Authors: Autor
Cuando transcurrieron dos semanas de esta rutina, Maxwell y Trish se ofrecieron a llevarse a Zoë el fin de semana para darle un respiro a Denny. Le dijeron que se le veía cansado, que debía aflojar un poco el ritmo, y Eve estuvo de acuerdo.
—No quiero verte este fin de semana —le dijo, o al menos eso nos contó él a Zoë y a mí. Al verlo preparar la maleta de Zoë, me di cuenta de que sus sentimientos respecto a esa idea eran ambivalentes. No quería separarse de Zoë. Pero lo hizo, y él y yo nos quedamos solos. Y fue de lo más raro.
Hicimos todas las cosas que solíamos hacer. Salimos a correr. Pedimos pizza a domicilio para el almuerzo. Pasamos una tarde viendo la fantástica película
Le Mans
, en la que Steve McQueen soporta el dolor y la tragedia, poniendo a prueba su resistencia personal. Miramos uno de los vídeos de Denny, que mostraba una filmación tomada desde el coche de uno de los competidores en la inmensa pista de Nürburgring, el circuito de carreras alemán, con sus veintidós kilómetros, ciento setenta y cuatro curvas y la célebre
Nordschleife
o rotonda norte, surcada en su momento por titanes como Jackie Stewart y Jim Clark. Después, Denny me llevó al parque para perros, que estaba a pocas calles de casa, donde me tiró la pelota para que se la trajera. Pero nuestra energía no era la adecuada ni siquiera para un juego tan sencillo. Un perro rodeado de oscuridad la tomó conmigo, y buscaba mi garganta con sus colmillos cada vez que me movía. De modo que no podía recuperar la pelota de tenis y me vi obligado a quedarme todo el tiempo a la vera de Denny.
Nada parecía funcionar como debía. La ausencia de Eve y Zoë lo empañaba todo. Faltaba algo en todo lo que hacíamos. Después de la cena, nos quedamos sentados en la cocina, haciendo tiempo. No teníamos otra cosa que hacer. Porque, aunque cumplíamos con todos los movimientos de nuestras actividades habituales, lo hacíamos sin alegría alguna.
Al fin, Denny se levantó. Me sacó, y oriné para darle el gusto. Me dio mis habituales galletas de la hora de ir a dormir y me dijo:
—Pórtate bien.
Añadió:
—Tengo que ir a verla.
Lo seguí hasta la puerta. Yo también quería ir a verla.
—No —me dijo—. Quédate aquí. No te dejarán entrar en el hospital.
Entendí. Me fui a mi cesta y me eché.
—Gracias, Enzo. —Dicho eso, se marchó.
Regresó unas horas después, en medio de la oscuridad, y se metió en la cama en silencio. Se estremeció un poco, pues las sábanas estaban frías. Alcé la cabeza y me vio.
—Se pondrá bien —me dijo—. Ella se pondrá bien.
Me hizo ponerme las alas de abejorro con que se había disfrazado el pasado Halloween. Se enfundó en su traje rosa de ballet, con la falda de tul, las calzas y las medias. Salimos al patio y corrimos hasta que sus pies sonrosados quedaron sucios de tierra.
Zoë y yo, jugando en el patio, una tarde soleada. Era el martes después de su fin de semana con Maxwell y Trish, y para entonces ya había perdido, afortunadamente, el olor avinagrado que siempre traía de casa de los Gemelos. Denny había salido temprano del trabajo y había recogido a Zoë para ir a comprar nuevas zapatillas y calcetines. Cuando regresaron, Denny se puso a limpiar la casa y Zoë y yo jugamos. Danzamos y reímos y nos disfrazamos de ángeles.
Zoë me llevó al rincón del patio donde estaba el grifo de riego. Una de sus muñecas Barbie yacía sobre el mantillo de viruta. Se arrodilló junto a ella.
—Te pondrás bien —le dijo a la muñeca—. Todo saldrá bien.
