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Denny abrió mucho los ojos y tomó una gran bocanada de aire. Yo también. ¿Ese tipo estaba diciendo lo que creíamos?
—En Italia —dijo Denny.
—Sí. Le proporcionaríamos un piso para usted y para su hija. Y, claro, también un coche, un Fiat, a nuestro cargo, como parte del paquete de compensación.
—Vivir en Italia y probar Ferraris —dijo Denny.
—Sí.
Denny estiró el cuello. Dio una vuelta completa y, mirándome, rió.
—¿Por qué yo? —preguntó—. Hay mil tipos capaces de conducir ese coche.
—Don Kitch dice que es excepcionalmente bueno en tiempo lluvioso.
—Lo soy. Pero el motivo no puede ser ése.
—No —dijo Luca—. Tiene razón. —Fijó sus ojos celestes en Denny y sonrió—. Pero le hablaré más acerca de mis motivos cuando nos encontremos en Maranello y vaya a cenar a mi casa.
Denny asintió y se mordió los labios. Golpeó la tarjeta de Luca con la uña del pulgar.
—Aprecio su generoso ofrecimiento. Pero me temo que hay ciertas cosas que me impiden abandonar el país, el estado incluso, en este momento. Así que no puedo aceptar.
—Estoy al tanto de sus problemas —dijo Luca—. Por eso estoy aquí.
Denny alzó la vista, sorprendido.
—Mantendré el puesto disponible para usted hasta que su situación se resuelva y pueda tomar su decisión sin que en ello pesen circunstancias pasajeras. Mi número de teléfono está en la tarjeta.
Luca sonrió y volvió a estrechar la mano de Denny. Se metió en el Ferrari.
—Me gustaría saber por qué me escogió.
Luca alzó un dedo.
—Cuando cenemos en casa. Entonces lo entenderá.
Se marchó.
Denny meneó la cabeza, atónito. Los estudiantes salieron del aula y se dirigieron a sus coches. Don se acercó.
—¿Y bien? —preguntó.
—No lo entiendo —dijo Denny.
—Le interesa tu carrera desde que te conoció —explicó Don—. Siempre que hablamos me pregunta cómo te va.
—¿Por qué le importa tanto?
—Te lo quiere decir él mismo. Lo único que puedo adelantarte es que admira la forma en que peleas por tu hija.
Denny pensó durante un momento.
—¿Y si no gano, qué?
—Perder la carrera no es deshonroso —dijo Don—. Lo deshonroso es no correr por temor a perder. —Se interrumpió—. Ahora, Saltamontes, ocúpate de tu estudiante. Ve a la pista, ¡ése es tu lugar!
¿Necesitas salir? Salgamos.
Tenía mi correa. Vestía sus pantalones vaqueros y una chaqueta ligera para protegerse del fresco del otoño. Me ayudó a incorporarme sobre mis inestables patas y me ató. Salimos a la oscuridad. Yo me había dormido, pero era hora de salir a orinar.
Mi salud se había deteriorado. No sé si el accidente del invierno anterior había aflojado mis cañerías o si lo que me ocurría tenía que ver con los muchos medicamentos que tomaba. Pero la cuestión es que había desarrollado una incómoda incontinencia urinaria. Hasta la actividad más leve me hacía dormir profundamente, y a menudo, cuando despertaba, me encontraba con que había mojado mi rincón. Por lo general, eran apenas unas gotas, a veces más, y siempre me producía un terrible embarazo.
Mis caderas también me traían muchos problemas. Una vez que me incorporaba y echaba a andar, una vez que mis coyunturas y ligamentos entraban en calor, me sentía perfectamente bien y me movía sin inconvenientes. Pero cuando dormía o me quedaba tumbado en un mismo lugar durante algún tiempo, se me agarrotaban las articulaciones de las patas traseras y me costaba volver a moverme, incluso incorporarme.
