Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
Sin embargo, como a Stalin, al presidente Roosevelt le habían cogido desprevenido. La leyenda que dice que él habría dejado voluntariamente hundir su flota es ridícula. Todo demuestra que Estados Unidos no quería entrar en guerra (aunque, en su fuero interno, Roosevelt deseara lo contrario). El presidente había sido reelegido con un programa pacifista. El aislamiento era tradicional; un reciente sondeo ha destacado la importancia de la población alemana en aquel país. El poderoso
lobby
formado por americanos de origen alemán, extremadamente numeroso, incitaba a los americanos a plebiscitar la neutralidad. La firma IBM proporcionaba tarjetas perforadas
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a las SS y el abuelo de Bush, igual que el de Kennedy, realizaba fructíferos negocios con los alemanes. Pero, acorralados, los americanos patriotas no podían más que defenderse. Supieron morir por América.
Una vez aniquilada la flota americana, hundidos los mejores acorazados ingleses y holandeses, la flota nipona reinaba en los océanos Pacífico e índico. Apareció frente a las costas de Ceilán y Bombay. Se la esperaba en Madagascar. Si los japoneses hubieran desembarcado en California, ¿quién hubiera podido detenerles? Estados Unidos corría peligro de muerte. De hecho, Japón es el único país al que los americanos han temido. Pero los japoneses no se atrevieron a tanto; prefirieron conquistar el sureste asiático, Filipinas, Malasia e Indonesia, de donde echaron a los americanos, holandeses e ingleses. Se presentaban como libertadores, como vencedores de la lucha de los pueblos de color contra los blancos.
Desde entonces, nadie se atrevía a atacar América en su tierra, porque la prodigiosa potencia industrial de aquel vasto país, reconvertida en industria de guerra, se convirtió en el arsenal de las democracias y empezó a fabricar en cadena aviones, cañones, jeeps y
liberty ships.
Roosevelt restableció el reclutamiento y formó un ejército de diez millones de hombres. Necesitó tiempo para transformar a los buenos chicos del medio este en soldados
y
para reunir el formidable armamento que la industria había forjado.
Durante ese tiempo, los ingleses soportaron dos terribles derrotas en la primavera de 1942: en Libia, el
Afri
kakorps
de Rommel conquistaba Tobruk; y en Malasia, el ejército del Mikado tomó al asalto la base de Singapur sin mayores dificultades, haciéndose con cien mil prisioneros británicos, algo que humilló a Churchill.
En Rusia, aprovechando la llegada del buen tiempo, los pánzer se dirigían hacia el Volga, que alcanzaron en Estalingrado. Fue el apogeo de las potencias del Eje.
No obstante, en el Pacífico, la flota americana reconstruida restablecía su preponderancia durante el curso de la batalla naval de las islas Midway (del 3 al 5 de junio de 1942), poniendo fin a una hegemonía naval japonesa de seis meses.
Ya hemos contado que en noviembre de 1942, después del desembarco de los americanos, el África del Norte francesa se había inclinado del lado de los aliados. Todavía a finales de 1942, la suerte de los ejércitos parecía favorable al Eje. En octubre, el general Rommel, el jefe militar nazi más brillante, libraba una batalla con su
Afrikakorps
a sesenta kilómetros de Alejandría, amenazando al canal de Suez —eje vital del Imperio británico—, en Al Alamein. Y el general Paulus, en Rusia, se esforzaba en conquistar la ciudad de Estalingrado. Si Paulus cruzaba el Volga, columna vertebral de Rusia, la URSS habría visto amenazada su línea de flotación.
A principios de 1943, la suerte dio un vuelco. Rommel se vio obligado a retirarse y el ejército del mariscal Paulus tuvo que rendirse. La batalla de Estalingrado marcó el cambio de sentido de la guerra. El resto ya se conoce: campañas de Italia y de Rusia; desembarco en junio y agosto de 1944 en Francia; capitulación de Alemania el 8 de mayo de 1945 y de Japón el 15 de agosto de ese mismo año. La Alemania nazi, la Italia fascista, y el Japón imperial habían capitulado «sin condiciones».
Adolf Hitler se suicidó en el bunker de la cancillería de Berlín. A Mussolini le mataron los partisanos y le colgaron por los pies en una carnicería de Milán. Sólo el Mikado salvó la piel y el trono, el procónsul americano MacArthur consideró que no podía pasar sin él.
Aquella terrible y justificada guerra la ganó, en primer lugar, el estoicismo heroico y flemático del pueblo inglés durante los años 1940 y 1941: las «horas más bellas», de las que habla Churchill. Luego, sobre todo a partir de 1942, la infantería rusa y los obreros americanos. La URSS tuvo la importancia que había tenido Francia en 1914. Estalingrado es Verdún. En lo que a los americanos se refiere, sin olvidar el valor ni la importancia capital de su ejército en la formidable operación aeronaval del desembarco, el 6 de junio de 1944, por ejemplo, ganaron la guerra principalmente en las fábricas. Estados Unidos superó definitivamente a Alemania, la antigua primera potencia industrial. Y no hay que olvidar tampoco la importancia de la Resistencia.
