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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (7 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Para empezar, Macedonia emprendió una cruzada helénica contra los persas. La palabra cruzada es pertinente, porque Alejandro no actuó de ese modo sólo por una actitud calculadora, creía en ello. En los confines de Asia, todos los días preguntará: «¿Qué piensan de mí los atenienses?». Quiso encontrarse en Corinto con el famoso filósofo cínico Diógenes, quien simplemente le respondió: «Apártate, me quitas el sol». El encuentro de estos dos personajes no es banal, puesto que los genios siempre acaban por cruzarse: Miguel Ángel y Julio II, Goethe y Bonaparte, Malraux y De Gaulle, Federico el Grande y Voltaire.

En 334 a.C, el ejército de la coalición franqueó los Dardanelos y, en la batalla del Gránico, Alejandro batió al ejército del sátrapa persa. Luego, descendió hasta Siria tras haber cortado el «nudo gordiano» (aquel que deshaga ese nudo dominará el mundo, decía la leyenda local). En Iso, en 332 a.C, aplastó al Gran Rey Darío III, quien se retiró hacia Asia. Macedonia quería cortar definitivamente a los persas el acceso al Mediterráneo (y, de hecho, lo consiguió: hasta el día de hoy, jamás han vuelto a tener acceso al mar). Conquistó la metrópoli fenicia de Tiro, acabando así con la competencia comercial; entró luego en Egipto, donde lo recibieron como al libertador, pues el país seguía sintiendo nostalgia de su independencia, abolida por los persas. Al oeste del Delta, fundó la famosa ciudad que todavía lleva su nombre, Alejandría, y se puso la corona de los faraones. Marchó en peregrinaje hasta los confines de Libia, a Siuah, el santuario del dios Amón, a quien pretendía representar en la Tierra. Mantuvo la política constante de apropiarse de los dioses y de las coronas de los países conquistados.

Tras su peregrinación, una vez terminada la cruzada griega, se planteó la pregunta: ¿había que continuar? Los generales le dijeron: «Si nosotros fuéramos Alejandro, nos detendríamos». Pero él les respondió: «Yo también, si fuera vosotros». Y continuó.

A la cruzada helénica le sustituyó la voluntad de ocupar el trono del Gran Rey. En 331 a.C., en Gaugamela, no lejos de la actual Bagdad, aniquiló lo que quedaba del ejército de Darío III, quien se dio a la fuga.

Comenzó entonces una persecución de película del Oeste (o, mejor dicho, del este, puesto que fue una carrera hacia Oriente): para reemplazar al Gran Rey, primero necesitaba capturarlo.

A su paso, Alejandro arrasó Persépolis, como venganza contra los persas por haber incendiado Atenas tiempo atrás. Pero éste fue su único exceso, ya que, por lo general, su ejército respetaba a la población y dejaba un buen recuerdo. Aquella carrera terminó cerca del mar Caspio.

Justo antes de capturar a Darío III, un sátrapa, creyendo ganarse así los favores de Alejandro, asesinó a su soberano. Alejandro ejecutó al sátrapa y rindió honores al Gran Rey con un solemne funeral. Se consideraba su sucesor.

Llevó a su ejército a Asia central, hasta los confines del Imperio persa, fundando a su paso ciudades, algunas de las cuales todavía conservan su nombre, como Kandahar (
hkandahar
, Alejandría en farsi), la antigua capital de los talibanes. Sin embargo, Alejandro se negó a permanecer allí. A la cruzada griega y a la supresión de los Grandes Reyes les sucedió un tercer proyecto: la conquista del mundo.

