Todo bajo el cielo (11 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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Sentada, por fin, en el interior de la cama china, protegida del mundo por la preciosa cortina de seda que dejaba pasar la luz de las lámparas, abrí el sobre del anticuario con manos temblorosas sintiendo un hormigueo de miedo en los brazos y las piernas. Sin embargo, la carta sólo contenía una nota y, además, muy breve: «Por favor, acuda cuanto antes al Shanghai Club.» Estaba firmada por el señor Jiang y escrita con una elegante y anticuada caligrafía francesa que no podía ser más que del anticuario... Bueno, salvo que resultara una falsificación y me la hubiera enviado la Banda Verde, posibilidad que analicé cuidadosamente mientras me vestía a toda prisa y le pedía a la señora Zhong que diera de cenar a la niña. Estaba tan aterrada que, sinceramente, no era capaz de juzgar nada con claridad. Las cosas más absurdas se abrían paso con naturalidad, lo extraordinario había entrado a formar parte de lo cotidiano y ahí estaba yo, un sábado por la noche, en China, acudiendo por segunda vez en el mismo día, y como si fuera la cosa más normal del mundo, a una cita que podía suponer un riesgo real para mi vida. Había entrado, supongo, en una espiral de locura y, aunque quien me esperase en la habitación de Tichborne fuera el peligroso
Surcos
Huang acompañado por los eunucos de la Ciudad Prohibida y los imperialistas japoneses, peor sería no acudir si es que realmente era el anticuario quien me había convocado. Podía haber sucedido cualquier cosa durante la entrega del cofre, así que, a riesgo de sufrir un corte en los tendones de las rodillas, tenía que presentarme en el Shanghai Club.

El conserje me sonrió con petulancia cuando me reconoció. Debió de pensar que el gordo de Paddy y yo habíamos iniciado alguna relación íntima y no depuso su actitud arrogante ni siquiera cuando entré en el ascensor sin dejar de mirarle fríamente. Sí yo hubiera sido un hombre se habría cuidado mucho de exponer de ese modo sus sospechas. Esta vez, Tichborne no bajó al recibidor a buscarme, así que crucé sola, y más muerta que viva, el largo pasillo alfombrado que llevaba hasta su habitación. Me encontraba turbada hasta tal punto que, cuando el irlandés me sonrió tras abrir la puerta, creí ver un tumulto de gente a su espalda, tumulto que, por suerte, desapareció con un rápido parpadeo. De hecho, allí no había nadie más que el señor Jiang, ataviado con su maravillosa túnica de seda negra y su brillante chaleco de damasco. Él también sonreía, aunque como los amarillos sonríen por casi todo, no le di ninguna importancia. No obstante, una especie de euforia, de satisfacción, se agitaba en el aire, algo muy distinto, desde luego, de lo que esperaba encontrar y que me calmó los nervios de manera inmediata. Sobre la mesita de la sala, junto a un juego de té y una botella de whisky escocés, descansaba el «cofre de las cien joyas», luciendo su maravilloso dragón dorado en la tapa.

—Pase, Mme. De Poulain —me animó el anticuario sin dejar de apoyarse en su bastón de bambú. Si a mediodía no le hubiera visto moverse con la elasticidad de un gato, habría podido creer que se trataba de un anciano vencido por los años—. Tenemos noticias muy importantes.

—¿Ha habido algún problema con el cofre? —pregunté angustiada mientras los tres tomábamos asiento en las butaquitas.

—¡En absoluto! —dejó escapar Tichborne con alegría. Había un vaso vacío frente a él y en la botella de whisky sólo quedaban dos dedos, así que no me cupo ninguna duda de que su regocijo se debía en buena medida al alcohol—. ¡Grandes noticias,
madame!
 Sabemos lo que quiere la Banda Verde. ¡Esta pequeña caja es el cofre del tesoro!

Me volví para mirar al anticuario y vi que éste sonreía tanto que sus ojos eran dos rayas rectas perfectas en un océano de arrugas.

—Cierto, muy cierto —confirmó, dejándose caer cómodamente contra el respaldo de su asiento.

—¿Y eso va a salvar mi vida y la de mi sobrina?

—¡Oh,
madam
e, por favor! —protestó el gordo Paddy—. No sea usted aguafiestas.

Antes de que pudiera contestar adecuadamente a esta grosería, el señor Jiang hizo un gesto con la mano para llamar mi atención. La uña ganchuda de oro de su meñique bailó ante mis ojos.

—Estoy seguro, Mme. De Poulain —empezó a decir mientras se inclinaba sobre la mesa para servir un té casi transparente en las dos tazas chinas que había preparadas—, que usted no conoce la leyenda del Príncipe de Gui. En este gran país al que nosotros, los hijos de Han, llamamos
Zhongguo
, el Imperio Medio, o
Tianxia
, «Todo bajo el Cielo», los niños se duermen por la noche escuchando la historia de este príncipe que llegó a ser el último y más olvidado de los emperadores Ming y que salvó el secreto de la tumba del primer emperador de la China, Shi Huang Ti. Es un cuento hermoso que hace renacer el orgullo de esta inmensa nación de cuatrocientos millones de personas.