Queda por establecer una constante y plantear dos preguntas.
La constante: el valor de los soldados alemanes. El argumento de que estaban obligados no se mantiene. No se puede obligar a los soldados a ser valientes. Lo demuestra el ejemplo de los italianos: valerosos contra los turcos en Lepanto, en 1942 resultaron deplorables porque no estaban motivados. El ejército alemán, además de tener un buen mando, estuvo heroico. En diciembre de 1944, la
Wehrmacht
todavía hacía frente a los aliados en las Ardenas. Y todos los soldados rusos, ingleses y franceses pudieron observar el heroísmo trágico de los adolescentes de la
Hitlerjugend
al dispararles en medio de las ruinas. El malestar del alma alemana procede del hecho de que le resulta imposible asumir y honrar el heroísmo de los soldados. Los franceses depositaron al «Soldado Desconocido» bajo el Arco del Triunfo y a Napoleón en los Inválidos. El valor de las tropas hitlerianas no se puede negar, a pesar de que el perverso horror de la causa defendida haga imposible celebrarlo. Los soldados alemanes murieron dos veces: en la guerra y en la memoria de sus hijos.
La primera pregunta es sobre la
Shoá.
¿Cómo fue posible aquel horror inenarrable? Los campos de concentración no son una invención alemana: los ingleses los emplearon contra los boers, también se conoce el gulag. Pero los campos de exterminio son exclusivos del hitlerismo. Es verdad que no sólo pasaron por ellos los judíos. Muchos resistentes murieron en ellos, pero los judíos (y los cíngaros) sufrieron un «tratamiento especial»: de los nueve millones de víctimas, seis millones eran judíos... La mayor parte de los demás pereció por los malos tratos y la falta de alimentos. Las cámaras de gas no se construyeron para los deportados «normales»; funcionaron para los «raciales».
Los nazis habían intentado practicar el exterminio de los deficientes antes de la guerra. Tuvieron que renunciar a ello por presión de la Iglesia. Pero el delirio de Adolf Hitler encontró en el estado de guerra un cómodo parapeto. En enero de 1939, afirmaba en un discurso «que una guerra significaría la destrucción física de los judíos». La decisión de aportar al «problema» judío una «solución» se tomó durante la conferencia secreta de Wannesee. Las masacres empezaron inmediatamente.
¿Los aliados estaban al corriente? Lo supieron por múltiples canales: refugiados judíos de Estados Unidos, el clero católico del Vaticano. Pero no quisieron creerlo: era demasiado horrible... Por otra parte, era una cuestión secundaria para ellos. Roosevelt decía: «Yo no hago la guerra de los judíos», y Pío XII pensaba primero en la seguridad de los católicos alemanes. Para los aliados, lo prioritario era la victoria. Salvo a los sionistas de la Europa del Este, a los resistentes judíos se les consideraba ante todo resistentes franceses y a los G.I.
asquenazíes
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de Brooklyn, soldados americanos. De Gaulle, mantenido voluntariamente al margen de importantes asuntos, supo de las persecuciones antijudías, pero no de las exterminaciones. Por su parte, los dirigentes judíos del
Yichuv
de Palestina, lo subestimaron.
La Historia ha conocido numerosas masacres, pero nunca ninguna de la envergadura del Holocausto. Lejos de ser un detalle (es lo que fue desde el punto de vista estrictamente militar), las cámaras de gas significaron la firma moral del horror nazi. Porque la guerra no es sólo «política con otros medios»
(dixit
Clausewitz), también es moral
(dixit
De Gaulle).
La segunda pregunta que hay que plantear es la de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945, el presidente Traman, que desde la vicepresidencia había sucedido a Roosevelt, muerto por enfermedad el 12 de abril, ordenó lanzar una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, seguida de otra, tres días después, sobre Nagasaki. (La primera explosión experimental había tenido lugar en el desierto de Nevada.) Un arma terrorífica desarrollada por físicos del mundo entero, entre otros Einstein.
¿Estaba justificado? En favor de la decisión de Traman hay que dejar claro que, al contrario de Alemania, el Japón imperial todavía era poderoso y sus combates tan encarnizados que los
marines
necesitaron tiempo para saber enfrentarse a ellos. La isla de Okinawa sólo pudo ser conquistada pagando el precio de sangrientos combates. La mentalidad samurái o kamikaze inflamaba a los soldados japoneses. Se podía temer que la conquista del archipiélago japonés costara la vida de centenares de miles de G.I. Desde el punto de vista moral, hay una diferencia entre las cámaras de gas y la bomba atómica: la bomba aniquila, pero no humilla...
