Todo bajo el cielo (26 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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—La paz interior —se apresuró a responder Fernanda.

—¿Estás segura? —inquirió el anticuario—. ¿Cómo podrías tener paz interior si sufres una dolorosa enfermedad?

—¿La salud, entonces? —insinué yo—. En España decimos que las tres cosas más deseables son la salud, el dinero y el amor.

—Pero es que, entre los cuatro ideogramas que nos han enseñado, no estaban los del «Dinero» ni el «Amor» —objetó mi sobrina.

—Esos no son conceptos importantes para los taoístas —farfulló el anticuario.

—¿Y cuáles son? —preguntó Biao engullendo un gran pedazo de pan mojado en la sopa.

—Precisamente eso es lo que nos ha preguntado el abad —repuso Lao Jiang, imitándole.

—Es decir, que tenemos que combinar por orden de importancia los objetivos taoístas de longevidad, paz, felicidad y salud —concluí.

—Exactamente.

—Pues sólo hay veinticuatro posibilidades —recordó Fernanda, de no muy buen humor—. Será fácil, desde luego.

—Creo que deberíamos aprovechar el tiempo que las lluvias nos van a obligar a pasar en este monasterio para preguntar a los monjes y conseguir la información —comenté—. No puede ser tan complicado. Sólo debemos encontrar a uno que nos lo quiera decir.

—¡Es cierto! —sonrió Biao—. ¡Mañana mismo podemos saber la respuesta!

—Ojalá sea cierto —deseó Lao Jiang, llevándose a los labios el cuenco con los restos de la sopa—, pero mucho me temo que no va a ser tan sencillo. Hay que conocer y comprender la sutileza y profundidad del pensamiento chino para ser capaz de resolver un problema tan aparentemente sencillo. Opino que los libros entre los que nos ha recibido Xu Benshan, esos
jiances
que llenaban la sala, pueden ser también una buena fuente de información.

—Pero sólo usted sabe leer chino —observé.

—Cierto. Y de ustedes tres sólo Biao sabe hablar la lengua. Así que les propongo lo siguiente: yo buscaré la información en las bibliotecas del monasterio y usted, Elvira, con la ayuda de Biao, hablará con los monjes.

—¿Y yo qué? —preguntó Fernanda con un dejo ofendido en la voz.

—Tú te unirás a las prácticas taoístas de los novicios del monasterio. Lo que aprendas de las artes marciales de Wudang quizá nos ayude también con el problema.

Por raro que parezca, la niña no protestó ni montó en cólera pero sus labios se quedaron blancos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo último que ella hubiera deseado en este mundo era una inmersión semejante en una cultura y unas prácticas que rechazaba de plano. De todas formas, no le iba a venir nada mal. Ahora que tenía una figura tan bonita y que su cara redonda había dado paso a un rostro fino y agraciado, un poco de ejercicio físico tendría sobre ella un efecto higiénico muy beneficioso.

Así que, a la mañana siguiente, después de los ejercicios taichi, de lavarnos y de desayunar un cuenco de harina de arroz con vegetales en vinagre y té, cada uno empezó con sus tareas. Lao Jiang pidió a los sirvientes un buen montón de libros que le fueron traídos en cajas cerradas y se recluyó con ellos en la habitación de estudio de la planta superior. Fernanda recibió un atavío completo de novicia y desapareció con cara abatida en pos de dos monjas jóvenes que a duras penas podían sostener, al mismo tiempo, los paraguas y la risa. Y el niño y yo, muy animados, nos lanzamos a la caza y captura de algún monje parlanchín saludando con simpatía a todos con cuantos nos cruzábamos por aquellos señoriales caminos empedrados. Sin embargo, y para nuestra desgracia, nadie parecía dispuesto a entablar una agradable conversación bajo el aguacero, envueltos por una luz oscura más propia del anochecer que de primera hora de la mañana. Por fin, cansados y mojados, nos recluimos en uno de los templos donde un viejo maestro estaba impartiendo una clase a un grupo de monjes y monjas que, sentados en el suelo sobre almohadillas de colores, parecían estatuas.

—¿Qué dice?

Biao frunció el ceño e hizo un gesto de aburrimiento.

—Habla de la naturaleza del universo.

—Bueno, pero ¿qué dice?

—¡Pero si no se entiende nada! —protestó.

Una mirada gélida bastó para que empezara a traducir precipitadamente. El Tao, explicaba aquel anciano maestro de blanca barbita, es la energía que anima todas las cosas. En el universo hay un orden que podemos observar, un orden que se manifiesta en los ciclos regulares de las estrellas, los planetas y las estaciones. En ese orden podemos descubrir la fuerza original del universo y esa fuerza es el Tao.

Sí que era complicado el asunto, pensé, aunque adjudiqué buena parte de tal complejidad a la desganada traducción de Pequeño Tigre.

