Desaparecieron en un instante, huyeron como profesionales dejando sólo un puñado de cuerpos en el suelo. La lluvia se los tragó.
Kineas se levantó sobre los lomos de su caballo y llamó a Niceas con una voz que amenazó con reventarle los pulmones.
—¡Aquí! —contestó su hipereta —. ¡Estoy aquí!
—¡Toca a replegarse!
Kineas sacó a su caballo del tumulto de sus propios jinetes; muchos de ellos, demasiados, habían desaparecido en la lluvia, demostrando su inexperiencia al perseguir a los tesalios. Retrocedió por la línea de su avance hasta que vio las siluetas relucientes de humedad de los sármatas.
—¡Eumenes! Nos retiramos. Hemos tenido un encontronazo; ni idea de contra quién. Nos reagruparemos en el vado. Cúbrenos.
Dio media vuelta y regresó junto a sus hombres, que ya oían la trompeta y detenían su avance; una maniobra muy peligrosa ya que era posible que hubiese enemigos invictos ocultos en la lluvia. Kineas los observó; pareció que transcurriera un millón de años, y luego otro. Vio movimiento en la lluvia, colores brillantes a su derecha. Clámides rojas. Nueva caballería enemiga.
El escuadrón de Nicomedes estaba medio estadio más atrás y bien formado; la voz de Ajax daba órdenes a las filas para que se compactaran. Diodoro estaba bastante más lejos, oculto por la lluvia. Leuconte estaba teniendo más dificultades con la mezcla de hombres a su mando. Kineas fue a su encuentro.
—¡Ahora, Leuconte! —gritó.
Leuconte sacudió la cabeza. Los hombres de Pantecapaeum tenían problemas para encontrar sus sitios con tanta lluvia y tanta excitación. Se oían gritos en su delantera.
—Demasiados hombres sin agrupar, y ahora están apurados —señaló Niceas—. Tenemos que salir de aquí.
Kineas presentía a la caballería enemiga agrupándose delante de ellos. Oyó una trompeta.
—¡Leuconte! —gritó—. ¡Huye! ¡Regresad al vado!
Leuconte se echó el casco hacia atrás, arreó un mandoble a un hombre con la espada plana y abrió la boca para gritar una orden. Una jabalina le atravesó el cuello y pareció que vomitara sangre, y acto seguido estaba derribado. Una línea de tesalios surgió de la lluvia y se abalanzó contra el escuadrón de Leuconte.
El caballo de Kineas salió disparado, galopando ignominiosamente hacia el vado. Iba muy adelantado, ya fuera de peligro, y se volvió para comprobar si le seguía Niceas, que le pisaba los talones. La lluvia amainó un poco, y vio a los sármatas cargar directamente por la brecha abierta en la línea de los hombres de Leuconte. Cayeron sobre los tesalios con el estruendo de cien hombres golpeando calderos de cobre con cucharas, y los te salios pararon en seco.
Los hombres de Leuconte eran los más jóvenes y mejores de los hippeis olbianos. En cuanto vieron al aliado sármata, se volvieron. Las clámides rojas se toparon con un enemigo de su talla. Volaron jabalinas y cayeron hombres. Toda la línea, ambas líneas, cosieron el combate como lanzaderas en un telar, y luego se revolvieron en un caos de redobles de espadas y cascos de caballo.
Kineas apartó la vista. El tiempo se contaría en segundos. El combate que no quería estaba comenzando, la mitad de su contingente estaba comprometido, y si Zoprionte tenía más caballería preparada podría lograr una victoria aplastante antes de que cayera la noche. Kineas se dirigió a la derecha, en busca de Diodoro. Diodoro estaba justo delante de él, con sus hombres ya formados a la izquierda.
—¡Sígueme! —chilló Kineas, y dio media vuelta a su caballo. El semental respondió de nuevo; era un animal magnífico, la mejor montura de guerra que había poseído jamás.
