—¿En qué piensa? —repitió
El Coyote
—. ¿Acaso en lo que le ocurrió a Natividad Páez? No fue una muerte agradable la suya. No. Y usted se hallaba presente y no supo evitarlo. ¿Por qué? ¿Le faltó valor?
Teodomiro Mateos tragó saliva con el mismo esfuerzo que hubiera necesitado para tragar una piedra.
—Me cogieron desprevenido —dijo trabajosamente—. Yo quería salvarle…
—Al lado de la señora Syer, Páez no corría peligro, pues aquellos hombres no se habrían atrevido a intentar nada.
El Coyote
hablaba burlonamente, como si no creyera sus propias palabras y las pronunciara sólo para facilitar la respuesta de Mateos. Éste sentía aumentar su nerviosismo. De cuando en cuando se humedecía los labios y varias veces se pasó una mano por la sudorosa frente.
—Quise salvar a la señora Syer de las brutalidades de aquella pandilla —dijo, por fin—. Se hubiesen atrevido a todo.
—Es posible —admitió
El Coyote
—. Eran unos seres salvajes, dominados por el ansia de matar. Mil veces más criminales que Natividad Páez, ¿verdad?
—Sí…, creo que sí.
—Claro que sí, señor Mateos. Eran unos canallas. Es decir, lo son todavía, porque aún no les ha ocurrido nada malo.
El jefe de policía miró, inquieto, al
Coyote
. Empezaba a sospechar cuáles eran las intenciones del enmascarado. Éste continuó:
—Si hubiese tenido usted diez o doce de sus agentes, seguramente los habría lanzado contra aquella colección de asesinos, ¿no?
Mateos movió negativamente la cabeza. Lo mismo podía querer decir que sí como decir que no. Por fin contestó:
—Estaba solo. No esperaba aquello y… no tenía a nadie a mi lado.
—Pero ahora sí puede tener a su lado a tantos hombres como quiera —sonrió
El Coyote
—. No tiene más que llamarlos. Si lo desea puede nombrar doscientos agentes interinos y, al frente de ellos, poner un poco de orden en la ciudad de Los Ángeles. Yo le he ayudado varias veces. Tal vez, si usted me lo pidiera, le volvería ayudar. Le he dejado acaparar el prestigio de algunos de mis triunfos. Creo que, sin mí, el jefe de policía de esta ciudad no hubiese alcanzado mucha fama. Yo le creía algo torpe; pero bastante bien intencionado. Toleraba lo uno por lo otro y prefería que el jefe de esta policía fuese un hombre de sangre californiana. Pero estoy viendo que no tiene sangre californiana ni de ninguna clase.
La mano derecha de Mateos avanzó hacia el revólver que tenía sobre la mesa; pero en el mismo instante la mano del
Coyote
apareció armada con un revólver mucho más largo y amenazador que el otro.
—No cometa ninguna tontería más, Teodomiro —previno
El Coyote
—. Podría ser la última y no le serviría de nada, como no fuese para convertirse en un hermoso cadáver.
La mano de Mateos se retiró del revólver como si éste fuese una serpiente de cascabel.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó, mirando al
Coyote
.
—Los asesinos de Natividad Páez son Basil Alves y otros diecisiete hombres; pero el principal culpable es Alves. Deténgalo, llévelo ante un tribunal y haga que lo condenen a morir en la horca.
Mateos estuvo a punto de levantarse de un salto. El temor de que
El Coyote
interpretara su movimiento como agresivo, le contuvo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Que detenga a Basil Alves y lo haga juzgar por asesino. Él mató a Páez.
—Provocaría la indignación de mucha gente —replicó Mateos.
—¿Cree que dejando el crimen en la impunidad, la indignación de la gente será menor?
Mateos no respondió.
El Coyote
guardó lentamente su revólver y, levantándose, dijo:
—Le advierto que si no detiene a Alves y le hace juzgar, mi próxima visita será mucho menos agradable que ésta. Ahora vuelva la cabeza y no intente herirme a traición; no le daría resultado.
Teodomiro Mateos no intentó cometer ninguna traición. Dejó que
El Coyote
escapase por la ventana y cuando oyó alejarse el galope de un caballo que supuro el del misterioso enmascarado, acomodóse de nuevo frente a su mesa de trabajo, apartó el revólver que de nada le había servido y, entornando los ojos, reflexionó:
¿Quiénes presenciaron el incidente ocurrido en la plaza?' En primer lugar él, don César de Echagüe y Ricardo Yesares. ¿Don César? El pensamiento de Mateos se centro sobre la personalidad del hacendado. Buen sospechoso, indudablemente
El Coyote
había dirigido vanas veces sobre el dueño del rancho de San Antonio las sospechas de Mateos y de otros hombres, pero él había visto juntos a don César y al
Coyote
Mas…, ¿los había visto realmente? Había visto a don César y a un enmascarado idéntico al
Coyote
Idéntico en audacia, y en disfraz. Nada más. Don César había asistido al linchamiento de Páez. No, este detalle no probaba nada en absoluto. El hermano de Páez no había asistido al suceso y, sin embargo, conocía todos los detalles del mismo. ¿Por qué no había de conocerlos
El Coyote
, a quien no le faltaban, ciertamente, informadores?