Desplegó un paño de cocina que había traído de la casa. Contenía unas tijeras, un rotulador y cinta adhesiva. Le quitó la cabeza a la muñeca. Tomó las tijeras de cocina y le cortó el cabello al rape. Trazó una línea sobre su cabeza, sin dejar de susurrar: «Todo saldrá bien».
Cuando terminó, cortó un trozo de cinta adhesiva, con la que envolvió la cabeza. Volvió a encajar la cabeza en el cuello de la Barbie antes de acostarla. Ambos nos la quedamos mirando. Un momento de silencio.
—Ahora puede irse al cielo. Y yo, irme a vivir con los abuelos.
El corazón me dio un vuelco. Evidentemente, el ofrecimiento de los Gemelos a Denny de que se tomara un respiro el fin de semana ocultaba otra cosa. Aunque no tenía pruebas definitivas, podía olerlo. Para los Gemelos, había sido un fin de semana laboral, un esfuerzo para establecer una agenda. Ya estaban sembrando las semillas de su cuento, preparando el terreno para su propaganda, profetizando un futuro que esperaban que se hiciese realidad.
El puente del Día del Trabajo llegó y, después de eso, Zoë comenzó la escuela. «La escuela de verdad», como decía ella. Y qué entusiasmada estaba. La noche antes, escogió la ropa que vestiría para ese primer día: tejanos de campana, zapatillas, una blusa amarilla. Tenía su mochila, su caja del almuerzo, su estuche de lápices, su cuaderno. Con gran ceremonia, Denny y yo la llevamos desde casa hasta la esquina de la avenida Martin Luther King Jr., donde pasaría a buscarla el autobús escolar. Aguardamos junto a algunos otros niños y padres del vecindario.
—Bésame ahora —le dijo a Denny.
—¿Ahora?
—Antes de que llegue el autobús. No quiero que Jessie lo vea.
Jessie era su mejor amiga de preescolar, quien asistiría a la misma clase en el colegio.
Denny le hizo caso y la besó antes de la llegada del autobús.
—Después de la escuela, tienes la clase de adaptación —le dijo—. Es lo que practicamos ayer, ¿recuerdas?
—¡Claro, papá! —respondió con tono de reproche.
—Te iré a buscar después de la adaptación. Espera en el aula hasta que llegue.
—¡Ya lo sé, papá!
Lo miró con severidad y, durante un segundo, hubiese podido jurar que era Eve. Los ojos centelleantes. Las fosas nasales dilatadas. Bien plantada, con los brazos en jarras, la cabeza ladeada, lista para dar guerra. Se volvió a toda prisa y subió al autobús, desde donde nos saludó con la mano antes de sentarse junto a su amiga.
El autobús se alejó, rumbo a la escuela.
—¿Es tu primera hija? —Quien se dirigía a Denny era otro padre.
—Sí —respondió Denny—. Y única. ¿Y la tuya?
—La tercera. Ya tengo experiencia. Pero no hay nada como los primogénitos. ¡Crecen tan deprisa!
—Ya lo creo. —Denny habló con una sonrisa. Emprendimos el regreso a casa.
Cada una de las cosas que decían tenía sentido, pero, en mi opinión, el conjunto no terminaba de encajar. Fue una tarde que Denny me llevó cuando fue al hospital a visitar a Eve, aunque no me dejaron entrar. Tras la visita, Zoë y yo esperamos en el coche mientras Maxwell y Trish conferenciaban con Denny en la acera. Zoë estaba inmersa en un libro de pasatiempos, de laberintos, juego que la encantaba. Yo escuchaba atentamente la conversación. Los únicos que hablaban eran Maxwell y Trish.
—Claro que tiene que haber una enfermera de guardia las veinticuatro horas.
—Se turnan...
—Se turnan, pero la que está de servicio se toma descansos cada tanto tiempo...
—Así que tiene que haber siempre alguien para ayudar.
—Y como nosotros nunca salimos...
—No tenemos adónde ir...
—Y tú tienes que trabajar.
—Así que es lo mejor.