Del Tao nació el
qi
, el aliento vital, y ese aliento vital se condensó en los Cinco Elementos de la materia: el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego, que representan transformaciones distintas de la energía y que se organizan bajo un orden dual conocido como yin y yang, los opuestos complementarios, que, al apoyarse y oponerse recíprocamente, generan el movimiento, la evolución y, por lo tanto, el cambio, que es lo único constante del universo. El yin se asocia a conceptos como quietud, tranquilidad, línea partida, Tierra, femenino, flexibilidad... El yang a dureza, potencia, línea continua, Cielo, masculino, actividad... Estudiando el Tao podremos unirnos a la fuerza original del universo pero, como no todas las personas son iguales, decía el maestro, ni tienen las mismas necesidades y destinos, existen cientos de maneras de realizar tal propósito.

A pesar de mi interés, aquellas ideas me parecían muy complicadas y, además, no terminaba de ver qué relación tenían el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego con el yin y el yang. Sin duda, me dije, en esta vida todo tiene su yin y su yang, es decir, su cara y su cruz, aunque el maestro no parecía estar haciendo una valoración simplista en el sentido de bueno o malo sino que aseguraba, sencillamente, que ambos opuestos, al relacionarse, generaban el movimiento y el cambio de las cosas.

—Es muy importante que aprendáis las relaciones de los Cinco Elementos —decía— porque la armonía del universo se basa en ellas y es la armonía lo que permite la vida. De este modo, recordad que el elemento fuego se asocia también con la luz, el calor, el verano, el movimiento ascendente y las formas triangulares; el agua, con lo oscuro, el frío, el invierno, la forma ondulante y el movimiento descendente, el metal, con el otoño, la forma circular y el movimiento hacia el interior; la madera, con la primavera, la forma alargada y el movimiento hacia el exterior; y la tierra, por último, con las formas cuadradas y el movimiento giratorio. El yang nace como madera, en primavera, y alcanza su culminación con el fuego, en verano. Entonces se detiene y, al ir deteniéndose, se convierte en Yin, que aparece como tal en otoño, con el metal, y que, a su vez, alcanza su cénit en invierno, con el agua, poniéndose de nuevo en movimiento y pasando a ser yang. El elemento tierra es el que equilibra el yin y el yang. Los Cinco Elementos están asociados también a las cinco direcciones. Como la energía benéfica viene del sur su elemento es el fuego y está representado por un Cuervo Rojo; por su parte, el norte pertenece al elemento agua y su figura es la Tortuga Negra; al oeste corresponde el metal y está simbolizado por un Tigre Blanco; el este se asocia con la madera y su imagen es la de un Dragón Verde; y, por último, el centro corresponde al elemento tierra y su forma es la de una Serpiente Amarilla.

Aquello era demasiado. En menos que canta un gallo, saqué de uno de mis bolsillos mi libreta
Moleskine
y anoté aquel galimatías con dibujos y símbolos utilizando mis lápices de colores. Biao, sin dejar de repetir la lección en castellano y francés, según le resultase mas cómodo, me miraba como si tuviera delante al Dragón Verde o al Tigre Blanco.

Aunque el maestro hablaba con parsimonia y Biao se pensaba mucho algunas palabras, creo que nunca he dibujado, garabateado y ensuciado una hoja con tanta rapidez como lo hice aquel día durante aquella clase en Wudang. En realidad, todo me parecía muy interesante, una teoría que me abría un mundo de posibilidades para pintar, para crear, para trabajar las composiciones de mis futuros cuadros y no podía permitir que se me escapara ni un solo detalle. Sin embargo, por increíble que parezca, el discurso sobre los Cinco Elementos aún no había terminado ya que éstos no sólo tenían una intensa y complicada vida propia sino que, además, se relacionaban entre sí de maneras muy originales:

—Los Cinco Elementos están sujetos a los ciclos creativo y destructivo del yin y el yang —explicaba calmosamente el maestro—. Cada uno de ellos puede ser nutrido por su aliado y aniquilado por su contrario. En el ciclo creativo, el metal genera el agua, el agua genera madera, la madera genera fuego, el fuego genera tierra y la tierra genera metal. En el destructivo, el metal destruye la madera, la madera destruye la tierra, la tierra destruye el agua, el agua destruye el fuego y el fuego destruye el metal.

Se había creado tal batiburrillo de conceptos en mi cabeza que ya no era capaz de entender lo que iba traduciendo Biao. Me conformaba, desde luego, con tenerlo anotado. Algún día, en París, todo aquello daría su fruto y la gente nunca sabría el origen de mi inspiración, como no sabían tampoco que el llamado Cubismo, inventado por mi compatriota Picasso, había nacido de una exposición de máscaras africanas que él había visitado en repetidas ocasiones en el Museo de la Humanidad de París. Sólo hacía falta ver las caras de su famoso cuadro
Las señoritas de Avignon
, primer lienzo cubista del mundo, para descubrir cuánto le debía Pablo al arte africano.