El resultado de mis trastornos de salud fue que Denny ya no me podía dejar solo durante toda su jornada laboral. Comenzó a visitarme a la hora del almuerzo, para que saliera a aliviarme. Fue muy bondadoso, explicándome que lo hacía por él mismo. Se sentía atado, me dijo, y frustrado. Los abogados seguían avanzando a paso de tortuga, y Denny no podía hacer nada para que se dieran prisa. Así que la corta caminata que debía dar para buscarme en el apartamento le servía de tónico. Sí, representaba una módica cantidad de ejercicio cardiovascular, pero, sobre todo, le daba un propósito, una misión, algo que hacer que no fuese esperar.
Esa noche —sé que eran cerca de las diez porque
Carreras asombrosas
acababa de terminar— Denny me sacó. El aire nocturno era estimulante, y disfruté de la manera en que me despertaba al entrar por mis fosas nasales. Pura energía.
Cruzamos la calle Pine y vi que a las puertas de Cha Cha Lounge había un grupo de gente que había salido a fumar. Me esforcé por ignorar mi deseo de olfatear el arroyo. Me negué a meter la nariz en el trasero de algún otro perro que hubiese salido a pasear. Pero oriné en la calle como un animal, porque no me quedaba más remedio. Soy un perro.
Caminamos hacia la ciudad por Pine, y fue entonces cuando la vimos.
Ambos nos detuvimos. Contuvimos el aliento. Había dos mujeres jóvenes en una mesa de la acera de la cafetería y librería Bauhaus. Una de ellas era Annika.
¡Tentadora! ¡Seductora! ¡Zorra!
¡Qué espanto, tener que encontrarnos precisamente con esa horrible muchacha! ¡Quería lanzarme sobre ella, apresar su nariz entre mis dientes y retorcerla! Detestaba a esa muchacha que había atacado a Denny con su sexualidad desenfrenada, para luego culparlo a él por el ataque. Me parecía despreciable que fuese capaz de destrozar una familia por puro placer y puro despecho. ¡Menuda mujer despechada! Kate Hepburn la hubiese aplastado de un solo golpe, sin dejar de reír mientras lo hacía. Ardí de ira.
Allí estaba, sentada en una mesa del Bauhaus, con otra muchacha. En ese enrollado bar de moda de nuestro vecindario, bebiendo café y fumando cigarrillos. Ahora debía de tener al menos diecisiete años, tal vez dieciocho, y podía andar sola por el mundo. Legalmente, podía sentarse en cualquier café de la ciudad, disfrutando de su maldad. Y yo no podía detenerla. Lo que hiciera aquella inmadura acusadora, aquella enemiga, no me concernía.
Supuse que cruzaríamos la calle para evitar la confrontación. Pero fuimos directamente hacia ella. No lo entendí. Quizá Denny no la había visto. No se había dado cuenta.
Yo sí, así que me resistí. Me planté y bajé la cabeza.
—Vamos, chico. —Denny, según hablaba, tiraba de mi correa.
No le hice caso.
—¡Vamos! —dijo, severo.
¡No! ¡No iría con él!
Entonces se inclinó. Se puso de cuclillas, me cogió del hocico y me miró a los ojos.
—Sí, la he visto —me dijo—. Comportémonos con dignidad.
Me soltó el morro.
—Esto puede beneficiarnos, Zo. Y quiero que vengas conmigo y la ames como nunca amaste a nadie.
No entendí su estrategia, pero obedecí. Al fin y al cabo, quien tenía la correa era él.
Cuando pasamos frente a la mesa, Denny se detuvo, adoptando una expresión de sorpresa.
—¡Caramba, hola! —dijo en tono alegre.
Annika alzó la vista. También ella fingió sorpresa. Evidentemente, ya nos había visto, pero esperaba que no hubiese saludo alguno.
—Denny. ¡Qué placer verte!
Representé mi papel. La saludé con entusiasmo. La hurgué con el morro, le clavé la nariz en la pierna. Me senté y la miré con expresión expectante, cosa que a la gente siempre le cae bien. Pero, por dentro, se me revolvían las tripas. Ese maquillaje. Ese cabello. El jersey ceñido, su seno palpitante. Puaj.
