—¿Cuántos son? —preguntó Kineas.
—Unos doscientos —especuló León—. Es difícil saberlo; no han bajado a la ciudad. En realidad, sólo vigilan las puertas y la ciudadela; no patrullan las murallas. —Agachó la cabeza—. Cleito quería echarlos con sus hippeis y algunos ciudadanos que quedaron atrás. Fue entonces cuando Cleomenes mostró su mano e hizo asesinar a Cleito. —Miró a Nicomedes—. Estás exiliado. La ciudadanía de Kineas y Menón ha sido revocada. El ejército de la ciudad es reclamado. Han confiscado todos nuestros dioses.
—¿Cómo te libraste? —preguntó Kineas. Fue más brusco de lo que se proponía, pero no estaba de humor para andarse con lindezas. León le miró a los ojos.
—Soy un esclavo —dijo—. Salí por las puertas mezclado con la muchedumbre del mercado, cogí un caballo en la granja de Gamelios y cabalgué sin parar. —Se encogió de hombros—. Cuando vi a los macedonios, bajé al lecho del río y seguí a pie.
Nicomedes puso su mano en el cuello de León, que estaba sentado.
—Ahora eres un hombre libre —dijo.
León levantó la vista, sorprendido.
—¿Puedes permitirte liberarme? —preguntó—. Soy bastante valioso. —Luego se echó a reír, pese a todo—. Por todos los dioses, ¿lo dices en serio, señor?
Nicomedes se apartó la clámide del hombro y se retorció la barba con los dedos.
—¿Por qué no? Solía ser el hombre más rico de Olbia. Ahora duerme un poco. —Miró a Kineas—. He pensado que tenías que saberlo enseguida.
Kineas alzó su copa sin decir palabra para que le sirviera más vino sin aguar. Filocles sacudió la cabeza.
—Pensaba que sería el arconte —dijo adormilado—. O tú, Nicomedes.
Nicomedes encogió los hombros con una expresión apenada.
—Podría haber sido yo…, después de encargarnos de Zoprionte.
Filocles asintió.
—Tenemos serios problemas. Cleomenes sabe exactamente cómo hacernos daño.
—Sí —asintió Kineas, y se frotó la mandíbula como un boxeador que acaba de encajar un duro golpe.
El día siguiente amaneció rojo, anunciando mal tiempo para horas después. Kineas reunió a todos los hombres de Olbia en un gran hemiciclo, recreando adrede el lugar donde se reunía la asamblea en la ciudad. Kine as y Nicomedes habían tra bajado para que el terreno de la asamblea resultara lo más familiar posible.
Fue una curiosa asamblea porque, por una razón u otra, todos los hombres, hoplitas e hippeis, llevaron sus lanzas y ocuparon su sitio apoyados en ellas, de modo que la asamblea era un bosque de brillantes puntas de lanza bajo la luz rojiza de la mañana.
Primero salió Eladio, un sacerdote de Apolo, que ofició un sacrificio en nombre del dios y declaró el día favorable, tal como lo habría hecho en Olbia. Se mostró solemne, y el v apor que emanó de la sangre del cordero sacrificado bajo la luz roja del alba pareció subir flotando directamente a los dioses.
Después de Eladio, Nicomedes anduvo a grandes zancadas al centro de la asamblea y habló. Se plantó en medio del hemiciclo portando su espada como todos los demás hombres presentes. Aquella mañana no parecía un lechuguino.
—Hombres de Olbia —saludó—. ¡Conciudadanos!
Prosiguió su alocución contando la historia de la guerra, desde su inicio ante las exigencias de Zoprionte. Enumeró cada una de las votaciones que habían efectuado: la concesión de ciudadanía a los mercenarios, los subsidios económicos al arconte para que dispusiera de más hombres, más armas, armaduras, caballos, más mercenarios. El tratado con el rey de los sakje y el tratado con la ciudad de Pantecapaeum. Si su alocución fue árida o aburrida, ninguno de los presentes dio muestras de ello. Permanecieron apoyados en sus lanzas, rezongando cuando no les gustaba la cuestión que planteaba o mostrando su acuerdo con gritos de «Es verdad» y «Tienes razón» cuando consideraban que Nicomedes daba en el clavo.
