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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (42 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Los ingleses no mostraron tanta calma en todas partes. Pelearon en una inútil guerra para conservar Malasia y (con más eficacia) contra los Mau Mau de Kenia.

El 15 de agosto de 1947, Nehru podía gritar: «¡Mientras el mundo duerme, la India por fin despierta a la vida y a la libertad!». Pero los musulmanes no quisieron cohabitar con los hinduistas. El odio entre ellos se remonta a la conquista turco-mongola y aún pervive.

Los musulmanes, mayoritarios en el valle del Indo y en el delta del Ganges, proclamaron la independencia de Pakistán bajo la dirección de Jinna. La separación fue dramática. Había muchos hinduistas viviendo en el Indo y muchos musulmanes lo hacían en la India, lo que dio lugar a intercambios brutales de población (veinte millones de personas cambiaron de domicilio) acompañados de terroríficas masacres. El 30 de enero de 1948, la gran figura india, Gandhi, fue asesinada por un fanático hinduista. Por otra parte, los dos extremos de Pakistán no permanecieron mucho tiempo unidos, separados como estaban por la inmensidad continental de la India: Pakistán oriental se divorció de Pakistán occidental y adquirió el nombre de Bangladesh. Ceilán (Sri Lanka) prefirió también la independencia, al igual que Birmania. El antiguo Imperio de la India reventaba en cuatro pedazos.

Pakistán y la India, en la actualidad potencias atómicas, se enfrentan desde hace cincuenta años por Cachemira, compartida, en donde se vive una guerra endémica. No temieron la guerra abierta en dos ocasiones (1964 y 1970). En 1962, la India también combatía contra la China de Mao. Aunque Pakistán fuera una dictadura, la India, a pesar de las tensiones, consiguió ser «la mayor democracia del mundo», pero las disparidades entre el Dekkán —tamil y moderno— y el valle del Ganges se acentuaron. En cuanto a Sri Lanka, estuvo, y sigue estando, desgarrada por una guerra fratricida, esta vez no ya entre hinduistas y musulmanes, sino entre hinduistas (tamiles) y budistas. La isla era el único país del subcontinente en el que el budismo era mayoritario (junto a Birmania).

En Indochina, con la China comunista a las puertas, la guerra se volvió favorable a los franceses, quienes tenían allí sólo militares de carrera (cien mil hombres desde Tonkin hasta la Cochinchina, en comparación con los quinientos mil G.I. de la guerra del Vietnam). Muchos de aquellos efectivos procedían de Argelia, Marruecos o el África negra. El mando francés quiso forzar a los vietnamitas a un combate a fuego desde unas trincheras situadas en el alto Tonkin: Dien Bien Pu. No era ninguna idiotez, porque creían que Giap (el general vietnamita) no contaba con artillería. Pero Giap mandó traer cañones a base de un esfuerzo inusitado, y el atrincheramiento se vio obligado a capitular el 7 de mayo de 1954. Esta derrota marcó el fin de la guerra francesa en Indochina (a la que siguió la guerra americana de Vietnam). Y también el inicio de los disturbios en Argelia. Hay una relación entre los acontecimientos del 7 de mayo (Dien Bien Pu) y los del 1 de noviembre de 1954 en Argelia (el inicio de la insurrección antifrancesa): la derrota trajo consigo la confianza.

Más aún, los protagonistas argelinos fueron en muchas ocasiones los veteranos de Indochina. Del lado francés, los oficiales al mando en Argelia habían aprendido en Tonkin lo que llamaban la «guerra revolucionaria». No querían, bajo ningún concepto, ser ellos los que dieran el primer paso. Por parte de los insurrectos argelinos, muchos de sus jefes habían aprendido la misma «guerra revolucionaria», pero habían vuelto como suboficiales del ejército francés. Su jefe, Ben Bella, se había cubierto de gloria en Italia.

El 1 de noviembre de 1954 estalló la guerra de Argelia.

La cuarta República pudo negociar sin dramas la independencia de Túnez (Mendès France, Burguiba) y la de Marruecos (Edgar Faure, el sultán Ben Yusef) en 1955. Túnez y Marruecos eran protectorados, sólo colonias de cargos superiores.

Pero no se decidió a hacerlo en Argelia, colonia de población, donde residían desde hacía mucho tiempo un millón de europeos totalmente franceses (aunque en ocasiones de origen extranjero) —los
pieds-noirs
[23]
—, y nueve millones de indígenas musulmanes, considerados ciudadanos de segunda clase. Los europeos no estaban dispuestos a hacer ninguna concesión a los musulmanes, y los jefes militares (llegados de Indochina) a ningún compromiso. La población metropolitana les apoyaba. En la Asamblea votaron, comunistas incluidos, los «poderes especiales» para Argelia, y el Gobierno se atrevió a enviar un contingente (algo que se había negado a hacer en Indochina). Más de dos millones de jóvenes franceses andaban entonces por el Mediterráneo. Algunos llamados a filas y otros porque estaban haciendo el servicio militar, que entonces duraba, como ahora en Israel, más de treinta y dos meses.