La idea no era absurda. En esa época, la falange era invencible. ¿Quién podría haberle hecho frente tras la derrota persa? También era un ejército democrático —los soldados se negaban a postrarse ante su rey al modo oriental—, y un ejército ultramoderno. Entre sus filas había centenares de técnicos y de ingenieros, topógrafos, sabios, máquinas (algo similar a lo que más tarde será el ejército de Egipto en la época de Bonaparte). Además, Alejandro creía que el mundo era mucho más pequeño de lo que realmente era, y que el Pacífico estaba más cerca. Así pues, franqueó los límites del Imperio persa y penetró en el subcontinente indio, donde venció al rey Poros, a pesar de los elefantes de guerra de este último. Aquello sucedía en los alrededores de la actual Delhi. Pero ya no pudo ir más lejos. ¿Por qué?

Porque su ejército se declaró en huelga. Los ciudadanos griegos libres estaban hartos. En 327 a.C, hacía nueve años que se habían alejado de las orillas del mar Egeo. Es verdad que mantenían contacto con el país —mensajeros, refuerzos—, pero estaban saciados de conquistas. Alejandro se encolerizó, pero tuvo que ceder. ¿Qué puede hacer un jefe cuando la inmensa mayoría no quiere obedecerlo?

Aquí descubrimos una de las enseñanzas de la historia: sea el que fuere su modo de organización (democracia o tiranía), todo poder reposa en el consentimiento de los subordinados. La obediencia es un misterio. Cuando un pueblo ya no quiere obedecer, hasta las dictaduras se derrumban. (De este modo desaparecerá, mucho más tarde, la Unión Soviética, a la que los expertos consideraban casi eterna.)

Alejandro acabó por pensar: «Yo soy su jefe, tengo que seguirles», según la dialéctica de la autoridad y el consentimiento. Un jefe puede arrastrar, pero no más allá de cierto punto, no sin un consentimiento respecto a su magistratura. La «motivación» había logrado el éxito de los griegos frente a los persas. En la India, ya no estaban «motivados». Por lo tanto, Alejandro se vio obligado a dirigir al ejército de camino a casa. Será un regreso muy difícil: el descenso del Indo en barco, la travesía de los tórridos desiertos del sur de Irán, navegar por el océano Índico. Por fin, Alejandro volvió a Babilonia, donde quería establecer la capital del mundo. Murió el año 323 a.C, a los treinta y tres años, de paludismo y alcoholismo. Esta increíble epopeya había durado diez años y se había desplegado por más de veinticinco mil kilómetros.

El hombre era genial y caprichoso —un poco «chiflado», podríamos decir—. Discípulo de Dionisos, bebía demasiado. Tras un festín bien regado, mató a uno de sus amigos, algo que, desconsolado, lamentó amargamente. «Excesivo», pues, pero de una inteligencia extraordinaria. También un humanista, y desprovisto de crueldad. El mundo conservará de él un fascinante recuerdo, fulgurante. Gracias a Alejandro, la civilización griega se extendió por Eurasia y la lengua griega se convirtió en el idioma común, la
koiné
(el éxito de una lengua siempre va unido al poder político).

La India quedó profundamente marcada. Los budas gigantes de Bamiyán (los que los talibanes destruyeron) llevan la máscara de Apolo.

El rey budista Asoka (273-232 a.C), del que ya hemos hablado, estaba impregnado de helenismo en su capital Taxila (al norte del actual Pakistán).

La cultura india —budista, luego hinduista, tras la reacción brahmánica— permanecerá unida a la del Mediterráneo.

Por otra parte, los reyes indios, en aquella época, habían colonizado el valle del Ganges, convertido en el centro de su poder, y más tarde la península del Dekkán. La cultura india se extenderá hasta Camboya (los templos de Angkor) y, a través de los mares indios, a lo largo de sus costas, hasta Indonesia (los templos de Borobudur).

¿Qué habría pasado si Alejandro hubiera conquistado China?

Ya había andado los dos tercios del camino. No por el sur, donde las junglas birmanas separan a China de la India, sino por el norte. Desde Asia central, en donde Alejandro había fundado la Alejandría asiática (Tachkent en la actualidad), por la ruta de las caravanas, no hay un viaje muy largo hasta alcanzar el río Amarillo.