—¡Enzo! —saludó ella.
—Oye —dijo Denny—. ¿Podemos hablar un momento?
La amiga de Annika hizo ademán de levantarse.
—Voy a buscar más café —dijo.
—No. —Denny la detuvo con un gesto—. Por favor, quédate.
Ella titubeó.
—Es importante que seas testigo de que aquí no ocurre nada impropio —le explicó Denny—. Si te marchas, yo también debo marcharme.
La chica miró a Annika, que asintió con la cabeza.
—Annika —dijo Denny.
—Denny.
Él arrastró una silla de otra mesa, que estaba vacía. Se sentó junto a ella.
—Entiendo muy bien lo que está ocurriendo —dijo Denny.
Lo cual era extraño, porque yo no lo entendía en absoluto. Ella lo había atacado. Después, lo había acusado de ser el atacante, y debido a ello, sólo podíamos ver a Zoë ciertos días de la semana. No pude comprender por qué le hablábamos cuando deberíamos estar asándola clavada a un gancho.
—Quizá te haya enviado señales sin querer —continuó Denny—. Es culpa mía y de nadie más. Pero uno no deja de mirar para ambos lados antes de cruzar la calle sólo porque el semáforo está en verde.
Annika hizo una mueca de incomprensión y miró a su amiga.
—Una metáfora —explicó la amiga.
¡Fascinante! ¡Dijo «metáfora»! ¡Fantástico! ¡Al menos va con una amiguita que entiende inglés! ¡Postergaremos su suplicio, no la asaremos hasta mañana!
—Tendría que haber manejado la situación de otra manera —dijo Denny—. No tuve ocasión de decirte esto antes porque no podíamos vernos. Pero todos los errores fueron míos. Todo fue por mi culpa. No hiciste nada malo. Eres una mujer atractiva, y entiendo que el hecho de que yo reconociera que es así quizá me haya hecho comportarme de un modo que te hizo pensar que estaba disponible. Pero, como sabes, no lo estaba. Mi mujer era Eve. Y tú eras demasiado joven.
Annika agachó la cabeza al oír el nombre de Eve.
—Tal vez hasta te vi como a Eve durante un momento —siguió Denny—. Y quizá te haya mirado como solía mirar a Eve. Pero, Annika, aunque comprendo que puedas estar muy enfadada, me pregunto si realmente entiendes qué está ocurriendo, cuáles son las consecuencias. No me dejan tener a mi hija. ¿Te das cuenta de lo que es eso?
Annika lo miró y se encogió de hombros.
—Quieren que quede fichado como delincuente sexual, y eso significa que debo presentarme a la policía, viva donde viva, siempre. Y nunca más podré ver a mi hija sin supervisión de otros. ¿Te contaron eso?
—Dijeron... —Intentó hablar con voz queda. No pudo seguir. Se interrumpió.
—Annika, cuando vi a Eve por primera vez se me cortó el aliento. No podía caminar. Sentía que si la perdía de vista durante un momento, despertaría y descubriría que no había sido más que un sueño. Todo mi mundo giraba en torno a ella.
Se detuvo y todos callamos durante un momento. Un grupo de gente salió de un restaurante al otro lado de la calle. Se despidieron en voz alta y entre muchas risas, besándose y abrazándose antes de separarse.
—Una relación entre tú y yo jamás hubiese podido funcionar. Por un millón de razones. Mi hija, mi edad, tu edad, Eve. ¿En otro momento, otro lugar? Tal vez. Pero no ahora. No hace tres años de eso. Eres una mujer maravillosa, y sé que hallarás tu pareja perfecta y serás feliz durante el resto de tu vida.
Ella lo miró. Sus ojos parecían enormes.
—Lamento no poder ser yo, Annika —dijo él—. Pero sé que algún día encontrarás a alguien que hará que el mundo se detenga para ti, como me ocurrió a mí cuando conocí a Eve.