El ejército francés contó pronto con quinientos mil hombres en Argelia; entre ellos, los de sus mejores regimientos (paracaidistas, la Legión, etcétera). Cada vez que el Gobierno quiso mejorar las condiciones de los indígenas, los
pieds-noirs,
que en París animaban a influyentes
lobbies,
lo hicieron fracasar: revueltas en Argel, votos hostiles en el Parlamento. Así cayó Guy Mollet, un gran hombre sin envergadura, un socialista patriota pero débil, el 21 de mayo de 1957.

La penosa expedición a Suez le describe por completo.

Egipto se había liberado completamente de la tutela británica con la caída de la monarquía y la llegada al poder de Nasser, nacionalista, socialista, árabe. Pero, como consecuencia de la nacionalización del canal de Suez el 26 de julio de 1956, Guy Mollet había enseñado los dientes al organizar la reconquista del canal (conjuntamente con los ingleses). Militarmente, en octubre se alcanzó el éxito. Pero los severos padres, rusos y americanos, dieron un puñetazo sobre la mesa, y Guy Mollet (detrás del primer ministro inglés Anthony Edén) se asustó y embarcó a sus tropas de manera precipitada.

Realmente no era necesario lanzar a los paracaidistas franceses sobre Port Said, pero una vez sacadas las armas, era ridículo marcharse así de deprisa. No hay nada peor que una demostración de fuerza impotente. Aquella sangrante peripecia confortó a los oficiales franceses en su intransigencia.

Se podrían comparar las guerras imperiales de Vietnam, Afganistán y Argelia: cada una de ellas duró seis o siete años, trajeron con ellas el mismo número de muertos (decenas de miles de soldados europeos y centenares de militares indígenas) y terminaron en una debacle.

Pero la guerra de Argelia fue absolutamente diferente de las otras: los franceses estaban allí desde hacía ciento treinta años; la guerra de Argelia fue una guerra de secesión, el sur separándose del norte; sobre todo fue una guerra civil (un aspecto olvidado). En ella no sólo se enfrentó el ejército contra la insurrección del FLN, ni los europeos contra los musulmanes. Dividió a los partidos y a las familias. Había
pieds-noirs
liberales y muchos indígenas profranceses.

Después de más de un siglo de presencia, los lazos eran innegables y numerosos: trabajadores emigrados a Francia, funcionarios metropolitanos en Argelia, argelinos franceses. Muchos argelinos musulmanes fueron activos partidarios de la Argelia francesa. Se nombra a los
harkis,
pero éstos no eran más que fuerzas militares suplementarias rurales, procedentes de regiones arcaicas (ésta es la causa de las dificultades que encontraron en la metrópoli). Había muchos funcionarios, profesores, militares y oficiales indígenas, «Argelia francesa». Este aspecto de «guerra civil» explica, sin excusarlos, los excesos cometidos por ambos, bandos.

Los oficiales de información practicaron la tortura y los
felaguas
[24]
el degüello; los dos adversarios querían atraer («efecto psicológico») o aterrorizar a la población. Camuflado bajo un discurso más bien laico tomado de los franceses, el FLN también utilizó (algo que apenas se recuerda) el fanatismo religioso (musulmán, si llegaba el caso). Francia se sentía realmente en su casa en Argelia (al contrario que América en Vietnam o Rusia en Afganistán), pero el FLN también. La lucha sólo podía ser salvaje. Costó la vida a treinta mil soldados franceses y a doscientos mil argelinos (no a un millón, mítica cifra).

El ejército aplastó la insurrección militarmente hablando. Recuperó el control de las ciudades (la batalla de Argel, en 1957), de las fronteras (las alambradas electrificadas de la línea Morice) y de las montañas (las operaciones «gemelas» del general Challe).

El mérito del general De Gaulle (su traición, proclamaban los ultras) fue darse cuenta de que con eso no bastaba. En 1958, Argelia ya no podía ser asimilada como lo había sido Saboya (¿podría haberlo sido quizá después de la guerra de 1914?).

Pero, como el pueblo metropolitano era masivamente argelino-francés (el número de desertores fue ínfimo), el general tuvo que dar prueba de su psicología antes de desvelar el fondo de su pensamiento, lo que hizo en septiembre de 1959 con su discurso sobre la autodeterminación. De Gaulle también quería retirar al ejército francés de aquella arcaica guerra para transformarlo en un ejército moderno, dotado de una fuerza de disuasión nuclear. La bomba atómica francesa se experimentó en el Sahara.

En 1960, el general concedió la independencia a todas las colonias del África negra: Senegal, Mali, Guinea, Togo, Dahomey, Costa de Marfil, Camerún, Gabón, Congo, África central, Chad, Madagascar. Algunos territorios quisieron obstinadamente continuar siendo franceses: los departamentos y territorios de ultramar.

