Tirano IV. El rey del Bósforo (3 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Los barcos enemigos se vieron sorprendidos por el flanco, desplegados en un estadio de aguas tranquilas bajo la luz matutina. Momentos antes habían sido los cuernos de una envolvente gigantesca, cazadores de una presa condenada a morir. De pronto se habían convertido en el objetivo, y el cuerno opuesto quedaba a más de seis estadios, demasiado lejos para tomar parte en el
diekplous
[4]
de aquel combate frente a frente que los alejandrinos estaban forzando.

Diocles sonrió.

—Esto ha sido digno de verse —comentó.

Quedaba un estadio por delante, y los barcos enemigos estaban virando para enfrentarse a ellos. El centro enemigo, ahora a más de dos estadios hacia el este, seguía hecho un lío.

Otra señal procedente del
Loto
y la primera línea cobró velocidad. El
Hinojo
se sumó a ella, avanzando a velocidad de combate hasta que su timonel se dio cuenta del error. La segunda línea debía aprovechar el caos que provocaría la primera. Prosiguieron el avance a velocidad de crucero, y el
Hinojo
se dejó caer hasta su posición.

—Nada de abordajes salvo si nos hundimos —dijo Sátiro a Abraham—. ¿Entendido?

Abraham sonrió con su sarcasmo habitual.

—Perfectamente, hermano.

Se dieron un breve abrazo. Luego Abraham se abrochó las correas de su yelmo tracio y echó a correr por el puente hacia los infantes de marina que tenía a su cargo.

Sátiro tuvo tiempo de inhalar profundamente varias veces y notar los latidos de su corazón en el pecho y el encogimiento del vientre, el miedo que siempre se adueñaba de él cuando se acercaba el peligro. Escupió por la borda y rezó a Heracles, su ancestro y patrón, pidiéndole coraje.

Medio estadio a proa, el
Loto Dorado
pareció dar un paso de baile, pues efectuó un brusco cuarto de viraje antes de recuperar su rumbo, recogiendo deprisa sus remos. El
Loto
era la punta de la formación en cuña, el primer barco en alcanzar la línea enemiga, y estaba embistiendo a un trirreme enemigo con el espolón, realizando la maniobra más peligrosa de un combate naval y la que más probabilidades presentaba de inutilizar al navío atacante.

Se oyó un estruendo no muy distinto del que producía el choque entre dos falanges, o al de una tormenta con rayos y truenos en el bosque de una montaña, y el combate terminó. El
Loto
ya sacaba sus remos y costeaba libre de peligro, habiendo dejado al enemigo medio girado a estribor y mostrando su flanco al
Halcón
porque el
Loto
le había destrozado la galería de remo de estribor, aniquilando con ello a los remeros de esa banda.

—Velocidad de embestida —dijo Sátiro.

Diocles, en la popa, torció el gesto. El maestro remero gritó la nueva orden y, en dos estrepadas, el barco aceleró.

—¿Qué? —preguntó Sátiro.

—Se supone que debemos escapar, no hundir barcos —dijo Diocles.

—No me da miedo luchar —repuso Sátiro.

Diocles se encogió de hombros y no dijo nada.

—¡Listos para el impacto! —bramó Abraham desde la proa.

—¡Remos dentro! —gritó Neiron.

Sátiro se agarró a la popa y Diocles cruzó los brazos sobre los timones de espadilla.

Al chocar, el espolón penetró en el casco y encontró resistencia, hasta que algo cedió. Los marineros de cubierta cayeron de bruces pese a sus esfuerzos, y faltó poco para que el propio Sátiro perdiera el equilibrio.

—¡Remos atrás! ¡Cambiad de bancada! —gritó Neiron.

Sátiro corrió hacia la proa. El barco enemigo, alcanzado casi en pleno costado, estaba zozobrando. Con su bajo costado roto casi a media eslora, se estaba llenando de agua, pero el espolón del
Halcón
se había encastrado en las tracas superiores de su sólido casco.

—¡Atrás! —gritó Sátiro—. ¡Estamos enganchados!

Los remeros tuvieron que pasar bajo los guiones de sus remos y sentarse en la bancada opuesta para ciar, perdiendo un tiempo precioso.

La proa del
Halcón
comenzó a hundirse. La tensión a la que estaban sometidas las tablas de la proa era inmensa, y se oían crujidos a lo largo de todo el casco.

Neiron estaba erguido en su plataforma junto al mástil, observando a los remeros mientras se rascaba el cogote.

—No les metas prisa, señor —dijo—. Necesitamos tres buenas estrepadas, no que les entre pánico y se hagan un lío otra vez—. Sonrió un momento a Sátiro y levantó la voz—. ¿Estáis listos?

Un grave rugido le respondió.

—¡Todos a ciar! ¡Nos retiramos! —gritó, y las palas se clavaron en el agua. Una primera estrepada y se oyó un chirrido en la proa; una segunda, y todos los hombres que estaban de pie fueron derribados cuando el espolón se liberó del casco enemigo y la proa se alzó bruscamente. Los remeros perdieron el compás y las palas entrechocaron.