Nicomedes los condujo hasta el final. Cuando llegó a la presencia de la guarnición en la ciudadela, gruñeron consternados y las puntas de las lanzas se movieron como briznas de hierba mecidas por el viento. Y luego les habló de la proclama y de la amenaza de exilio, y sus voces se alzaron en torno a él hasta que no pudo hacerse oír. Miró a Kineas, se encogió de hombros y bajó del estrado.
Kineas hizo una seña a Niceas y el hipereta tomó aire y tocó una única nota con su trompeta de caballería. Luego se adelantó hasta situarse en medio de la multitud.
Su presencia fue recibida con algunas muestras de descontento. Nicomedes era el tipo de personaje público al que estaban acostumbrados; Nicomedes pronunciaba un discurso ante la asamblea sobre cada uno de los temas que se sometían a debate. Kineas era un mercenario a quien había otorgado la ciudadanía. Un extranjero de Atenas. Y, como hiparco, el capitán de la elite social y económica de la ciudad. Pero su reputación militar le resultaba muy útil, y recibió un silencio puntuado sólo por un puñado de quejas, imprecaciones y conversaciones.
—Hombres de Olbia —comenzó—. Me presento ante vosotros siendo casi un desconocido y, no obstante, vuestro capitán en la guerra. He participado en vuestra asamblea en muy pocas ocasiones y, sin embargo, voy a atreverme a dirigirme a ésta como si fuese un viejo ciudadano, como si fuese Cleito, o Nicomedes, o alguna otra voz que estéis acostumbrados a oír. Según el tirano de Olbia, sea quien sea a fecha de hoy, ya no soy ciudadano.
Kineas señaló hacia el campamento, los caballos, los carro matos y las manadas de los sakje.
—Aprendamos la lección de Anarquiso el Escita —dijo Kineas—. Vosotros sois la ciudad. Vosotros, los ciudadanos, sois la ciudad. Las murallas y la ciudadela no son nada. No tienen derecho a voto en la asamblea. Ning una piedra hablará en defensa del arconte o de Cleomenes. Ninguna casa le proclamará rey o tirano. Ningún tejado hablará para votar una ley en su favor. Ninguna estatua se levantará para defender al arconte. No seáis esclavos de vuestras murallas, hombres de Olbia. Vosotros sois la ciudad. ¿Votaréis para continuar lo que habéis comenzado?
»Vosotros, no el arconte, tenéis la ciudad en vuestras manos: vosotros tenéis el poder de hacer la guerra o la paz. La presencia de una guarnición en nuestra ciudadela tiene tanta importancia para vosotros como la presencia de un ladrón en vuestra tienda o de ratas en vuestro granero. Es algo de lo que deberemos ocuparnos cuando regresemos de esta guerra.
Silencio. El graderío improvisado en la ladera estaba tan acallado que se oía relinchar a los caballos de las manadas del rey.
—Nicomedes acaba de relataros cómo esta asam blea votó cada paso de esta guerra. Vosotros no sois los agresores. ¡Vosotros no habéis marchado con lanzas y fuego sobre la tierra de Macedonia para quemarla ni habéis enviado poderosas flotas a efectuar incursiones en sus costas y a secuestrar a sus mujeres! —Su uso de un lenguaje que parodiaba al homérico y lo absurdo de la imagen, Olbia lanzando una guerra agresiva contra Macedonia, suscitó la risa del público—. Vosotros buscasteis la paz y sólo sancionasteis la guerra cuando Zoprionte dejó claro que no aceptaría la paz.
Kineas hizo una pausa, recobró el aliento y, cuando volvió a hablar, su voz fue desapasionada y serena pero segura.
—Zoprionte está perdiendo esta guerra —sentenció.