—Sí, es lo mejor.
Denny asintió sin entusiasmo. Subió al coche y nos marchamos.
—¿Cuándo regresa mami a casa? —preguntó Zoë.
—Pronto —contestó Denny.
Cruzábamos el puente colgante.
—Mami se quedará un tiempo con los abuelos —dijo Denny—. Hasta que se sienta mejor. ¿Te parece bien?
—Creo que sí —respondió Zoë—. ¿Por qué?
—Será más fácil para... —se interrumpió—. Será más fácil.
Pocos días después, un sábado, Zoë, Denny y yo fuimos a casa de Maxwell y Trish. Habían instalado una cama en la sala de estar. Una gran cama de hospital que subía y bajaba y se ladeaba y hacía toda clase de cosas cuando se tocaba un mando a distancia, y que tenía un gran pie muy ancho, con un panel anotador. Venía con una enfermera, una arrugada mujer de edad que tenía una voz que hacía que pareciese que cantaba cuando hablaba y a quien no le gustaban los perros, aunque yo no podía ponerle ninguna objeción. Enseguida, la enfermera se puso a expresar la preocupación que yo le causaba. Para mi desazón, Maxwell estuvo de acuerdo y Denny no prestaba atención, así que me sacaron al patio. Zoë vino en mi rescate.
—¡Viene mami! —me dijo.
Estaba muy excitada. Llevaba su vestido de madrás, que le gustaba por lo bonito que era. Su entusiasmo era contagioso, así que me uní a él. Festejamos el regreso. Zoë y yo jugamos; ella me tiró la pelota, yo hice gracias, y nos revolcamos juntos por la hierba. Era un día maravilloso. La familia volvía a estar junta. Se sentía que era algo muy especial.
—¡Ahí viene! —Denny gritaba desde la puerta trasera, y Zoë y yo entramos a toda prisa para verla. Esta vez me dejaron pasar. La primera en entrar en la casa fue la madre de Eve, seguida de un hombre enfundado en pantalones azules y una camiseta amarilla con algo escrito, que empujaba una silla de ruedas en la que iba sentada una figura de ojos muertos, un maniquí en pantuflas. Maxwell y Denny levantaron la figura y la pusieron en la cama y la enfermera la arropó y Zoë dijo:
—Hola, mami. —Todo esto ocurrió antes de que mi conciencia aprehendiera la idea de que la figura no era un muñeco, un pelele para hacer prácticas, sino Eve.
Una gorra se le ceñía al cráneo. Tenía las mejillas hundidas, la piel amarillenta. Alzó la cabeza y miró a su alrededor.
—Me siento como un árbol de Navidad —dijo—. En medio de la sala de estar, rodeada de gente que espera algo. Pero no tengo regalos.
Risas incómodas de los espectadores.
Entonces, me miró.
—Enzo —me llamó—. Ven aquí.
Meneé la cola y me acerqué con cautela. No la había visto desde que ingresó en el hospital y no estaba preparado para lo que vi. Me pareció que el hospital la había dejado mucho más enferma que antes.
—No sabe qué pensar —dijo Denny.
—No tengas miedo, Enzo —me animó ella.
Dejó que su mano colgara junto a la cama y se la toqué con la nariz. Nada de todo aquello me gustaba: el mobiliario nuevo, el aspecto laxo y triste de Eve, que la gente la rodeara como si fuera un árbol de Navidad sin regalos. Nada parecía normal. De modo que, aunque todos me estaban mirando, me escabullí hasta quedar detrás de Zoë y allí me quedé, contemplando por la ventana el patio trasero moteado por el sol.
—Creo que lo ofendió verme enferma —dijo ella.
Yo no había querido expresar eso en absoluto. Mis sentimientos eran complicados. Incluso hoy, después de vivirlos y reflexionar sobre ellos con tiempo, me cuesta explicarlos con claridad. Lo único que pude hacer fue acercarme al lecho y tenderme a su lado como un felpudo.
—A mí tampoco me gusta verme así —aseguró.