Me alargó una de las tazas de té pero yo rehusé el ofrecimiento con un gesto vago.

—¿No le apetece?

—Es que hace demasiado calor.

El señor Jiang sonrió.

—Contra eso,
madame
, lo mejor es un té bien caliente. Le refrescará en seguida, ya lo verá. —Y volvió a insistir acercándome la taza. Yo la cogí y él se arrellanó en el asiento sujetando la suya—. Cuando yo era pequeño, junto con mi hermano y mis amigos, escenificaba en la calle la tragedia del Príncipe de Gui y, al terminar, los vecinos nos daban algunas monedas aunque lo hubiéramos hecho realmente mal —se rió silenciosamente, recordando—. Debo señalar, sin embargo, que, con el tiempo, nuestra actuación llegó a tener una cierta calidad.

—¡Al tema, Lao Jiang! —exclamó el irlandés. No pude dejar de preguntarme qué unía a aquellos dos hombres tan dispares. Por suerte para todos, al anticuario no pareció molestarle la interrupción, así que continuó con su relato al tiempo que yo probaba un pequeño sorbo de mi taza de té y me sorprendía por su agradable sabor afrutado. Naturalmente, empecé a sudar en seguida pero lo curioso fue que el sudor se enfrió y noté una sensación fresca por todo el cuerpo. Los chinos eran más listos de lo que parecían y, desde luego, tomaban unas tisanas excelentes.

—Antes de conocer la leyenda del Príncipe de Gui, tiene usted que aprender algunas cosas sobre una parte muy importante de nuestra historia, Mme. De Poulain. Hace algo más de dos mil años el Imperio Medio no existía como lo conocemos hoy. El territorio estaba dividido en varios reinos que peleaban encarnizadamente entre sí, por lo que aquella época se conoce como el Período de los Reinos Combatientes. El que llegaría a ser el primer emperador de la China unificada nació, según los anales históricos, en el año 259 antes de la era actual. Se llamaba Yi Zheng y gobernaba en el reino de Qin
9
. Después de subir al poder, el príncipe Zheng inició una serie de gloriosas batallas que le llevaron a apoderarse, en apenas diez años, de los reinos de Han, Zhao, Wei, Chu, Yan y Qi, fundando, de este modo, el país de
Zhongguo
, el Imperio Medio, llamado así por estar situado en el centro del mundo, y él, a su vez, adoptó el título de
Huang Ti
, es decir, «Soberano Augusto», que es, hasta hoy, el apelativo de todos nuestros emperadores. La gente le añadió el calificativo
Shi
, es decir «Primero», de modo que el nombre por el que se le ha conocido a lo largo de la historia es
Shi Huang Ti
, o lo que es lo mismo, «Primer Emperador». Sus enemigos, sin embargo, le llamaban «El Tigre de Qin» —y, mientras decía esto, el señor Jiang abrió el «cofre de las cien joyas» y dejó sobre la mesa la figurilla del medio tigre de oro con inscripciones en el lomo que Fernanda y yo habíamos estado examinando aquella mañana—. Como a él le gustaba este apelativo, adoptó el tigre como insignia militar pero, en realidad, sus adversarios le llamaban así por su ferocidad y su corazón despiadado. En cuanto Shi Huang Ti tuvo a toda la China bajo su absoluto control, puso en marcha una serie de medidas económicas y administrativas tan importantes como la unificación de los pesos, las medidas y la moneda —y el señor Jiang colocó también sobre la mesa la pieza redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro—, la adopción de un único sistema de escritura que, por cierto, es el que seguimos utilizando hoy en día —y puso junto a la moneda el minúsculo libro chino, el hueso de melocotón y las pepitas de calabaza con ideogramas escritos—, una red centralizada de canales y caminos —y colocó la diminuta figura de un carro tirado por tres caballitos de bronce— y, lo más importante: inició la construcción de la Gran Muralla.

—¡Lao Jiang, te estás yendo por las ramas! —le gritó Paddy con malos modos. Ahora sí que le miré con profundo desprecio. Qué hombre tan maleducado.

—En fin, Mme. De Poulain, en lo que a nosotros concierne —prosiguió el señor Jiang—, Shi Huang Ti fue, no sólo el primer emperador de la China, sino uno de los hombres más importantes, ricos y poderosos del mundo.

—Y aquí es donde entra en juego este pequeño cofre —apuntó el irlandés, con una gran sonrisa.

—Todavía no, pero nos estamos acercando. Cuando el todavía príncipe Zheng subió al trono, ordenó que diesen comienzo las obras de su mausoleo real Eso era lo normal en aquella época. Luego, dejó de ser el príncipe de un pequeño reino para convertirse en Shi Huang Ti, el gran emperador, de modo que el proyecto inicial se amplió y magnificó hasta adquirir proporciones gigantescas: más de setecientos mil trabajadores de todo el país fueron enviados al lugar para hacer de aquella tumba el enterramiento más lujoso, grande y espléndido de la historia. Millones de tesoros fueron enterrados con Shi Huang Ti a su muerte, además de miles de personas vivas: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Todos aquellos que sabían dónde se encontraba el mausoleo fueron enterrados vivos y el lugar se cubrió de secreto y misterio durante los siguientes dos mil años. Un monte artificial, con árboles y hierba, se levantó sobre la tumba, que fue olvidada, y toda esta historia pasó a formar parte de la leyenda.