Condujo al escuadrón de Diodoro hasta el flanco derecho del enemigo, adivinando su ubicación por el ruido y la intuición. Su llegada sembró el pánico entre las clámides rojas, que rompieron su formación, pero esta vez estaban enmarañados en la multitud de su frente y sufrieron numerosas bajas. Sus caballos estaban agotados, y morían a decenas, interceptados por detrás o atrapados en el fango sobre caballos que daban traspiés, y la relativa frescura de los olbianos comenzó a hacerse notar. Entonces Kineas oyó otra voz, como un gigante en las tinieblas: Ajax con el escuadrón de Nicomedes rodeando a los desdichados de clámide roja por el otro flanco. Y a pesar de la escasa luz, también vio a Eumenes, con la espada ensangrentada, exhortando a los olbianos a agruparse para arremeter a fondo.
Presintiendo la victoria, Kineas los hostigaba, derribó a un jinete, cortó el brazo de otro hombre y luego mató a su trompetero en tres breves refriegas. Con el resplandor de un relámpago vio a su comandante, con un elaborado peto dorado, y cargó contra él; un hombre a quien conocía, pero el oficial rehusó el combate y galopó hacia la seguridad de la retaguardia. Su caballo, al menos, aún tenía energías para correr.
«Filipo Kontos», pensó Kineas. Un hombre a quien respetaba y al que ahora quería matar.
Kineas le persiguió medio estadio, frenó, escrutó las tinieblas; estaba solo.
Cayó en la cuenta de que se había adentrado en el campo mucho más de lo que se había propuesto; había perdido a su hipereta.
—¡Volved a formar! —gritó con una voz ronca y aguda que se le quebró a la tercera repetición.
Un sármata fue a su encuentro y señaló hacia el vado, como si fuese un joven recluta que necesitara que le orientasen.
Ataelo surgió de la lluvia, agarró sus riendas y gritó:
—¡Picadores! —Y señaló hacia la lluvia.
Kineas entornó los ojos y vio, peligrosamente cerca, una columna de infantería pesada. Giró en redondo la cabeza de su caballo. A media distancia oyó la trompeta de Niceas. Se había alejado demasiado, portándose como un estúpido, dejándose llevar por el ímpetu de la carga.
Se inclinó sobre el cuello del caballo y agachó la cabeza por si los macedonios tenían arqueros. Aquél era su ejército, estaba justo en medio de ellos, a un estadio o menos de sus picadores. Se detuvo al alcanzar al primer grupo de sus hombres, complacido de que su caballo aún fuese capaz de correr como el viento. Les gritó a voz en cuello que se batieran en retirada.
Los picadores, un taxeis entero, estaban deshaciendo su columna desplegándose en formación de combate.
Con señas, con la espada plana, con Ataelo gritando en sakje, hizo retroceder a sus hombres hasta la línea de la primera carga para luego proseguir hasta donde Niceas estaba llamando a reagruparse: Niceas estaba exactamente donde tenía que estar. Tenía un corte en el brazo de la brida y había perdido el casco, y aun así seguía tocando la trompeta. Cu ando vio aparecer a Ki neas entre la lluvia, su rostro fue como el de un padre al encontrar a un hijo extraviado: una mezcla de amor, alivio y enfado.
Niceas apoyó su trompeta en la cadera y fulminó a Kineas con la mirada.
—¿Dónde carajo estabas? —gritó.
—Jugando a ser Aquiles como un idiota —contestó Kineas gritando a su vez.
Estaban formando otra vez. Kineas se sentía orgulloso de ellos: bastante duro era formar tras un combate que ganabas, más lo era después de dos, y los hombres de Leuconte habían sido aplastados, habían perdido a su capitán y estaban organizando sus filas, listos para un tercer asalto. Sus caballos estaban agotados, ninguno tenía jabalina, ni pesada ni ligera.
Kineas pensó que ya tendría que haber oscurecido. Era como si no hubiese transcurrido el tiempo desde el primer encuentro. En algún lugar oculto por la lluvia y la bruma que surgía del suelo, sonó una trompeta macedonia, y luego otra. Unos pocos estadios hacia el sur, se oía un griterío.
Niceas respiraba jadeando.