Se alzaron cien voces, las de los hombres que habían cabalgado hacia el norte y el oeste para luchar contra los getas. Kineas levantó una mano.
—Muchos de vosotros cabalgasteis al norte para hablar aquí, o en cualquier otra parte, de la aplastante derrota de los aliados bárbaros de Zoprionte. Pero ha habido otros conflict os. Los hombres de Pantecapaeum encontraron a la escuadra macedo nia y la destruyeron. Ahora mismo están patrullando el Helesponto, atentos a cualquier barco macedonio lo bastante osado como para aventurarse al norte de Bizancio. Ahora mismo, nuestros aliados, los sakje, están hostigando elavancedeZo prionte, matando a sus avanzadillas, acercándose a ellos por la noche para atacar con flechas sus campamentos y matar a los hombres que se apartan del círculo de hogueras para ir a orinar.
»Zoprionte ha establecido una docena de fuertes entre aquí y Tomis. Ha dividido sus fuerzas una y otra vez para asegurarse un paso por la fuerza a través del mar de hierba y ahora, cuando su sino está cerca y los cascos de los sakje resuenan en sus sueños, el Tirano de Olbia declara que deberíamos ponernos las lanzas al hombro y regresar a casa con el rabo entre las piernas o enfrentarnos al exilio. El Tirano nos ha traicionado. Igual que los tiranos de todas partes, cree que su palabra puede doblegar la voluntad de cualquier hombre, y como tirano que es, da sus órdenes sin consultaros.
Kineas no tenía muy claro si sus palabras estaban surtiendo el efecto deseado. Sus ojos buscaban rostros conocidos; Ajax y Leuconte, y los jóvenes de su generación, que eran los que tenía más cerca, ya estaban plenamente de acuerdo con él, pero ¿y los hombres de más edad que ocupaban las filas de detrás? Y Eumenes estaba solo, con los ojos enrojecidos. Hoy, pese a su belleza y su heroísmo, se hallaba sin amigos.
Demasiado tarde para preocuparse de eso.
—Hoy, nosotros, aquí, somos la ciudad de Olbia. El arconte, o Cleomenes, o quienquiera que ahora ostente el poder en la ciudad, ha desvelado mediante esta proclama que es un tirano. —Kineas levantó un brazo y gritó—: ¡Es un tirano! —Y la asamblea respondió son gritos y aclamaciones. Comenzó a sentir que se estaba haciendo con ellos—. ¡Sus leyes no tienen validez! ¡Su proclama no vale nada! El Tirano de Olbia puede sentarse en su ciudadela con su guarnición macedonia y proclamarse a sí mismo Gran Rey de los Medos y Señor absoluto de la Luna. ¡Aquí, aquí y ahora, están los huesos y los tendones de Olbia! Si permanecemos al lado de los sakje podemos destruir a Zoprionte, y luego marchar a casa y ocuparnos de las ratas de nuestro pesebre sin prisas ni trabas. O podemos meternos las lanzas entre las piernas y arrastrar nuestros culos a Olbia y proclamarnos esclavos. Haced vuestra voluntad: sois hombres libres.
Hubo un silencio, y luego Eumenes se adelantó, apoyándose en su lanza como un anciano. El gentío se apartó a su paso como si estuviera apestado. Kineas se hizo a un lado con deferencia y el joven levantó la voz.
—Mi padre —dijo— es un traidor. El arconte es un traidor. Y yo pienso quedarme a luchar con los sakje, votéis lo que votéis.
Se dio la vuelta. Kineas le tendió la mano, pero él volvió la cara y se dirigió de nuevo a su sitio. Kineas se alegró al ver que Ajax le seguía.
Otros hombres hablaron. Ninguno de ellos aludió directamente al arconte, pero hubo quienes cuestionaron su derecho a reunirse en asamblea y votar, abogados militares de lo más ordinario, y otros que deseaban marchar sobre la ciudad de inmediato y arrebatársela al arconte.
