—No —contestó Rudall—. Los gastos sumarían tres mil. Sólo quedarían dos mil y yo necesito diez.
—¿Diez mil? —preguntó Alves.
—Netos. Hay tres testigos. No lo olvide.
—¿Trece mil?
—Sí.
—Es demasiado.
—Valora usted en poco su vida.
—Tengo amigos que harían el trabajo que usted insinúa.
—Yo también los tengo, Alves. Y se trata de gente experimentada en esas tareas, no de aficionados que sólo saben asaltar diligencias. Sé muchas cosas, amigo mío.
—Demasiadas, tal vez.
Rudall se levantó. Sacudiendo la ceniza de su cigarro, dijo con fingida tristeza:
—Veo que no aprecia usted mucho su cuello, Alves. ¿Quiere que le busque otro abogado?
Basil Alves cerró los puños y clavó la mirada en Rudall. Se sabía impotente contra aquel hombre a quien necesitaba y cuya ayuda estaba dispuesto a pagar al precio que fuese.
—Está bien —dijo—. Le daré los trece mil.
—Supongo que no los lleva encima, ¿verdad?
—Claro que no. En cuanto me saque de aquí se los daré.
John Rudall miró irónicamente a Alves.
—¿De veras cree que me los daría? —preguntó.
—Sí.
—Es usted más crédulo que yo —replicó Rudall—. Estoy convencido de que se olvidaría por completo de ese pequeño detalle. Prefiero el pago anticipado.
—¿Cómo puedo darle nada si estoy encerrado en esta celda? —preguntó Alves.
—Tiene razón —respondió Rudall—. Creo que le será demasiado difícil pagarme esos trece mil sin poder salir a buscarlos. De momento imaginé que podría conseguirlos de algún amigo; pero si usted dice que no, creeré que tiene razón y no le haré perder más tiempo.
—Es usted muy desconfiado, Rudall. Si me hace salir de aquí le estaré tan agradecido…
—No creo en agradecimientos después de la solución de los problemas que los han originado —interrumpió Rudall—. Y como no quiero perder más el tiempo en vaguedades dialécticas, le expondré claramente la situación: si el fiscal hace hablar a los testigos, el jurado le condenará a muerte y usted será ahorcado. Puede estar seguro de que nadie le salvará de ese destino. Yo sé que usted y su pequeña banda de salteadores han cometido una serie de robos de gran importancia. Que yo sepa han recogido, por lo menos, cien mil dólares, de los cuales usted debe de tener cincuenta mil o sesenta mil. No me diga que no es así, porque le replicaré que tengo buenos informes. Mi profesión me ha puesto en contacto con muchos hombres que tienen motivos para estar bien enterados de lo que ocurre en estas tierras. Usted puede pagar trece mil dólares para resolver favorablemente su tontería al linchar a Natividad Páez.
—No creí que Mateos interviniera en el asunto.
—Yo tampoco. En esta ciudad se cometen muchos crímenes sin que las autoridades hagan nada para castigarlos; pero alguien ha obligado a Mateos a castigar el linchamiento de Páez. Tal vez el hermano del muerto, o acaso, algún delegado del gobierno. Una copa admite muchísimas gotas de agua; pero, al fin, hay una, quizá la más pequeña de todas, que hace rebosar el líquido. En nuestro caso, la muerte de Natividad Páez ha colmado la medida. Una simple unidad transforma el nueve en diez, el noventa y nueve en cien y el novecientos noventa y nueve, en mil. Mateos se ha visto obligado a prenderle cuando todos creíamos que no se preocuparía por la muerte de un ser tan sin importancia como Natividad Páez. Le han detenido a usted y lo van a juzgar y a condenar. Yo puedo salvarle y lo haré por diez mil dólares, más tres mil para convencer a los testigos; pero quiero cobrar antes, porque si espero a que usted salga libre, no cobraré. Ya sé que puede decirme que si me da por anticipado el dinero se expone a que yo no haga nada por usted, ¿no es así?
—Desde luego.
—Pero en mi caso, se trata de mantener un prestigio: el que nunca engaño a un cliente. En su caso, el prestigio es diametralmente opuesto. Usted debe engañar a todo el mundo. Si no lo hiciese perdería fama. ¿Tiene algún medio de entregarme los trece mil dólares por anticipado? ¿Sí o no?
—Tal vez lo tenga —respondió Alves—; pero yo podría encontrar el medio de salir de este apuro con mucho menos dinero.
—Haga la prueba. Yo perderé diez mil dólares. Usted se expone a perder la vida. Creo que, de los dos, usted es quien más va a perder si las cosas no salen como espera.
—Bien, le daré una carta para un amigo. Él le entregará el dinero; pero si no me salva…
—Existen diversas soluciones para su problema, Alves. Si fracasaran los medios legales, yo le sacaría de aquí por otros medios limpios; pero, de todas formas, confío en que no será preciso recurrir a ellos. ¿Quiere papel para escribir la nota?