—¿Estamos ganando o perdiendo? —preguntó . Acto seguido sonrió—. ¿No eres tú el hombre que nos había ordenado evitar una batalla campal?
Kineas se encogió de hombros, atento a los soldados que formaban.
—Tienes razón, viejo. Vayamos a cruzar el río. ¿Dónde están los sármatas?
Niceas señaló al centro de la línea.
—Eumenes les ha dado el alto, a todos menos a un puñado. Kineas cabalgó hasta donde estaba Eumenes.
—Ponte al mando de tu escuadrón —le dijo—. Leuconte ha muerto.
Eumenes agachó la cabeza, abrió la boca como un pez arponeado y no dijo nada.
Kineas volvió a señalar.
—Toma el mando —insistió. La voz le traicionó, saliéndole como un graznido.
La reacción les sobrevino a todos después de haber cruzado el vado sin percances, cabalgando en buen orden a pesar de la lluvia y los heridos. Tenían frío, estaban mojados y cansados, demasiado cansados para cocinar y almohazar caballos, y los oficiales tuvieron que emplearse a fondo. Nicomedes y Ajax fueron tan brutales como el propio Kineas: usaron el látigo de su lengua para reprender a cualquier hombre cuyo caballo estuviera desatendido o que abandonara su equipo en la hierba. Niceas apartó a uno de los soldados más jóvenes del fuego y lo tiró al suelo.
Se restableció la disciplina.
Y luego, después de los primeros minutos, la fatiga del alma quedó olvidada. Kineas dio las gracias a todos los dioses por los sindones, que se pusieron de inmediato a la faena encendiendo hogueras, curando a los heridos y cocinando. Vinieron guerreros de otros campamentos: hoplitas olbianos y también unos cuantos Caballos Rampantes y Lobos Pacientes. Venían bajo la lluvia con un tarro de hidromiel, o un odre de vino, o un pedazo de carne asada.
Y las fogatas ardieron con más brío, como queriendo empujar la lluvia hacia el cielo oscuro. Los hombres comieron y bebieron vino, o el hidromiel obsequiado, y se rompió el silencio. De repente todos tuvieron ganas de hablar, de contar su historia.
Kineas aún llevaba puesto el peto y el casco debajo del brazo, de pie y sin manto bajo la lluvia, atento a cualquier arranque de insubordinación, acuciado de nuevo por la siguiente falange de preocupaciones.
Filocles se había perdido el combate, y la espera se había cobrado su peaje. Ahora estaba medio borracho y manoseaba a Kineas tratando de quitarle la armadura.
—¡No seas idiota! —le espetó Kineas—. Aún no quiero quitármela.
—¿Quién es el idiota? —replicó Filocles—. No he sido yo quien ha cabalgado derecho hacia las líneas macedonias. Ajax dice que parecías un dios. ¿Acaso buscas la muerte? ¿O es que te has vuelto loco?
Kineas sacudió la cabeza.
—Soy un mal general. Una vez que entro en combate, estoy perdido, cegado. Me concentro en el hombre que tengo delante, y luego en el siguiente. —Se encogió de hombros, comenzando a asimilar su propia reacción—. Me he tropezado con un antiguo…, rival.
—¿Lo has derribado? —preguntó Filocles.
—Ha huido —dijo Kineas.
Filocles cogió el casco que Kineas sostenía con el brazo.
—Relájate, hermano, que pareces una estatua. Vive un poco. Olvídate del Tirano por una noche. Ve a besar a Medea; si yo no puedo hacerte entrar en razón, ¡tal vez ella pueda!
Kineas recuperó su casco.
—Estás borracho, hermano.
—¡Bah! Estoy borracho. Deberías probarlo. El vino griego provoca sueños de los dioses griegos, no sueños de muerte.
—¿Quién sueña con la muerte? —preguntó Diodoro. Se es taba secando el pelo con la túnica, y por lo demás iba desnudo—. Ha sido la peor acción que he visto hasta la fecha.
Ajax vino detrás de él. Estaba exaltado.
—Me preguntaba… No ha sido como ningún combate de los que nos habías descrito.