Detener y desenmascarar al
Coyote
sería una buena labor. Cierto que le había ayudado en numerosas ocasiones, pero más que a él,
El Coyote
ayudó a la solución de los problemas con que se veía enfrentado. En realidad,
El Coyote
le utilizó para coronar con éxito sus empresas. Por lo tanto, no le debía ningún favor. Podía atacarle sin pecar de desagradecido. Su triunfo sobre él le afirmaría en su puesto actual. Todos los norteamericanos celebrarían su triunfo. Pero… ¿y si
El Coyote
no caía en la trampa que él pudiera tenderle? Esto era tan posible que casi podía darse por seguro. En tal caso, su situación habría empeorado. Ahora
El Coyote
se limitaba a prevenirle, porque le creía amigo suyo. Si llegaba a darse cuenta de que era su enemigo, entonces su venganza seria definitiva.
Cada vez había más sudor en la frente de Mateos. La aparición del
Coyote
sobre las tierras de California se remontaba casi a los primeros tiempos de la conquista yanqui. Desde entonces habían fracasado cuantos esfuerzos se realizaron para poner fin a la actividad del famoso enmascarado. Éste parecía tener la suerte de cara y vencía todos los obstáculos y peligros que le salían al paso.
Mateos se levantó y comenzó a pasear lentamente por la estancia Era necesario tomar una decisión Basil Alves no gozaba de buena fama en Los Ángeles. Claro que tenía ciertas amistades, pero no eran de las más poderosas. El detenerle no causaría tantos trastornos como él había imaginado en un principio. Muchos se alegrarían. Incluso muchos norteamericanos llegados a Los Ángeles para fundar negocios e industrias. Esa gente, conservadora por excelencia, sentiríase satisfecha viendo desaparecer de la escena a un hombre tan peligroso como Alves.
Una nueva duda germino en el cerebro de Mateos La detención de Alves no era cosa imposible. Por el contrario, entraba de lleno en las posibilidades de un jefe de policía. Sabía dónde encontrarle solo y tenia las fuerzas suficientes para dominar su resistencia, si es que ésta llegaba a producirse. Pero ¿y luego? ¿Le condenaría el tribunal? Raras veces se atrevían los testigos de algún acto violento a declarar contra los culpables. El temor a las venganzas era tan grande, que la gente prefería no exponerse a ellas.
De pronto Mateos sonrió. Había hallado la solución a su problema. Una solución inteligente, audaz, y que pondría al
Coyote
en sus manos, acreditándole de valiente.
Regresando junto a su mesa, Mateos cogió el Colt modelo House, lo guardó en su bolsillo y, poniéndose el sombrero, salió de su casa en dirección a la jefatura. Iba a hacer lo que
El Coyote
le había ordenado Pero no pasaría mucho tiempo antes de que
El Coyote
tuviera que arrepentirse de haber aconsejado aquello al jefe de policía de Los Ángeles.
«En la guerra todo está permitido —murmuraba Mateos mientras cruzaba las calles en dirección a su oficina—. Y el fin justifica los medios que se emplean para lograrlo».
Basil Alves estaba apurando su décima copa de ron cuando sus riñones percibieron el duro contacto del cañón de un revólver. A pesar del alcohol que había metido en su cuerpo, la sangre se le heló en las venas en tanto que un helor aún más intenso ascendía por su espina dorsal, como si ésta fuese un termómetro que funcionase al revés. La copa que había vaciado quedó en el aire y, en seguida, la mano que la sostenía empezó a temblar.
La mirada de Alves subió hacia el rectangular espejo que coronaba la parte trasera del mostrador y por su mediación pudo ver quién estaba tras él.
—¿Qué quiere, Mateos? —preguntó con voz densificada por el licor y por el miedo.
—Detenerle —replicó el jefe de policía, tras el cual se alineaban siete de sus mejores hombres armados con escopetas de doble cañón, capaces de llenar de plomo toda la taberna.
—¿Es una broma? —preguntó Alves, dejando la copa sobre el mostrador.
—Sí; pero no es una broma agradable para ti.
Mientras hablaba, Mateos libró a Alves del peso de su revólver y de un Derringer que le sacó de un bolsillo del sucio chaleco.
Basil Alves miró de reojo a sus dos amigos que estaban sentados, con otros conocidos, en torno a una mesa de póker. Ninguno de ellos parecía sentir deseos de acudir en ayuda de su compañero. Las escopetas de los hombres de Mateos debían de ser la causa de su falta de interés por lo que le estaba sucediendo a Alves.
