Ya calmada su ira, Okonkwo decidió irse de caza. Tenía una vieja escopeta oxidada hecha por un herrero muy hábil que había ido a vivir en Umuofia hacía mucho tiempo. Pero aunque Okonkwo era un gran hombre cuyo valor gozaba de universal reconocimiento, no era cazador. De hecho, no había matado ni una rata con su escopeta. De forma que cuando llamó a Ikemefuna para que le trajera el arma, la esposa a la que acababa de dar la paliza murmuró algo relativo a escopetas que nunca disparan. Por desgracia para ella, Okonkwo la oyó y se fue corriendo furioso a su habitación en busca de la escopeta cargada y se la apuntó mientras ella trataba de saltar el muro bajo del granero. Apretó el gatillo y sonó un fuerte disparo acompañado de los gritos de sus esposas y sus hijos. Tiró la escopeta y saltó al granero y allí estaba la mujer, asustadísima y temblorosa, pero totalmente ilesa. Okonkwo dio un gran suspiro y se marchó con la escopeta.
Pese a aquel incidente, el Festival del Nuevo Ñame se celebró con gran alegría en casa de Okonkwo. De madrugada, mientras Okonkwo ofrecía un sacrificio de ñame nuevo y aceite de palma a sus antepasados, les pidió su protección pata él, para sus hijos y para las madres de éstos durante el nuevo año.
A medida que avanzaba el día fueron llegando sus parientes políticos de los tres pueblos vecinos, y cada uno traía consigo un cántaro de vino de palma. Y estuvieron comiendo y bebiendo hasta la noche, cuando los parientes políticos de Okonkwo empezaron a irse a sus casas. El segundo día del año nuevo era el día del gran combate deportivo entre el pueblo de Okonkwo y sus vecinos. Es difícil decir lo que más gustaba a la gente: los festejos y la camaradería del primer día o el combate del segundo. Pero había una mujer que no tenía la menor duda. Era la segunda esposa de Okonkwo, Ekwefi, a la que casi le había pegado un tiro. No había festival en todas las estaciones del año que le gustara más que el de la lucha. Hacía muchos años, cuando Ekwefi era la belleza del pueblo, Okonkwo había conquistado su corazón al vencer al Gato en el mayor combate en memoria humana. No se casó con él entonces porque Okonkwo era demasiado pobre para pagar su dote. Pero unos años después se escapó de la casa de su marido y se fue a vivir con Okonkwo. Todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo. Ahora Ekwefi era una mujer de cuarenta y cinco años que había sufrido mucho en la vida. Pero la lucha le seguía gustando tanto como hacía treinta años.
Todavía no era el mediodía del segundo día del Festival del Nuevo Ñame. Ekwefi y su hija única, Ezinma, estaban sentadas junto a la chimenea esperando a que hirviera el agua de la olla. En el mortero de madera estaba la gallina que acababa de matar Ekwefi. Empezó a hervir el agua y con un movimiento diestro Ekwefi levantó la olla del fuego y vertió el agua hirviendo sobre la gallina. Volvió a colocar la olla vacía en el redondel del rincón y se miró las palmas de las manos, que estaban negras de hollín. A Ezinma siempre le sorprendía que su madre pudiera levantar una olla del fuego sin protegerse las manos con algo.
— Ekwefi —preguntó—, ¿es cierto que cuando eres mayor no te quema el fuego? —Ezinma, al contrario que casi todos los niños, llamaba a su madre por su nombre.
— Sí —replicó Ekwefi, demasiado ocupada para discutir. Su hija sólo tenía diez años, pero era muy lista para su edad.
— Pero a la madre de Nwoye se le cayó la olla de sopa caliente el otro día y se le rompió en el suelo.
Ekwefi le dio la vuelta a la gallina en el mortero y empezó a desplumarla.
— Ekwefi —dijo Ezinma que la ayudaba a desplumar—, me tiembla el párpado.
— Será que vas a llorar —dijo su madre.
— No —dijo Ezinma—, es el otro párpado, el de arriba.