Francia es hoy, junto a Estados Unidos (Puerto Rico, Hawai), la única potencia que conserva posesiones coloniales (Inglaterra ha evacuado todos los territorios, excepto Gibraltar y las Malvinas). Fue acusada de neocolonialismo. Contaba en los años sesenta con más de cien mil «cooperantes franceses». Hoy día son dos mil. Esos estados (Dakar, Libreville, Abiyan, Nyamena, Yibuti) apoyaron a Francia (y la lengua francesa, en la ONU), y Francia mantiene en ellos intereses y bases militares.

En 1960, la consigna fue clamorosa. No se equivocaron los ultras que intentaron reiterar su táctica habitual de presión: la revuelta. De Gaulle no era Guy Mollet. Las jornadas de barricadas del año 1960 no le hicieron doblegarse. Al ver aquello, por primera vez en la historia de Francia, una parte del ejército, con los generales Challe, Salan, Jouhaud y Zeler, se rebeló.

En París tembló hasta el Elíseo. Fue entonces cuando el viejo jefe apareció en televisión y se pudo oír uno de sus famosos discursos: «Un poder insurrecto se ha establecido en Argelia por medio de un pronunciamiento militar... Este poder tiene una apariencia: un puñado de generales jubilados. Y una realidad: un grupo de oficiales partisanos, ambiciosos y fanáticos, con unas habilidades expeditivas limitadas... Prohíbo a todo el mundo obedecer cualquiera de sus órdenes...».

Éste era el modo de hablar del carismático jefe a «su querido y viejo país».

Evidentemente, los aludidos que escucharon el discurso en sus transistores se pusieron en huelga. Los generales facciosos, a partir de entonces sin tropa, se rindieron (Challe) o se lanzaron a la locura terrorista de la OAS (Salan). En julio de 1962, después de los acuerdos negociados en Evian, Argelia alcanzó la independencia.

Fue una gran tragedia. De Gaulle había confiado en que los «europeos» pudieran permanecer en el país de su infancia y contribuir así al desarrollo de Argelia. El fanatismo de los miembros de la OAS y también, por qué no decirlo, la corta vida de los dirigentes del FLN no lo permitieron (la grandeza de Nelson Mandela estuvo en haber logrado mantener a los
afrikaners
en Sudáfrica). Un millón de
pieds-noirs
huyeron hacia la metrópoli, que la mayoría de ellos nunca había visto, pero donde se integraron extraordinariamente. Con esto ganó Francia, perdió Argelia.

Aquello fue una amputación. ¿Era inevitable? Ningún dirigente que no fuera De Gaulle habría podido resistir una insurrección militar. Los trabajadores argelinos siguieron emigrando a Francia.

La independencia de Argelia marcó el verdadero final de la era colonial.

En el Congo belga (convertido en Zaire y más tarde de nuevo en el Congo), los belgas se marcharon precipitadamente. Como no había africanos con formación superior, dejaron tras ellos un verdadero caos.

Los portugueses, hasta la caída de Caetano en 1975, serán los últimos en luchar por conservar sus colonias africanas en Guinea-Bissau, Angola y Mozambique.

En Sudáfrica, país donde existía con la población holandesa una especie de Argelia francesa en Ciudad del Cabo, el buen juicio de las partes, el genio de Mandela y, quizá, la común pertenencia de los adversarios a una misma religión, condujeron a un compromiso que puso fin al
apartheid
en 1991. Mandela se convirtió en presidente en 1994. La descolonización parecía haber terminado.

Diez años más tarde, el África negra se ve amenazada por la anarquía. Los estados, surgidos de las circunscripciones coloniales, son artificiales. El éxodo de sus cerebros, el sida, las guerras civiles, arrasan el sub-continente. La comunidad internacional se lava las manos, como sucedió en Ruanda en 1994 (a pesar de una simbólica intervención francesa), por miedo a ser acusada de complicidad en el genocidio; o bien se interpone militarmente, como hizo Francia en 2004 cuando intervino en Costa de Marfil, aun a riesgo de resultar sospechosa de neocolonialismo.

En África, más que en ningún otro sitio, muchos pueblos todavía no han digerido la modernidad.

Capítulo
35
Israel y los palestinos

E
L CONFLICTO
palestino-israelí no es una película del Oeste, es una tragedia. En una película de vaqueros hay buenos y malos; en una tragedia, todo el mundo tiene razón (o se equivoca).

El antiguo judaísmo tenía dos vertientes: una religión tradicional, en la que los sacerdotes realizaban los sacrificios de animales en los templos; y una religión de conjunto, en la que los creyentes se reunían en las sinagogas para escuchar y meditar sobre la Escrituras.

En el año 70 de nuestra era, el futuro emperador Tito había aplastado una insurrección judía destruyendo el Templo de Jerusalén.

En el 13 5, el emperador Adriano dispersó a los judíos como consecuencia de una nueva insurrección.

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