Kineas rodeó a Ajax con el brazo.
—Ése era el animal —le dijo el muchacho, y lo estrechó con fuerza—. Lo has hecho muy bien.
—Kineas sueña con la muerte —dijo Filocles en un momento de silencio, y acto seguido cerró la boca de golpe. Diodoro prosiguió.
—¿Los hemos sorprendido? ¿Nos han sorprendido ellos? Ni siquiera sé quién ha ganado… ¿Qué? —Miró a Filocles y luego a Kineas—. ¿Has soñado con tu propia muerte?
Kineas intentaba desatarse el fajín que llevaba alrededor del peto.
—Filocles está borracho.
Diodoro cogió la copa espartana de la mano de Filocles y la vació.
—Buen plan. Los sueños de muerte son pura bazofia, deberías saberlo. Yo siempre sueño con mi muerte antes de una acción. Anoche soñé con mi muerte y seguro que esta noche volveré a soñarlo.
Filocles miró su copa recién vaciada.
—¿Será mañana? —preguntó en voz baja. De repente no daba la impresión de estar tan borracho.
Kineas logró desatar el fajín y se las arregló para abrir el peto y la espaldera.
—Quizá. No lo sé. —Recorrió las hogueras con la vista—. ¿Dónde está Herón?
Niceas surgió de la lluvia con Arni, el esclavo de Ajax. Arni le quitó la túnica a Kineas pasándola por la cabeza y le puso otra seca sobre los hombros.
Niceas negó con la cabeza.
—Herón no ha regresado. Y sus hombres tampoco.
—Mierda —dijo Kineas—. ¿Dónde está Ataelo?
Niceas se encogió de hombros.
—Llevaba un par de caballos consigo al terminar la batalla —dijo—. Me parece que está cortejando a una chica de los Manos Crueles.
Kineas se puso el manto húmedo encima de la túnica casi seca.
—Voy a buscarlo.
Detestaba separarse de ellos, apartarse de la euforia que llegaba tras una acción con éxito, e iba de cabeza a una oscura depresión. Pero algo le irritaba. Herón.
Kineas cruzó la loma hasta el campamento de los Manos Crueles, donde le acogieron dándole palmadas en la espalda. Los sakje le ofrecían vino, leche de yegua, té especiado en profundos cuencos, y bebió un poco de cada mientras iba de fogata en fogata preguntando por Ataelo.
Antes encontró el carromato de Srayanka. Oyó su risa y apoyó una mano en una rueda, preguntándose qué hacer: no había ido tras ella desde la noche del río, y ahora se sentía idiota, como un pretendiente aguardando bajo la lluvia.
Más risas atravesaron el fieltro de la tienda montada sobre el carromato. Kineas oyó las sonoras carcajadas de Parshtaevalt y se decidió a subir los peldaños al tiempo que decía «¡hola!» en griego.
La mano de Parshtaevalt abrió la portezuela. L a tienda estaba alumbrada por un brasero y el ambiente estaba muy cargado de humo de semillas y tallos: el aroma a resina de pino pasó junto a él saliendo hacia la noche.
—¡Hombre! —exclamó Parshtaevalt. Agarró a Kineas del cogote y lo abrazó, luego le hizo cruzar el umbral hasta el banco que ocupaba toda la longitud del carromato: asiento de día, cama de noche.
El carromato estaba llenó de gente, la atmósfera era agobiante a causa del humo y la lana húmeda. Varias manos tiraron de él y le empujaron hasta hundirlo en un hueco entre dos cuerpos. Uno de ellos era Srayanka y, antes de que se acomodara en el banco, una de sus manos se había colado bajó su túnica y su boca se cerró sobre la suya. La besó tan profundamente que respiró el aire de sus pulmones, y ella el de los suyos, y el ardor de su piel le secó la túnica cuando se acurrucó contra él encima del banco. Había poca luz en el carromato, el rescoldo del brasero apenas alumbraba, y aun sabiendo que Irene estaba debajo de su manó izquierda, se sintió como si estuvieran solos, y cada bocanada de aire enardecía su deseó.