Éste volvióse hacia Mateos mostrándole bien abiertas las palmas de las manos. Uno de los agentes de Mateos se acercó y, con una rapidez asombrosa, ciñó a las muñecas del hombre unas recias esposas de acero. En seguida, Alves fue empujado hacia la calle y obligado a subir a un coche en cuyos asientos esperaban otros cuatro agentes armados con un muestrario completo de los productos de las fábricas Colt, desde revólveres de caballería hasta largos Colts de aflautado cilindro, pasando por un Colt de marina, calibre 36. La eficacia de todas aquellas armas había quedado lo suficientemente probada para que Basil Alves intentara ponerla a prueba en un descabellado intento de fuga.
Los agentes armados con escopetas montaron a caballo, rodeando el coche en que iba el prisionero, quien, diez minutos más tarde, veía cerrarse contra él la enrejada puerta de su celda.
Cuando se hubieron retirado los que le llevaron hasta allí, presentóse Mateos y miró sonriente a Alves. Éste se hallaba sumido aún en el estupor que le había producido su detención; pero la sonrisa del jefe de policía le arrancó de él.
—Esto le costará caro, Mateos —dijo.
—No estás en condiciones de amenazarme —replicó Teodomiro Mateos—. Vas a ser juzgado por un delito bastante grave: el asesinato de Natividad Páez. Claro que tendrás la oportunidad de defenderte. Desde ahora puedes llamar a un abogado y confiarle tu defensa. Si es posible, dentro de una semana serás juzgado y espero que antes de un mes te podremos ahorcar.
—Ya lo veremos —replicó Alves—. Se ha precipitado un poco, Mateos. Luego lo lamentará.
—Yo cumplo con mi deber. ¿Quieres que avise a algún abogado?
—Sí. A John Rudall.
—Va a necesitar todas sus malas artes y triquiñuelas para sacarte de aquí —sonrió Mateos.
Más tarde, cuando John Rudall, uno de los más astutos y desaprensivos abogados que se habían instalado en California, estuvo ante él, Teodomiro Mateos pensó que estaba logrando a la perfección cuanto había proyectado. John Rudall era sobradamente capaz de conseguir la libertad de Alves. Esto lo sabía Mateos mejor que nadie; quizá mejor que el propio Rudall, cuyos métodos había estudiado muy a fondo.
—¿Cree que el fiscal podrá probar la culpabilidad de Alves? —preguntó, con untuosa voz, Rudall.
—Tengo tres testigos presenciales del hecho —replicó Mateos—, y se trata de gente que no podrá ser comprada ni asustada.
—¿Sólo hubo tres testigos? —preguntó Rudall—. Creí entender que a Alves le acompañaban muchos más.
—Desde luego; pero ellos no declararán contra su amigo.
—¿Quiénes son esos testigos? Tengo derecho a conocer sus nombres.
—Ya lo sé. En primer lugar tenemos a la señora o señorita Maise Syer, que se hospeda en la posada del Rey don Carlos. Esa dama quiso salvar á Páez y presenció el linchamiento.
—¿Quiénes son los otros testigos? —preguntó, suavemente, Rudall.
—Dos importantes personajes —replicó Mateos—. Don César de Echagüe y don Ricardo Yesares.
John Rudall sacó un grueso cigarro habano y lo encendió con infinito cuidado. Lanzó hacia Mateos una densa bocanada de humo y después, contemplando las brasas, declaró:
—Son buenos testigos.
—Excelentes.
—Opino igual que usted. No citaré a otros. Si son buenos para la acusación también lo serán para la defensa.
—Me place oírle hablar así, Rudall. Voy a tener que rectificar mi opinión acerca de usted.
—Aguarde un poco —respondió con leve sonrisa el abogado—. Aguarde un poco.
—¿No quiere hablar con su defendido?
—Eso iba a pedirle.
Mateos llamó a un ordenanza y le encargó que acompañara a Rudall hasta la celda de Basil Alves. Éste sonrió al ver entrar al abogado, quien, después de acomodarse en un taburete, dio unas cuantas chupadas al cigarro en espera de que se alejasen el carcelero y el ordenanza. Por fin, preguntó:
—¿Se da cuenta, Alves, de que está metido en un mal asunto?
—Peligra mi cuello, ¿no?
—Sí, peligra tanto que no veo la forma de salvarlo. Mejor dicho, no la veo de momento.
—¿Cuánto necesitaría para verla?
Rudall paladeó tres raciones de humo habano y luego, como si sus pensamientos estuviesen muy lejos, comentó:
—La agencia Wells y Fargo ha padecido en los últimos meses una serie de asaltos a sus diligencias que le han costado casi cien mil dólares. Fueron asaltos audaces en los que murieron siempre los testigos. Eso de eliminar los testigos de un delito es un prudente sistema. Muerto el testigo no hay medio humano de hacerle hablar. Cien mil dólares son muchísimos dólares.
Alves sonreía con los labios; pero sus ojos tenían un brillo amenazador. Por fin dijo:
—Cinco mil podrían ser más que suficientes para que usted viera la forma de salvarme, ¿no?