Alves aceptó la hoja que le tendía Rudall quien, en seguida, sacó de su cartera un tintero de tapón roscado y una pluma, y después de humedecer ésta en la tinta, la tendió a Alves, quien empezó a escribir la orden de entrega de los trece mil dólares, seguido por la blanda sonrisa de John Rudall.
César de Echagüe apretó suavemente los brazos de Guadalupe. Ésta se hallaba sentada en uno de los sillones del salón. Apartando la vista de la labor que tenía entre las manos, volvió la cabeza y miró a su marido. Faltaban pocas semanas para la llegada del segundo hijo de don César y aún quedaban bastantes cosas por hacer.
—¿Vas a salir? —preguntó ella.
—Sí. ¿Necesitas algo de Los Ángeles?
—Sólo que vuelvas pronto.
—He recibido un aviso de Mateos —explicó don César.
—¿Algo malo? —preguntó, inquieta Lupe.
—No. Sólo que debo comparecer como testigo en la causa que se sigue contra Basil Alves. El que mató a Páez.
—Ese hombre merece la muerte; pero me extraña que Mateos se haya atrevido a detenerle.
—
El Coyote
le hizo una visita —sonrió César—. Ya te lo dije.
—Sí, ya me lo dijiste —replicó, pensativa Lupe. Luego declaró—:
El Coyote
no se muestra muy activo.
—¿Es un reproche? —preguntó César—. Ya conoces la causa. ¿O es que no lo has comprendido?
—Otras personas también podrían comprenderlo —respondió la mujer—. Pueden asociar mi estado a la inactividad del
Coyote
; pueden sacar conclusiones peligrosas para ti. ¿Por qué no haces que Yesares actúe en algún lugar apartado de Los Ángeles? Siempre estoy temiendo que los demás descubran la verdad. A veces me asombra que no se den cuenta de ciertas coincidencias…
—Ten en cuenta que los demás ignoran todo cuanto tú sabes. Las cosas que tú ves claras, ellos ni las imaginan; sin embargo, no es mala tu idea. Le encargaré a Yesares que actué en el Norte. No quiero apartarme de tu lado hasta que haya nacido nuestro hijo.
Guadalupe sonrió. Luego su sonrisa apagóse y, en voz baja, explicó:
—Soy tan feliz, César, que a mi pesar, me asalta el presentimiento de que va a ocurrir algo malo.
—Es lógico que pienses así, Lupe. Cuando se lee un libro ameno, se sufre porque se sabe que pronto se terminará. Cuando se goza por algo, ese gozo queda amargado por la seguridad de que no puede durar mucho. Pero todo eso no quiere decir que nuestra felicidad no deba durar tanto como nosotros mismos.
Lupe cogió la mano de su marido y la llevó a sus mejillas. Musitó:
—Siempre pido a Dios que se me lleve antes que a ti. Si te viera morir, estoy segura de que no podría resistirlo.
—¿Y crees que yo sí podría resistir tu muerte? —preguntó don César.
Lupe tardó en responder. Se arrepentía de haber dicho aquello. Estaba segura de que su marido creía que ella iba a decir «Bien resististe la muerte de Leonor». Y ella no había pensado, ni por un momento, en la primera esposa del
Coyote
, a quien éste había permanecido fiel durante tantos años. ¿Verdaderamente fiel? No, ningún hombre es fiel a un recuerdo amoroso. Haciendo un esfuerzo, arrancóse del pensamiento aquellas ideas y respondió:
—Tú eres más fuerte que yo. Tienes más deberes y obligaciones. Tendrías que seguir viviendo.
—Dentro de poco tu también tendrás obligaciones —replicó César. Más serio, agregó—: El dolor resulta muy débil contra la acción del tiempo. Lo guardamos dentro de nuestro corazón deseando conservarlo allí durante el resto de nuestra vida. Pero el tiempo va transcurriendo, lo va limando, lo reduce a algo tan pequeño, que somos los primeros en avergonzarnos de ello. Es inútil luchar. Todos olvidamos algún día. Es preferible aceptar esa realidad antes que pretender fingir una mentira.
—Perdóname que haya dicho eso —pidióle Lupe—. Te he puesto triste.
—No, no me has entristecido… —replicó César, acariciando las manos de su esposa—. Al fin y al cabo el olvido de mi pasado me ha traído la felicidad actual.
—¿De veras eres feliz? —preguntó Guadalupe.
—Ya lo ves. Mi felicidad actual me hace olvidar mis deberes de
Coyote
.
—¡Cuántas veces quisiera que te olvidases para siempre de esa otra parte de ti mismo! ¿No has hecho ya bastante por los demás?
—Demasiado; pero no puedo dejar la tarea que me impuse hace tantos años.
—Algún día tendrás que dejarla. No podrás continuar siempre tu doble vida.
—Sí…, algún día tendrá que morir
El Coyote
—musitó don César, cuya expresión se hizo vaga y casi triste.
Guadalupe sintió que los celos punzaban su corazón. Eran unos celos ilógicos, que no podían ser expuestos; pero le dolía que su marido no se sintiese plenamente satisfecho con su amor. ¿Qué más necesitaba? ¿No le bastaba con ella? Amargamente se contestó a sí misma. No, a César de Echagüe no le bastaba con el amor ni con su vida normal. Necesitaba el fuerte licor de la aventura, la embriaguez del peligro. El vivir siempre como don César de Echagüe, el acaudalado estanciero, sería para él un largo agonizar.