De todas formas, y viendo el angustioso aburrimiento del pobre Biao, pensé que ya estaba bien de filosofía taoísta por un día y que era hora de ponernos de nuevo en marcha para encontrar un monje que tuviera ganas de charlar con una extranjera y un niño sobre los objetivos de su vida. Guardé mi libreta —mi más preciado tesoro— en uno de los muchos bolsillos de mis calzones chinos y, con los pies todavía húmedos, recuperamos nuestras sombrillas de papel aceitado que aún chorreaban agua de lluvia sobre el suelo de piedra. Aquel tiempo era una calamidad y no parecía que fuera a parar de llover en los próximos días.

Como era de esperar, el niño y yo tuvimos muy poca suerte. Cerca del mediodía nos sentamos junto a una vieja monjita que pasaba el tiempo contemplando los picos de las montañas cercanas sentada con las piernas cruzadas sobre un bonito cojín de satén en la entrada de un templo. Era tan vieja y tan diminuta que los ojos apenas se le distinguían entre las arrugas de la cara. Llevaba el pelo canoso recogido en un moño y las uñas muy largas. La pobre mujer desvariaba. Decía que había nacido bajo el mandato del Cielo del emperador Jiaqing
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y que tenía ciento doce años. Quiso saber nuestro lugar de origen pero no pudo comprender el mío pues, para ella, fuera del Imperio Medio no existía nada y, por lo tanto, yo no podía venir de allí. Hizo un gesto despectivo con la mano para darme a entender que yo era una mentirosa y que no iba a creerse mis ridículas falsedades. Antes de que la conversación se estropease, quise que Biao le preguntara, con todo el respeto del mundo y destacando mucho que, a una edad tan avanzada como la suya y con tanta experiencia, seguramente sus palabras resolverían mis dudas, si conseguir la longevidad era más importante que tener buena salud.

La anciana se revolvió en su cojín y dejó ver unos ojillos blanquinosos antes de decir, muy enfadada:

—¡No entiendes nada, pobre tonta! ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz. Y, ahora, dejadme. Estoy cansada de tanto hablar.

Nos despidió con un gesto y se concentró nuevamente en las montañas cercanas. Lo cierto es que no debía de verlas en absoluto: estaba claro que la cortina blanca que velaba sus ojos la había dejado ciega mucho tiempo atrás. Sin embargo, sonreía mientras Biao y yo nos alejábamos en dirección a nuestra casa. Realmente, parecía feliz. ¿Sería la felicidad el primer ideograma que podíamos colocar en su sitio?

Encontré a Lao Jiang en el cuarto de estudio del piso superior, leyendo al calor de un brasero de carbón. Ambos estuvimos de acuerdo en que había que empezar por ahí. Sin duda, la aspiración principal de cualquier ser humano era la felicidad y, aunque nos costara comprenderlo, los monjes de Wudang, con su vida retirada, también deseaban lo mismo.

—Lo malo es que sólo tenemos una oportunidad —comenté—. Si nos equivocamos, no habrá forma de conseguir el tercer pedazo del
jiance
.

—No hace falta que me recuerde lo evidente —gruñó.

—Si usted fuera muy feliz, ¿qué querría después? ¿Salud, paz o longevidad?

—Mire, Elvira —rezongó el anticuario, dejando caer la mano sobre uno de los volúmenes que tenía abiertos encima de la mesa—, no se trata sólo de averiguar cuál es el orden de prioridades vitales de los taoístas de Wudang. Esa anciana monja ha podido darle, en efecto, el primero de los cuatro ideogramas, pero lo realmente importante es conseguir pruebas que avalen esa disposición. No tenemos margen para el error. El abad no admitirá ni un solo fallo. Necesitamos pruebas, ¿comprende?, pruebas que respalden el orden de los caracteres.

En el almuerzo, al que no asistió Fernanda, tomamos fideos de harina de garbanzos, vegetales y un pan de forma y sabor extraños. Los pequeños novicios aparecieron a media tarde para llevarse los cuencos, barrer de nuevo la casa (lo hacían dos veces al día) y fumigar la habitación de estudio con unos vasos que desprendían vapor de agua aromatizado con hierbas que, al parecer, servía para proteger los libros de los gusanos que se comían el papel. Como Biao y yo no salimos aquella tarde por culpa del mal tiempo —llovía torrencialmente—, Lao Jiang nos estuvo contando algunas cosas sobre uno de los textos clásicos en los que trabajaba. Se trataba del
Qin Lang Jin
, escrito durante la dinastía Qin, la del Primer Emperador, que versaba sobre algo llamado
K'an-yu
, una filosofía milenaria muy importante que había cambiado de nombre con los siglos pasando a llamarse «Viento y agua» o, lo que es lo mismo,
Feng Shui
, y que trataba de las energías de la tierra y de la armonía del ser humano con la naturaleza y con su entorno. Lao Jiang, naturalmente, no había tenido tiempo de leerlo entero porque, además de ser difícil de comprender por su lenguaje arcaico y oscuro, quería hacerlo con mucha atención; estaba seguro de poder encontrar en él lo que buscábamos, ya que había descubierto repetidas menciones a los cuatro conceptos de los ideogramas.

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