Kineas se mantuvo firme, agarrando con fuerza el puño de bronce de su lanza. Percibía la inminente lluvia en el aire y la vibración de una distante tormenta de verano. Dejó de escuchar a los hombres porque…
… era una lechuza que sobrevolaba el mar de hierba, y se alejaba del sol hacia las nubes que se alzaban como pilares sobre el avance de las huestes macedonias, cuya polvareda se alzaba como otro pilar, un pilar feo y marrón.
A los pies del monstruo de polvo y hombres, los sakje se esforzaban sin tregua, cabalgando en pequeños grupos de asalto que arremetían un a y otr a vez. Buscó a Sr ayan ka, pero desde aquella altura los jinetes eran puntos en el mar de color verde.
Estaban muy cerca, no obstante. Cerca, y la tormenta estaba apunto de estallar.
Gritos de júbilo le hicieron volver a la realidad. Ni comedes felicitó a Kineas estrechándole ambas manos y dándole un abrazo. Leuconte y Ajax, y otros hombres que no conocía tan bien, se apearon a su alrededor. Muchos de ellos estaban profundamente conmovidos; un hombre alto lloraba abiertamente y otros estaban al borde del llanto o roncos de tanto gritar. Incluso Menón estaba emocionado. Gruñó y sonrió antes de recobrar la compostura.
Kineas y Nicomedes estaban en medio de más de mil hombres, zarandeados por la tormenta de felicitaciones.
—Parece que hemos arrasado —dijo Kineas. Mientras contemplaba la escena, sintió que la emoción de aquellos hombres le estaba afectando: tenía un nudo en la garganta, los ojos le escocían.
Nicomedes puso los ojos en blanco.
—Mi querido hiparco —dijo—. Tal vez seas el hombre indicado para tender una emboscada o encabezar una carga de caballería, pero no sabes gran cosa sobre cómo manejar una asamblea. Si hubieses hablado el último, quizá te habrías dado cuenta, pero no ha sido así. Tal como han ido las cosas —Nicomedes encogió los hombros—, sólo me he preocupado una vez.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó Kineas a voz en cuello.
—El sacrificio —gritó Nicomedes—. El viejo loco de Eladio es insobornable. Un mal augurio nos habría hundido. Aparte de eso, tenías razón, hiparco, al contarles la situación varias veces y con antelación. Si esta traición nos hubiese pillado por sorpresa, repentinamente…, me estremezco sólo de pensarlo. Pero preparados, con tiempo para refunfuñar y beber un poco de vino…, no han titubeado lo más mínimo.
—Gracias a los dioses —dijo Kineas—. Tengo que ir a ver al rey.
Nicomedes asintió.
—Sin duda. Pero, Kineas, ¿me permites un consejo? Cuan do esta guerra haya acabado, nuestro mundo cambiará. El Tirano tendrá que ser depuesto. Y tendremos que tener nuevas maneras de hacer las cosas. El modo en que actúes con el rey, con todas nuestras relaciones, establecerá la senda a seguir para la siguiente generación de hombres que gobierne en las ciudades del Euxino. No corras en su busca como si fuese nuestro patrón. Actúa como un igual. Procura no parecer un ansioso suplicante ante él: envíale un mensaje para comunicarle nuestro pleno apoyo, dile que lo hemos acordado en asamblea sin necesidad de escrutinio, tranquiliza sus ánimos. Pero hazlo mediante un mensaje para que los olbianos vean que no bailamos al son de su música: somos aliados, no súbditos.
Kineas miró a Nicomedes con dureza, pues pensaba que tal actitud podría deteriorar la alianza. Nicomedes sacudió la cabeza.
—Puedes mirarme con tanta furia como quieras. Una asamblea plenipotenciaria, una asamblea que acaba de rechazar la tiranía, es un animal poderoso, peligroso.
Kineas torció el gesto.
—No me gusta —dijo. «Bastante se interpone ya entre el rey y yo.» Pero hizo una seña a Ajax.