— Entonces es que vas a ver algo.
— ¿Qué voy a ver? —preguntó.
— ¿Cómo voy a saberlo yo? —Ekwefi quería que lo averiguara por sí sola.
— Ajá —dijo por fin Ezinma—. Ya sé lo que es: la lucha.
Por fin quedó desplumada la gallina. Ekwefi trató de arrancarle el pico, pero era demasiado duro. Se dio la vuelta en el taburete y puso el pico un momento en el fuego. Volvió a tirar y lo arrancó.
— ¡Ekwefi! —llamó una voz de una de las otras cabañas. Era la madre de Nwoye, la primera esposa de Okonkwo.
— ¿Es a mí? —respondió Ekwefi. Así era como respondía la gente a las llamadas que llegaban de fuera. Nunca respondía que sí por miedo a que fuera un espíritu del mal el que llamaba.
— ¿Quieres darle a Ezinma un poco de fuego pata que me lo traiga? —sus propios hijos e Ikemefuna se habían ido al río.
Ekwefi puso unas brasas en una olla rota y Ezinma atravesó el recinto recién barrido para dárselas a la madre de Nwoye.
— Gracias, Nma —le dijo. Estaba pelando ñames nuevos y en un cesto a su lado había verduras y alubias.
— Déjame que te haga el fuego —ofreció Ezinma.
— Gracias, Ezigbo —contestó. Solía llamarla Ezigbo, que significa «niña buena».
Ezinma salió y trajo unos cuantos palos de un montón enorme de leña. Los hizo astillas con la planta del pie y empezó a soplar para hacer el fuego.
— Te vas a ahogar —dijo la madre de Nwoye al mirar por encima de los ñames que estaba pelando—. Usa el atizador —se levantó y sacó el atizador que estaba puesto en las vigas. En cuanto se puso en pie, la cabra inquieta que había estado comiéndose obediente las peladuras de ñame echó el diente a los ñames de verdad, agarró dos bocados y huyó de la cabaña para ir a masticarlo todo en el redil. La madre de Nwoye la maldijo y volvió a sentarse a pelar. El fuego de Ezinma ya echaba grandes nubes de humo. Siguió dándole aire hasta que aparecieron las llamas. La madre de Nwoye le dio las gracias y ella se volvió a la cabaña de su madre.
En aquel momento empezaron a oír el ritmo distante de los tambores. Llegaba desde la dirección del ilo, el par) que de juegos del pueblo. Cada pueblo tenía su propio ilo, que era tan antiguo como el propio pueblo y donde se celebraban todas las grandes ceremonias y los bailes. Los tambores tocaban la danza inconfundible de la lucha: rápida, ligera y alegre, y la canción llegaba flotando en el viento.
Okonkwo carraspeó y movió los pies al ritmo de los tambores. Le llenaba de fuego, como había ocurrido siempre, desde que era joven. Temblaba de ganas de vencer y dominar. Era como desear a una mujer.
— Vamos a llegar tarde a la lucha — dijo Ezinma a su madre.
— No empiezan hasta que cae el sol.
— Pero ya están tocando los tambores.
— Sí. Los tambores empiezan al mediodía, pero la lucha espera hasta que empieza a caer el sol Ve a ver si tu padre ha traído ñames para la tarde.
— Sí. La madre de Nwoye ya está cocinando.
— Entonces vete a traer los nuestros. Tenemos que cocinar en seguida o llegaremos tarde a la lucha.
Ezinma se fue corriendo al granero y se trajo dos ñames del muro bajo.
Ekwefi peló los ñames a toda prisa. La cabra inquieta olisqueó y se comió las peladuras. Ekwefi cortó los ñames en trocitos y empezó a preparar un potaje con parte de la gallina.
En aquel momento oyeron que alguien lloraba justo al lado del recinto. Parecía la voz de Obiageli, la hermana de Nwoye.
— ¿Es Obiageli la que llora? —preguntó Ekwefi a la madre de Nwoye, al otro extremo del patio.
— Sí —contestó—. Se le debe haber roto el cántaro del agua.