«Algún día tendré que llorar sobre su cuerpo ensangrentado», se dijo Lupe.
Reaccionó en seguida. Ella había aceptado aquellos peligros, aquellas posibilidades; había prometido ser la mujer del
Coyote
y no exigió ser tan sólo la esposa de don César. Incluso había sentido celos al creer que podía aspirar al amor de don César de Echagüe y que, en cambio, le estaba vedado el cariño del
Coyote
.
—Esta tarde vendrá Serena —dijo en voz alta—. La acompañará la señora Syer. Como yo no estoy ya en condiciones de salir en coche, Serena ha sido tan amable que ha prometido visitarme siempre que pueda. Me duele un poco no poder confiar plenamente en ella. Y para su marido debe de resultar violento ocultarle la verdadera identidad del
Coyote
. ¿Crees que ella no la habrá descubierto?
—Estoy seguro de que no —respondió César—. Y si lo hubiera hecho, tendría que reconocer que Serena Morales es una mujer excepcional. Tan excepcional como tú; pues nunca me ha demostrado saber nada. Y ahora adiós, Lupita. Quiero volver antes de la noche y tengo mucho que hacer en la ciudad.
Don César fue a las cocheras e hizo enganchar dos caballos al cochecillo que usaba cuando iba a Los Ángeles solo. Mientras se alejaba del rancho de San Antonio, sonreía al imaginar cuan distinto era en apariencia de cómo era en realidad. Luego pensó en lo que había hablado con Lupe. Algún día debería morir
El Coyote
. Era inevitable. Resultaba milagroso haber podido mantener su doble existencia hasta entonces; pero, fatalmente llegaría un momento en que debería limitarse a ser don César de Echagüe. Nada más…
—¡Un momento, caballero!
Jamás le había ocurrido que le cogieran tan por sorpresa marchando por un camino. Al mirar hacia el lugar de donde procedía la voz, don César encontróse frente a un hombre que le contemplaba por encima de los dos cañones de una escopeta amartillada. Aquellos cañones parecían mirarle malignamente. El hombre cubríase el rostro hasta los ojos, con un gran pañuelo azul. Vestía como los vaqueros mejicanos; pero hablaba como los norteamericanos que llevaban algunos años en el país.
—¿Qué quiere, amigo? —preguntó don César, deteniendo a los caballos.
—Esta escopeta está cargada —replicó el otro.
—Ya lo imagino. No sería lógico que me encañonara con una escopeta inofensiva; pero le prevengo que llevo poco dinero encima.
—No me interesa su dinero —replicó el otro—. Si lo hubiera querido, habría asaltado su rancho.
—Pues si no quiere dinero, no sé yo…
—¿A qué va a Los Ángeles? —preguntó el de la escopeta.
—A varios asuntos.
—Le han citado como testigo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Aprecia su vida?
—Si no la apreciara hubiese intentado poner a prueba su buena puntería.
—La escopeta está cargada de metralla —dijo el otro—. No puede fallar el tiro.
—Lo imagino. Pensé que quería unos pesos y los habría dado a gusto a cambio de mi integridad física.
—¿Recuerda lo que vio en la plaza el día en que Páez sufrió aquel accidente?
Don César asintió con la cabeza. El otro replicó en seguida:
—Es preferible que lo olvide, caballero. Usted no vio nada. Estaba demasiado lejos. Unos hombres atacaron a Páez; pero usted no podría identificar a ninguno de ellos. ¿Me entiende?
—Ahora sí; pero luego, tal vez recuerde…
—No, no —interrumpió el de la escopeta—. Luego tampoco recordará nada. Absolutamente nada. Ya sé que, tan pronto como esta escopeta deje de mirarle, usted puede variar de opinión; pero no olvide que su esposa se halla en un estado en que cualquier sobresalto puede serle fatal. Para ella, o para lo que esperan.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó don César, dominándose con gran dificultad.
—Que no debe declarar nada comprometedor para el señor Alves. Y si lo hace, tenga en cuenta que se expone a quedar viudo por segunda vez. Al fin y al cabo, el que ahorquen o no a Alves no devolverá la vida de Natividad Páez. No se la puede devolver. Por lo tanto, es mejor para todos que no se hagan declaraciones indiscretas. Y ahora, señor Echagüe, continúe su camino. Buena suerte.
Don César tomó las riendas de sus caballos y azotó con ellas los lomos de los animales, reanudando la marcha hacia la ciudad. Le molestaba no haber podido reconocer a aquel hombre. Y le molestaba mucho más el saberse inerme contra aquella amenaza. Por primera vez en su vida, un enemigo suyo se demostraba más poderoso que él. La amenaza contra Guadalupe le reducía a la impotencia. Don César no podía desobedecer aquella orden, ni podía fingir que pedía el auxilio del
Coyote
, porque el resultado habría sido el mismo: herirse en lo que más amaba.