La tarde fue interminable. Al fin, llegó la hora de la cena. Maxwell, Trish y Denny se sirvieron cócteles y los ánimos cambiaron de manera espectacular. Apareció un álbum de fotos con imágenes de la infancia de Eve, y todos reían entre el aroma a ajo y aceite que llegaba desde la cocina, donde Trish se afanaba. Eve se quitó la gorra y nos asombramos ante su cabeza afeitada y sus grotescas cicatrices. Se duchó con ayuda de la enfermera y, cuando emergió del cuarto de baño ataviada con uno de sus propios vestidos, no la bata de hospital, parecía casi normal, aunque había algo oscuro detrás de sus ojos, una mirada de resignación. Trató de leerle un libro a Zoë, pero dijo que le costaba enfocar las letras. Así que Zoë hizo cuanto pudo, que era mucho, por leerle a Eve. Entré en la cocina, donde Denny volvía a conferenciar con Trish y Maxwell.
—Realmente creemos que Zoë se debe quedar con nosotros —dijo Maxwell—, hasta que...
—Hasta que... —Trish estaba parada frente a la cocina, de espaldas a nosotros.
Mucho de lo que se dice no se expresa en palabras. Una gran parte del lenguaje consta de miradas, gestos y sonidos no verbales. La gente no se da cuenta de la vasta complejidad de la manera en que se comunica. La manera robótica con que Trish repetía las palabras «hasta que» revelaban todo su estado de ánimo.
—¿Hasta que qué? —preguntó Denny. Percibí la irritación en su voz—. ¿Cómo sabes qué va a ocurrir? La dan por condenada aunque en realidad no saben.
Trish dejó caer la sartén sobre el fogón con un fuerte ruido y prorrumpió en sollozos. Maxwell la abrazó. Miró a Denny.
—Denny, por favor. Es una realidad que debemos afrontar. El médico dijo de seis a ocho meses. Fue muy preciso.
Trish se apartó de él y, sorbiéndose las lágrimas, se irguió.
—Mi bebé —susurró.
—Zoë no es más que una niña —prosiguió Maxwell—. Éste es un tiempo muy valioso... es el único tiempo que le queda para pasar con Eve. No puedo imaginar... no puedo imaginar durante siquiera un segundo que puedas tener alguna objeción.
—Siempre te preocupaste por los demás —añadió Trish.
Vi que Denny estaba en un brete. Había aceptado que Eve se quedase con Maxwell y Trish, y ahora también querían a Zoë. Si se oponía, estaría separando a una hija de su madre. Si aceptaba la propuesta, quedaría relegado a un margen. Se convertiría en un extraño a su propia familia.
—Entiendo lo que decís... —aseguró Denny.
—Sabíamos que así sería —lo interrumpió Trish.
—Pero tendré que hablar con Zoë y ver qué quiere ella.
Trish y Maxwell se miraron, incómodos.
—No es posible que pienses seriamente en consultarle —resopló Maxwell—. ¡Tiene cinco años, por el amor de Dios...! ¡No puede...!
—Hablaré con Zoë para ver qué quiere —repitió Denny, firme.
Después de la cena, salió al patio con Zoë. Ambos se sentaron juntos en los peldaños que subían por la ladera.
—A mami le gustaría que te quedaras aquí con ella y los abuelos —dijo—. ¿Qué te parece?
Ella se quedó pensando.
—¿Qué te parece a ti? —preguntó.
—Bueno —contestó Denny—. Creo que tal vez sería lo mejor. Mami te extrañó mucho y quiere pasar más tiempo contigo. Sólo sería una temporada. Hasta que mejore y pueda regresar a casa.
—Ah —dijo Zoë—. ¿Seguiré tomando el autobús para ir a la escuela?
—Bueno —respondió Denny, pensativo—. Creo que no. Durante un tiempo. Me parece que los abuelos te llevarán y te traerán. Cuando mami mejore y ambas regreséis a casa, volverás a tomar el autobús.