El señor Jiang se detuvo para dejar delicadamente su taza vacía sobre la mesa.

—Discúlpeme, señor Jiang —murmuré, confusa—, pero ¿qué tiene que ver el primer emperador de China con el cofre?

—Ahora le contaré la historia del Príncipe de Gui —repuso el anticuario. Paddy Tichborne resopló, aburrido, y apuró el contenido del vaso en el que había vaciado la botella de whisky—. Durante la cuarta luna del año 1644, el último emperador de la dinastía Ming, el emperador Chongzen, acosado por sus enemigos, se ahorcó colgándose de un árbol en Meishan, la Colina del Carbón, al norte del palacio imperial de Pekín. Con esto se puso fin, oficialmente, a la dinastía Ming y dio comienzo la actual, la Qing, de origen manchú. El país estaba en el caos, las finanzas públicas arruinadas, el ejército desorganizado y los chinos divididos entre la antigua y la nueva casa reinante. Pero no todos los Ming habían sido exterminados; aún quedaba un último contendiente legítimo al trono, el joven Príncipe de Gui que había podido huir hacia el sur con el resto de un pequeño ejército de fieles. A finales de 1646, en Zhaoqing, en la provincia de Guangdong, el Príncipe de Gui fue proclamado emperador con el nombre de Yongli. Poco dicen las crónicas de este último emperador Ming, pero se sabe que, desde su entronización, vivió huyendo permanentemente de las tropas de los Qing, hasta que, por fin, en 1661, tuvo que pedir asilo al rey de Birmania, Pyé Min, quien le acogió a regañadientes y le dispensó un trato humillante como prisionero. Un año después, las tropas del general Wu Sangui se plantaron en la frontera de Birmania dispuestas a invadir el país si Pyé Min no le entregaba a Yongli y a toda su familia. El rey birmano no lo dudó y Yongli fue llevado por el general Wu Sangui hasta Yunnan, donde fue ejecutado junto con toda su familia durante la tercera luna del año 1662.

—Y usted,
madame
, se preguntará —le atajó Paddy Tichborne con hablar ebrio—, qué relación existe entre el primer emperador de China y el último emperador Ming.

—Bueno, sí —admití—, pero, en realidad, lo que me pregunto es qué relación existe entre todo esto y el «cofre de las cien joyas».

—Era necesario que usted conociera ambas historias —indicó el anticuario— para que pudiera comprender la importancia de lo que hemos encontrado. Como le he dicho, forma parte de la cultura china la vieja leyenda del Príncipe de Gui, también llamado emperador Yongli, que se relata a los niños desde que nacen y que yo mismo he representado con mis amigos en la calle por algunas monedas de cobre. Dice la leyenda que los Ming poseían un antiguo documento que señalaba el lugar donde se encontraba el mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, así como la forma de entrar en él sin caer en las trampas dispuestas contra los saqueadores de tumbas. Ese documento, un hermoso
jiance
, pasaba secretamente de emperador a emperador como el objeto más valioso del Estado.

—¿Qué es un jiance? —pregunté.

—Un libro,
madame
, un libro hecho con tablillas de bambú atadas con cordones. Hasta el siglo I antes de nuestra era, los chinos escribíamos sobre caparazones, piedras, huesos, tablillas de bambú o lienzos de seda. Después, en torno a esa fecha, inventamos el papel, utilizando fibras vegetales, pero el
jiance
y la seda continuaron empleándose durante algún tiempo más. No mucho, eso es cierto, porque el papel pronto sustituyó a los antiguos soportes. En fin, la leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche en que el príncipe fue proclamado emperador, un hombre misterioso, un correo imperial procedente de Pekín, llegó hasta
Zhaoqing
para hacerle entrega del jiance. El reciente emperador tuvo que jurar protegerlo con su vida o bien destruirlo antes de que pudiera caer en manos de la nueva dinastía reinante, los Qing.

—¿Y por qué no podía caer en manos de los Qing?

—Porque no son chinos,
madame
. Los Qing son manchúes, tártaros, proceden de los territorios del norte, al otro lado de la Gran Muralla, y qué duda cabe que para ellos, usurpadores del trono divino, poseer el secreto de la tumba del Primer Emperador y apoderarse de sus objetos y tesoros más significativos hubiera supuesto un acto de legitimación ante el pueblo y la nobleza difícilmente superable. De hecho, y preste atención a lo que voy a decir, madame, incluso hoy día un descubrimiento semejante sería un suceso tan crucial que, de producirse, podría provocar el fin de la República del doctor Sun Yatsen y la reinstauración del sistema imperial. ¿Entiende lo que quiero decir?

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