El llanto sonaba ya muy cerca y pronto llegaron los niños en fila, cada uno de ellos con un recipiente en la cabeza, de distinto tamaño según sus edades. Ikemefuna iba el primero con el recipiente más grande, seguido de cerca por Nwoye y sus dos hermanos menores. Obiageli iba la última, con la cara bañada en lágrimas. Llevaba en la mano el rodete de paño en el que hubiera debido descansar el cántaro de la cabeza.
¿Qué ha pasado? —preguntó su madre, y Obiageli le contó su triste historia. Su madre la consoló y le prometió comprarle otro cántaro.
Los hermanos menores de Nwoye estaban a punto de contarle a su madre lo que había pasado de verdad cuando Ikemefuna los miró severamente y se callaron. La verdad era que Obiageli había estado haciendo inyanga con su recipiente. Se lo había colocado en la cabeza, había cruzado los brazos y se había puesto a cimbrear la cintura como una chica mayor. Cuando se le cayó el cántaro y se rompió se había echado a reír. No empezó a llorar hasta que llegaron cerca del árbol iroko frente a su recinto.
Seguían sonando los tambores, con su ruido persistente e inmutable. El ruido ya no era algo distinto del pueblo vivo. Era como el latido de su corazón. Vibraba en el aire, en el sol y hasta en los árboles, y llenaba al pueblo de emoción.
Ekwefi puso la parte del potaje que correspondía a su marido en un cuenco y lo tapó. Ezinma se lo llevó a su
obi
.
Okonkwo ya estaba sentado en una piel de cabra comiéndose lo que le había cocinado su primera esposa. Obiageli, que se lo había llevado de la calaña de su madre, estaba sentada en el suelo esperando a que acabara. Ezinma le puso delante el plato de su madre y se quedó sentada con Obiageli.
— ¡Siéntate como una mujer— le gritó Okonkwo. Ezinma cerró las piernas y las estiró ante ella.
— Padre, ¿vas a ir a ver la lucha? —preguntó Ezinma tras un intervalo correcto.
— Sí contestó —. ¿Y tú?
— Sí —y añadió tras una pausa—: ¿Puedo llevarte la silla?
— No, eso es tarea de chicos — Okonkwo sentía especial cariño por Ezinma. Se parecía mucho a su madre, que había sido la belleza del pueblo. Pero no mostraba su cariño sino en raras ocasiones.
— A
obi
ageli se le ha roto el cántaro hoy —dijo Ezinma.
— Sí, ya me lo ha dicho —contestó Okonkwo entre bocados.
— Padre —dijo Obiageli—, la gente no debe hablar mientras come o se le puede ir la pimienta por el mal camino.
— Eso es muy cierto. ¿Has oído, Ezinma? Tú eres mayor que Obiageli, pero ella tiene más sentido común.
Destapó el plato de su segunda esposa y empezó a comérselo. Obiageli tomó el primer plato y se lo llevó a la cabaña de su madre. Y entonces llegó Nkechi que traía el tercer plato. Nkechi era hija de la tercera esposa de Okonkwo.
A lo lejos seguían sonando los tambores.
T
ODO
el pueblo fue al
ilo
, hombres, mujeres y niños. Formaron un enorme círculo y dejaron libre el centro del terreno de juego. Los ancianos y los grandes del pueblo se sentaron en sus propios taburetes que les traían sus hijos menores o los esclavos. Entre ellos se sentaba Okonkwo. Todos los demás estaban de pie, salvo los que habían llegado lo bastante pronto para conseguir sitio en unas cuantas gradas construidas con troncos alisados colocados sobre pilares en horquilla.
Todavía no habían llegado los luchadores, y los tamborileros dominaban la situación. También ellos estaban sentados frente al gran círculo de espectadores, frente a los ancianos. Detrás de ellos estaba el árbol bómbax, enorme y antiquísimo, que era sagrado. En aquel árbol vivían los espíritus de los niños buenos que esperaban a nacer. En los días de diario las mujeres jóvenes que querían hijos iban a sentarse a su sombra.