Es difícil imaginar las consecuencias de una conquista de China por parte de Alejandro. Y sin embargo, era posible: los ejércitos griegos habrían aplastado a los ejércitos de los reinos chinos con la misma facilidad que a los ejércitos persas o indios.

De hecho, China permaneció dentro de su espléndido aislamiento —y así será durante mucho tiempo—, el Imperio del Medio sólo se comunicaba con el mundo exterior a través del comercio de lujo y de algún raro diplomático o viajero.

China se unificó, ya lo hemos dicho, pero respecto a sí misma, limitándose a resplandecer dentro de sus límites: Sinkiang, Tonkin, Corea, Japón. Esto explica, aún en la actualidad, su particular psicología.

Tras la muerte de Alejandro Magno, su imperio estalló. Sus generales se lo repartieron, pero no pudieron conservarlo todo. Un pequeño imperio persa resucitó, el de los partos. A pesar de todo, los «diádocos»
[3]
fundaron en Macedonia, Siria y Egipto monarquías helénicas. Las más brillantes fueron, en Siria, la seléucida (debe su nombre a uno de los lugartenientes de Alejandro, Seleuco), con su capital Antioquía y, en Egipto, la de los Ptolomeos (el fundador de la dinastía también era un general de Alejandro). Pero llegaron a establecer monarquías hasta en Asia Central, en Bactria.

Alejandría, capital del Egipto helénico de los Ptolomeos, se convirtió en la ciudad más grande y más brillante del mundo. Su biblioteca contenía setecientos mil libros (manuscritos en papiros y rollos). Allí se dio una extraordinaria concentración de sabios. Destaca Eratóstenes, quien calculó la circunferencia de la Tierra comprobando que la sombra que se producía a mediodía sobre un eje norte-sur no era igual de larga en Asuán que en Alejandría, lo que sólo se podía explicar por la redondez del plantea. Y también Piteas, un navegante que alcanzó el círculo polar y calculó el coeficiente de las mareas atlánticas.... El faro que iluminaba la noche del puerto de Alejandría, cuyo nombre procede del lugar, Faros, será el modelo de todos los faros de la Tierra... En resumen, allí había un nivel intelectual que no volverá a darse hasta el Renacimiento.

Cleopatra será la última soberana de la dinastía de los Ptolomeos (también será la amante de César y de Marco Antonio).

La cultura griega se convirtió, pues, en universal. Sólo China se libró de su influencia.

Alejandro fue típicamente griego: humanista, nada supersticioso y homosexual (se casó varias veces, puesto que se desposaba con las hijas de los reyes vencidos, como la famosa Roxana, pero por estrategia política). Estaba convencido de llevar consigo la civilización.

Los griegos tenían esta profunda convicción: ellos eran los «civilizados», los demás eran «bárbaros». No se trataba de una cuestión de raza, sino de cultura. Uno se hacía heleno si hablaba la lengua e iba al teatro.

Aquélla fue la primera «globalización», desde Inglaterra hasta la India, hace veintitrés siglos; China permanecerá al margen, a pesar de los ecos lejanos que le alcanzaban por la ruta de la seda. Sin embargo, la obra política de las monarquías helénicas fue frágil.

A Alejandro Magno se le fue de las manos Grecia por su desmesura (
ubris
en griego), el pecado por excelencia a los ojos de su preceptor Aristóteles, para quien la mesura era la marca misma de la razón. Es verdad que Alejandro encarnó otro aspecto a menudo desconocido del helenismo: no se trata del orden ateniense, sino del delirio dionisíaco.

Capítulo
7
El mundo se inclina hacia el oeste: Cartago y Roma, Aníbal y César

E
N LA MISMA
época, al oeste del Mediterráneo (en Galia, en España), las tribus habían pasado de la caza a la agricultura. De este modo, tenían una población numerosa, pero aún permanecían fuera de la historia.