Sea como fuere, las bombas produjeron un efecto de terror, mientras que los «clásicos» bombardeos de Tokio, que habían matado a tantas personas (cien mil), no habían aterrorizado a los nipones. El emperador habló a través de la radio por primera vez. Dijo a su pueblo que hacía falta «aceptar lo inaceptable y resignarse a lo inevitable». Japón capituló.
La Gran Guerra Mundial había terminado.
En Hiroshima murió cierta idea de progreso.
En Auschwitz, cierta fe pacifista: la falsa idea de que todo es preferible a una guerra.
L
A
S
EGUNDA
G
UERRA
M
UNDIAL
fue hemipléjica. Ni fue conducida de la misma manera ni dejó los mismos recuerdos en el Este que en el Oeste. Francia conoció aldeas incendiadas con sus habitantes (Oradour-sur-Glane), pero en la Rusia ocupada se quemaron más de mil novecientas. Por otra parte, y al contrario que el viejo mundo, el continente americano no sufrió destrucciones. En 1945, la Europa del Este, Alemania y Francia estaban en ruinas. Hay que recordar el estado en que el Gobierno provisional encontró el país: ni un puente, las ciudades de Normandía arrasadas, la industria destruida.
Dos gigantes fueron inmediatamente jubilados por el pueblo: Churchill, que perdió las elecciones frente a los laboristas, y De Gaulle, que dimitió en enero de 1946. Entre 1946 y 1948, en Francia se instaló la cuarta República. Sus débiles gobiernos, blancos de la oposición comunista y gaullista, se enfangaron en los problemas coloniales. Cuando menos, supieron reconstruir el país y modernizarlo. Una nueva generación había tomado las riendas en la derecha y en la izquierda: la de la resistencia.
Los tiempos de las conferencias a cuatro bandas, Occidentales-URSS (Teherán, Yalta, Potsdam), se habían terminado. La Organización de las Naciones Unidas no conocerá la suerte de la Sociedad de Naciones: nadie querrá dejarla. Por otra parte, incluye un Consejo de Seguridad del que forman parte obligatoriamente Estados Unidos, China, Gran Bretaña, la URSS y Francia (un éxito involuntario de De Gaulle). El general, tras haber intentado volver al poder a través de las elecciones (el
RPF), inició su personal «travesía del desierto» en su casa de Colombey, en Haute-Marne.
Desde el final de la guerra, los americanos tenían prisa por volver a casa.
Bring the boys home.
El ejército rojo ocupaba Alemania del Este, Polonia, Europa central y los Balcanes, excepto Grecia, donde la terrible guerra civil que enfrentó a monárquicos contra comunistas duró hasta 1948. En 1947, Estados Unidos inventará el plan Marshall, que ayudó a despegar a la Europa occidental.
Stalin, por su parte, no sentía ningún deseo de retirarse de los países que ocupaba. No tenía ningún motivo para mostrar indulgencia para con los baltos, búlgaros, rumanos o húngaros que habían combatido bajo la cruz gamada. Polonia se puso del lado de los aliados, pero Stalin (que había permitido que la
Wehrmacht
aplastara a la Varsovia insurrecta) quería instaurar un gobierno que él mismo controlara.
Churchill, siempre profético, denunciaba el «telón de acero» (la expresión es suya) que caía sobre Europa.
En febrero de 1948 se produjo el golpe de Praga. El 10 de marzo, Jan Masaryk, ministro de Asuntos Exteriores, se tiró por la ventana para demostrar su rechazo a la tutela soviética (tal vez lo empujaron). Todos los países de la Europa del Este se convirtieron en «satélites» o en «democracias populares», excepto Yugoslavia. Tito quería seguir siendo comunista pero independiente. Stalin dudó ante su resolución; sobre todo porque él no tenía tropas en Yugoslavia —puesto que los partisanos habían expulsado solos a los alemanes, se aprovecharon de la derrota nazi—. Así que la Yugoslavia de Tito permaneció abierta a Occidente.
Berlín molestaba más a Stalin; los acuerdos de 1945 habían dejado allí tropas occidentales. Aquel islote formaba una mancha. Stalin ordenó su bloqueo terrestre. Traman respondió con un puente aéreo masivo: durante un año, centenares de bombarderos pesados llevaron a Berlín el avituallamiento indispensable. Los soviéticos no se atrevieron a disparar contra los americanos.
Éste fue el principio de la Guerra Fría: rusos y americanos jamás se enfrentaron allí directamente porque entonces la URSS estaba en posesión de la bomba atómica. Se puede pensar mal de la bomba atómica, pero su presencia evitó lo peor. Habían nacido dos pactos militares antagónicos: la OTAN, que reunía a los occidentales (y que todavía existe) y el Pacto de Varsovia (1955), que reagrupaba a los satélites de la URSS.
Con la bomba atómica, Estados Unidos y la URSS ya no podían enfrentarse en una guerra frontal sin su mutua destrucción. Hay tendencia a olvidarlo, pero nunca desencadena las guerras quien piensa que puede morir en ellas; incluso Hitler creyó ganar con facilidad.