Había siete tambores y estaban ordenados por tamaños en un largo cesto de madera. Tres hombres los golpeaban con palillos e iban febrilmente de un tambor a otro. Estaban poseídos por el espíritu de los tambores.
Los jóvenes encargados de mantener el orden en estas ocasiones iban corriendo de un lado a otro, consultándose entre ellos y con los jefes de los dos equipos de luchadores, que seguían fuera del círculo, detrás de la multitud. De vez en cuando dos jóvenes con palmas recorrían el círculo y echaban atrás al público dando golpes en el suelo o, si alguien se ponía terco, le daban en los pies y las piernas.
Por fin entraron bailando en el círculo los dos equipos y el público gritó y aplaudió. El batir de los tambores se hizo frenético. La gente se echó hacia adelante. Los jóvenes encargados de mantener el orden se echaron a correr ondeando sus palmas. Los ancianos movían la cabeza al ritmo de los tambores y recordaban los días en que ellos mismos habían luchado al son de aquel ritmo intoxicarte.
El combate empezó con los chicos de quince y dieciséis años. Sólo había tres chicos en cada equipo. No eran los luchadores de verdad; sólo servían de presentación. Los dos primeros combates terminaron en seguida. Pero el tercero creó gran sensación, incluso entre los ancianos, que generalmente no mostraban sus emociones de forma tan abierta. Fue igual de rápido que los otros dos, y quizá incluso más. Pero muy pocos habían visto antes luchar así. En cuanto los dos chicos se aproximaron, uno de ellos hizo algo que nadie podía describir porque había sido rápido como un relámpago. Y el otro chico estaba de espaldas en tierra. La multitud gritó y aplaudió y durante un momento tapó el ruido de los tambores frenéticos. Okonkwo se puso en pie de un salto en seguida se volvió a sentar. Tres muchachos del equipo del vencedor salieron corriendo, lo levantaron en hombros y fueron bailando entre la multitud clamorosa. Pronto supo todo el mundo quién era el vencedor. Se llamaba Maduka y era el hijo de Obierika.
Los tamborileros pararon a descansar un rato antes de los combates de verdad. Les brillaban los cuerpos de sudor y tomaron abanicos para darse aire. También bebieron agua de unos cantarillos y comieron nueces de cola. Volvieron a transformarse en seres humanos que charlaban entre sí y con los que estaban a su lado. El aire, que había estado tenso de emoción, volvió a calmarse. Era como si se hubiera vertido agua en la piel tirante de un tambor. Mucha gente miró en su derredor, quizá por primera vez, y vio a quienes estaban de pie o sentados a su lado.
— No te había visto —dijo Ekwefi a la mujer que estaba junto a ella desde el principio de los combates.
— Y no me extraña —dijo la mujer—. Nunca he visto un gentío así. ¿Es verdad que Okonkwo casi te mata con su escopeta?
— Sí que es verdad, amiga mía. Todavía no encuentro la lengua para contar la historia.
— Tu
chi
está bien vivo, amiga mía. Y, ¿cómo está mi hija, Ezinma?
— Está muy bien desde hace tiempo. A lo mejor no se nos va.
— Creo que no. ¿Qué edad tiene ya?
— Unos diez años.
— Creo que no se irá. Generalmente se quedan si no mueren antes de los seis años.
— Rezo porque se quede —dijo
Ekwefi con un gran suspiro.
La mujer con la que hablaba se llamaba Chielo. Era la sacerdotisa de Agbala, el Oráculo de los Cerros y de las Cuevas. En la vida normal Chielo era una viuda con dos hijos. Era muy amiga de Ekwefi, con quien compartía un puesto en el mercado. Sentía especial cariño por Ezinma, la única hija de Ekwefi, a quien llamaba «mi hija». Muchas veces compraba pastas de alubia y le daba algunas a Ekwefi para que las llevara a Ezinma. Los que veían a Chielo en la vida normal apenas podían creer que fuese la misma persona que hacía profecías cuando se apoderaba de ella el espíritu de Agbala.