Ella clavó la mirada en su café con leche.
—Zoë es mi hija. La amo como tu padre te ama a ti. Por favor, Annika, no me la quites.
Annika no levantó la vista de su café. Miré de soslayo a su amiga. Había lágrimas en sus pestañas.
Nos quedamos allí un momento más antes de seguir camino. Hacía años que yo no percibía tanta elasticidad en el paso de Denny.
—Creo que me escuchó —dijo.
Yo también lo creía, pero ¿cómo responder? Ladré dos veces.
Me miró y rió.
—¿Más rápido? —preguntó.
Volví a ladrar dos veces.
—Más rápido, pues —dijo—. ¡Vamos! —Y trotamos durante todo el camino de regreso.
La pareja que estaba ante la puerta me era totalmente desconocida. Eran viejos y frágiles. Vestían ropas raídas. Llevaban antiguas maletas que abultaban por todos los lados. Olían a naftalina y a café.
Denny abrazó a la mujer y la besó en la mejilla. Tomó su maleta con una mano y con la otra estrechó la diestra del hombre. Entraron en el apartamento con paso vacilante. Denny se hizo cargo de sus abrigos.
—Ésta es vuestra habitación. —Llevó las maletas al dormitorio—. Yo dormiré en el sofá.
Los dos recién llegados no dijeron nada. Él era calvo, a excepción de una medialuna de opaco pelo negro. Su cráneo era largo y angosto. Sus ojos y sus mejillas estaban hundidos. Tenía el rostro cubierto de una incipiente barba gris que daba la impresión de pinchar mucho. La mujer tenía el pelo blanco, tan ralo que se le veía el cuero cabelludo. Llevaba gafas de sol, que no se quitó al entrar. Se quedaba totalmente quieta, a la espera de que el hombre que tenía al lado se moviera antes de hacerlo ella.
Le susurró algo en el oído a su acompañante.
—Tu madre necesita ir al baño —dijo el hombre.
—Yo la llevo. —Denny se colocó junto a la mujer y la tomó delicadamente del brazo.
—No, la llevo yo —dijo el hombre.
Ella lo tomó del brazo y él la condujo al vestíbulo donde estaba la entrada al lavabo.
—El interruptor está detrás de la toalla de mano.
—Ella no necesita luz —dijo el hombre.
Cuando entraron en el cuarto de baño, Denny se volvió y se frotó la cara con las manos.
—Cuánto me alegro de veros. —Habló sin apartar las manos del rostro—. Ha pasado tanto tiempo...
De haber sabido que eran los padres de Denny, me habría mostrado más receptivo ante aquellos desconocidos. Pero nadie me advirtió nada, así que mi sorpresa estaba totalmente justificada. Aun así, me habría agradado recibirlos como corresponde a unos familiares.
Se quedaron con nosotros durante tres días, y apenas salieron del apartamento. Uno de esos días, por la tarde, Denny fue a buscar a Zoë, que estaba hermosísima, con cintas en el cabello y un lindo vestido. Evidentemente, su padre le había dicho cómo comportarse, pues se quedó sentada de buena gana en el sofá, mientras la madre de Denny exploraba su rostro con las manos. Al hacerlo, la anciana madre de Denny no dejaba de llorar, y las lágrimas caían como gotas de lluvia sobre el estampado floral del vestido de Zoë.
Denny cocinaba comidas sencillas: carne asada, judías verdes al vapor, patatas hervidas. Comían en silencio. El hecho de que tres personas pudiesen ocupar un apartamento tan pequeño e intercambiar tan pocas palabras me parecía de lo más raro.
Durante su estancia, el padre perdió algo de su aspereza y hasta le sonrió a Denny en alguna ocasión. Una vez, cuando en el apartamento silencioso yo estaba sentado en mi rincón contemplando los ascensores de la Aguja Espacial, vino y se paró detrás de mí.