Únicamente brillaban las ciudades de Etruria y Cartago.

Al norte de la península itálica se encontraba Toscana. Los etruscos habían construido allí una original civilización que apenas se conoce, puesto que no se sabe descifrar su escritura. Volterra, Orvieto, Perugia y muchas más fueron, en principio, ciudades etruscas.

Tumbas circulares, magníficos frescos, una cultura extraña y refinada: los etruscos recuerdan a los cretenses. Sus coloristas pinturas se parecen. Aquéllos eran la síntesis de las poblaciones locales (itálicas) y de las influencias griegas o fenicias, se constituían en ciudades Estado, como estos últimos pueblos.

Pero, de hecho, el Mediterráneo occidental estaba dominado por una fundación fenicia, Cartago, que permanecía independiente mientras su ciudad madre, Tiro, había sido sometida por los persas —el mismo Alejandro se había detenido ante Sirria—. Cartago había fundado, igual que Atenas, un imperio marítimo —una
talasocracia
—, pero dotado de un territorio continental mucho más vasto. Todo el norte de África, de Gibraltar al golfo de Sirria, obedecía sus órdenes y las tribus bereberes (entonces se les llamaba «númidas») estaban bajo su protectorado. También dominaba el oeste de Sicilia, el este pertenecía a los griegos de Siracusa. Si se quiere imaginar el poder de esta capital, hay que leer
Salambó
, de Flaubert.

En la época helena se afirmó el poder de Roma.

Originariamente colonia etrusca, fundada en 753 a.C. (los romanos contaban el tiempo desde la fundación de la ciudad,
ab urbe condita
), Roma se había liberado de los etruscos en el siglo V a.C, convirtiéndose en una república copia de Atenas. Sólo los hombres libres eran ciudadanos. Tenía una asamblea, el «Senado» (no se podía formar parte de él hasta los cuarenta años), y magistraturas rotativas: destacaban dos cónsules que se repartían el poder ejecutivo cada año y los tribunos, que representaban al pueblo (la «plebe»). Sus dioses eran los de los griegos, pero con nombres diferentes: Zeus se había convertido en Júpiter. Los romanos hablaban el latín y utilizaban un alfabeto propio (que en la actualidad es universal). Poco a poco se habían convertido en los dueños de la península itálica.

En 272 a.C, terminaron aquella conquista cuando ocuparon una colonia griega, Tarento. Desde ese momento, el destino de Cartago estaba sellado.

Los romanos tenían influencias etruscas y griegas. Pero desde su origen, siempre conservaron su odio hacia la monarquía y el amor a la guerra, un carácter rudo y una feroz voluntad de vencer en todas las ocasiones:
Vae
victis,
«desgracia a los vencidos». Los romanos eran campesinos-soldados, ávidos de victoria, rústicos, avaros. Obsesionados con la posesión de los campos, no dudaban en enredarse en interminables procesos para defender sus propiedades; y del mismo modo, estaban obsesionados por una sed de dominio, no evanescente como la de Alejandro Magno, sino perdurable.

Los griegos inventaron la filosofía y el teatro; los fenicios (libaneses, cartagineses), el alfabeto; los romanos el derecho, y antes el derecho a la propiedad.

Pero también la supremacía de la ley y, genial creación, la prescripción. La
vendetta
era, y sigue siendo, el principal problema de las sociedades mediterráneas, en donde se castigan los crímenes de generación en generación. Por la prescripción de los crímenes (al cabo de veinte o treinta años), los romanos consiguieron romper la diabólica cadena de la venganza. En la actualidad, bajo la influencia de un derecho anglosajón mal romanizado, estamos renunciando a la prescripción de los delitos «imprescriptibles». Volvemos a la
vendetta.
Sin embargo, renunciar al castigo al cabo de un cierto tiempo no significa olvidar los crímenes pasados. Es necesario recordar y prescribir al mismo tiempo.

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