Sátiro cayó pesadamente y Neiron cayó encima de él, y tardaron unos segundos eternos en ponerse de pie otra vez. Neiron se puso a gritar a los remeros, haciéndoles recuperar el ritmo de nuevo.

Sátiro echó a correr hacia la proa, mirando a todas partes. Hacia el este, el
Hinojo
había barrido el costado de un pesado trirreme, rompiéndole los remos de estribor, al mismo tiempo que el barco de la primera línea le había hecho lo propio en el costado de babor, de modo que el barco flotaba en el agua como un insecto con todas las patas arrancadas.

Hacia el oeste, un navío cardio mercenario había atravesado la primera línea enemiga y proseguía su avance hacia la mal formada segunda línea, mientras preparaba una maniobra de
diekplous
por su cuenta y riesgo.

Justo a proa, el
Loto
había embestido con su espolón a un segundo adversario que se bamboleaba con los remos rotos; la galería superior de remeros sangraba literalmente, allí donde el espolón había aplastado maderas y cuerpos humanos.

Más al este y al oeste, no obstante, el enemigo se estaba reagrupando. Su flota era tan grande que los daños apenas afectaban a sus probabilidades de éxito. El centro del enemigo todavía no estaba organizado, pero una docena de barcos, mejor gobernados o más agresivos, ya se dirigían veloces en socorro del flanco castigado.

Sátiro se dio cuenta y regresó corriendo a la media eslora.

—Ahora a bogar —dijo al maestro remero.

—¡Cambiad de bancada para remar en orden de marcha! —gritó el maestro remero.

Sátiro señaló el segundo barco inutilizado por el
Loto
.

—Quiero hundir ese barco, ¡pero no arremetáis con tanta fuerza!

Acto seguido salió corriendo hacia popa para hablar con Diocles.

—¡Derechos hacia el trirreme azul! —gritó.

Diocles entornó los ojos.

—No es lo que tu tío ha ordenado —objetó.

—¡Haz lo que digo! —replicó Sátiro. Una flecha le alcanzó el hombro izquierdo, resbaló por las escamas del coselete, le abrió un surco en el cogote y se clavó en las tablas que supuestamente protegían al timonel—. ¡Ares! —maldijo. Se llevó la mano al cuello y al apartarla la vio manchada de sangre.

Sátiro se volvió para ver de dónde había llegado la flecha. Un trirreme de casco oscuro les estaba dando alcance por la aleta de babor, y los arqueros del barco enemigo disparaban con la intención de dejarlo sin timón.

—¡Hades! ¿De dónde ha salido ese? —preguntó Sátiro—. ¡Todo a babor!

Diocles manejó con brío los timones de espadilla. Sátiro se volvió hacia proa.

—¡Remos de babor, todas las bancadas, remos a rastras!

El maestro remero se hizo eco de su orden y el
Halcón
viró haciendo honor a su nombre, apartando la popa del espolón que lo embestía. El casco inclinado de la primera víctima del
Gloria de Deméter
había ocultado a la nave enemiga, que tras haber ido lanzada a velocidad de embestida en pos de la popa del
Halcón
, ya estaba virando en busca de una nueva presa. Más a proa, los infantes de marina de Abraham dispararon una lluvia de flechas sobre el puente de mando del barco enemigo que se batía en retirada.

La maniobra para eludir el ataque había sacado de su sitio en la formación al
Halcón
, que ahora navegaba casi rumbo al norte, hacia los espolones de la columna de refuerzo del enemigo.

—El
Gloria de Deméter
ha atravesado la línea —dijo Diocles—. Está izando la vela. Es donde deberíamos estar nosotros, señor.

A Sátiro le dolía el cuello como si se lo hubiese pisado un caballo. Volvió a palpar la herida y le impresionó que sangrara tanto.

—Diocles, tenemos que virar a estribor. ¿Ves el barco verde oscuro con un mascarón de proa dorado?

—Lo veo —contestó Diocles.

—Directos a él, a velocidad de embestida. Pero justo antes de alcanzarlo, viramos y pasamos por su popa. Si gira hacia nosotros…

—¡Ya lo he pillado! —chilló Diocles, haciéndole una seña para que se apartara.

Sátiro corrió en busca del maestro remero.

—Velocidad de embestida. Viramos a estribor. ¿Ves el barco verde? Directos a él, a velocidad de embestida. Y, a mi orden, un poco más. Pasaremos por su popa sin tocarlo.

Neiron tenía una flecha clavada en el costado.

—La puta flecha me atravesado la piel —dijo, con el rostro ceniciento por el dolor. La punta había penetrado su coraza de cuero—. ¡Atención! Bancada de estribor, ¡clavad los remos! Bancadas de babor, ¡avante toda! ¡Ar! —ordenó sin perder un ápice de autoridad. Luego se dejó caer, apoyado en el mástil—. ¿Me la arrancas, señor?

Sátiro echó una ojeada hacia proa. Los próximos segundos serían cruciales.

—En cuanto hayamos pasado al verde —contestó Sátiro.

