enorme arco de territorio absolutamente vacío. Por descontado, cualquier pliegue podía ocultar una horda de escitas, pero Kineas sabía por experiencia lo difícil que era mantener hombres y animales emboscados sin hacer ruido ni levantar polvo durante un tiempo más o menos prolongado. Se deslizó cuesta abajo hasta donde Ajax aguardaba.

—Ponle una maniota a tu montura y monta guardia ahí arriba hasta que venga a por ti. Haré que tu esclavo te traiga algo que comer. Si ves movimientos, corre como si te persiguieran las Erinias.

Ajax asintió con el semblante muy serio.

—¿Estoy…, en apuros?

—Claro que no. Esto es lo que hacemos en la patrulla del alba. Tengo trabajo que hacer; tú ya has hecho el tuyo. Así que puedes haraganear ahí arriba, vigilar todo el horizonte y aguardar a que los hombres tomen el desayuno. Sería lo mismo si estuviera aquí Diodoro.

Ajax dejó escapar una sonrisa.

—¡Oh, bien! Pues entonces, a vigilar.

Kineas regresó al campamento siguiendo una ruta distinta, siempre ocultando su silueta a los ojos curiosos. Tomó un cuenco de sopa recalentada de la cena, volvió a almohazar a su caballo de batalla y luego lo puso con los de refresco, eligiendo uno más pequeño y ligero para la jornada de viaje. Había dicho a Diodoro, Likeles y Graco que se prepararan para cazar. Estaban ansiosos por salir.

Crax trabajaba con las bestias de carga bajo la atenta mirada de Niceas. No presentaba mal aspecto a pesar del percance nocturno, pero cuando Kineas comprobó el equipaje se encontró con que cada cincha que había atado el chico estaba suelta o saboteada. Kineas hizo señas al chico para que se acercara y lo tumbó de espaldas de un solo puñetazo.

—No me gusta pegar a los esclavos —dijo Kineas sin alterarse. Hizo una pausa para lamerse la sangre del nudillo que se le había pelado con el golpe—. Anoche intentaste escapar. Hasta ahí muy bien. Si yo fuese esclavo, también huiría a mi casa. Luego has aparejado el equipaje para que se cayera: trabajo perdido y la partida retrasada. Mal hecho. Si intentas algo parecido otra vez, te mataré sin más: no me costaste ni un óbolo de cobre y no necesito un esclavo. ¿Entendido?

El chico parecía aturdido; probablemente lo estaba, después de dos golpazos.

—Sin embargo, necesito más soldados. Demuestra que eres capaz de hacer la faena y quitar la mierda y te pondré de mozo de cuadra en Olbia y te libertaré para la gamelia. O muere. Detesto desperdiciar personal, pero no me gustan los nudos mal hechos.

Kineas dio media vuelta y montó pesadamente a lomos de su caballo ligero. No estaba de humor para saltos y, además, el nudillo pelado le escocía como una brasa.

Envió a Ataelo en busca de Ajax y luego emprendieron la marcha por las llanuras de los getas.

Una vez que partieron, avanzaron a buen ritmo, aunque Crax seguía aturdido y tuvieron que atarlo a un caballo. Hacia mediodía habían dejado atrás la marisma y cabalgaban a través de un llano herboso dominado por una serrezuela de montecillos rocosos que se alzaban al oeste. Las ráfagas de viento mecían la hierba formando olas. El mar verde se extendía interminable sobre montículos y lomas hasta alcanzar el horizonte. Era un terreno creado por los dioses para los caballos, y Kineas se detuvo en lo alto del primer promontorio a escrutar el paisaje haciendo visera con la mano.

El vasto panorama los mantuvo callados un rato, y luego Ataelo desmontó, se arrodilló y besó el suelo antes de soltar un chillido que se perdió en la inmensidad del cielo.

—Alguien ha llegado a casa —dijo Coeno sonriendo.

Cuando encontraron unas huellas, Ataelo cabalgó hasta las faldas de los montes y regresó con una pesada flecha negra que entregó a Kineas sin más comentarios.

—¿Getas? —preguntó Kineas.

Ataelo encogió los hombros con elocuencia y se adelantó al convoy.

A primera hora de la tarde levantaron a una pequeña manada de corzos en un profundo barranco cortado por un riachuelo, y los tres cazadores se adelantaron al resto, acorralaron a un macho de buen peso y lo abatieron con las jabalinas. Fue todo un espectáculo, y el aristócrata que había en Kineas apreció la maestría con que los jinetes profesionales habían cazado al corzo; pocos aristócratas verían algo semejante alguna vez, y mucho menos aprenderían a hacerlo.

Siguió adelante, pensando en Jenofonte, cuyas obras sobre caballos y caza había leído en su juventud. Coeno, un hombre cultivado y a menudo fuera de lugar en una compañía de mercenarios, adoraba a Jenofonte y podía recitar largos pasajes de sus obras. Viendo que los cazadores regresaban, fue al encuentro de Kineas, señaló y dijo:

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