—De acuerdo —dijo Neiron con gravedad. Le resbalaron los pies y se sentó pesadamente, apoyando la espalda contra el mástil—. Será mejor que marques el compás —agregó.

Sátiro pasó por encima de él.

—¡Bogad! —gritó. Una flecha rebotó tan fuerte en su yelmo que olió el cobre y le zumbaron los oídos—. ¡Bogad! —gritó de nuevo. La proa estaba casi enfilada, había que detener la virada—. ¡Alto! —ordenó—. ¡Todos los remos, velocidad de embestida! ¡Ar!

Sintió la potencia de la nave bajo sus pies.

—¡Bogad! —gritó.

Notó un ligero balanceo cuando Diocles corrigió el rumbo. El enorme barco verde estaba virando hacia ellos. Era mucho más alto que el
Halcón
, un cuadrirreme, como mínimo, quizás el barco mayor de la flota enemiga.

—¡Bogad!

Sátiro quería pasar al otro lado del barco verde para que su mole los protegiera del resto de la escuadra enemiga. Bajó la vista hacia su maestro remero, que estaba perdiendo la conciencia, con el rostro pálido y gris como el mar un día nublado de verano. Un reguero de sangre le salía de debajo de la coraza. Otra flecha se clavó en el mástil, hundiendo la lengüeta de la punta casi un dedo en el roble.

—¡Bogad!

Arcos sakje
.

Echó un vistazo hacia el sur mientras tomaba aire para ordenar la estrepada y casi llegó tarde. Ahí estaba el
Herakles
de Terón a velocidad de embestida, derecho hacia el mismo objetivo, avanzando espolón contra espolón hacia un barco que lo doblaba en desplazamiento.

—¡Bogad! —gritó.

Diocles también vio a Terón.

—¡Chocará contra nosotros! —rugió el fenicio—. ¡Desvíate, corintio!

—¡Con todas vuestras fuerzas! ¡Ar! —rugió Sátiro a los remeros. El
Halcón
aceleró bajo sus pies—. ¡Bogad! —Los remos, tan largos como
sarisas
macedonias, se movieron al unísono como las patas de un insecto acuático o las alas de un pájaro.

—¡Bogad!

Diocles corrigió bruscamente el rumbo y Sátiro tuvo que esforzarse para no perder el equilibrio.

—¡Bogad! —rugió.

El
Heracles
no viraba, estaba en la recta final de su ataque, corriendo como un caballo de carreras.

—¡Bogad!

El enemigo verde viró para apuntar su proa hacia el
Heracles
; una decisión pésima, probablemente una orden malentendida, de modo que finalmente el gran barco mostró su desnudo y vulnerable costado al espolón del
Halcón
.

—¡Bogad!

El
Heracles
, más rápido por llevar más arrancada, lo embistió justo detrás de la proa, con un único estrépito.

—¡Bogad!

Diocles manejaba los timones de espadilla con precisión, buscando el punto límite donde librar la popa del barco enemigo en cuestión de segundos.

—¡Bogad!

El navío verde dio un bandazo, enviando su popa hacia ellos, deslizándose de costado sobre el agua con toda la energía que le había transmitido la embestida del
Heracles
.

—¡Bogad! —rugió Sátiro.

—¡Colisión! —chilló Abraham desde encima del espolón. Y chocaron clavando el espolón en la popa del enemigo, justo debajo del timonel, con un ruido sordo, y Sátiro se encontró de bruces en la cubierta.

—¡Cambiad de bancada! —consiguió gritar Sátiro aún tendido en el suelo—. ¿Me oís? ¡Cambiad de bancada! —gritó, intentando levantarse. Tenía a un marinero encima, un marinero muerto. Sátiro lo apartó y rodó por la cubierta con el cuello dolorido y los ojos enrojecidos. El gran barco verde se cernía sobre ellos, y llovían flechas contra la sección central del
Halcón
—. ¡Cambiad de bancada! —gritó Sátiro otra vez. Tenía la impresión de estar muy lejos de allí. En la cubierta inferior, los hombres se escondían debajo de sus remos.

Una flecha lo alcanzó en lo alto del hombro. Le dolió, y el impacto le hizo retroceder un paso.

—¡Ciad! —gritó, y su voz le sonó aguda y muy lejana—. ¡Ar!

El barco se estremeció como una animal herido.

—¡El espolón está enganchado! —gritó Abraham—. ¡Abordaje!

Efectivamente, había hombres descolgándose por el costado del barco verde que saltaban a bordo del
Halcón
. Sátiro estaba a tres pasos de su
aspis
, el enorme escudo redondo de la infantería griega. Lo tenía en el armero dispuesto en un extremo de la plataforma de mando.

Sátiro tuvo un extraño momento de vacilación; prácticamente no se movió. Le parecía que el escudo estaba muy lejos. Solo quería dejarse caer sobre cubierta y sangrar.

El asta de una jabalina ligeramente desviada lo golpeó y resbaló a lo largo de la cubierta.

Había un par de enemigos en la plataforma de mando. Reparó en ello con interés profesional. ¿Cómo habían llegado allí?

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